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Guerra y paz
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Автор книги: Leon Tolstoi



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El comportamiento de Anna Pávlovna Scherer con Pierre cambió como el de toda la sociedad.

Antes, Pierre sentía constantemente que cualquier cosa que dijera delante de Anna Pávlovna resultaba inconveniente e inoportuna, y que los argumentos que él estimaba inteligentes al pensarlos se convertían en verdaderas tonterías en cuanto los exponía en voz alta, mientras que las más necias palabras de Hipólito pasaban por genialidades encantadoras. Ahora resultaba charmantcualquier cosa que él dijese, y aun cuando Anna Pávlovna no lo manifestase, era evidente que lo pensaba así y se contenía sólo por no herir su modestia.

A comienzos del invierno de 1805-1806 Pierre recibió el acostumbrado billetito de Anna Pávlovna —una invitación de color rosa– al que había añadido: “Vous trouverez chez moi la belle Hélène qu’on ne se lasse jamais de voir”. 190

Al leer esta frase, Pierre se dio cuenta por primera vez de que entre él y Elena se había establecido cierto vínculo reconocido por los demás; y esa idea, que lo asustaba por cuanto parecía imponerle una obligación que él no quería contraer, le agradaba al mismo tiempo como una suposición divertida.

La velada en casa de Anna Pávlovna era como la anterior, con la diferencia de que la novedad que la dama ofrecía a sus huéspedes no era Mortemart, sino un diplomático llegado de Berlín, conocedor de los más recientes detalles sobre la estancia del emperador Alejandro en Potsdam y la indisoluble alianza que allí habían firmado los dos augustos amigos, comprometiéndose a defender la causa justa contra el enemigo del género humano. Pierre fue recibido por Anna Pávlovna con un matiz de tristeza que evidentemente se refería a la reciente pérdida sufrida por él con la muerte de su padre, el conde Bezújov. (Todos se creían obligados a persuadir a Pierre de que estaba muy apenado por la muerte de aquel padre, al que apenas había conocido.) Pero la tristeza de Anna Pávlovna era en todo semejante a aquélla de que hacía ostentación al hablar de S. M. I. María Feodórovna. Pierre se sintió muy lisonjeado por ello. Anna Pávlovna distribuía en su salón los grupos con su habitual habilidad. El grupo mayor —con el príncipe Vasili y los generales– tenía la suerte de contar con el diplomático. Otro estaba próximo a la mesa del té. Pierre deseaba unirse al primero, pero Anna Pávlovna, excitada como el jefe de un ejército en el campo de batalla, a quien afluyen por millares las ideas brillantes que apenas hay tiempo de ejecutar; lo tocó en el brazo.

–Attendez, jai des vues sur vous pour ce soir 191– miró a Elena y sonrió. —Ma bonne Hélène, il faut que vous soyez charitable pour ma pauvre tante, qui a une adoration pour vous. Allez lui tenir compagnie pour dix minutes. 192Y para que no se aburra demasiado, nuestro amable conde no se negará a seguirla.

La bella Elena se dirigió hacia la tía, pero Anna Pávlovna retuvo todavía a Pierre, como si hubiera de darle las últimas instrucciones.

–¿Verdad que es preciosa?– dijo al conde señalándole a la joven, que se alejaba majestuosamente. —Et quelle tenue! 193¡Qué tacto para una muchacha tan joven, qué espléndido temperamento! Eso proviene del corazón. Feliz el hombre a quien pertenezca. Con esa mujer, el marido menos mundano ocuparía la más brillante posición social, ¿verdad? Me gustaría conocer su opinión– y diciendo esto Anna Pávlovna lo dejó marchar.

Pierre, con absoluta franqueza, había respondido afirmativamente a la pregunta de Anna Pávlovna sobre Elena. Si se le ocurría pensar en ella, pensaba precisamente en su belleza y en la tranquila y extraordinaria capacidad de mostrarse digna y silenciosa en los salones.

