Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
Жанр:
Классическая проза
сообщить о нарушении
Текущая страница: 34 (всего у книги 111 страниц)
–Y bien, ¿qué piensa de eso?– preguntó Pierre. —¿Por qué calla?
–¿Qué pienso? Te escuchaba. Todo eso está bien. Pero tú dices: entra en nuestra hermandad y te mostraremos el objetivo de la vida, el destino del hombre y las leyes que rigen el universo. Pero ¿quiénes sois? Sois hombres. Entonces ¿por qué lo sabéis todo? ¿Por qué yo solo no veo lo que veis vosotros? Vosotros veis sobre la tierra el reinado del bien y de la verdad, pero yo no lo veo.
Pierre lo interrumpió:
–¿Cree en la vida futura?
–¿En la vida futura?– repitió el príncipe Andréi.
Pero Pierre no le dejó tiempo para contestar, tomando esa repetición como una respuesta negativa, tanto más que conocía el ateísmo profesado antes por el príncipe Andréi.
–Dice que no ve en la tierra el reinado del bien y de la verdad. Tampoco yo lo veía; y nadie lo puede ver, si considera nuestra vida como el fin de todas las cosas. En la tierra, precisamente en esta tierra– y Pierre indicó con la mano el campo, —no está la verdad: todo es mentira y maldad. Pero en todo el mundo, en el mundo, existe el reino de la verdad, nosotros mismos somos ahora hijos de la tierra y eternamente hijos de todo el mundo. ¿Es que no siento en lo más íntimo de mi ser que formo parte de este todo grande y armonioso? ¿Acaso no me doy cuenta de que en esta innumerable variedad de seres, en la que se manifiesta la divinidad, o la fuerza suprema si quiere, no soy más que un eslabón, un peldaño que va de los seres inferiores a los superiores? Si veo con claridad la escala que lleva desde la planta hasta el hombre, ¿por qué he de suponer que esa escala termina en mí y no va cada vez más lejos? Siento que no sólo no puedo desaparecer, como nada desaparece en el mundo, sino que seré siempre y siempre fui. Siento que, además de mí, y sobre mí, hay otros espíritus y que en ese mundo existe la verdad.
–Sí, ya sé, es la doctrina de Herder– dijo el príncipe Andréi. —Pero no será eso lo que me convenza, querido mío. Lo que me convence es la vida y la muerte: eso es lo que convence. El hecho de ver que un ser querido, ligado a ti, ante el cual fuiste culpable y ante quien esperabas justificarte– la voz del príncipe Andréi tembló y apartó el rostro, —ver que de pronto ese ser sufre, padece, deja de existir... ¿Por qué? Es imposible que no haya una respuesta. Y yo creo que existe... Eso es lo que me convence, es lo que me ha convencido.
–Sí, claro, claro. ¿Acaso no es lo mismo que estoy diciendo?– preguntó Pierre.
–No. Lo único que yo digo es que no son los razonamientos los que persuaden de la necesidad de una vida futura, sino este hecho: cuando se camina en buena armonía al lado de alguien y de pronto esa persona desaparece allá, en la nada, y tú te detienes ante ese abismo y miras. Yo he mirado...
–Sí, ¿y qué? Entonces sabe que ese alláexiste, que en ese allá hay alguien. Ese allá es la vida futura y ese alguien es Dios.
El príncipe Andréi no contestó. La carretela y los caballos llevaban mucho tiempo enganchados en la otra orilla, el sol se había ocultado a medias y la helada vespertina cubría ya de estrellas los charcos de la orilla. Pierre y el príncipe Andréi, con gran asombro de los criados, del cochero y de los barqueros, seguían en la balsa y conversaban.
–Si existe Dios y hay vida futura, es que existe también la verdad y la virtud; la felicidad suprema del hombre consiste en conseguirlas– decía Pierre. —Es necesario vivir, amar, creer que no vivimos tan sólo en este jirón de tierra, sino que hemos vivido y viviremos eternamente allá, en el todo– y señaló el cielo.
El príncipe Andréi, apoyado en la barandilla de la barca, escuchaba a Pierre sin apartar la vista de los reflejos rojos del crepúsculo sobre la superficie azul del agua.
