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Guerra y paz
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Текст книги "Guerra y paz"


Автор книги: Leon Tolstoi



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“Elena Vasílievna, que sólo ama su cuerpo —pensaba Pierre—, y que es una de las mujeres más estúpidas del mundo, parece a los hombres el colmo de la espiritualidad y el refinamiento, y no hay nadie que no la admire. Napoleón Bonaparte fue despreciado por todos cuando era grande; y cuando pasó a ser un miserable bufón, el emperador Francisco procura entregarle a su hija como esposa ilegal. Los españoles dan gracias a Dios, por mediación del clero católico, por su victoria del 14 de junio sobre los franceses; y los franceses, por mediación del mismo clero católico, elevan al cielo sus preces por haber vencido el 14 de junio a los españoles. Mis hermanos masones juran por su vida que están dispuestos a sacrificarlo todo en bien del prójimo, pero no pagan las cuotas para los pobres, enfrentan a Astrea contra los buscadores del Maná y tratan de conseguir el verdadero tapiz escocés y un acta que no entiende ni el que la escribió, y que nadie necesita. Todos profesamos la ley cristiana del perdón de las injurias y el amor al prójimo, ley en cuyo nombre hemos levantado en Moscú cuarenta veces cuarenta templos, y ayer han azotado hasta matarlo a un desertor, y un sacerdote servidor de esa ley del amor y del perdón hizo besar la cruz al soldado antes del suplicio.” Así pensaba Pierre, y toda aquella mentira aceptada por todos le parecía siempre algo nuevo, siempre lo asombraba, a pesar de lo habituado que estaba a ella. "Comprendo esa mentira y ese embrollo —pensaba—, pero ¿cómo explicar a todos ellos lo que yo comprendo? He probado, y siempre he visto que en el fondo de su alma comprenden lo mismo que yo, pero se esfuerzan por no verla. Quiere decirse que es necesario. Pero ¿dónde puedo ir yo?" Era víctima de esa desdichada capacidad de muchas personas, tan frecuente en los rusos, de ver y creer en la posibilidad del bien y de la verdad y de ver con demasiada claridad el mal y la mentira de la vida para poder tomarla en serio. A sus ojos, todo campo de acción estaba ya corrupto y pervertido por la mentira y el engaño. Cualquier cosa que intentara hacer, cualquier trabajo que quisiera comenzar, el mal y la falsía impedían esa actividad, cerrándole el camino. Y, sin embargo, había que vivir y estar ocupado. Era demasiado tremendo estar bajo el yugo de aquellos problemas insolubles de la vida y, para olvidarlos, se entregaba a toda clase de distracciones. Frecuentaba lo más posible las diversas sociedades, bebía mucho, adquiría cuadros, emprendía obras y, sobre todo, leía.

Leía todo cuanto caía en sus manos; y leía tanto que en cuanto entraba en su casa, mientras los lacayos lo desvestían, ya tenía un libro en la mano. De la lectura pasaba al sueño y del sueño a la charla en los salones y en el Club, de la charla a la disipación y a las mujeres, y de la disipación de nuevo a las charlas, a la lectura y al vino. La bebida se convertía para él en una necesidad física y moral. Aunque los médicos le decían que, por su corpulencia, el alcohol era peligroso para su salud, no dejaba de beber en exceso. Solamente cuando, sin darse cuenta, vaciaba varios vasos de vino en su amplia boca, conseguía encontrarse bien del todo; sentía, entonces, un grato calor en el cuerpo, ternura hacia todos sus prójimos y la disposición mental de reaccionar superficialmente ante cada idea sin profundizar en ella. Sólo después de haber bebido un par de botellas percibía vagamente que aquel nudo de la vida, tan terrible y complicado, que tanto lo asustara antes, no era en realidad tan temible. Con la cabeza llena de zumbidos, charlando, oyendo las conversaciones de los demás o leyendo después de comer y cenar, no cesaba de ver uno u otro aspecto de ese nudo de la vida. Pero bajo la influencia del vino se decía: “No importa. Lo desataré. La explicación está en mis manos, si bien ahora no tengo tiempo: después pensaré en todo esto”. Y ese despuésno llegaba nunca.

