Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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Cuando el Emperador se hallaba aún en Vilna, las tropas fueron divididas en tres ejércitos: el primero, mandado por Barclay de Tolly, el segundo por Bagration y el tercero por Tormásov. El Emperador estaba en el primer ejército, pero no como general en jefe. La orden del día no decía que el Emperador tomaba el mando, sino que estaría junto a las tropas. Además, no disponía de un Estado Mayor como comandante en jefe, sino de un Estado Mayor Imperial, y como jefe de éste estaba el general príncipe Volkonski, generales ayudantes de campo del Emperador, funcionarios diplomáticos y un buen número de extranjeros, pero no había Estado Mayor del Ejército. Por otra parte, Alejandro tenía a su lado, sin funciones concretas, al ex ministro de la Guerra, Arakchéiev; al conde Bennigsen, el más antiguo de los generales; al gran duque heredero, Constantino Pávlovich; al conde Rumiántsev, canciller; a Stein, ex ministro de Prusia; a Armfeld, general sueco; a Pfull, autor principal del plan de campaña; al sardo Paolucci, como general ayudante; a Wolzogen y a otros muchos. Aunque ninguno de estos personajes desempeñasen cargos concretos en el ejército, gracias a su posición influían en las decisiones, y con frecuencia los jefes de cuerpo de ejército y aun el general en jefe no sabían a título de qué preguntaban o aconsejaban algo Bennigsen o el gran duque, o Arakchéiev, o el príncipe Volkonski; no sabían si era una orden emanada del Emperador en forma de consejo y si había que cumplirla o no. Pero ésta era la apariencia externa; porque el verdadero significado de la presencia del Emperador y de todos aquellos personajes, desde el punto de vista de la Corte (y en presencia del monarca todos se convierten en cortesanos), era evidente para todos: el Emperador no había tomado el título de comandante en jefe, pero sus disposiciones llegaban a todos los ejércitos. Los hombres que lo rodeaban eran sus auxiliares. Arakchéiev, un fiel ejecutor de lo mandado, cuidador del orden y guardián del Soberano. Bennigsen, como propietario de grandes posesiones en la provincia de Vilna, parecía hacer les honneursde aquellas tierras, aunque, en realidad, era un buen general, útil para dar un consejo y a quien convenía tener a mano para sustituir a Barclay. El gran duque se hallaba allí porque ése era su deseo. El ex ministro Stein estaba porque podía servir para dar un buen consejo y el emperador Alejandro apreciaba sobremanera sus cualidades personales. Armfeld odiaba a Napoleón y era un general muy seguro de sí mismo, lo que siempre influía en Alejandro. Paolucci estaba porque era audaz y muy enérgico hablando. Los generales ayudantes de campo estaban allí porque les tocaba ir adonde fuera el Emperador; y, por último, el más importante de todos, Pfull, se encontraba allí porque había elaborado el plan de guerra contra Napoleón y convencido al Soberano de que su proyecto era el más racional y, de hecho, él dirigía la marcha de toda la guerra. Con Pfull estaba Wolzogen, que se encargaba de expresar las ideas de Pfull en un lenguaje más accesible que el de su propio autor, hombre brusco, verdadero teórico de gabinete, a quien la alta opinión que tenía de sí mismo hacía despreciar a otros.
Además de estos personajes rusos y extranjeros (sobre todo extranjeros, que, con el atrevimiento propio de hombres que toman parte en la actividad de un país que juzgan extraño, proponían cada día planes nuevos) había otras personas de menor categoría que se hallaban en el ejército porque allí estaban sus principales jefes.
Entre tantas ideas y voces distintas de aquel enorme mundo inquieto, brillante y soberbio, el príncipe Andréi distinguía los siguientes partidos y tendencias:
El primer partido era el de Pfull y sus adeptos, los teóricos de la guerra, que creían en la existencia de una ciencia bélica con sus leyes inmutables; la ley de los movimientos oblicuos, de los rodeos, etcétera. Pfull y sus partidarios exigían la retirada al interior del país, según las leyes exactas de una supuesta teoría bélica, y en cualquier desviación de esa teoría no veían más que barbarie, ignorancia y mala fe. A este partido pertenecían los príncipes alemanes, Wolzogen, Wintzingerode y otros, en general alemanes.