La tía acogió a los dos jóvenes en su rincón, aunque más bien parecía querer ocultar su adoración por Elena y expresar más bien el miedo que sentía por Anna Pávlovna. Miraba a su sobrina como preguntando qué debía hacer con los dos jóvenes. Al retirarse, Anna Pávlovna tocó de nuevo con su dedo el brazo a Pierre y le dijo:

–J'espère que vous ne direz plus qu’on s’ennuie chez moi 194– y miró a Elena.

Ésta sonrió, como diciendo que no admitía la posibilidad de que nadie la viera sin sentirse entusiasmado. La tía tosió un poco, tragó saliva y dijo en francés que estaba muy contenta de ver a Elena. Después se volvió a Pierre con idéntico saludo y las mismas expresiones. Durante la conversación, aburrida y entrecortada, Elena miró a Pierre y le sonrió con aquella hermosa y clara sonrisa que tenía para todos. Pierre estaba tan acostumbrado a esa sonrisa, significaba tan poco para él, que apenas si le prestó atención. La tía comenzó a hablar de la colección de tabaqueras del padre de Pierre, el conde Bezújov, y mostró la suya. La princesa Elena se la pidió para ver el retrato del marido de la tía, allí pintado.

–Seguramente es trabajo de Vinesse– dijo Pierre, aludiendo a un miniaturista muy conocido. Se inclinó sobre la mesa para coger la tabaquera, sin dejar de escuchar la conversación que se mantenía en la mesa vecina.

Se incorporó para dar la vuelta, pero la tía le tendió la tabaquera por detrás mismo de la muchacha; se inclinó Elena para dejar sitio y se volvió sonriendo. Como siempre en las veladas, llevaba un vestido muy escotado, tanto por delante como por la espalda, según la moda de la época. Su busto, que a Pierre le había parecido siempre de mármol, estaba tan cerca del joven que involuntariamente distinguió con sus ojos miopes la viva fascinación de los hombros y del cuello, tan próximos a sus labios que no habría tenido más que inclinarse un poco para rozarlos. Sintió el calor de su cuerpo, el aroma de su perfume y el crujido del corsé a cada movimiento. No veía ya aquella belleza marmórea que formaba un conjunto con el traje de noche; veía y sentía toda la seducción de su cuerpo, oculto tan sólo por el vestido. Y una vez visto así, no podía ver de otro modo, igual que no podemos caer en el engaño una vez explicado.

Elena parecía decirle: “¿Es que no se había dado cuenta de lo preciosa que soy? ¿No sabía que soy una mujer? Pues sí, soy una mujer que puede pertenecer a cualquiera, y también a usted”. Y en ese momento, Pierre sintió que Elena no sólo podía ser su mujer, sino que debía serlo y que no podía ser de otra manera.

Lo supo con tanta seguridad como si estuviera ya en el altar con ella. ¿Cómo ocurriría? ¿Cuándo? Lo ignoraba. Tampoco podía saber si estaría bien (le parecía más bien que no), pero estaba seguro de que aquello sucedería.

Pierre bajó los ojos y la miró de nuevo; deseaba verla ajena a él, una beldad tan lejana como antes lo era cada día.

Pero ya no podía ser así. No podía, lo mismo que un hombre que en la niebla confunde un manojo de malas hierbas con un árbol no puede, cuando ha visto que es hierba, seguir creyendo que es un árbol. La veía terriblemente próxima; se sentía ya bajo su poder. Entre los dos no había más obstáculos que los puestos por su propia voluntad.

–Bon, je vous laisse dans votre petit coin; je vois que vous y êtes très bien– dijo la voz de Anna Pávlovna. 195

Pierre, tratando de recordar si había hecho algo inconveniente, miró en derredor ruborizado. Le parecía que todos sabían lo mismo que él lo que le había ocurrido.

Unos momentos después, cuando Pierre se acercó al grupo grande, Anna Pávlovna le dijo:

–On dit que vous embellisez votre maison de Pétersbourg. 196

(Y era verdad. El arquitecto le había dicho que era necesario hacerlo, y Pierre, sin saber por qué, había empezado a restaurar la inmensa casa de San Petersburgo.)