A la mañana siguiente, con el estómago vacío, los mismos problemas volvían insolubles y terribles, y Pierre se daba prisa por coger un libro y se alegraba cuando alguien venía a visitarlo.

A veces recordaba haber oído contar que en la guerra los soldados metidos en una trinchera batida por el enemigo y, por tanto, inactivos, se afanaban por hallar alguna ocupación para soportar mejor el peligro. Ahora, todos los hombres le producían la impresión de ser esos soldados que procuran escaparse de la vida: bien por la ambición, bien por el juego; bien escribiendo leyes; bien con mujeres; bien con juguetes; bien con los caballos, la política, la caza, el vino y los asuntos de Estado. “Nada hay que sea insignificante o importante, todo es igual; lo que importa es escaparse de ella, con tal de no ver esa vida terrible.”

II

A principios del invierno el príncipe Nikolái Andréievich Bolkonski y su hija llegaron a Moscú. Por su pasado, por su inteligencia y originalidad, y debido, sobre todo, a que el entusiasmo por el reinado del emperador Alejandro se había debilitado en aquel entonces, incrementándose el sentimiento antifrancés y patriótico imperante en la sociedad, el príncipe Nikolái Andréievich se convirtió al momento en objeto de un particular respeto por parte de los moscovitas y en el centro de la oposición al gobierno.

El príncipe había envejecido mucho durante ese año. Eran muy evidentes en él las señales de la senilidad: la intempestiva somnolencia, el olvido de acontecimientos recientes y memoria tenaz de los lejanos y la infantil vanidad con que aceptaba la jefatura de la oposición moscovita. Sin embargo, cuando el anciano, especialmente por las tardes, aparecía a la hora del té con su corto abrigo de piel y su peluca empolvada y, provocado por alguien, comenzaba sus relatos sobre el pasado o exponía sus opiniones violentas y duras sobre el presente, excitaba en todos sus visitantes un mismo sentimiento de admiración y respeto. Para quienes visitaban su mansión, aquella casa magnífica con sus grandes espejos y sus muebles de estilo, los criados vestidos de librea y empolvados y, sobre todo, el anciano señor, inteligente y rudo, su dulce hija y la bonita señorita francesa que lo adoraban, constituía un espectáculo grato y majestuoso. Mas los visitantes no pensaban que, además de aquellas dos o tres horas en que veían a los dueños de la casa, había otras veintidós durante las cuales transcurría su vida íntima y secreta.