El segundo partido era diametralmente opuesto al anterior. Y, como suele ocurrir, un extremismo daba origen a otro extremismo. Los hombres de ese partido eran los que desde Vilna pedían la invasión de Polonia y la renuncia a todo plan preparado de antemano. Esos hombres, además de ser los representantes de las acciones arriesgadas, eran los adalides nacionales, debido a lo cual se mostraban más unilaterales en las discusiones. Eran los rusos: Bagration, Ermólov —que comenzaba a destacarse– y algún otro. Por entonces circulaba un chiste sobre Ermólov, quien, según se decía, había pedido una sola gracia: la de ser ascendido a alemán. Los hombres de ese partido decían, recordando a Suvórov, que no era necesario reflexionar, ni clavar alfileres en el mapa; que lo necesario era combatir, asestar golpes al enemigo, no dejarlo entrar en Rusia e impedir que el desánimo cundiera en el ejército.
Al tercer partido, en el que más confiaba el Emperador, pertenecían los cortesanos, hábiles en hallar una solución intermedia entre ambas tendencias. La mayor parte de este grupo eran hombres ajenos a los militares, y entre ellos estaba Arakchéiev. Pensaban y decían lo que ordinariamente dicen los hombres sin convicciones propias pero que fingen tenerlas. Afirmaban que la guerra, sin duda, sobre todo con un genio como Bonaparte (lo llamaban de nuevo Bonaparte), exigía consideraciones muy profundas, grandes conocimientos científicos, y que en este aspecto Pfull era genial; al mismo tiempo, decían que había que reconocer que los teóricos eran con frecuencia unilaterales, por lo cual no convenía fiarse demasiado de ellos; que convenía escuchar lo que decían los contrarios de Pfull, los hombres prácticos, con experiencia en asuntos militares, buscando siempre mantenerse en el justo medio. Los hombres de ese grupo insistían en mantener el campamento de Drissa, de acuerdo con el plan de Pfull, aunque cambiando los movimientos de los otros ejércitos. De ese modo no se conseguía ni uno ni otro objetivo, pero tal idea parecía la mejor a sus partidarios.
La cuarta corriente tenía su principal figura en el gran duque heredero, que no podía olvidar su desilusión de Austerlitz, donde se había presentado al frente de la Guardia con casco y penacho, como en una revista militar, dando por descontada la derrota de los franceses con una brillante carga, y que al verse, cuando menos lo pensaba, en primera línea, a duras penas había logrado escapar en medio de la desbandada general. El razonamiento que se hacían estos hombres tenía la virtud y el defecto de la franqueza. Temían a Napoleón; en él veían la fuerza y en sí mismos la debilidad, y lo manifestaban sin recato. Solían decir: "Nada conseguiremos sino vergüenza, dolores y derrotas. Hemos abandonado Vilna, hemos abandonado Vítebsk, abandonaremos también Drissa. ¡Lo único razonable que podemos hacer es llegar en seguida a una paz, antes de que nos echen de San Petersburgo!".
Semejante opinión, muy difundida en las altas esferas del ejército, hallaba eco en San Petersburgo y en la persona del canciller Rumiántsev, quien, por otras razones de Estado, se pronunciaba también a favor de la paz.
La quinta tendencia era la de los partidarios de Barclay de Tolly, no tanto por sus condiciones personales como por ser ministro de la Guerra y general en jefe. "No importa cómo sea personalmente (empezaban siempre igual); se trata de un hombre honesto y práctico, y no hay nadie mejor que él. Dadle plenos poderes, ya que la guerra no puede llevarse adelante sin unidad de mando, y demostrará lo que puede hacer, como lo demostró en Finlandia. Si nuestro ejército se mantiene fuerte y bien organizado, si se ha retirado hasta el Drissa sin pérdida alguna, se lo debemos sólo a Barclay. Pero si en vez de Barclay ponen ahora a Bennigsen, todo está perdido: Bennigsen demostró ya su incapacidad en 1807.”