–C’est bien, mais ne déménagez pas de chez le prince Basile. Il est bon d'avoir un ami comme le prince. J’en sais quelque chose. N’est-ce pas? 197– y se volvió sonriendo al príncipe Vasili. —Y usted es tan joven; necesita consejo... No se enfade si uso de mis privilegios de vieja.

Calló, como hacen siempre las mujeres que esperan un cumplido cuando hablan de su edad.

–Si se casa será otra cosa.

Y unió a ambos en una mirada. Pierre no miraba a Elena ni ella a él; sin embargo, la sentía terriblemente próxima. Murmuró Pierre unas palabras y se ruborizó.

Ya en casa, tardó en conciliar el sueño, pensando en cuanto le había ocurrido. Ahora bien, ¿qué le había ocurrido? Nada. Sólo comprendía que una mujer a la cual conocía desde que era niño, de la que había dicho sin entusiasmo: “Sí, es guapa”, cuando otros ponderaban su belleza, podía ahora pertenecerle.

“Pero es estúpida, yo mismo he dicho que era estúpida —pensaba—. Hay algo de perverso y de prohibido en ese sentimiento que ha despertado en mí. He oído decir que su hermano Anatole estaba enamorado de ella, y ella de él, toda una historia, y que por eso han tenido que alejar a Anatole. Hipólito es hermano suyo..., su padre es el príncipe Vasili... Eso no está bien." Y mientras razonaba así (razonamientos que quedaban incompletos) sonreía, y aun reconociendo que al primer razonamiento podían unirse otros, pensaba al mismo tiempo en la mediocridad de Elena, y soñaba en que podía ser su mujer, que llegaría a enamorarse de él y ser distinta de la que él conocía, y que todo cuanto había pensado y oído era falso. Y una vez más veía no a la hija del príncipe Vasili, sino todo su cuerpo cubierto tan sólo por el vestido gris. “¿Pero, por qué hasta ahora nunca había pensado en eso?” Y en seguida se decía que aquello era imposible, que ese matrimonio estaría mal, que sería algo contra natura y deshonesto. Recordaba las palabras de Elena, sus miradas, así como las palabras y miradas de quienes los habían visto juntos; las de Anna Pávlovna, cuando le hablaba de su casa, y miles de alusiones del príncipe Vasili y de los demás. Se sintió horrorizado, ¿no estaba ya obligado a llevar a cabo un acto reprochable que no debía realizar? Pero mientras se repetía semejantes reflexiones, en otro rincón de su alma surgía la imagen de Elena con toda su femenina belleza.

II

En noviembre de 1805 el príncipe Vasili hubo de salir en viaje de inspección a cuatro provincias. Se había procurado esa comisión para visitar al mismo tiempo sus fincas en ruinoso estado y para ir con su hijo Anatole (al que recogería en la ciudad donde estaba de guarnición) a la casa del príncipe Nikolái Andréievich Bolkonski a fin de casarlo con la hija de aquel viejo tan adinerado. Pero antes de salir, el príncipe Vasili quería decidir lo de Pierre. Verdad era que en los últimos tiempos Pierre se pasaba horas enteras en casa del príncipe Vasili (donde se alojaba), y delante de Elena se mostraba risible, turbado y estúpido como corresponde a un enamorado. Pero todavía no había hecho la petición.

“Tout ça est bel et bon, mais il faut que ça finisse”, 198se dijo una mañana el príncipe Vasili con un triste suspiro, convencido de que Pierre, que tan obligado le estaba, no obraba del todo bien en semejante asunto. “La juventud..., la irreflexión... ¡Que Dios lo perdone! —pensaba el príncipe Vasili, feliz de sentirse tan bondadoso—. Mais il faut que ç afinisse. Pasado mañana, cumpleaños de Elena, invitaré a unos cuantos amigos, y si no entiende lo que debe hacer, lo haré yo. Sí: es cosa mía, yo soy el padre.”