En los últimos tiempos, en Moscú, esa vida íntima se había hecho muy penosa para la princesa María. Se veía privada en la ciudad de sus dos grandes alegrías: la conversación con los hombres de Dios y la soledad, que tanto la confortaba en Lisie-Gori, sin obtener ninguna ventaja ni alegría de la vida en la capital. No frecuentaban la sociedad; era sabido que su padre no la dejaba salir sin él, y como, a causa de su salud delicada, no podía hacerlo, no se la invitaba ya a veladas ni cenas. La princesa María había abandonado toda esperanza de casarse; no le pasaba por alto la frialdad y hasta la cólera con que el príncipe Nikolái Andréievich recibía y alejaba a los jóvenes que pudieran ser pretendientes y que a veces venían a su casa. No tenía amigas; en aquel viaje a Moscú se había desilusionado de las dos personas que eran las más próximas a ella: mademoiselle Bourienne, con la que ya antes no podía ser franca del todo, le era ahora desagradable y, por ciertas razones, se alejaba cada vez más de ella; Julie, que estaba en Moscú y con la cual había mantenido correspondencia durante cinco años, le resultó completamente ajena cuando tuvo ocasión de tratarla personalmente. Julie, que, tras la muerte de sus hermanos, se había convertido en uno de los partidos más ricos de Moscú, estaba lanzada a la vorágine de los placeres mundanos. Aparecía siempre rodeada de jóvenes que, según pensaba, habían apreciado de pronto todas sus cualidades. Julie había llegado a ese punto de la vida cuando las señoritas de la alta sociedad saben que comienzan a envejecer, que se enfrentan con la última posibilidad de casarse, y que si la suerte no se decide inmediatamente no se decidirá jamás. Cada jueves, la princesa María recordaba con tristeza que ahora no tenía a nadie a quien escribir, porque a Julie, cuya presencia le era ahora tan poco grata, la podía ver cada semana. Como un viejo emigrado que renunció a casarse con la dama a cuyo lado pasara todas las tardes durante varios años, la princesa María sentía que Julie estuviese allí y que no hubiera a nadie a quien escribir. No tenía con quién hablar ni a quién confiar sus penas en Moscú; y las penas habían aumentado mucho últimamente. Se acercaba la fecha del regreso del príncipe Andréi y de su matrimonio, y no sólo no había resuelto la manera de interceder ante su padre sino que cada día le parecía más difícil hacerlo: recordar al príncipe la existencia de la condesa Rostova era lo mismo que encolerizarlo, cuando ya de por sí estaba malhumorado la mayor parte del tiempo. Un nuevo dolor se vino a sumar a las penalidades de la princesa María: las lecciones que daba a su sobrino, entonces de seis años. En sus relaciones con Nikóleñka advertía con horror los mismos impulsos coléricos que su padre. Se repetía una y otra vez que no debía dejarse llevar de la impaciencia al dar clase al sobrino, pero, cada vez que se sentaba con el puntero en la mano para enseñarle el alfabeto francés, sentía tal deseo de comunicar lo más fácil y rápidamente posible sus conocimientos al niño que él comenzaba a sentir miedo de que la tía se enfadase; a la menor distracción suya la princesa María se estremecía, se apresuraba, se encolerizaba, levantaba la voz, lo sacudía a veces del brazo y llegaba a ponerlo en el rincón; después de lo cual, la princesa comenzaba a llorar reconociendo su maldad, la perversidad de su espíritu, y Nikóleñka unía sus lágrimas a las suyas, abandonaba sin permiso el lugar del castigo, se acercaba a la princesa, separaba sus manos del rostro húmedo de lágrimas y la consolaba.

Pero nada resultaba tan penoso para la princesa como la irritabilidad de su padre, dirigida siempre contra ella, y que en los últimos tiempos había llegado a la crueldad. Si la hubiese obligado a hacer genuflexiones toda la noche ante los iconos, si le hubiese pegado u obligado a traer agua y leña, no habría encontrado tan dura su suerte. Pero aquel torturador que la quería, el más cruel, porque la amaba y sufría al hacerla sufrir, sabía herirla y humillarla, y también convencerla de que era ella siempre la culpable de todo. En los últimos tiempos, un nuevo hecho atormentaba más que todo a la princesa: la intimidad creciente entre su padre y mademoiselle Bourienne. La burla lanzada por el príncipe al conocer las intenciones de su hijo de que si éste se casaba él se casaría también con mademoiselle Bourienne parecía haberle agradado, y en los últimos tiempos, con obstinación especial (a la princesa le parecía que sólo para ofenderla), se mostraba muy cariñoso con mademoiselle Bourienne y su descontento con la hija se volvía muestras de amor hacia la francesa.

Un día, en Moscú, en presencia de la princesa María (a quien le pareció que lo hacía a propósito), el viejo príncipe besó la mano de mademoiselle Bourienne y, atrayéndola hacia sí, la abrazó y acarició. La princesa María, ruborizada, salió corriendo de la sala. Unos minutos después, la francesa entraba en la habitación de la princesa María y empezó a contar algo con su voz agradable, su sonrisa y alegría de siempre. La princesa María, enjugándose rápidamente las lágrimas, avanzó con paso resuelto hacia mademoiselle Bourienne y, sin darse cuenta de lo que hacía, con el ímpetu de la cólera y la voz muy alterada, gritó a la francesa:

–Es bajo, innoble e inhumano aprovecharse de la debilidad...– pero no terminó. —¡Salga de mi habitación!– gritó, y rompió en sollozos.