Los del sexto grupo, formado por admiradores de Bennigsen, decían que no había persona más activa y experta que su favorito y que, por muchas vueltas que dieran, acabarían por recurrir a él. Afirmaban que todo el retroceso hasta el Drissa era una vergüenza bochornosa y una ininterrumpida sucesión de errores. “Pero cuantos más errores cometan, mejor; por lo menos se comprenderá antes que así no podemos seguir. No necesitamos un Barclay cualquiera, sino un hombre como Bennigsen, que ya dio pruebas de suficiencia en 1807, a quien el mismo Napoleón hizo justicia: el único hombre cuyo mando aceptarían todos gustosamente es Bennigsen.”
El séptimo partido estaba integrado por personas que rodean siempre a los soberanos, sobre todo cuando son jóvenes; eran especialmente numerosas en torno a Alejandro: generales y ayudantes de campo, apasionadamente fieles al Emperador, no como tal Emperador sino como hombre. Eran los que lo adoraban franca y desinteresadamente, como lo adoraba Rostov en 1805, y veían en él no sólo todas las virtudes, sino todas las cualidades humanas. Aunque admiraban la modestia del Emperador, que no había querido asumir el mando supremo de las tropas, desaprobaban esa excesiva modestia y no querían más que una cosa —y en ella insistían—: que su adorado Soberano, olvidando la excesiva desconfianza en su propio valer, declarara abiertamente que tomaba el mando del ejército, formase su Cuartel General de comandante en jefe y, asesorado por teóricos y prácticos, dirigiera él mismo las tropas. Este simple hecho conseguiría elevar al máximo el entusiasmo general.
El octavo grupo, el más numeroso (podía calcularse en un noventa y nueve por ciento del total), era de los que no querían ni la paz ni la guerra, ni ofensivas ni campos fortificados, fueran en el Drissa o en otro lugar; de los que no preferían a Barclay, ni al Emperador, ni a Pfull, ni a Bennigsen; únicamente deseaban una cosa: el mayor número de diversiones y ventajas personales. En aquel río revuelto de intrigas y enredos que pululaban en torno al Cuartel General del Emperador podían obtenerse muchas cosas que en otro momento serían imposibles. Quien sólo deseaba conservar una posición ventajosa hoy estaba con Pfull y mañana era su adversario; y al día siguiente, para evitar responsabilidades y halagar al Emperador, afirmaba no tener opinión propia sobre determinado hecho. Otros querían conquistar alguna prebenda o atraer la atención del Soberano y hablaban en voz alta de algo a lo que Alejandro había aludido el día anterior; discutían y gritaban en el Consejo, dándose golpes de pecho y provocando a duelo a quienes no eran de su mismo parecer, demostrando de esa manera estar siempre dispuestos a ofrecerse como víctimas por el bien común. Otros, sencillamente, entre consejo y consejo, y en ausencia de sus adversarios, pedían alguna recompensa por sus fieles servicios, sabiendo que en tales ocasiones no habría tiempo para negársela. Algunos se hacían ver por el Emperador, como por casualidad, abrumados de trabajo. Y había quien, para lograr lo que tanto tiempo venía deseando —comer con el Emperador—, se empeñaba en demostrar con ahínco la razón o la sinrazón de una opinión nueva, para lo cual aportaba argumentos más o menos convincentes.
Los de ese partido andaban a la caza de rublos, cruces y puestos; y en esa empresa no seguían más que la dirección de la veleta del favor imperial; tan pronto como se daban cuenta de que la veleta se desviaba a un lado, todos aquellos zánganos militares empezaban a silbar en el mismo sentido, de manera que al Emperador le era más difícil volverla hacia otro lado. En medio de la incertidumbre de la situación y la inquietud creada por la inminencia del peligro; entre la vorágine de intrigas y ambiciones propias, de conflictos, de diversas opiniones y sentimientos, nacionalidades de distintas personas, este octavo partido, el más numeroso, añadía con sus intereses personales mayor embrollo y confusión a la obra común. Cualquiera que fuese el problema suscitado, el enjambre de zánganos, abandonando el tema que antes interesaba, pasaba hacia el problema nuevo, sofocando con su zumbido las voces sinceras que discutían.
Además de esos grupos, cuando el príncipe Andréi se incorporó al ejército estaba surgiendo otro grupo, el noveno, que comenzaba a levantar su voz. Era el partido de los viejos, de los hombres razonables y expertos en los negocios públicos, que, sin compartir ninguna de las opiniones contradictorias, sabía considerar objetivamente cuanto se hacía en el Estado Mayor del Cuartel General, procurando encontrar la manera de salir de tanta confusión e indecisión, de tanta intriga y debilidad.