Mes y medio había pasado desde la velada de Anna Pávlovna y desde la agitada noche de insomnio cuando decidió que el matrimonio con Elena sería una desgracia, por lo cual debía evitarla y marcharse; Pierre, después de esa decisión, no había dejado aún la casa del príncipe Vasili y sentía con angustia que, a los ojos de todo el mundo, cada día se ligaba más a Elena; que no podía pensar en ella como antes y que ni siquiera podía separarse de ella; que iba a ser algo terrible, pero debería vincular su suerte a la suya. Tal vez habría podido mantenerse alejado, pero no pasaba un día sin que el príncipe Vasili (en cuya casa eran, por lo común, bastante raras las fiestas) no inventase alguna velada a la cual tenía que asistir Pierre, si no quería frustrar el placer de todos y desilusionar sus esperanzas. El príncipe Vasili, en los pocos momentos en que permanecía en casa, al pasar junto a Pierre le estrechaba la mano, tirando de ella haría abajo, le tendía la mejilla afeitada y rugosa para que le diera un beso y decía “hasta mañana”, “volveré para la cena, pues si no, nunca te veo”, “me quedo por ti”, etcétera. Pero aun cuando el príncipe Vasili se quedaba por el (según decía), apenas le dirigía dos palabras. Pierre no tenía el valor de frustrar sus esperanzas. Cada día se decía lo mismo: “Es necesario que la comprenda y sepa cómo es. ¿Me equivocaba antes, o me equivoco ahora? No, no es una estúpida; es una magnífica muchacha —pensaba—; nunca se equivoca ni dice tonterías; habla poco y todo cuanto dice es claro y sencillo. Por tanto no es estúpida; jamás se ha turbado ni se turba. ¡No es, pues, una mala mujer!”. Muchas veces empezaba a conversar con ella, dando salida a sus pensamientos, y siempre Elena le contestaba o con una razón breve y oportuna, haciendo ver que eso no le interesaba, o con una silenciosa sonrisa y una mirada que mostraban a Pierre, mejor que ninguna otra cosa, su superioridad. Ella tenía razón al juzgar pueriles todos los razonamientos en comparación con esa sonrisa.

Le hablaba siempre con una sonrisa alegre, confiada, que se dirigía tan sólo a él; había en ella algo más significativo que en la sonrisa estereotipada que adornaba habitualmente su rostro. Pierre sabía que todos esperaban de él una palabra, un paso más allá de cierto límite; y sabía también que, tarde o temprano, tendría que darlo. Pero un terror incomprensible lo sobrecogía a la idea de aquel paso terrible. Mil veces, durante aquel mes y medio durante el cual se sentía cada vez más arrastrado al abismo que tanto lo asustaba, se había dicho: "¿Pero qué es eso? ¡Hay que tener decisión!... ¿Acaso no la tengo?”.

Quería decidirse, pero sentía horrorizado que en esta ocasión le faltaba toda esa energía que él era consciente de poseer y que poseía de hecho. Pierre era uno de esos hombres que sólo se sienten seguros cuando tienen pura la conciencia; y desde el día en que experimentara aquel deseo, mientras examinaba la tabaquera en casa de Anna Pávlovna, un inconsciente sentimiento de culpa paralizaba en él toda decisión.

El día del santo de Elena el príncipe Vasili invitó a un reducido número de personas, de las más íntimas, como decía la princesa: parientes y amigos. A todos les había hecho entender que aquel día iba a decidirse la suerte de la festejada. Los invitados se habían sentado a la mesa. La princesa Kuráguina, mujer gruesa y corpulenta, bella en otro tiempo, presidía la mesa. Junto a ella se sentaban las personas más importantes: un anciano general con su esposa y Anna Pávlovna Scherer. Al final de la mesa se habían situado los jóvenes, los familiares y los invitados de menor categoría. Pierre y Elena estaban juntos. El príncipe Vasili no cenaba; de excelente humor, paseaba alrededor de la mesa, se acercaba tanto a uno como a otro comensal y a todos decía una palabra amable y superficial, excepto a Pierre y Elena, a los que parecía no ver. El dueño de la casa animaba a todos; las velas ardían luminosas, brillaban la plata y los cristales; los vestidos de noche de las señoras y el oro y la plata de las charreteras militares refulgían a la luz. En torno a la mesa se movían las libreas rojas de los sirvientes. El ruido de cuchillos, vasos y platos se unía al rumor de una animada conversación. En un extremo de la mesa, un anciano chambelán juraba amor apasionado a una vieja baronesa, que reía al oírlo. En el otro se hablaba del fracaso de cierta María Víktorovna. En el centro, el príncipe Vasili había concentrado la atención de varios oyentes. Con una burlona sonrisa contaba a las señoras la última sesión, del miércoles, en el Consejo de Estado, durante la cual el nuevo gobernador de San Petersburgo, el general Serguéi Kuzmich Viazmitínov, había leído el entonces famoso rescripto del emperador Alejandro Pávlovich, enviado desde el ejército de operaciones: el Zar decía que de todas partes le llegaron nuevas de la devoción del pueblo y que la declaración de San Petersburgo le había agradado especialmente, que se sentía orgulloso por hallarse a la cabeza de una nación así y que siempre procuraría ser digno de ella. El documento empezaba con las palabras: “Serguéi Kuzmich: De todas partes me llegan nuevas...”.