Pierre dejó de hablar. La calma era completa. La barca llevaba mucho tiempo en la orilla y sólo las olas rompían contra ella con débil chapoteo.
Al príncipe Andréi le pareció que ese rumor de las pequeñas ondas le decía, confirmando las palabras de Pierre: "Es verdad, créelo”.
El príncipe Andréi suspiró y, con ojos radiantes, cariñosos e infantiles, contempló el rostro encendido y entusiasta de Pierre, siempre tímido ante su amigo, a quien consideraba superior.
–Si de verdad fuese así...– dijo. —Pero vamos al coche– añadió, y al salir de la barca miró al cielo que le mostraba Pierre.
Por primera vez desde Austerlitz vio aquel cielo alto e infinito que había contemplado cuando yacía en el campo de batalla. En aquel instante despertó algo alegre y jubiloso en su alma, algo que llevaba largo tiempo adormecido, lo mejor que había en su ser. El sentimiento desapareció tan pronto como el príncipe Andréi volvió a la vida cotidiana y normal, pero ahora sabía que, aunque no hubiera sabido desarrollarlo, ese sentimiento seguía existiendo en él.
La entrevista con Pierre fue para el príncipe Andréi, a pesar de que exteriormente no hubiera cambiado, el comienzo de una nueva vida en su mundo interior.
XIII
Había anochecido cuando el príncipe Andréi y Pierre llegaron a la puerta principal de Lisie-Gori. Al acercarse, el príncipe Andréi hizo observar con una sonrisa a Pierre el revuelo que su presencia había suscitado en la entrada de servicio. Una viejecita encorvada, que llevaba una mochila a la espalda, y un hombre de mediana estatura, de largos cabellos y vestido de negro, echaron a correr hacia el portón de salida en cuanto vieron la carretela. Dos mujeres corrieron detrás de ellos, y los cuatro, sin perder de vista el carruaje, entraron corriendo y asustados por la puerta de servicio.
–Es la gente de Dios, que María protege– explicó el príncipe Andréi. —Seguramente creyeron que llegaba mi padre. Es en lo único que mi hermana no lo obedece: mi padre manda siempre echar a esos peregrinos, pero ella los recibe.
–¿Qué significa gente de Dios?– preguntó Pierre.
El príncipe Andréi no tuvo tiempo de contestar. Le salieron al encuentro los criados y él preguntó por su padre y si lo esperaban.
El viejo príncipe estaba todavía en la ciudad y se lo esperaba de un momento a otro.
El príncipe Andréi condujo a Pierre a los aposentos —siempre ordenados y limpios– que le reservaban en la casa de su padre y se dirigió a la habitación del niño.
–Visitemos ahora a mi hermana– dijo a Pierre una vez que hubo vuelto. —Todavía no la he visto. A estas horas procura esconderse y está con su gente de Dios. Se avergonzará, pero que se aguante; así tendrás ocasión de verlos. C'est curieux, ma parole. 275
–¿Qu'est-ce que c'est que esa gente de Dios?– preguntó Pierre.
–Ahora lo verás.
Efectivamente, la princesa María se ruborizó, su rostro se cubrió de manchas y se mostró turbada cuando entraron. En el diván de la acogedora habitación con lamparillas encendidas ante los iconos y un samovar sobre la mesa estaba sentado junto a la princesa un hombre joven de nariz larga y larga cabellera, vestido con hábitos monacales.
En el sillón próximo había tomado asiento una viejecilla flaca y arrugada, de dulce rostro infantil.
–André, pourquoi ne m'avoir pas prévenue? 276– le reprochó afectuosamente la princesa, poniéndose delante de los peregrinos como una clueca en defensa de sus polluelos. Cuando Pierre le besó la mano, le dijo: —Charmée de vous voir. Je suis très contente de vous voir. 277
Lo conocía de cuando todavía era un niño y ahora su amistad con Andréi, su infortunio conyugal y, sobre todo, su expresión bondadosa y sencilla la predisponían a su favor. María lo miraba con sus bellos ojos radiantes y parecía decirle: “Lo aprecio mucho, pero, por favor, no se ría de los míos”. Después de las primeras frases de saludo se sentaron.