Los hombres de ese partido pensaban y decían que todos los males se debían principalmente a la presencia del Emperador y de su corte adjunta; que habían transportado al ejército la inseguridad, indefinida y convencional, buena en la Corte, pero dañosa para las armas; que el Emperador debía reinar pero no dirigir sus tropas; decían que la única salida de aquella situación estaba en la marcha del Soberano y de su Corte, ya que su presencia paralizaba a cincuenta mil hombres necesarios para garantizar su seguridad personal, y que el peor comandante en jefe, contando con independencia, sería preferible al mejor de los generales atado por la presencia y el poder del Emperador.
Mientras el príncipe Andréi se encontraba inactivo en Drissa, Shishkov, secretario de Estado y uno de los principales representantes de este último partido, escribió al Emperador una carta que consintieron en firmar Bálashov y Arakchéiev. En esa carta, haciendo uso del permiso que Alejandro les había concedido para exponer sus opiniones sobre la marcha general de los acontecimientos, en términos respetuosos y con el pretexto de que era necesario animar al pueblo para la guerra, se le proponía dejar el ejército.
La misión de animar al pueblo y hacer un llamamiento en defensa de la patria fue presentada al Zar y aceptada por él como pretexto para dejar el ejército. Su presencia personal en Moscú, la bravura y el fervor patriótico de sus habitantes fueron la causa principal del triunfo de Rusia.
X
No habían entregado aún esa carta al Emperador cuando Barclay, durante la comida, dijo a Bolkonski que el Soberano deseaba verlo para informarse sobre Turquía y que debía presentarse, a las seis de la tarde, en casa de Bennigsen.
Aquel mismo día llegaba al Cuartel General del Emperador la noticia de un movimiento de tropas napoleónicas que podía ser peligroso para el ejército ruso; más tarde se supo que la noticia era inexacta. Durante la mañana, el Emperador había recorrido con el coronel Michaux las fortificaciones del Drissa; el coronel afirmaba que el campamento fortificado construido por Pfull y considerado hasta aquel momento una chef-d’oeuvrede la táctica, destinado a ser la ruina de Napoleón, era algo absurdo y significaba la perdición del ejército ruso.
El príncipe Andréi se dirigió al alojamiento de Bennigsen, que ocupaba una pequeña casa señorial situada en la misma orilla del río. Ni Bennigsen ni el Emperador se encontraban allí. Pero Chernyshev, edecán del Emperador, recibió a Bolkonski y le comunicó que el Soberano había salido con el general Bennigsen y el marqués Paolucci para recorrer, por segunda vez aquel día, las fortificaciones del campamento de Drissa, sobre cuya solidez empezaban a tener serias dudas.
Chernyshev, sentado junto a la ventana de la primera habitación, leía una novela francesa. Esta pieza debió de haber sido sala en otros tiempos; aún se veía allí un armonio, sobre el que se habían amontonado varias alfombras; en un rincón estaba el lecho plegable de un ayudante de campo de Bennigsen que, cansado seguramente por el trabajo o por alguna francachela, dormitaba sentado sobre él. La estancia tenía dos puertas: una llevaba directamente al antiguo salón; otra, a la derecha, al despacho. Desde la primera puerta se oían voces que dialogaban en alemán y a veces en francés. En el antiguo salón, según el deseo del Emperador, estaba reunido no un consejo superior de guerra (al Soberano le gustaba lo indefinido), sino un grupo de personas cuya opinión deseaba conocer en las dificultades presentes. No se trataba de un consejo militar, sino de una reunión de personas elegidas para explicar personalmente al Emperador ciertas cuestiones. A esa especie de consejo habían sido invitados el general sueco Armfeld, el general ayudante de campo Wolzogen, Wintzingerode, Michaux (a quien Napoleón llamaba ciudadano francés huido), Toll, el conde Stein (que nada tenía de militar) y, por supuesto, Pfull, que, por lo que Andréi pudo oír, era la cheville ouvrière 365de todo.
El príncipe Andréi tuvo ocasión de observarlo bien, porque Pfull, llegado poco después que él, había entrado en la sala para hablar un momento con Chemyshev.