Al día siguiente el príncipe no dijo nada a su hija, pero ésta notó que, en el almuerzo, había ordenado que sirvieran a mademoiselle Bourienne la primera. Al terminar la comida, cuando el mayordomo, según la costumbre de antes, se dispuso a servir el café empezando por la princesa, el príncipe se encolerizó, tiró con rabia su bastón contra Filip y ordenó que lo alistaran como soldado.

–¡No me hace caso nadie!... Lo he repetido dos veces... ¡Es la primera persona de esta casa! ¡Mi mejor amiga!– gritó el anciano. —Y si vuelves a permitirte lo de ayer una sola vez...– gritó encolerizado a su hija, —si pierdes la compostura delante de ella, yo te demostraré quién es el amo en esta casa. ¡Vete! ¡No quiero verte! ¡Pídele perdón!

La princesa María pidió perdón a mademoiselle Bourienne y al padre, para sí y Filip, el mayordomo que suplicaba su intercesión.

En semejantes ocasiones, un sentimiento parecido al orgullo del sacrificio surgía en el alma de la princesa María. Pero si en aquellos momentos su padre, al que ella criticaba, empezaba a buscar sus lentes a tientas, sin verla, o bien olvidaba lo que acababa de suceder; o bien las débiles piernas del anciano daban un paso en falso y se volvía, para ver si alguien había advertido su debilidad; o durante la comida, si no había comensales que lo entretuvieran con sus discusiones, se quedaba amodorrado, dejaba caer la servilleta e inclinaba la cabeza temblorosa sobre el plato. Y entonces la princesa María pensaba: “Es viejo y débil, ¡y yo me atrevo a criticar su conducta!", y sentía desprecio por sí misma.

III

En 1811 vivía en Moscú un médico francés que en muy poco tiempo se había hecho famoso. Era muy alto, muy guapo, agradable como buen francés y, según decían todos, médico de extraordinario valor. Se llamaba Métivier. En la alta sociedad se lo recibía no como a médico, sino como a un igual.

El príncipe Nikolái Andréievich, que se burlaba de la medicina, había recurrido últimamente a sus servicios por consejo de mademoiselle Bourienne y se había acostumbrado a él. Métivier iba a la casa del príncipe dos veces por semana.

El día de San Nikolái, fiesta onomástica del príncipe, todo Moscú acudió a su casa, pero él había dado órdenes de no recibir a nadie a excepción de un contado número de personas cuya lista había entregado a la princesa María.

Métivier, que había acudido por la mañana en su calidad de médico, creyó oportuno forcer la consigne 309, como dijo a la princesa María, y entró en las habitaciones del príncipe. Sucedió que aquella mañana el viejo príncipe pasaba por uno de los días de peor humor. Había estado recorriendo sin cesar la casa, regañando a todos y fingiendo no entender lo que le decían o que no lo entendían a él. La princesa María conocía bien aquel estado de acometividad tranquila y gruñona, que solía terminar en un estallido de cólera, y durante toda la mañana se sentía ante la amenaza de un fusil cargado en espera de un disparo inevitable. La mañana, antes de la llegada del médico, había transcurrido normalmente; después de haber introducido al doctor, la princesa se sentó en la sala con un libro, cerca de la puerta, donde podía oír cuanto sucediera en el despacho de su padre.

Al principio no oyó más que la voz de Métivier; después, la de su padre: y por último, las de ambos, hablando a la vez. Se abrió la puerta y en ella apareció el apuesto y asustado Métivier con su negro mechón de pelo y detrás el príncipe, con gorro de dormir y batín, el rostro desfigurado por la ira y los ojos fuera de las órbitas.

–¿No lo comprendes?– gritó el príncipe. —¡Pues yo sí! ¡Un espía francés!, un esclavo de Bonaparte. ¡Un espía! ¡Fuera de mi casa! ¡Fuera!

