Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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"También mi padre edificaba en Lisie-Gori; pensaba que todo aquello era suyo, su tierra, su vida, que eran sus mujiks, pero llegó Napoleón, y sin conocer su existencia, lo apartó del camino de un empujón como una astilla y hundió su obra y su vida entera. Y la princesa María dice que es una prueba enviada por el cielo... ¿Para qué esa prueba, cuando él ya no existe ni existirá más? ¡Él ya no está!..., ¿para quién es la prueba entonces? La patria... la pérdida de Moscú. Y mañana me matarán: tal vez ni siquiera sea un francés, sino uno de los nuestros, como el que ayer descargó su fusil junto a mi oreja. Y vendrán los franceses, me cogerán por los pies y la cabeza y me arrojarán a cualquier fosa para que no los apeste. Después surgirán nuevas formas de vida, que otros conocerán; pero no yo, pues habré dejado de existir.”
Contempló la hilera de abedules inmóviles, que con sus hojas amarillas y verdes y su corteza blanca brillaban al sol. "¡Morir! ¡Si me matan mañana!... ¡Si dejo de existir! Y que todas estas cosas sigan existiendo y que yo no esté ya...” Se imaginaba vivamente su propia ausencia de esta vida. Y los abedules con sus colores y sombras, las nubes rizosas en el cielo, el humo de las hogueras, todo parecía transformarse en algo terrible y amenazador. Sintió un escalofrío en la espalda; se levantó rápidamente, salió del cobertizo y comenzó a caminar.
Detrás se oyeron voces.
–¿Quién está ahí?– preguntó el príncipe Andréi.
El capitán Timojin, el de la nariz colorada, ex jefe de la compañía de Dólojov y ahora, a falta de otros oficiales, jefe de un batallón, se acercó tímidamente. El ayudante y el pagador del regimiento venían detrás.
El príncipe Andréi se acercó a ellos, escuchó lo que decían acerca del servicio, dio algunas órdenes y ya iba a dejarlos marchar, cuando oyó una voz conocida.
–Que diable!– exclamó esa voz al tropezar con una pértiga.
Su propietario había tropezado contra algo.
El príncipe Andréi miró al exterior y vio a Pierre, que se acercaba; había estado a punto de caer. Al príncipe Andréi le resultaba siempre penoso encontrarse con gente de su mundo, y especialmente con Pierre, que le recordaba los momentos amargos de su última estancia en Moscú.
–¡Hola! ¿Qué te trae por aquí? No te esperaba.
Y cuando decía esas palabras, en la expresión de sus ojos y de todo su rostro más que frialdad había hostilidad. Pierre lo notó en seguida.
Se acercaba al cobertizo con la mejor disposición de ánimo, pero al ver el rostro del príncipe Andréi se sintió turbado y violento.
–He venido... sabe... he venido... esto me parece muy interesante– dijo Pierre, que aquel día había repetido muchísimas veces esa estúpida expresión. —Quería ver la batalla.
–Sí, sí. ¿Y qué dicen de la guerra los hermanos masones? ¿Cómo van a impedirla?– preguntó burlonamente el príncipe Andréi. —¡Bueno! ¿Qué hay por Moscú? ¿Qué hacen los míos? ¿Llegaron por fin?– preguntó gravemente.
–Sí, llegaron. Me lo dijo Julie Drubetskói. Fui a verlos, pero no los encontré; se habían marchado al campo.
XXV
Los oficiales querían retirarse, pero el príncipe Andréi, como si no deseara quedarse a solas con su amigo, los invitó a tomar el té en su compañía. Trajeron unos bancos y té. Los oficiales contemplaban, no sin sorpresa, la corpulencia de Pierre y escucharon sus relatos de Moscú y de la situación de la tropa, cuya línea él había visto. El príncipe Andréi guardaba silencio y su rostro era tan poco acogedor que Pierre acabó por dirigirse preferentemente al bonachón de Timojin.
–Entonces, ¿has comprendido toda la disposición de nuestras tropas?– lo interrumpió el príncipe Andréi.