A primera vista, Pfull, con su uniforme de general ruso que le sentaba tan mal como si estuviese disfrazado, le pareció persona conocida, aunque estaba seguro de no haberlo visto nunca. Había en él algo de Weyrother, de Mack, de Schmitt y de otros muchos generales alemanes, también teóricos, a los que Bolkonski había tenido ocasión de conocer en 1805. Pero Pfull era el más típico de todos ellos. Jamás había visto el príncipe Andréi a ningún otro teórico alemán en quien se unieran a ese punto los rasgos característicos de otros teóricos alemanes.
Pfull era más bien bajo, muy delgado pero de fuerte complexión, anchas caderas y omóplatos salientes. Su rostro era muy rugoso, y sus ojos, hundidos; sobre las sienes, y delante, tenía los cabellos alisados de cualquier manera con un cepillo, pero por detrás le caían los mechones sin peinar. Entró en la habitación mirando a todas partes, con gesto inquieto e irritado, como si temiera encontrar allí toda clase de obstáculos. Con torpe movimiento, sujetando la espada, se dirigió a Chernyshev y le preguntó en alemán dónde estaba el Emperador. Se lo veía deseoso de cruzar cuanto antes aquella sala, acabar con los saludos y las reverencias y sentarse en seguida delante del mapa, que era donde él se encontraba a sus anchas. Asentía, presuroso, con la cabeza a lo que decía Chernyshev, y sonrió irónico al oír que el Emperador estaba visitando las fortificaciones que él mismo había construido según sus propias teorías. Masculló algunas palabras en voz baja y tono rudo, como suelen hacer los alemanes seguros de sí mismos. Algo así como “Dummkopf' o “zu Grunde die ganze Geschichte” o “s’wird was gescheites d'rans werden"... 366El príncipe Andréi no entendió bien; quería pasar de largo, pero Chernyshev le presentó a Pfull, haciendo notar que Bolkonski volvía de Turquía, donde la guerra había concluido tan felizmente. Pfull miró apenas, más que alpríncipe Andréi a travésde él, y gruñó con una sonrisa: “Da muss ein schönner tactischer Krieg gewesen sein” 367y echándose a reír despectivamente pasó a la estancia contigua, donde se oían unas voces.
Evidentemente, Pfull, siempre inclinado a la irritación y a la ironía, estaba especialmente excitado aquel día por el hecho de que, sin contar con él, se hubieran atrevido a visitar y juzgar su campamento fortificado. El príncipe Andréi, gracias a sus recuerdos de Austerlitz, tuvo bastante con esta breve entrevista para hacerse una clara idea de Pfull: era uno de esos hombres siempre seguros de sí mismos, dispuestos a defender sus ideas hasta el martirio, que sólo se encuentran entre los alemanes, precisamente porque basan su seguridad tan sólo en la idea abstracta, en la ciencia, o sea en el saber imaginario de la verdad absoluta. El francés se muestra seguro de sí porque cree irresistible toda su persona, en cuerpo y alma, lo mismo para los hombres que para las mujeres. El inglés tiene esa seguridad porque es ciudadano del Estado mejor organizado del mundo y porque, como inglés, sabe siempre lo que tiene que hacer y que todo cuanto haga como inglés estará bien hecho, sin discusión alguna. El italiano está seguro de sí mismo porque es emotivo y se olvida con frecuencia de sí y de los demás. El ruso goza de esa seguridad porque no sabe nada ni quiere saberlo, y porque no cree que se pueda llegar a saber algo por completo. El alemán es el más seguro de sí, y de la manera peor, más firme y antipática, porque imagina conocer la verdad: una ciencia que él mismo ha inventado y que constituye su verdad absoluta.
Así debía de ser Pfull. Poseía una ciencia: la teoría del movimiento oblicuo, deducida de la historia de las guerras de Federico el Grande, y cuantas novedades hallaba en la historia militar moderna le parecían una locura, una barbarie, eran batallas caóticas, en las que una y otra parte cometían tantos y tantos errores que de ninguna manera podían calificarse de guerras: no se ajustaban a la teoría y no podían ser objeto de la ciencia.