–¡Ah! También está aquí Ivánushka– dijo el príncipe Andréi, señalando al joven peregrino.
–¡André!– dijo la princesa con voz suplicante.
–Il faut que vous sachiez que c'est une femme 278– dijo Andréi a Pierre.
–André, au nom de Dieu!– repitió la princesa.
La actitud irónica del príncipe Andréi frente a los peregrinos y la inútil defensa que hacía de ellos su hermana demostraban que semejante polémica era habitual entre ellos.
–Mais, ma bonne amie– dijo el príncipe Andréi, —vous devriez au contraire m'être reconnaissante de ce que j'explique à Pierre votre intimité avec ce jeune homme. 279
–Vraiment? 280– preguntó Pierre con seria curiosidad (por la cual le quedó especialmente agradecida la princesa). Y a través de los lentes miró el rostro de Ivánushka, quien, comprendiendo que se hablaba de él, se volvió hacia ellos mirando a todos con ojos maliciosos.
No había motivo alguno para que la princesa María estuviera inquieta por los suyos. No parecían nada intimidados. La viejecilla seguía sentada en el sillón, tranquila e inmóvil, con los ojos bajos, mirando de reojo a los recién llegados; acababa de poner la taza de té en el plato boca abajo y al lado un terrón de azúcar mordisqueado en espera de que le ofrecieran más té. Ivánushka bebía en el platillo, mirando disimuladamente, con ojos pícaros y femeninos, a los jóvenes.
–¿Has estado en Kiev?– preguntó el príncipe Andréi a la vieja.
–Sí, padrecito– respondió parlera la vieja. —En la misma Navidad tuve la dicha de comulgar cerca de las santas reliquias; ahora vengo de Koliazin, padrecito: hubo allí un gran milagro...
–¡Vaya! ¿Y estuvo contigo Ivánushka?
–Yo llevo mi camino, padrecito; me encontré con Pelágueiushka en Yújnovo– dijo Ivánushka, tratando de dar un tono varonil a su voz.
Pelágueiushka interrumpió a su compañero, deseosa de contar lo que había visto.
–Hubo un gran milagro en Koliazin, padrecito.
–¿Qué, nuevas reliquias?– preguntó el príncipe Andréi.
–Déjala, Andréi– intervino la princesa María. —No se lo cuentes, Pelágueiushka.
–¿Por qué dices eso, madrecita? ¿Por qué no se lo voy a contar? Es bueno; es mi bienhechor, mandado por Dios. Me dio diez rublos, lo recuerdo bien. Cuando estuve en Kiev, Kirusha, el beato, me dijo: ¿por qué no vas a Koliazin? Kirusha es un verdadero hombre de Dios, va descalzo en invierno y verano. Pues me dijo: "No vas por tu camino, vete a Koliazin. Ha aparecido una imagen milagrosa; con la Virgen santísima. Nada más oírlo, me despedí de la buena gente y allá me fui...
Todos guardaban silencio: la peregrina hablaba sola con voz mesurada, aspirando el aire.
–Llegué, padrecito, y la gente me cuenta: "Hay un gran milagro: de una mejilla de la Virgen santísima brota óleo sagrado...”.
–Bueno, bueno: lo contarás después– dijo ruborizándose la princesa María.
–¿Me permite que le haga una pregunta?– dijo Pierre, volviéndose a la viejecita: —¿Lo has visto tú misma?
–¡Claro que sí, padrecito! Sí, yo misma lo he visto, fui digna de ese honor. La cara le brillaba como la luz del cielo y de la mejilla de la Virgen caía gota a gota...
–¡Pero esto es una superchería!– comentó ingenuamente Pierre, que había escuchado con gran atención a la peregrina.
–¡Padrecito! ¿Qué dices?– exclamó asustada Pelágueiushka, volviéndose a la princesa en demanda de ayuda.
–Así es como engañan al pueblo– añadió Pierre.