Y dio un portazo.

Métivier, encogiéndose de hombros, se acercó a mademoiselle Bourienne, que al oír los gritos había acudido desde la habitación vecina.

–El príncipe no está bien. La bile et le transport 310au cerveau. Tranquillisez-vous, je repasserai demain– dijo, y, llevándose un dedo a los labios, salió presuroso de la estancia.

En el gabinete del príncipe se oían los pasos y los gritos del anciano: "¡Espías! ¡Traidores! ¡En todas partes traidores! ¡Ni en mi casa tengo un momento de tranquilidad!”.

Cuando Métivier se hubo ido, el príncipe llamó a su hija y toda la cólera del viejo cayó sobre la princesa. Ella era la culpable de haber dejado entrar a un espía. Él le había dicho que hiciese una lista y que no dejase entrar a los que no estaban en ella. ¿Por qué había permitido entrar a ese miserable? Ella era la causa de todo, con ella era imposible tener un instante de tranquilidad, no podía morir en paz, decía.

–Sí, querida; hay que separarse, separarse, ¡ya lo sabe!, ¡ya lo sabe! No puedo más– y salió de la habitación; y como si temiera que pudiese consolarse de alguna manera, se volvió hacia ella y, tratando de adoptar un continente tranquilo, añadió: —Y no piense que lo he dicho en un instante de cólera; estoy tranquilo, lo he reflexionado bien y así tiene que ser: ¡hay que separarse! ¡Búsquese otro sitio!

Pero no podía dominarse y, con la cólera que sólo existe en el hombre que ama y sufre, gritó levantando los puños:

–¡Y si hubiese, al menos, algún imbécil que se casara con ella!– dio un portazo, llamó a mademoiselle Bourienne y acabó por tranquilizarse.

A las dos acudieron para la comida los seis elegidos. Eran el conocido conde Rastopchin, el príncipe Lopujin con su sobrino, el general Chatrov, viejo amigo de armas del príncipe; y entre los jóvenes, Pierre y Borís Drubetskói. Todos esperaban al príncipe Bolkonski en el salón.

Borís, que llevaba varios días con permiso en Moscú, deseó ser presentado al príncipe Nikolái Andréievich, y supo ganarse tan bien su benevolencia que el príncipe hizo una excepción a su favor, puesto que no recibía en su casa a ningún joven soltero.

No era la casa del príncipe eso que suele llamarse “la alta sociedad”, pero ser admitido en ese pequeño círculo, aunque de él no se hablase en la ciudad, resultaba sumamente lisonjero. Así lo había comprendido Borís una semana antes, cuando en su presencia el conde Rastopchin dijo al general gobernador que el príncipe lo invitaba a comer el día de San Nikolái y él contestó que no podía acudir.

–Ese día yo lo dedico siempre a venerar las reliquias del príncipe Nikolái Andréievich– dijo Rastopchin.

–¡Ah, sí, sí!– había respondido el general gobernador. —¿Qué tal está?

El pequeño grupo reunido antes de comer en el gran salón a la antigua, con su techo alto y sus viejos muebles, semejaba un tribunal convocado para un acto solemne. Todos guardaban silencio, y cuando hablaban lo hacían en voz baja. El príncipe Nikolái Andréievich se presentó serio y silencioso; la princesa María parecía aún más callada y tímida que de costumbre. Los invitados se dirigían a ella pocas veces, porque la veían ajena a la conversación. El conde Rastopchin era el único que mantenía la conversación, hablando de las últimas novedades políticas y de la ciudad.

Lopujin y el viejo general terciaban de tarde en tarde. El príncipe Nikolái Andréievich escuchaba como escucha un juez supremo un informe que se le hace, dando a entender con su silencio o una frase breve que toma nota de cuanto se le dice. El tono de la conversación demostraba que ninguno de los comensales estaba de acuerdo con la política del momento. Se hablaba de los acontecimientos públicos que confirmaban evidentemente que todo iba de mal en peor. Pero era sorprendente que en cada relato u opinión, el que hablaba se detenía o era detenido cuando estaba a punto de referirse a la persona del Emperador.