En 1806 Pfull había sido uno de los autores del plan de campaña que terminó en Jena y Austerlitz, pero en el desenlace de aquella campaña no veía ninguna prueba de la inconsistencia de su teoría. Al contrario: sólo las desviaciones de su doctrina habían sido la causa del desastre, y con la alegre ironía que lo caracterizaba, decía: “Ich sagte ja, dass die ganze Geschichte zum Teufel gehen werde” 368. Pfull era uno de esos doctrinarios que aman sus teorías hasta el extremo de olvidar que su objetivo es la aplicación práctica. Por amor a la teoría odiaba la práctica y no quería saber nada de ella. Y hasta era capaz de alegrarse del fracaso, ya que un fracaso debido a que su aplicación práctica se apartaba de la teoría demostraba el acierto de ésta.
Habló brevemente con el príncipe Andréi y Chernyshev sobre la guerra en curso como si supiera de antemano que las cosas irían mal, pero sin manifestar por ello ningún descontento. Los mechones revueltos del cogote y el pelo de las sienes, alisado de cualquier manera, constituían una elocuente demostración de ello.
Pasó a la otra habitación, desde donde no tardó en llegar su voz gruñona y bronca.
XI
El príncipe Andréi no había tenido tiempo de seguir con la vista a Pfull cuando ya entraba Bennigsen en la estancia. Saludó con la cabeza a Bolkonski y, sin detenerse, pasó al despacho, no sin dar algunas órdenes a su ayudante. El Emperador estaba al llegar y Bennigsen se había adelantado para preparar algunas cosas y disponer de tiempo para recibirlo. Chernyshev y el príncipe Andréi salieron al porche. En aquel instante el Emperador, con aspecto cansado, desmontaba de su caballo. El marqués Paolucci le estaba diciendo algo; el Soberano, inclinada la cabeza a la izquierda con gesto malhumorado, escuchaba al excitado Paolucci, que le hablaba con especial ardor. El Emperador dio unos pasos adelante, con deseo evidente de cortar la conversación, pero el italiano, olvidando las conveniencias, siguió tras él sin dejar de hablar.
–Quant à celui qui a conseillé ce camp, le camp de Drissa...– decía el marqués, mientras el Soberano subía ya las gradas de la escalinata y miraba el rostro del príncipe Andréi, sin reconocerlo. —Quant à celui, Sire– prosiguió Paolucci desesperadamente, —qui a conseillé le camp de Drissa, je ne vois pas d'autre alternative que la maison jaune ou le gibet. 369
Sin terminar de escuchar las palabras del italiano y, al parecer, sin haberlas oído, el Emperador, que había reconocido a Bolkonski, pese a su rostro avejentado, se volvió a él cariñosamente.
–Encantado de verte. Entra donde están reunidos los demás y espérame.
El Emperador entró en el despacho. El príncipe Piotr Mijáilovich Volkonski y el conde Stein lo siguieron y las puertas volvieron a cerrarse a sus espaldas. El príncipe Andréi, aprovechando el permiso del Emperador, pasó a la sala del consejo con Paolucci, al que había conocido en Turquía.
El príncipe Piotr Mijáilovich Volkonski desempeñaba funciones análogas a las del jefe de Estado Mayor del Emperador. Salió del gabinete con varios mapas, que desplegó sobre la mesa, y planteó las cuestiones sobre las que deseaba conocer la opinión de los reunidos. Aquella noche había llegado la noticia (después desmentida) de una maniobra francesa para rebasar el campamento de Drissa.