–Como no soy militar, no puedo decir que lo haya comprendido todo absolutamente; sin embargo, al menos, tengo una idea de la situación general.
–Eh bien!, vous êtes plus avancé que qui que ce soit 405– comentó el príncipe Andréi.
–¡Ah!– exclamó Pierre, perplejo, sin dejar de mirar al príncipe Andréi por encima de sus lentes: —¿Y qué me dice del nombramiento de Kutúzov?
–Que me alegró mucho– contestó Bolkonski. —Es todo lo que sé...
–¿Y qué opina usted de Barclay de Tolly? Dios sabe lo que se dice de él en Moscú. ¿Qué piensa usted de él?
–Pregúntaselo a ellos– dijo el príncipe Andréi, indicando a los oficiales.
Pierre, con la indulgente sonrisa con que todos, involuntariamente, se dirigían a Timojin, se volvió hacia él.
–Hemos visto la luz, Excelencia, con la llegada del Serenísimo– dijo Timojin tímidamente, sin dejar de mirar a su coronel.
–Pero, ¿por qué?– preguntó Pierre.
–Aunque sólo sea con respecto al pienso y a la leña. Cuando nos retiramos de Sventsiani no nos dejaron tocar nada: ni la leña, ni el heno ni otra cosa alguna. Nos vamos y élse queda con todo. ¿No es así, Excelencia?– preguntó al príncipe Andréi—. En nuestro regimiento procesaron a dos oficiales por actos semejantes. Pero con la llegada del Serenísimo todo eso se hizo sencillo. Hemos visto la luz...
–¿Y por qué lo prohibían?
Timojin, turbado, miró en derredor, no sabiendo qué responder a semejante pregunta. Pierre la repitió dirigiéndose al príncipe Andréi.
–Para no arruinar el país que dejábamos al enemigo– dijo el príncipe Andréi con cólera e ironía. —Un razonamiento muy sensato: no se puede permitir el saqueo ni que las tropas se acostumbren a merodear. Y en Smolensk se pensó también razonablemente que los franceses podían rebasarnos, ya que contaban con superioridad de fuerza. Pero él fue incapaz de comprender– gritó con voz aguda que no pudo reprimir– que era la primera vez que combatíamos en defensa de nuestra tierra, que las tropas estaban animadas de un sentimiento como jamás he visto, que durante dos días seguidos habíamos rechazado a los franceses, decuplicando nuestras fuerzas con esos triunfos. Dio orden de retroceder y todas las pérdidas, todos los esfuerzos fueron vanos. No fue un traidor; intentaba hacerlo todo de la mejor manera, todo lo tenía calculado: pero, por eso mismo, no sirve. No sirve precisamente ahora porque reflexiona con demasiado escrúpulo, con una exactitud exagerada, propia de un alemán. Cómo te diría... Por ejemplo: tu padre tiene un lacayo alemán; es un buen lacayo, que cumple a la perfección el servicio y satisface mejor que lo podrías hacer tú mismo todas las exigencias de su señor. Pero si tu padre está enfermo, a punto de morir, apartarás al criado y con tus propias manos inexpertas y torpes atenderás a tu padre y lo harás mejor que el otro, que podrá valer mucho, pero que es un extraño. Eso fue lo que pasó con Barclay. Mientras Rusia estaba sana y fuerte, un extranjero podía servirla y él resultaba un ministro excelente; pero cuando está en peligro, Rusia necesita uno de los suyos. Y a vosotros, allá en el Club, se os ocurrió decir que era un traidor. Pero el hecho de haberlo calumniado tendrá por consecuencia que, después, avergonzados del insulto, lo conviertan en un héroe, o en un genio, lo que sería aún más injusto. No es más que un alemán honesto y buen cumplidor...
–Dicen, sin embargo, que es un excelente jefe militar, ¿es cierto?– preguntó Pierre.
–No entiendo qué significa eso de “excelente jefe militar”– sonrió burlonamente el príncipe Andréi.
–Un buen jefe militar es el que prevé todas las contingencias... y adivina los planes del contrario– explicó Pierre.
–¡Eso es imposible!– refutó el príncipe Andréi, como si se tratara de una cuestión ya resuelta hace tiempo.