–¿Y es cierto que no pasó de “Serguéi Kuzmich”?– preguntó una señora.

–Como lo oye: ni una letra más– respondió riendo el príncipe Vasili. —“Serguéi Kuzmich... de todas partes. De todas partes, Serguéi Kuzmich...” El pobre Viazmitínov no pudo pasar de ahí. Varias veces empezó a leer, pero en cuanto decía “Serguéi”, sollozaba; seguía: “Kuzmich...” y le brotaban las lágrimas, y al llegar a “de todas partes” lo sofocaban los sollozos, sin que pudiera seguir adelante. Sacaba el pañuelo y volvía a leer “Serguéi Kuzmich”, y "de todas partes”, y vuelta a las lágrimas; hasta tuvieron que rogar a otro que leyese el rescripto.

–Kuzmich... de todas partes... y lágrimas– repitió alguien riendo.

–No sean malos– dijo Anna Pávlovna, amenazando con el dedo desde el otro extremo de la mesa; —c’est un si brave et excellent homme, notre bon Viazmitínov... 199

Todos reían de buena gana; en los sitios de honor reinaba una alegría general, todos se hallaban animados por las influencias más diversas. Sólo Pierre y Elena permanecían silenciosos casi en el extremo de la mesa. En sus caras brillaba una sonrisa radiante, que nada tenía que ver con Serguéi Kuzmich, sonrisa de pudor por sus sentimientos. A pesar de todas aquellas palabras, risas y bromas, y por más que atacasen con apetito el vino del Rhin, la carne salteada, el helado, y evitasen mirar a la joven pareja, por mucho que tratasen de mostrar indiferencia y desinterés, las miradas que a veces les lanzaban venían a confirmar que la anécdota sobre Serguéi Kuzmich, las risas y los manjares eran como un pretexto, y que toda la atención de aquellas gentes estaba concentrada tan sólo en Pierre y Elena. El príncipe Vasili imitaba los sollozos de Serguéi Kuzmich y, al mismo tiempo, lanzaba rápidas ojeadas a su hija; y mientras reía, la expresión de su rostro parecía decir: “Vaya, vaya, esto marcha bien; hoy se decidirá todo”. Anna Pávlovna amenazaba por lo de notre bonViazmitínov, y en sus ojos, que en aquel momento acababan de lanzar una mirada furtiva a Pierre, el príncipe Vasili leía ya las congratulaciones por tal yerno y la felicidad de su hija. La vieja princesa ofrecía vino a su vecina con un triste suspiro, miraba enfadada a su hija y parecía decir: “Sí, querida, a nosotros no nos queda otra cosa que beber vino dulce. Ahora es el momento de esos jóvenes y de su insultante felicidad”. Y el diplomático pensaba, mirando los rostros felices de los enamorados: “¡Vaya tontería todo lo que estoy contando! ¡Como si importara algo! ¡La felicidad es eso!”.

Entre tantos intereses mezquinos, pequeños y artificiosos que ligaban aquella sociedad, había surgido el sentimiento simple de la mutua atracción de dos seres, un hombre y una mujer, jóvenes, hermosos y llenos de salud.