Durante la comida la conversación giró en torno a la última noticia política: la toma por Napoleón de las posesiones del duque de Oldenburgo, y a la nota rusa, hostil a Napoleón, enviada a todas las Cortes europeas.

–Bonaparte se porta con Europa como un pirata con una nave conquistada– dijo el conde Rastopchin, repitiendo una frase que ya había dicho varias veces. —Lo único que asombra es la mansedumbre o la ceguera de los soberanos. Ahora se trata nada menos que del Papa; Bonaparte, sin miramiento alguno, pretende derrocar al jefe de la religión católica ¡y todos se callan! Sólo nuestro Emperador ha protestado contra la ocupación de los dominios del duque de Oldenburgo, y aun eso...– el conde Rastopchin se calló, porque llegaba al límite de lo permitido.

–Le han ofrecido otras posesiones en lugar del ducado de Oldenburgo– dijo el príncipe Nikolái Andréievich. —Trata a los duques lo mismo que yo cuando traslado campesinos de Lisie-Gori a Boguchárovo o a mis fincas de Riazán.

–Le duc d'Oldenbourg supporte son malheur avec une force de caractère et una résignation admirables 311– dijo Borís interviniendo respetuosamente en la conversación.

Y lo dijo porque, al salir de San Petersburgo, había tenido el honor de ser presentado al duque. El príncipe Nikolái Andréievich miró al joven, como si fuera a decirle algo, pero debió de pensar que todavía no tenía edad para eso.

–He leído nuestra protesta sobre el asunto de Oldenburgo y me asombra la pésima redacción de la nota– dijo el conde Rastopchin con el tono negligente de quien juzga una cosa que conoce perfectamente.

Pierre lo miró con ingenuo asombro, sin comprender por qué le podía inquietar la mala redacción de esa nota.

–¿Qué importa, conde, la redacción de la nota si su contenido es enérgico?

–Mon cher, avec nos cinq cent mille hommes de troupes il serait facile d'avoir un beau style 312– replicó Rastopchin.

Y Pierre comprendió por qué inquietaba al conde la redacción de la nota.

–Creo que tenemos demasiados escribientes– dijo el viejo príncipe. —Allá, en San Petersburgo, no hacen más que escribir; no sólo notas de protesta, sino también leyes. Mi Andriushaha escrito un volumen entero de leyes para Rusia. ¡Ahora lo único que se hace es escribir!– rió con risa forzada.

La conversación cesó por un momento; el viejo general atrajo la atención con una leve tosecilla.

–¿Ha oído hablar del último incidente en la revista de San Petersburgo? ¿Conocen el comportamiento del nuevo embajador francés?

–¿Cómo? ¡Ah, sí, sí! He oído algo, creo que dijo una inconveniencia en presencia de Su Majestad.

–El Emperador fijó la atención del embajador sobre la división de granaderos, que desfilaba en columna de honor– prosiguió el general, —y parece que él no hizo el menor caso y se permitió decir que en Francia no se daba importancia a semejantes bagatelas. El Emperador no contestó nada, pero se dice que, en la siguiente revista, no se ha dignado dirigirle la palabra.

Todos volvieron a guardar silencio. Sobre un hecho que se refería expresamente al Emperador no se podía emitir juicio alguno.

–¡Son insolentes!– exclamó el príncipe. —¿Conocen a Métivier? Hoy lo he expulsado de mi casa. Lo habían dejado entrar, cuando yo tenía prohibido que recibieran a nadie y el príncipe miró colérico a su hija.

Relató toda la conversación con el médico francés y las razones que lo habían llevado a la convicción de que Métivier era un espía; y aun cuando tales razones resultaban muy poco convincentes y oscuras, nadie objetó nada.