Pierre lo miró asombrado.
–Sin embargo, se dice que la guerra es semejante al juego de ajedrez.
–Sí– dijo el príncipe Andréi, —pero con una pequeña diferencia: que en el juego, antes de cada jugada puedes reflexionar cuanto quieras; te hallas en cierta manera fuera de las condiciones del tiempo; y con la certeza de que un caballo vale siempre más que un peón, y que dos peones son más fuertes que uno solo, mientras que en la guerra, un batallón resulta a veces más fuerte que una división entera y otras más débil que una compañía. Nadie puede conocer la fuerza relativa de las tropas. Créeme– continuó, —si algo dependiera de las órdenes de los Estados Mayores, yo me habría quedado allí y daría órdenes en vez de tener el honor de servir aquí, en el regimiento, con estos señores. Porque creo firmemente que el día de mañana depende de nosotros, y no de ellos... El éxito en una batalla no ha dependido ni dependerá nunca de las posiciones, del armamento, del número; menos que nada, de las posiciones.
–Entonces, ¿de qué?
–Del sentimiento que hay en mí, en él– y señaló a Timojin —y en cualquier soldado.
El príncipe Andréi fijó sus ojos en Timojin, quien, asustado y perplejo, miraba a su jefe. Poco antes silencioso y reservado, el príncipe hablaba ahora con emoción. Era evidente que no podía retener las ideas que lo asaltaban de improviso.
–Vence en la batalla quien está firmemente decidido a ganarla. ¿Por qué perdimos la batalla de Austerlitz? Nuestras bajas eran casi iguales a las francesas; pero nos dijimos demasiado pronto que habíamos perdido la batalla y la perdimos; y nos lo dijimos porque allí ya no había motivo para luchar. Todos querían dejar lo antes posible el campo de batalla: "Hemos perdido, ¡huyamos, pues!". Si hubiésemos aguantado hasta la noche, Dios sabe qué habría ocurrido. Pero mañana no lo diremos. Tú hablas de nuestras posiciones, de que el flanco izquierdo es débil, de que el derecho está demasiado extendido; pero todo eso son tonterías; nada de eso tiene importancia. ¿Qué nos espera mañana? Cien millones de casualidades diversas tendrán que resolverse en un solo instante; se decidirá si somos nosotros los que hemos de huir o ellos, quiénes han de matar o morir. Todo lo demás es un juego. Los que te han acompañado en tu visita a las posiciones no sólo no contribuyen a la marcha general de las cosas, sino que la obstaculizan. Lo único que los ocupa son sus pequeños intereses.
–¡En semejante momento!– reprochó Pierre.
—Sí, en semejante momento– repitió el príncipe Andréi. —Para ellos ese mismo momento no es más que una buena ocasión para minar el terreno al enemigo y conseguir una nueva cruz o banda. Te voy a decir lo que sucederá mañana: cien mil rusos y cien mil franceses se han juntado para combatir, y el hecho es que esos doscientos mil hombres lucharán, y el que lo haga con más furor y se reserve menos será el vencedor. Y si quieres te diré que, mañana, pase lo que pase y por mucho que embrollen las cosas los de allá arriba, ganaremos; mañana, pase lo que pase, ¡ganaremos la batalla!
–¡Es la verdad, Excelencia; la verdad auténtica!– dijo Timojin. —No es hora de pensar en nuestras vidas. No querrá creerlo, pero los soldados de mi batallón no han querido beber vodka: dicen que hoy no es un día para beber.
Todos guardaron silencio.
Los oficiales se levantaron. El príncipe Andréi salió con ellos para dar las últimas órdenes a su ayudante. Cuando los oficiales se fueron, Pierre se acercó al príncipe Andréi. Quería reanudar la conversación, cuando en el camino, no muy lejos del cobertizo, sonaron los cascos de tres caballos. Al mirar hacia allí el príncipe Andréi reconoció a Wolzogen y a Klausevitz, a quienes acompañaba un cosaco. Pasaron cerca de ellos prosiguiendo su conversación; Pierre y el príncipe Andréi oyeron, involuntariamente, las siguientes frases:
–Der Krieg muss im Raum verlegt werden. Der Ansicht kann ich nicht genug Preis geben– decía uno. 406
–O ja– dijo la otra voz, —der Zweck ist nur den Feind zu schwächen, so kann man gewiss nicht den Verlust der Privat-Personen in Achtung nehmen. 407
–O ja– confirmó la primera voz.