Y ese sentimiento humano lo superaba todo, dominando aquel artificial parloteo. Las bromas no tenían alegría, las novedades no eran interesantes, ni la animación sincera.

Y no sólo los invitados, sino hasta el servicio parecía sentir el mismo interés y olvidar sus deberes, mirando a la bellísima Elena y su radiante sonrisa, y el rostro encendido, grueso, feliz e inquieto de Pierre. Hasta las llamas de las velas parecían concentradas en aquellos dos seres felices.

Pierre se daba cuenta de ser el centro de todo ese interés, y eso le producía una mezcla de alegría y embarazo. Se encontraba en la situación de un hombre sumido en algo muy importante. Nada veía con claridad, no comprendía ni oía nada; sólo alguna vez, inesperadamente, cruzaban por su mente pensamientos e impresiones fragmentarias de la realidad.

“Entonces ¿todo ha terminado? —pensaba—. Pero ¿cómo ha ocurrido eso? ¡Y tan pronto! Ahora comprendo que no es sólo por ella ni por mí, sino por todos, por lo que forzosamente eso ha de hacerse. Todos cuentan con ello, están convencidos de que debe ocurrir y no puedo, no puedo defraudarlos. ¿Cómo sucederá? No lo sé, pero sucederá.” Y mientras pensaba así, sus ojos se posaban en los bellos hombros que tenía al lado de sus ojos.

A veces, en cambio, sentía vergüenza por algo. Le era violento acaparar la atención de todos, ser tan afortunado a la vista de los demás, que él, con su feo rostro, fuese como Paris que posee a Elena. “Probablemente siempre pasa lo mismo, y es preciso que sea así —se consolaba—. Aunque, ¿que hice yo para que así ocurra? ¿Cuándo ha comenzado todo? Salí de Moscú con el príncipe Vasili.

Entonces todavía no había nada. Después, ¿por qué me quedé en su casa? He jugado a las cartas con ella, he recogido su bolso, patinamos juntos; pero, ¿cuándo empezó todo esto? ¿Cuándo sucedió?” Y ahora estaba sentado junto a ella como su prometido; la oía, veía, sentía su proximidad, su respiración, sus movimientos, su belleza. O bien pensaba que no era ella la extraordinariamente bella, sino él mismo, y que por eso lo miraban todos; y entonces, dichoso por despertar aquella admiración general, inflaba el pecho, levantaba la cabeza y se alegraba de ser feliz. De pronto resuena una voz, la voz de alguien conocido que repite dos veces una misma cosa. Pero Pierre está tan absorto que no entiende lo que le dicen:

–Te pregunto que cuándo recibiste la última carta de Bolkonski– repite por tercera vez el príncipe Vasili. —¡Qué distraído estás, querido!

El príncipe Vasili sonríe, y Pierre ve que todos sonríen mirándolo a él y a Elena. “Bueno, qué importa si ya lo saben —se dijo-. Pues bien, es verdad.” Y sonrió también con su apacible sonrisa infantil. También Elena sonreía.

–¿Pero cuándo la recibiste? ¿Te escribía desde Olmütz?– repite el príncipe Vasili como si necesitase saberlo para decidir una discusión.

“¿Cómo puede preocuparlo semejante pequeñez?”, pensó Pierre. Y respondió con un suspiro:

–Sí, desde Olmütz.

Después de la cena, Pierre condujo a su pareja, siguiendo a los demás, al salón. Comenzaron las despedidas y algunos se marcharon sin despedirse de Elena; otros, que no querían apartarla de su importante ocupación, se acercaban un momento y se iban en seguida, sin permitir que los acompañara.

El diplomático abandonó el salón triste y en silencio. Comparaba toda la vanidad de su carrera con la felicidad de Pierre. El viejo general respondió malhumorado a su mujer cuando le preguntó por el estado de su pierna. “¡Vieja estúpida! —pensó—. Elena Vasílievna será una belleza todavía a los cincuenta años.”