–¡Jesús! ¡Señor!– se santiguó la peregrina. —No digas eso, padrecito. Así le pasó a un general que no temía a Dios y dijo una vez: “Los monjes engañan”, y nada más decirlo se quedó ciego. Y en sueños vio a la Virgen santa de Pechersk, que se le acercaba y le decía: “Cree en mí y te curaré”. Entonces empezó a pedir que lo llevaran a ella. Es verdad: lo vi yo misma. Guiaron al ciego a la imagen; se acercó, cayó de rodillas y dijo: “Cúrame y te daré todo lo que el Zar me ha concedido”. Lo vi yo misma, padrecito: de repente, en la imagen apareció incrustada una estrella y el ciego recobró la vista. Es un pecado hablar así y Dios lo castiga– dijo a Pierre en tono doctrinal.
–¿Y cómo pudo la estrella pasar a la santa imagen?– preguntó Pierre.
–Habrán ascendido a la Virgen a general– comentó sonriendo el príncipe Andréi.
Pelágueiushka palideció y, de pronto, alzó los brazos al cielo:
–Padre, padre, no peques, tienes un hijo– empezó a decir, y de pálida pasó a estar súbitamente roja. —Padre, ¿qué has dicho? ¡Perdónalo, Señor!– y dirigiéndose a la princesa María prosiguió: —¿Qué es eso, madrecita?
Se había levantado y casi entre sollozos se dispuso a cargar con su mochila. Debía de ser para ella un motivo de vergüenza recibir favores en una casa donde se podían decir semejantes palabras; pero también le pesaba tener que privarse de ellos en adelante.
–¡Vaya diversión que han encontrado! ¿Por qué han venido aquí?– dijo la princesa María.
Pierre se adelantó hacia la vieja:
–Era una broma, Pelágueiushka...– dijo. —Princesse, ma parole, je n'ai pas voulu l'offenser. 281Era una broma; no lo tomes a mal– añadió, sonriendo tímidamente y con el deseo de reparar su culpa. —Te aseguro que sólo era una broma.
Pelágueiushka se detuvo desconfiada; pero en el rostro de Pierre había un arrepentimiento tan sincero y el príncipe Andréi miraba tan tímidamente, ya a la vieja, ya a Pierre, que poco a poco se calmó.
XIV
Tranquilizada la peregrina y animada a seguir hablando, se extendió acerca del padre Amfiloco, cuya vida era tan santa que sus manos difundían olor a incienso y de cómo los monjes que había encontrado en su última peregrinación a Kiev le habían dado las llaves de unas grutas donde, con una reserva de pan seco, había permanecido durante dos días junto a los bienaventurados.
–Rezaba a uno, lo veneraba, y después me iba a otro. Dormía un poco y volvía a besar las reliquias; había tanto silencio, madrecita, y gozaba de tanto bienestar, que no sentía deseos de volver al mundo.
Pierre la escuchaba con atenta seriedad. El príncipe Andréi salió de la habitación. Poco después, dejando que los peregrinos concluyeran de tomar su té, la princesa María condujo a Pierre al salón.
–Es usted muy bueno– le dijo.
–¡Oh! De verdad que no quería ofenderla... Comprendo muy bien y aprecio en mucho esos sentimientos.
La princesa María lo miró en silencio y sonrió con ternura.
–Hace mucho que lo conozco y lo quiero como a un hermano– dijo. —¿Qué le ha parecido André?– añadió rápidamente para no darle tiempo a responder a sus cariñosas palabras. —Me tiene muy preocupada. Su salud mejora en invierno, pero en la pasada primavera se abrió su herida y el doctor le recomendó un tratamiento en el extranjero; me inquieta también mucho moralmente. No es como nosotras, las mujeres, que expresamos nuestro dolor en lágrimas, no las ocultamos. Todo lo guarda dentro, sin desahogarse. Hoy parece alegre y animado, pero eso se debe a su llegada. Raras veces está como hoy. ¡Si usted pudiera convencerlo de que fuera al extranjero a curarse! Necesita actividad, y esta vida ordenada y tranquila lo está matando. Los demás no se dan cuenta, pero yo lo veo.
Cerca de las diez los criados salieron precipitadamente a la puerta principal al oír las campanillas del coche del viejo príncipe. También salieron Andréi y Pierre.