–Eso es, im Raum verlegen! 408– repitió el príncipe Andréi, resoplando, colérico, con la nariz, cuando los jinetes se hubieron alejado, —im Raum. Yo tenía a mi padre, a mi hijo y a mi hermana en Lisie-Gori. Pero a él eso no le importa. Ahí tienes lo que yo te decía. Estos señores alemanes mañana no ganarán la batalla; no harán más que emporcar todo cuanto puedan, porque en sus cabezas germanas no hay más que razonamientos que no valen un comino. No tienen en el corazón lo único necesario para mañana: lo que hay en Timojin. Le han entregado toda Europa y ahora vienen aquí a darnos lecciones. ¡Excelentes maestros!– concluyó con voz estridente.
–Entonces, ¿piensa que venceremos en la batalla de mañana?– preguntó Pierre.
–Sí, sí– dijo distraídamente el príncipe Andréi. —Sólo una cosa haría si tuviera poder para ello: no haría prisioneros. ¿Para qué? Resulta demasiado caballeresco. Los franceses han arruinado mi casa, van a destruir Moscú; me han ofendido y me ofenden a cada momento. Son mis enemigos, considero que todos son delincuentes. Timojin y el ejército entero piensan lo mismo: hay que acabar con ellos. Si son enemigos, no pueden ser amigos, digan lo que digan en Tilsitt.
–Sí, sí, estoy de acuerdo en todo– dijo Pierre, mirando al príncipe Andréi con ojos brillantes.
La cuestión que había tenido inquieto a Pierre, desde que salió de Mozhaisk, le pareció definitivamente resuelta y clara. Comprendía ahora todo el sentido y la importancia de aquella guerra y de la próxima batalla. Todo cuanto había visto aquel día, la expresión grave y severa de los rostros con que se había encontrado al pasar, parecía iluminarse ahora con una nueva luz. Comprendió el oculto calor latente(como suele decirse en física) del patriotismo que existía en todas las personas que había visto y que le explicaba por qué todos ellos se preparaban a morir con tanta calma y al mismo tiempo con tanta naturalidad.
–No hay que hacer prisioneros– proseguía el príncipe Andréi. —Esto transformaría la guerra y la haría menos cruel. Nosotros hemos jugado a hacer la guerra: eso es lo que está mal; fuimos demasiado magnánimos, generosos. Magnanimidad y sensibilidad semejantes a las de la señora que se desmaya cuando ve matar a un ternero: es tan buena que no puede ver sangre; pero eso no impide que coma con excelente apetito aquel mismo ternero cuando se lo sirven en la mesa. Nos hablan de derechos de guerra, de caballerosidad, de parlamentarios, de la necesidad de compadecer a los desventurados..., etcétera. ¡Tonterías! En 1805 vi yo la caballerosidad y lo que significan los parlamentarios. Nos engañaron y nosotros los engañamos.
Saquean casas ajenas; ponen en circulación billetes de banco falsos... y, lo que es peor, matan a mis hijos y a mi padre... ¡y hablan de las reglas de guerra y de magnanimidad para con el enemigo! ¡No, no hay que hacer prisioneros; hay que matar e ir a la muerte! Quien, como yo, haya llegado a pensar así, habiendo sufrido como yo...
El príncipe Andréi, quien pensaba que le era indiferente que conquistaran o no Moscú, como lo habían hecho con Smolensk, se interrumpió bruscamente al sentir un espasmo inesperado que oprimía su garganta... Dio unos pasos silenciosos, pero sus ojos seguían brillando febriles y los labios le temblaban cuando reanudó su discurso.