–Creo que la puedo felicitar– susurró Anna Pávlovna a la princesa, abrazándola y besándola con fuerza. —Si no fuera por la jaqueca, me quedaría.

La princesa no contestó, la atormentaba la envidia por la felicidad de su hija.

Mientras los invitados se despedían, Pierre permaneció a solas con Elena en la salita donde se habían sentado. En las últimas semanas los dos jóvenes habían estado solos mucho tiempo, pero nunca habían hablado de amor. Ahora él sentía que era necesario hacerlo pero no se atrevía a dar el último paso. Experimentaba vergüenza y le parecía que allí, junto a Elena, ocupaba el lugar de otro. “Esta felicidad no es para ti —le decía una voz interior—. Es para quienes no tienen lo que tú.” Pero era preciso decir algo, y se puso a hablar. Le preguntó si estaba contenta de la fiesta. Y Elena respondió con sencillez, como siempre lo hacía, que había sido para ella una de las más agradables.

En el salón grande quedaban todavía algunos parientes cercanos. El príncipe Vasili, con paso indolente, se acercó a Pierre. Pierre se levantó y dijo que era muy tarde. El príncipe Vasili lo miró con inquisitiva severidad, como si sus palabras resultaran tan extrañas que apenas pudieran entenderse; pero en seguida desapareció aquella expresión severa y el príncipe tiró del brazo de Pierre, le hizo sentarse de nuevo y le sonrió cariñosamente.

–¿Y qué, Elena?– se volvió hacia su hija, con el tono habitual despreocupado y tierno, propio de los padres que desde la infancia hablan con cariño a sus hijos, pero que en el caso del príncipe no era más que un deseo de imitar a los demás padres.

Después se dirigió de nuevo a Pierre:

–"Serguéi Kuzmich: De todas partes”– dijo, desabrochándose el primer botón del chaleco.

Pierre sonrió, comprendiendo que no era la anécdota de Serguéi Kuzmich lo que entonces interesaba al príncipe Vasili; y el príncipe comprendió que Pierre lo entendía así. Murmuro algo y salió de la estancia. A Pierre le pareció que el propio príncipe Vasili estaba turbado, y esa turbación del príncipe, veterano hombre de mundo, conmovió a Pierre. Se volvió a Elena, que también parecía confusa y le decía con la mirada: “Toda la culpa es tuya".

“Es inevitable que dé el último paso... pero no puedo, no puedo”, pensó Pierre. Volvió a hablar de cosas indiferentes, de Serguéi Kuzmich, y le pidió que le contara la anécdota, porque no la había oído. Elena respondió, con una sonrisa, que tampoco la sabía.

Cuando el príncipe Vasili entró en el salón grande, la princesa hablaba con una dama de cierta edad; de Pierre naturalmente.

–Desde luego, c’est un parti très brillant, mais le bonheur, ma chère... 200

–Les mariages se font dans les cieux– respondió la dama. 201

El príncipe Vasili, como si no hubiera oído a las señoras, se retiró a un rincón y tomó asiento en un diván. Cerró los ojos y pareció quedarse dormido. Dio una cabezada y se despertó.

–Aline, allez voir ce qu’ils font– dijo a su mujer. 202

La princesa se acercó a la puerta y con afectada indiferencia echó una mirada a la salita. Pierre y Elena seguían conversando igual que antes.

–Todo sigue igual– dijo la princesa a su marido.

El príncipe Vasili frunció el ceño, torció la boca y las mejillas le temblaron dándole esa expresión desagradable y vulgar que le era propia; se levantó, irguió la cabeza y con decidido andar pasó delante de las señoras y entró en la salita. Rápidamente y con gesto alegre se acercó a Pierre. El rostro del príncipe mostraba tan extraordinaria solemnidad, que Pierre al verlo se levantó asustado.

–¡Alabado sea Dios!– exclamó el príncipe. —¡Mi mujer me lo ha dicho todo!– con un brazo enlazó a Pierre y con el otro a su hija.

–Querido amigo, Elena... ¡Estoy tan contento!– su voz tembló. —Quise mucho a tu padre... y ella será para ti una buena esposa... ¡Que Dios os bendiga!