–¿Quién es?– preguntó el viejo príncipe al notar la presencia de Pierre. —¡Ah! ¡Cuánto me alegro!– dijo al saber quién era. —¡Ven a darme un beso!
El viejo príncipe estaba de excelente humor y recibió cariñosamente a Pierre.
Antes de la cena el príncipe Andréi volvió al despacho y encontró a Pierre en acalorada discusión con su padre. Pierre afirmaba que llegaría un tiempo en que no habría más guerras. El viejo príncipe lo contradecía, irónico, pero discutía sin enfadarse.
–Saca a la gente la sangre de las venas, ponles agua y entonces no habrá más guerras. Son desvaríos de mujeres– y dio una cariñosa palmada a Pierre.
Luego se acercó a la mesa, donde el príncipe Andréi, quien, evidentemente, no deseaba intervenir en la conversación, examinaba los papeles traídos por su padre de la ciudad. El viejo príncipe se acercó a él y comenzó a hablar de sus asuntos.
–El mariscal de la nobleza, conde Rostov, no ha enviado ni la mitad de los hombres que debía. Vino a la ciudad y se le ocurrió invitarme a comer. ¡Buena comida le di!...
–Y mira esto otro... Bueno, querido– añadió el príncipe Nikolái Andréievich dirigiéndose a su hijo y dando de nuevo unas palmadas en el hombro de Pierre. —Tu amigo es un excelente muchacho, le he tomado cariño. Me estimula. Hay personas que dicen cosas muy juiciosas que nadie quiere escuchar, pero él dice tonterías y me estimula a mí, que soy un viejo. Bueno, idos, idos; puede que baje a cenar con vosotros, discutiremos otro rato. Quiere bien a mi tonta, la princesa María– gritó aún a Pierre desde la puerta.
Sólo ahora, en Lisie-Gori, apreció Pierre todo el encanto y la fuerza de su amistad con el príncipe Andréi. Encanto que no se notaba tanto en sus relaciones personales con él como con sus familiares y demás habitantes de la casa. Pierre se sintió de pronto viejo amigo del severo príncipe Nikolái Andréievich y de la dulce y tímida princesa María, aunque apenas los conocía. Todos le habían tomado cariño. No sólo la princesa, atraída por la bondad con que Pierre había tratado a sus peregrinos, le dedicaba su más radiante mirada, sino también el pequeño príncipe Nikolái (como lo llamaba su abuelo), que sólo tenía un año, sonreía a Pierre y se dejaba coger en brazos. Mijaíl Ivánovich y mademoiselle Bourienne lo miraban con alegre sonrisa cuando Pierre discutía con el viejo príncipe.
Este se presentó a cenar, en honor, evidentemente, de Pierre.
Y durante los dos días que Pierre pasó en Lisie-Gori se mostró muy afectuoso con él y le ordenó que volviese a visitarlo.
Cuando Pierre se marchó y todos los miembros de la familia se reunieron, la conversación recayó sobre el ausente, como suele ocurrir después de la partida de un conocido nuevo, y todos, lo que suele suceder muy raramente, hablaron bien de él.
XV
A la vuelta de su permiso, Rostov sintió y supo por primera vez cuán fuertes eran los lazos que lo unían a Denísov y a todo el regimiento.
Cuando Rostov se acercaba a su unidad sentía casi lo mismo que cuando se acercaba a su casa de la calle Povárskaia. Al ver al primer húsar de su regimiento con la guerrera desabrochada y reconocer al pelirrojo Deméntiev, y al ver los caballos alazanes, cuando Lavrushka gritó gozosamente a su amo: “¡Ha llegado el conde!” y Denísov, que estaba durmiendo, salió del refugio de barro desgreñado y lo abrazó, y los otros oficiales lo rodearon alegremente, sintió lo mismo que cuando su madre, su padre y hermanas lo abrazaban, y no pudo contener las lágrimas de alegría que lo ahogaban y le impedían hablar.
El regimiento era un hogar, un hogar tan querido y grato como el de sus padres.