–Si no existiera la hipócrita generosidad en la guerra la haríamos tan sólo cuando, como ahora, merece la pena ir a una muerte segura; no habría guerra porque Pável Ivánich ha ofendido a Mijaíl Ivánich. Pero una guerra como la de ahora habría que hacerla como debe hacerse: los ejércitos ya no serían tan numerosos. Todos esos westfalianos y ciudadanos de Hesse que siguen a Napoleón no habrían venido con él a Rusia, como tampoco nosotros habríamos luchado en Austria y Prusia sin saber siquiera el motivo. La guerra no es un intercambio de cumplidos, sino la cosa más odiosa del mundo: hay que comprenderla bien, y no jugar a la guerra. Debe aceptarse severamente esa terrible necesidad. Todo se reduce a eso. Rechazando los engaños y las mentiras, la guerra entonces se llevará con todas sus consecuencias y no será un juego; de otra manera, se convierte en el pasatiempo favorito de gentes ociosas y frívolas... El estamento militar es el más digno. ¿Y qué es la guerra? ¿Qué es necesario para triunfar en el arte militar? ¿Qué pretende el estamento militar? El fin de la guerra es el asesinato, los instrumentos de la guerra son el espionaje, la traición y su instigación, la ruina de los habitantes, el saqueo, el robo llevado a cabo para mantener a los ejércitos, el engaño y la mentira que reciben el nombre de astucia militar. La vida del estamento militar descansa en la disciplina (es decir, en la falta de libertad), en el ocio, la ignorancia, la crueldad, el libertinaje, las borracheras. Y a pesar de ello, es el estamento superior respetado por todos. Los reyes, salvo el de China, llevan uniforme militar; y quien mate más gente recibe mayores recompensas... Mañana, por ejemplo, se reúnen y acuerdan matarse unos a otros: se matan, dejan malheridos a decenas de miles y luego celebran numerosos tedéums para agradecer el haber matado a tanta gente (cuyo número llegan a aumentar) y proclaman la victoria suponiendo que cuantos más muertos, mayor el mérito. ¡Cómo puede Dios mirar y escuchar todo esto desde allá arriba!– gritó el príncipe Andréi con voz aguda. —Querido mío, últimamente la vida se me hace muy penosa. Creo que comienzo a comprender demasiado y el hombre no puede probar el fruto del árbol del bien y del mal... Aunque no será por mucho tiempo– añadió. —Pero veo que tienes sueño. Y también yo debo dormir. Vete a Gorki– dijo de pronto.
–¡Oh, no!– replicó Pierre, mirándolo con ojos asustados y llenos de cariño.
–¡Vete, vete! Antes de una batalla hay que dormir bien– repitió el príncipe Andréi. Se acercó a él rápidamente, lo besó y lo abrazó. —Adiós. Vete– exclamó. —No sé si volveremos a vernos. No...– y volviéndose con precipitación, entró en el cobertizo.
Era ya noche cerrada, y Pierre no pudo distinguir si la expresión del príncipe Andréi era colérica o tierna.
Permaneció inmóvil un rato, preguntándose si debía seguir a Bolkonski o volverse. “No, no me necesita —pensó—. Sé que éste ha sido nuestro último encuentro.” Suspiró profundamente y emprendió la vuelta a Gorki.
El príncipe Andréi, ya en el cobertizo, se tendió sobre una alfombra, pero no pudo conciliar el sueño.
Cerró los ojos. Unas imágenes sucedían a otras; en una de ellas se detuvo con placer y durante largo rato. Recordó vivamente una velada en San Petersburgo. Natasha le contaba, alegre y emocionada, cómo, durante el verano anterior, fue en busca de setas a un bosque muy grande y se perdió en él. Describía en forma desordenada la profundidad del bosque, lo que sentía, su conversación con un apicultor, casualmente encontrado... Se interrumpía a cada instante para decir: "No, no puedo, lo cuento mal, no puede usted comprenderme...” Y, por más que él asegurara que la entendía perfectamente, como así era, Natasha volvía a sus dudas; estaba disgustada por su modo de contar, se daba cuenta de que no podía describir la profunda sensación poética experimentada el día que se perdió en el bosque. "Era encantador aquel viejo... y el bosque estaba tan sombrío... había en él tanta bondad... No, no lo sé contar”, decía nerviosa y ruborizándose. Y el príncipe Andréi sonreía ahora al recordarlo con la misma sonrisa jubilosa de entonces, cuando la miraba directamente a los ojos. "La comprendía bien —pensó—. Y no sólo eso, sino precisamente aquella espiritualidad, aquella franqueza y gracia que trascendía de su ser, era lo que yo tanto amaba... Lo que amaba y me hacía tan feliz." Y, de pronto, recordó cómo había terminado aquel amor.