Abrazó a su hija, después abrazó de nuevo a Pierre y lo besó con aquella boca senil. Tenía las mejillas bañadas en lágrimas.

–¡Princesa, ven!– gritó.

La princesa entró y también rompió en llanto. La dama entrada en años se enjugaba los ojos con el pañuelo. Besaron a Pierre, que, a su vez, besó varias veces la mano de Elena. Unos momentos después volvían a dejarlos solos.

“Tenía que suceder así, no podía ser de otra manera pensó Pierre—. No hay que preguntarse, pues, si está bien o mal. Está bien, puesto que todo ha terminado y ya no existe la turbadora incertidumbre de antes.” Pierre, en silencio, retenía la mano de su prometida y miraba cómo su hermoso pecho se levantaba y bajaba con la respiración.

–Elena– dijo en voz alta, y se detuvo.

“En estos casos hay que decir algo especial”, pensó, pero no podía recordar qué cosas se dicen en esos momentos. Miró el rostro de la joven; ella se le acercó, ruborizada.

–Oh, quítese esos... ¿cómo se llaman?... esos...– y miraba los lentes de Pierre.

Pierre se los quitó, y sus ojos —además de la expresión especial que adquieren cuando están acostumbrados a los lentes– tenían una mirada asustada e interrogante. Quiso inclinarse sobre su mano para besarla, pero ella, con un movimiento rápido y brusco de su cabeza, juntó sus labios a los de él. Pierre quedó sorprendido por la expresión del semblante de Elena: perpleja y desagradable.

“Ahora ya es tarde; todo ha terminado; además, la amo”, pensó Pierre.

–Je vous aime– dijo, recordando por fin lo que debía decir en aquel caso. Pero esas palabras resultaron tan pobres que se avergonzó de sí mismo.

Mes y medio después se casaba, dueño feliz —como todos decían– de una mujer bellísima y de muchos millones. Pierre y Elena se instalaron en San Petersburgo, en la mansión, totalmente renovada, de los condes Bezújov.

III

En diciembre de 1805, el viejo príncipe Nikolái Andréievich Bolkonski recibió una carta del príncipe Vasili anunciándole su llegada en compañía de su hijo.

“Salgo a una inspección, y un rodeo de cien kilómetros no es obstáculo para que acuda a presentar mis respetos a mi queridísimo bienhechor —escribía—. Mi Anatole me acompaña para unirse al ejército y espero que le permitirá expresarle personalmente el profundo respeto que, siguiendo el ejemplo de su padre, siente por usted.”

–Vaya, no hay necesidad de presentar a Mary en sociedad; los pretendientes vienen a buscarla– comentó imprudentemente la pequeña princesa cuando supo la noticia.

El príncipe Nikolái Andréievich torció el gesto y no dijo nada.

Dos semanas después de recibida la carta, al atardecer, llegaron los criados del príncipe Vasili, y al día siguiente él mismo con su hijo.

El viejo príncipe Bolkonski no había tenido nunca un gran concepto sobre el carácter del príncipe Vasili; y menos todavía últimamente, cuando bajo el reinado de los zares Pablo y Alejandro había avanzado tanto en puestos y honores. Ahora, por las alusiones de la carta y las palabras de la pequeña princesa, el príncipe Nikolái Andréievich comprendió de qué se trataba, y la mediocre opinión que de él tenía se convirtió en un sentimiento de hostilidad y desprecio. Siempre bufaba al hablar de él. El día de la llegada del príncipe Vasili, Nikolái Andréievich mostraba un particular mal humor. No podía adivinarse si aquel mal humor se debía a la llegada del príncipe Vasili o al hecho de que su descontento y mal humor coincidiesen con su llegada. En todo caso, su estado de ánimo era pésimo y Tijón, ya por la mañana, persuadió al arquitecto de que no entrara a presentar su informe al príncipe.

–Oye cómo camina– dijo Tijón, haciendo escuchar al arquitecto el rumor de los pasos del príncipe. —Pisa con toda la planta, y ya sabemos lo que eso significa...


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