Después de presentarse al jefe del regimiento y ser destinado a su antiguo escuadrón, una vez arreglados los asuntos del servicio y del forraje, cuando entró de lleno en los pequeños intereses del regimiento y se sintió privado de la libertad y recluido en un marco estrecho e inmutable, Rostov experimentó esa misma tranquilidad, esa misma convicción de estar en su casa y en su sitio que sintiera bajo el techo paterno. No había aquí aquel desorden del mundo libre, donde no se encontraba en su elemento y se equivocaba cuando tenía que elegir. No estaba Sonia, con la cual había que decidirse a tener o no una explicación. No era posible ir a algún sitio o dejar de ir; no existían esas veinticuatro horas del día, que de tantas maneras distintas se podían emplear; ni pululaba aquella muchedumbre de seres, de los cuales ninguno le era más afín y ninguno más lejano; no había aquellas imprecisas y confusas relaciones económicas con su padre; ¡no había nada que le recordase aquella terrible deuda de juego a Dólojov! En el regimiento todo era simple y claro. El mundo entero estaba dividido en dos partes desiguales: una, nuestro regimiento de Pavlograd; la otra, todo lo demás. Y de esto último no le importaba nada. En el regimiento se sabía todo. Quién era el teniente, quién el capitán, quién bueno o malo; y sobre todo, quién era buen compañero y quién no. El cantinero da a crédito, la paga llega cada trimestre; nada hay que inventar ni escoger; se debe evitar solamente todo cuanto se considera malo en el regimiento de Pavlograd; si te mandan algo, haz lo que le han mandado y dicho con palabras claras, precisas y concretas; así todo irá bien.
Cuando Rostov volvió a encontrarse en esas condiciones tan definidas de la vida militar experimentó una satisfacción y un placer semejantes a los de un hombre fatigado que halla el descanso. La vida del regimiento le era tanto más grata durante esta campaña después de lo ocurrido con Dólojov (que a pesar de todo lo que lo consolaban los suyos no se podía perdonar) que estaba decidido a servir no como antes, sino de manera que se olvidara su falta y lograra ser un compañero y oficial ejemplar, es decir, un hombre excelente, tan difícil en el mundoy tan realizable en el regimiento.
Después de aquella pérdida en el juego, Rostov había decidido devolver en cinco años la deuda a sus padres. Le enviaban diez mil rublos al año y sólo gastaría dos mil, dejando el resto para saldarla.
El ejército ruso, después de muchas retiradas y avances tras las batallas de Pultusk y Preussich-Eylau, se concentraba cerca de Bartenstein. Se esperaba allí la llegada del Emperador y el comienzo de las operaciones.
El regimiento de Pavlograd, como integrante del ejército que había intervenido en las acciones de 1805, había vuelto a Rusia para cubrir las bajas y no participó en la primera parte de la campaña. No había asistido a las batallas de Pultusk y Preussich-Eylau; luego, al incorporarse al ejército de operaciones, fue agregado al destacamento de Plátov.
Este destacamento actuaba con independencia del ejército. En varias ocasiones había participado en escaramuzas con el enemigo, hecho prisioneros y una vez hasta se apoderó de un convoy del mariscal Oudinot. En el mes de abril el regimiento pasó varias semanas inactivo junto a una aldea alemana desierta y completamente saqueada.
Era la época del deshielo, había barro por doquier, se desbordaban los ríos y todos los caminos resultaban impracticables. Pasaban días sin que llegase forraje para los animales y víveres para las personas. Y como el aprovisionamiento era imposible, los soldados se dispersaban por los pueblos vacíos de los contornos en busca de patatas, pero no encontraban mucho. No había nada que comer y los habitantes habían huido; los que se quedaron se hallaban en peor situación que los mendigos; no había nada que robarles, y hasta los soldados, poco inclinados a la piedad, en vez de aprovecharse de ellos les daban de lo suyo.