Después del asado se sirvió champaña; los comensales se pusieron en pie y felicitaron al viejo príncipe. También la princesa María se acercó para felicitarlo. Él la miró con frialdad hostil y le ofreció su rugosa y afeitada mejilla para que se la besara. La expresión de su rostro le decía que no olvidaba la conversación de la mañana, que su decisión seguía en pie y que sólo la presencia de los invitados le impedía repetirla.

Cuando llegó la hora del café los señores de edad pasaron a la sala y se sentaron juntos.

El príncipe Nikolái Andréievich se animó y expuso sus opiniones sobre la futura guerra.

Dijo que las guerras de los rusos con Bonaparte serían siempre desgraciadas mientras buscasen alianzas con los alemanes y se mezclaran en los asuntos europeos, a los que los arrastraba la paz de Tilsitt. Los rusos no tendrían que haber intervenido ni a favor ni en contra de Austria. “Nuestra política está toda en Oriente, y con Bonaparte no hay más que una cosa: armar bien la frontera y mantener una política firme; si hacemos eso, jamás se atreverá a cruzar la frontera rusa, como en el año siete.”

–Pero, príncipe, ¿acaso podemos hacer la guerra contra los franceses?– dijo el conde Rastopchin. —¿Podemos ir contra nuestros maestros y dioses? Mire a nuestros jóvenes, a nuestras señoras. Nuestros dioses son los franceses; el paraíso de los rusos es París.

Y levantó la voz, seguramente para que todos lo oyeran.

–Vestidos franceses, ideas francesas, sentimientos franceses. Usted acaba de echar de su casa a Métivier porque es un francés y porque es un miserable; pues nuestras damas se arrastran detrás de él. Ayer asistí a una velada; de cinco damas, tres eran católicas; bordan los domingos, con permiso del Papa, pero eso no impide que se exhiban casi desnudas, con perdón sea dicho, como un anuncio de los baños públicos. Cuando pienso en nuestra juventud, príncipe, me vienen ganas de sacar del museo el viejo garrote de Pedro el Grande y romperles las costillas, a la rusa. ¡Ésa sería la manera de curarles la enfermedad!

Todos callaron; el viejo príncipe miró a Rastopchin con una sonrisa y movió la cabeza en señal de aprobación.

–Bueno, Excelencia, adiós. Cuídese– dijo Rastopchin levantándose y tendiendo la mano al príncipe, con la rapidez de movimientos que lo caracterizaba.

–¡Adiós, querido!... Lo que dice me suena a música... no me canso de escucharlo– y el viejo príncipe, reteniendo su mano, le ofreció la mejilla para que la besara. Los demás invitados se levantaron también.

IV

La princesa María, sentada en la sala, escuchaba los relatos y la conversación de los viejos sin entenderlos. Se preguntaba si los invitados se habían dado cuenta de la hostilidad de su padre hacia ella. Ni siquiera reparó en la especial atención y cortesía que durante la comida le demostraba el joven Drubetskói, que acudía por tercera vez a la casa.

Pierre, el último de todos, con el sombrero en la mano y la sonrisa en los labios, se acercó a la princesa cuando su padre hubo salido y ellos quedaron solos en la estancia.

–¿Puedo quedarme un poco más?– dijo Pierre, dejando caer su cuerpo en una silla junto a la princesa.

–¡Oh, sí!– contestó ella. Y sus ojos parecían preguntar: "¿No ha observado nada?”.

Pierre tenía el buen humor que sigue a una buena comida. Miraba hacia delante y sonreía pacíficamente.

–¿Conoce hace tiempo a ese joven?– preguntó.

–¿A quién?

–A Drubetskói.

–No, desde hace poco.

–¿Le gusta?

–Sí, es un joven simpático... Pero ¿por qué me lo pregunta?– dijo la princesa María, sin dejar de pensar en la conversación de la mañana con su padre.

–Porque he observado algo. Habitualmente, los jóvenes vienen de San Petersburgo a Moscú para casarse con una novia rica.

–¿Eso ha observado?– preguntó la princesa María.