“Élno necesitaba nada de eso; élno veía ni comprendía nada; sólo veía en ella a una chiquillabonita, joven, a la cual no se dignó unir a su suerte. ¿Y yo?... Élvive todavía y se siente alegre y contento.”
Como si le hubieran aplicado un hierro candente, el príncipe Andréi se puso en pie y reanudó sus paseos delante del cobertizo.
XXVI
El 25 de agosto, en víspera de la batalla de Borodinó, el prefecto del palacio imperial francés, M. de Beausset, y el coronel Fabvier llegaron para reunirse con Napoleón en su campamento de Valúievo. Procedían, el primero de París y el segundo de Madrid.
M. de Beausset, vestido con el uniforme palaciego, ordenó que, antes de que él pasara, llevaran un paquete que había traído para el Emperador y entró en la antecámara de la tienda de Napoleón, donde, charlando con los ayudantes de campo, comenzó a abrirlo.
Por su parte, Fabvier, sin entrar en la tienda, se detuvo junto a ella con algunos generales que conocía.
Napoleón no había salido aún de su cámara y estaba terminando su aseo. Entre resoplidos y carraspeos, volvía tan pronto su gruesa espalda como su carnoso pecho bajo el cepillo con que lo frotaba su ayuda de cámara. Otro ayuda, sujetando el frasco de colonia, la esparcía sobre el cuerpo bien cuidado del Emperador y lo hacía como si sólo él pudiese saber la cantidad y el lugar donde era preciso hacerlo. Los cortos cabellos de Napoleón estaban mojados y le caían revueltos sobre la frente; todo su rostro, aunque abotargado y amarillento, expresaba bienestar físico.
–Allez ferme, allez toujours... 409– decía encogiéndose y carraspeando al ayuda de cámara que lo friccionaba.
El ayudante de campo, que había entrado en el dormitorio para informarlo sobre el número de prisioneros del día anterior, permanecía en la puerta, esperando la orden de retirarse. Napoleón, con el ceño fruncido, miró de reojo al ayudante.
–Point de prisonniers!– repitió las palabras del ayudante. —Ils se font démolir. Tant pis pour l'armée russe...– dijo. —Allez toujours, allez ferme– continuó, encorvándose y ofreciendo sus grasientos hombros. —C'est bien! Faites entrer M. de Beausset, ainsi que Fabvier 410– dijo al ayudante, despidiéndolo con un movimiento de cabeza.
–Oui, Sire– y el ayudante de campo desapareció tras la puerta de la tienda.
Los dos ayudas de cámara vistieron rápidamente a Su Majestad. En seguida, Napoleón, con su azul uniforme de la Guardia, pasó, con pasos resueltos, a la cámara vecina.
De Beausset preparaba con precipitación el regalo que traía de parte de la Emperatriz; lo había colocado sobre dos sillas, frente a la puerta por donde debía entrar Napoleón. Pero éste se había vestido tan pronto y había entrado tan de prisa que lo encontró en plenos preparativos.
Napoleón comprendió de inmediato lo que hacían y se dio cuenta de que no habían acabado todavía. No quiso privarlos del placer de darle una sorpresa; fingió no ver a M. de Beausset y llamó a Fabvier. Escuchó con el ceño severamente fruncido y en silencio lo que le contaba sobre el valor y la fidelidad de sus tropas que combatían en Salamanca, al otro extremo de Europa, con el único pensamiento de ser dignas de su Emperador y con el solo temor de disgustarlo. El resultado de la batalla había sido desfavorable. Napoleón hizo irónicas observaciones durante el relato de Fabvier, como dando por supuesto que, en su ausencia, no podían ocurrir las cosas de otra manera.