El regimiento de Pavlograd no había tenido en las escaramuzas más que dos heridos; pero el hambre y las enfermedades lo habían reducido a la mitad de sus efectivos. La muerte era tan segura en los hospitales que los soldados, enfermos de fiebre y edemas debidos a los malos alimentos, preferían, aun arrastrándose fatigosamente, permanecer en activo antes que ser llevados al hospital. Al principio de la primavera los soldados descubrieron una planta que se parecía al espárrago, que llamaron, no se sabe por qué, “raíz dulce de María”. Se diseminaban por los campos y las praderas para buscar esa raíz dulce de María (aunque era muy amarga), la desenterraban con los sables y la devoraban a pesar de la prohibición de comer aquella planta nociva. Con la primavera apareció una nueva enfermedad: hinchazón de brazos, piernas y cara, y los médicos la atribuyeron a esa planta. A pesar de todo, los soldados del escuadrón de Denísov seguían comiéndola, porque desde hacía dos semanas se racionaba el pan seco a media libra por persona y las patatas de la última expedición estaban heladas y podridas.
Los caballos llevaban otras dos semanas alimentándose de la paja de las techumbres y habían quedado espantosamente flacos, cubiertos, además, los cuerpos de jirones de pelo invernal enmarañado.
A pesar de toda esta miseria, soldados y oficiales hacían la vida de siempre; con los rostros hinchados y pálidos y los uniformes harapientos, los húsares formaban en filas, limpiaban sus armas y cabalgaduras, arrastraban en vez de heno la paja para los caballos y comían en torno a los calderos, de donde siempre volvían hambrientos, bromeando sobre la mala calidad del rancho y su propia hambruna. Y como siempre, en el tiempo franco de servicio, los soldados encendían hogueras, se calentaban desnudos junto al fuego, fumaban, asaban las patatas heladas y contaban o escuchaban los relatos de las campañas de Potiomkin o de Suvórov o los cuentos maravillosos del pícaro Aliosha o de Mikolka, el criado del pope.
Los oficiales, como de costumbre, vivían de dos en dos y de tres en tres en casas sin techumbre y medio derruidas. Los oficiales superiores se ocupaban de conseguir paja y patatas y, en general, del aprovisionamiento de sus hombres; los inferiores, como siempre, jugaban a las cartas (no había alimentos, pero sobraba el dinero) o a juegos inocentes como la petanca y otros. Se hablaba poco sobre la marcha general de la guerra, en parte porque nada positivo se sabía, en parte porque se sospechaba vagamente que no marchaba bien.
Rostov vivía, como antes, con Denísov; su amistad, después del permiso, se había hecho más estrecha. Denísov no hablaba nunca de su familia, pero el tierno afecto que manifestaba hacia su oficial demostraba a Rostov que el amor infeliz del curtido húsar por Natasha participaba en el incremento de su amistad. Denísov procuraba mantener a Rostov alejado del peligro; lo cuidaba y después de cada acción salía a su encuentro con especial alegría al verlo sano y salvo. En una expedición, Rostov encontró en cierta aldea saqueada y abandonada, donde había ido en busca de víveres, a un viejo polaco con su hija y un niño de pecho. Estaban desnudos, hambrientos y sin medios para marcharse de allí. Rostov los llevó al pueblo en que residía y los alojó con él varias semanas, hasta que el viejo se hubo restablecido. Un compañero de Rostov, hablando de mujeres, comenzó a bromear, diciendo que era más listo que ninguno y que no haría mal en presentarles a la bella polaca salvada por él. Rostov tomó la broma como una ofensa y, enfurecido, dijo al oficial cosas tan duras que Denísov hubo de hacer verdaderos esfuerzos para evitar el duelo. Cuando el oficial se retiró, Denísov, que tampoco sabía la naturaleza de las relaciones de Rostov con la polaca, le reprochó su irascibilidad.
–¿Qué quieres?...– le respondió. —Es como una hermana, no puedes imaginar lo que me ha ofendido, porque... porque...
Denísov le dio un manotazo en la espalda y comenzó a caminar a grandes pasos sin mirar a su compañero, como hacía en los instantes de emoción.
–¡Qué familia de locos sois los Rostov!– dijo.
Y Nikolái advirtió lágrimas en los ojos de Denísov.
XVI
En el mes de abril animó a las tropas la nueva de la llegada del Emperador. Rostov no pudo asistir a la revista pasada por el Soberano en Bartenstein; el regimiento de Pavlograd se encontraba en las avanzadas, muy por delante de la ciudad.