–Sí– prosiguió Pierre con una sonrisa. —Y este joven se las arregla para aparecer donde hay un partido rico. Leo en él como en un libro abierto, se lo aseguro. Ahora está dudando por dónde comenzar el ataque: por usted o por la señorita Julie Karáguina. Il est très assidu auprès d'elle. 313

–¿Va a su casa?

–Sí, con gran frecuencia. ¿No conoce las nuevas maneras de hacer la corte?– preguntó Pierre con una sonrisa alegre, dispuesto, al parecer, a bromear bonachona e irónicamente, costumbre que tantas veces se reprochaba en su diario.

–No– dijo la princesa María.

–Pues bien; ahora, para gustar a las señoritas de Moscú, il faut être mélancolique. Et il est très mélancolique auprès de mademoiselle Karaguine. 314

–Vraiment?– y la princesa María contempló el bondadoso rostro de Pierre, sin dejar de pensar en su pena. “Me sentiría mejor si me decidiera a confiar a alguien lo que me pasa; y desearía decírselo todo precisamente a Pierre. Es tan bueno y noble. Me sentiría aliviada y podría aconsejarme."

–¿Se casaría con él?– preguntó Pierre.

–¡Oh, Dios mío! Hay momentos, conde, en que me casaría con cualquiera– dijo de pronto la princesa sin ser consciente de sus palabras, con voz llena de lágrimas. —¡Qué penoso es, a veces, querer a una persona próxima y saber que...– continuó con voz temblorosa —sólo puedes causarle pena y sabes que no es posible cambiar nada! Sólo veo una solución: marcharme. Pero ¿adonde?

–¿Qué le pasa? ¿Qué le sucede, princesa?

Pero la princesa rompió en sollozos, sin poder seguir.

–No sé qué tengo hoy. No haga caso. Olvide lo que dije.

Todo el excelente humor de Pierre desapareció. Interrogó preocupado a la princesa, le suplicó que le contara todo y que le confiara su pena. Pero ella insistió en que olvidara lo que había oído, que no recordaba sus propias palabras, que no tenía penas, salvo lo que ya sabía Pierre: el matrimonio del príncipe Andréi, que amenazaba con provocar una ruptura entre padre e hijo.

–¿Sabe algo de los Rostov?– preguntó para cambiar de conversación. —Me han dicho que pronto llegarán a Moscú. También esperamos a Andréi de un momento a otro. Me gustaría que se encontraran aquí.

–¿Y qué piensa él ahora sobre eso?– preguntó Pierre, refiriéndose al viejo príncipe.

La princesa María movió la cabeza.

–Pero ¿qué se puede hacer? Hasta el fin del año no quedan más que meses y no es posible. Sólo quisiera ahorrar a mi hermano los primeros momentos. Ojalá ellos vinieran antes: espero entenderme con ella... Los conoce bien, ¿verdad? Con sinceridad, con el corazón en la mano, dígame su parecer, dígame la verdad. ¿Cómo es esa joven? ¿Qué opina usted de ella? Pero dígame toda la verdad, ya comprende cuánto arriesga Andréi al casarse contra la voluntad de su padre, y yo desearía saber...

Un vago instinto advirtió a Pierre que en ese repetido deseo de saber toda la verdadse expresaba la antipatía de la princesa hacia su futura cuñada y que ella deseaba que Pierre no aprobase la elección del príncipe. Pero Pierre dijo lo que pensaba o, mejor aún, lo que sentía.

–No sé cómo responder a su pregunta– y se ruborizó sin saber por qué. —En realidad, no sé cómo es esa joven y no podría juzgarla. Es adorable, pero ¿por qué? No lo sé. Eso es cuanto puedo decirle.

La princesa María suspiró. La expresión de su rostro parecía decir: "Sí, es lo que esperaba y lo que temía”.

–¿Es inteligente?– preguntó.

Pierre reflexionó un instante.

–Creo que no– dijo, —pero tal vez sí lo sea... o no se digna ser inteligente... Pero no, es adorable y nada más.


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