–Debo remediarlo en Moscú– dijo. —À tantôt... 411– añadió llamando a M. de Beausset, quien, preparada ya la sorpresa, había cubierto todo con un velo.
De Beausset se inclinó con el profundo saludo cortesano, cuya exclusiva tenían los viejos servidores de los Borbones, y avanzó tendiéndole un pliego cerrado.
Napoleón se volvió a él con gesto alegre y le tiró de la oreja.
–Se ha dado usted prisa– le dijo. —Encantado de verlo. ¿Qué se dice en París?– y su severa expresión se trocó en un gesto lleno de ternura.
–Sire, tout Paris regrette votre absence 412– replicó De Beausset tal como debía.
Y aunque Napoleón sabía que De Beausset iba a contestar de aquella manera o de modo análogo, y aunque en sus momentos lúcidos supiese que no era verdad lo que decía, le agradó oír las palabras de De Beausset y se dignó tocarle la oreja otra vez.
–Je suis fâché de vous avoire fait faire tant de chemin– dijo. 413
–Sire, je ne mattendais pas à moins qu'à vous trouver aux portes de Moscou– dijo De Beausset. 414
Napoleón sonrió, y levantando distraídamente la cabeza miró a su derecha. Un ayudante de campo se deslizó hasta él con una tabaquera de oro y se la ofreció al Emperador, quien la tomó.—Sí, eso está bien para usted, que le gusta viajar– dijo llevándose el rapé a la nariz. —Dentro de tres días verá Moscú. Probablemente usted no esperaba ver una capital asiática; será un viaje agradable.
De Beausset saludó reconocido por aquella atención a su espíritu viajero (que hasta entonces ignoraba poseer).
–¡Ah! ¿Qué es eso?– preguntó Napoleón, observando que los cortesanos miraban algo cubierto con el velo.
De Beausset, con la habilidad de los palaciegos, sin volver la espalda al soberano, dio dos pasos atrás y, al mismo tiempo, retiró el velo diciendo:
–Un regalo para Vuestra Majestad, de parte de la Emperatriz.
Era el retrato pintado por Gérard, en colores vivísimos, del hijo nacido de Napoleón y la hija del Emperador de Austria, a quien todos llamaban, no se sabe por qué, "rey de Roma”.
Era el retrato de un niño muy guapo de cabellos rizados y mirada semejante a la del Jesús de la Madona Sixtina; el pintor lo había representado jugando al boliche. La bola representaba el globo terrestre, y el bastoncito, en la otra mano, figuraba el cetro.
Y, aunque la intención del pintor no era muy evidente, representando al llamado rey de Roma horadando el globo terrestre con un bastoncito, la alegoría resultaba clarísima y había gustado mucho, tanto a los que habían visto el cuadro en París como a quienes lo contemplaban ahora.
–Le Roi de Rome– dijo Napoleón, señalando el retrato con un gracioso gesto de la mano. —Admirable!
Con la facilidad para cambiar de expresión que los italianos poseen, se acercó al cuadro y adoptó un aire de pensativa ternura.
Se daba cuenta de que todo cuanto hiciera y dijera en aquel momento pasaría a la historia. Y le pareció que lo mejor que podía hacer ante la imagen de su hijo que jugaba con el globo terrestre era mostrar, en contraste con su majestad, la más sencilla ternura paterna. Sus ojos se velaron de lágrimas. Avanzó un poco; echó una mirada hacia una silla (la silla se movió hacia él), tomó asiento frente al retrato, hizo un gesto y todos salieron de puntillas, dejando al gran hombre consigo mismo y con sus pensamientos.
Así permaneció cierto tiempo y, sin saber él mismo la razón, tocó con los dedos el resalte de las rugosidades del retrato, se levantó y llamó de nuevo a De Beausset y al oficial de servicio. Ordenó que colocaran el retrato delante de su tienda para no privar a la vieja Guardia, que lo rodeaba, del placer de contemplar al rey de Roma, hijo y heredero de su adorado Emperador.