El general Armfeld habló el primero, proponiendo inesperadamente, para evitar las dificultades surgidas, algo completamente nuevo que no tenía más explicación si no el deseo de mostrar que era capaz de tener una opinión propia: propuso tomar posiciones fuera de los caminos de San Petersburgo y Moscú, donde, en su opinión, el ejército debía unirse y esperar al enemigo. Era evidente que Armfeld había preparado su proyecto hacía mucho tiempo, y si ahora lo exponía no era tanto para responder a las cuestiones propuestas (a las que el proyecto no se refería en absoluto) como para aprovechar una ocasión de darlo a conocer. Era una de las innumerables propuestas que podían hacerse sin conocer el desarrollo de la contienda. Algunos combatieron la propuesta; otros la apoyaron. El joven coronel Toll refutó ardorosamente el parecer del general sueco y durante la discusión sacó del bolsillo un cuadernito lleno de notas y pidió permiso para leerlo. Era una circunstanciada exposición en la cual Toll proponía otro proyecto de campaña absolutamente contrario al de Armfeld y Pfull. Paolucci, rebatiendo a Toll, propuso un plan de avance y de ataque; el único que, según él, podía acabar con la incertidumbre y la trampa —así llamaba al campamento de Drissa– en que se hallaban. Pfull y su intérprete Wolzogen (su puente en las relaciones con la Corte) guardaron silencio durante toda esa discusión; el primero se contentaba con resoplar desdeñosamente y volver la cara, dando a entender que no estaba dispuesto a rebajarse hasta el punto de rebatir las insensateces que ahora oía. Pero cuando el príncipe Volkonski, que presidía la sesión, lo invitó a exponer su opinión, Pfull se limitó a decir:
–¿Por qué se me pregunta? El general Armfeld ha propuesto una espléndida posición con la retaguardia al descubierto. El ataque von diesem italianischen Herrn, sehr schön o la retirada. Auch gut. 370¿Por qué se me pregunta? Ustedes mismos lo saben todo mejor que yo.
Pero cuando Volkonski, con el ceño fruncido, repitió que le pedía su parecer en nombre del Emperador, Pfull se levantó y, animándose de pronto, comenzó a decir:
–Lo han echado todo a perder, lo han confundido todo... Quieren saber las cosas mejor que yo y ahora acuden a mí, me preguntan. ¿Cómo remediar la situación? No hay nada que remediar, hay que cumplir exactamente los principios que expuse– dijo, golpeando con sus huesudos dedos en la mesa. —¿Dónde está la dificultad? Tonterías... Kinderspiel. 371
Se acercó al mapa y empezó a hablar rápidamente, señalando con los delgados dedos diversos puntos y demostrando que ninguna eventualidad podía dar al traste con la utilidad del campamento de Drissa, que todo estaba previsto y que si el enemigo trataba, en efecto, de rebasar el flanco, debía ser indefectiblemente destruido.
Paolucci, que no conocía el alemán, comenzó a interrogarlo en francés. Wolzogen acudió en ayuda de su jefe, que se explicaba mal en esa lengua, y comenzó a traducir sus palabras, siguiendo con dificultad a Pfull, quien, rápidamente, se empeñaba en demostrar que no sólo cuanto había sucedido, sino lo que pudiera suceder en adelante, estaba previsto en su proyecto y que si había ahora dificultades toda la culpa recaía en el hecho de no haberse cumplido su plan exactamente. Reía irónicamente, aducía pruebas sin cesar y, por fin, con gesto despectivo, dejó de argumentar como hace un matemático a quien se obliga a demostrar de diversas maneras una verdad archiprobada. Wolzogen lo sustituyó y siguió exponiendo en francés las ideas de su jefe; de vez en cuando se volvía a Pfull y preguntaba: “Nicht wahr, Excellenz?” 372. Pfull, como hombre que enardecido por la batalla dispara sobre los suyos, gritaba colérico a Wolzogen:
–Nun ja, was soll denn da noch expliziert werden? 373
Paolucci y Michaux atacaban a Wolzogen a dos voces en francés; Armfeld hablaba a Pfull en alemán, Toll se explicaba en ruso con Volkonski. El príncipe Andréi los miraba a todos y observaba en silencio.
Entre todos aquellos personajes, el colérico Pfull, decidido y absurdamente seguro de sí mismo, era quien le inspiraba mayor simpatía. Era el único de todos los presentes que no buscaba, evidentemente, ventajas personales ni mostraba odio hacia nadie; no deseaba más que una cosa: llevar a cabo un proyecto basado en la teoría, fruto de muchos años de estudio y trabajo. Resultaba ridículo, era desagradable por su ironía constante; pero, al mismo tiempo, inspiraba un respeto involuntario por la infinita fidelidad a su idea.