En el campamento militar donde vivaqueaban, Denísov y Rostov vivían juntos en un refugio excavado en la tierra por los soldados y cubierto por ramas y musgo. El refugio se había construido a la manera que se había puesto de moda entonces: se cavaba una zanja con una anchura superior a metro y medio, dos de profundidad y tres metros y medio de longitud. En un extremo de la zanja se hacían unos peldaños que señalaban la entrada, el porche. La propia zanja era la habitación donde los afortunados, como el jefe del escuadrón, disponían, en la parte opuesta a los escalones, de una tabla apoyada sobre unas estacas que era la mesa. A lo largo de la zanja se rebajaba un metro de tierra, que eran los lechos y divanes. El tejado se construía de un modo que permitía estar de pie y hasta sentarse en la cama, siempre que se acercaran más a la mesa. Además, los soldados, que querían mucho a Denísov, habían colocado en el frontón del tejado un cristal roto, pero ya encolado y sujeto a una tabla. Cabía decir que Denísov vivía lujosamente. Cuando apretaba el frío, traían a las escaleras (parte del refugio que Denísov llamaba antecámara), en una chapa de hierro combada, brasas de las hogueras de los soldados y tanto se caldeaba aquello que los oficiales, siempre numerosos en la vivienda de Denísov y Rostov, debían quedarse en mangas de camisa.
Un día de abril Rostov estaba de servicio. A las ocho de la mañana, ya de vuelta tras una noche en vela, mandó que le trajeran brasas, se mudó de ropa, porque estaba empapado por la lluvia, hizo sus oraciones, tomó té, entró en calor, ordenó los enseres en su rincón y, en la mesa y con el rostro encendido y quemado por el viento, se echó de espaldas en mangas de camisa, con las manos bajo la cabeza. Pensaba con placer que uno de aquellos días iba a ser ascendido por el último servicio de reconocimiento y esperaba a Denísov, que había salido. Rostov deseaba hablar con él.
Fuera de la choza retumbó la voz enfurecida de Denísov. Rostov se acercó a la ventana para ver con quién hablaba y vio al sargento furriel Topchéienko.
–¡Te ordené que no los dejaras comer esas raíces de María o de quien sean!– gritaba Denísov. —Yo mismo he visto a Lazarchuk que las traía del campo.
–Lo he prohibido ya, Excelencia, pero no obedecen– contesto el sargento.
Rostov volvió a tenderse, pensando con satisfacción: “Que trabaje él ahora; yo he cumplido ya con lo mío, estoy tumbado, todo va perfectamente”. A través de la pared oyó que, además del sargento, hablaba Lavrushka, el pícaro y hábil asistente de Denísov; decía algo de unos carros de pan y carne que había visto cuando fue en busca del aprovisionamiento.
Después volvió a oír, más lejanos, los gritos de Denísov y la orden: “¡A caballo la segunda sección!”.
“¿Adonde irán ahora?”, pensó Rostov.
Cinco minutos después Denísov entró en la choza, se echó con las botas sucias en la cama, encendió colérico la pipa, dispersó sus cosas, cogió la fusta, el sable y se dirigió de nuevo a la salida. A la pregunta de Rostov, que deseaba saber a dónde iba, replicó irritado y vagamente que tenía que resolver cierto asunto.—¡Que Dios y el gran Emperador me juzguen!– dijo Denísov al salir.
Rostov oyó pisadas de caballos en el fango. Ni siquiera se preocupó de saber adonde iba Denísov. Cuando entró en calor, se quedó dormido en su rincón y no salió de la choza hasta la tarde. Denísov no había vuelto. La tarde era hermosa. Junto a la cabaña vecina dos oficiales y un cadete jugaban a la svaika, entre risas, sembrando de rábanos la tierra blanda y sucia. Rostov se unió a ellos. A la mitad del juego, los oficiales vieron acercarse algunos carros. Les seguían unos quince húsares montados en caballos famélicos. Los carros, con su escolta de húsares, se acercaron al vivac, siendo rodeados al momento por los demás.