Tal como esperaba, mientras desayunaba con M. de Beausset, quien se había hecho merecedor de semejante honra, ante la tienda se oían extasiadas voces de oficiales y soldados de la vieja guardia.
–Vive l'Empereur! Vive le roi de Rome! Vive l’Empereur!– gritaban.
Después del desayuno, en presencia de M. de Beausset, Napoleón dictó la orden del día para el ejército.
–Courte et énergique! 415– comentó cuando él mismo hubo leído aquel documento, escrito de una vez, sin enmienda alguna. Decía así:
¡Soldados! He aquí la batalla que tanto deseabais. La victoria depende de vosotros y es imprescindible para nosotros, porque nos proporcionará todo cuanto necesitamos: cómodos alojamientos y un rápido regreso a la patria. Actuad como lo hicisteis en Austerlitz, en Friedland, Vítebsk y Smolensk. ¡Que la posteridad recuerde con orgullo vuestros hechos en la gran batalla del Moskova, y diga de cada uno de vosotros: estuvo en la batalla por Moscú!
—Del Moskova– repitió Napoleón; e invitando a un paseo a M. de Beausset, a quien gustaba viajar, salió de la tienda hacia donde estaban ensillados los caballos.
–Votre Majesté a trop de bonté 416– dijo De Beausset ante la invitación de acompañar al Emperador.
No sabía montar a caballo y le daba miedo hacerlo; además, habría preferido dormir. Pero Napoleón movió la cabeza y De Beausset hubo de seguirlo.
Cuando el Emperador salió de su tienda redoblaron los gritos de la Guardia, que se había reunido ante el retrato de su hijo. Napoleón frunció el entrecejo.
–Quítenlo de ahí– dijo con gesto majestuoso y lleno de gracia, señalando el retrato. —Es todavía demasiado joven para ver un campo de batalla.
De Beausset cerró los ojos, inclinó la cabeza y suspiró profundamente, dando a entender así hasta qué punto sabía comprender y apreciar las palabras del Emperador.
XXVII
Como dicen sus historiadores, Napoleón permaneció todo aquel día 25 de agosto a caballo, inspeccionando el terreno, discutiendo los proyectos que le presentaban sus mariscales y dando personalmente órdenes a sus generales.
La primitiva línea de las tropas rusas a lo largo del Kolocha se había roto y parte de ella, especialmente el flanco izquierdo, había retrocedido por la toma de Shevardinó el día 24. Esa parte del frente ya no estaba fortificada ni defendida por el río: ante ella se extendía un espacio llano y descubierto. Para cualquiera, militar o no militar, era evidente que los franceses atacarían precisamente por ese punto de la línea rusa. Diríase que para llegar a esa conclusión no se precisaba gran ingenio, ni tantas idas y venidas de Napoleón y sus mariscales, ni esa capacidad especial y superior que se llama genialidad y que tanto atribuían a Napoleón sus admiradores. Pero los historiadores que han descrito después ese acontecimiento y los hombres que rodeaban entonces a Napoleón, y él mismo, pensaban de otra manera.
Napoleón recorría el campo, contemplaba meditabundo el terreno, sacudía la cabeza en señal de aprobación o desagrado, sin manifestar a los generales que lo rodeaban el profundo cauce de las ideas que guiaban su decisión, limitándose a transmitir las conclusiones definitivas en forma de órdenes.
Después de oír la propuesta de Davout, al que llamaban duque de Eckmühl, de que era menester rebasar el ala izquierda de los rusos, Napoleón contestó que eso no debía hacerse, sin dar más explicaciones. Pero cuando el general Compans (encargado de atacar las avanzadas) propuso hacer avanzar su división por el bosque, Napoleón accedió, aunque el llamado duque de Elchingen, es decir Ney, se permitió observar que el movimiento por el bosque era peligroso y podía desordenar la división.
Tras observar el terreno situado frente al reducto de Shevardinó, Napoleón reflexionó en silencio unos minutos y después indicó los puntos donde al día siguiente debían situarse dos baterías para cañonear las fortificaciones rusas y los lugares en los cuales, cerca de ellos, debió instalarse la artillería de campaña.