Además, en las palabras de todos los que hablaban —excepción hecha de las de Pfull– había un rasgo común que no existía en el Consejo de Guerra de 1805: el pánico, aunque disimulado, ante el genio de Napoleón, miedo que se revelaba en cualquiera de sus objeciones. Se suponía que para Napoleón todo era posible, se lo esperaba por todas partes y esgrimiendo su nombre temido cada uno de ellos combatía las suposiciones de los demás. Sólo Pfull parecía considerar a Napoleón como un bárbaro igual a todos aquellos que criticaban sus teorías. Aparte de ese sentimiento de respeto, Pfull inspiraba al príncipe Andréi un sentimiento de compasión. Por el tono con que le hablaban los cortesanos y por las palabras que Paolucci se había permitido dirigir al Emperador, y especialmente por cierta expresión desesperada del mismo Pfull, se veía que todos se daban cuenta —y él mismo– de que su caída estaba próxima; a pesar de su gruñona ironía alemana y de su seguridad en sí mismo, daba verdadera lástima con sus cabellos alisados en las sienes y sus desgreñados mechones del cogote. Aunque lo ocultaba bajo su aire suficiente y despectivo, lo desesperaba perder la única ocasión de probar con una experiencia gigantesca la infalibilidad de su propia teoría.
La discusión duró mucho tiempo; y cuanto más se prolongaba, llegando a los gritos y a las alusiones personales, tanto más imposible era alcanzar una conclusión general de lo que se estaba diciendo. El príncipe Andréi, al escuchar aquella discusión en diversas lenguas, aquellos proyectos, hipótesis y contradicciones expuestos a gritos, se asombraba de cuanto oía. Las viejas ideas, tan frecuentes en él durante sus actuaciones militares, de que no hay ni puede haber ciencia militar y que, por tanto, no puede existir el así llamado genio militar alcanzaban ahora para él la evidencia de una verdad absoluta. “¿Qué teoría y qué ciencia puede haber en una actividad cuyas circunstancias y condiciones se desconocen y no pueden precisarse, en la que más difícil todavía resulta determinar la fuerza de los que hacen la guerra? Nadie sabe ni puede saber en qué condiciones estará mañana nuestro ejército ni las tropas del enemigo, ni cuál es la capacidad de resistencia de ese u otro destacamento. En ocasiones, cuando no hay un cobarde que grite «¡Estamos copados!» y eche a correr, sino un hombre valeroso y jovial que grita «¡Hurra!», un destacamento de cinco mil hombres vale por uno de treinta mil, como ocurrió en Schoengraben; otras veces, cincuenta mil hombres huyen delante de ocho mil, como en Austerlitz. ¿Qué ciencia puede haber en una acción en la que, como ocurre en todas las acciones prácticas, nada puede determinarse y todo depende de innumerables factores que adquieren un sentido preciso en tan sólo un minuto que nadie sabe cuándo se producirá? Armfeld dice que nuestro ejército está dividido y Paolucci asegura que hemos puesto a los franceses entre dos fuegos. Michaux afirma que el campamento de Drissa no sirve, porque el río pasa a sus espaldas. Pfull sostiene que precisamente en eso radica su fuerza. Toll propone un plan y Armfeld presenta otro. Todos son igualmente buenos y malos y sus ventajas se harán evidentes cuando el acontecimiento se produzca. Entonces ¿por qué hablan todos del genio militar? ¿Acaso es un genio el hombre que sabe enviar los víveres a un destacamento en el momento oportuno o mandar a unos hacia la derecha y a otros hacia la izquierda? ¿Se debe tan sólo a que los militares están revestidos de esplendor y poder, y porque una multitud de miserables halagan su poder atribuyéndoles cualidades geniales y los llaman genios? Por el contrario, los mejores generales que he conocido son distraídos o tontos. El mejor es Bagration. Bonaparte mismo lo ha reconocido. ¿Y Napoleón? Recuerdo su rostro satisfecho y obtuso en el campo de Austerlitz. El buen general no necesita cualidades de genio, quizá sea mejor que no tenga las mejores cualidades que hay en el hombre: el amor, la poesía, la ternura, la duda filosófica y analítica. Un militar debe ser limitado, firmemente convencido de que es muy importante todo cuanto hace (de otra manera, no tendría paciencia), y sólo así será un jefe valeroso. Dios guarde a ese hombre de amar a alguien, de tener compasión, de pensar en lo que es justo o injusto. Es explicable que desde hace tanto tiempo se les haya aplicado la palabra genio, porque ostentan el poder. Pero el éxito de una acción militar no depende de ellos, sino del hombre que grita entre las filas «¡Estamos perdidos!» o «¡Hurra!». Sólo en esas filas puede sentirse con certeza que se es útil.”