Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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–¡Bien, Karabaj! ¡Mañana haremos un buen papel!– dijo, oliendo su respiración y besándolo.
–¿No duerme usted, señor?– preguntó el cosaco sentado debajo del carro.
–¡No!... ¿Eres tú, Lijachov? Acabo de llegar ahora. Hemos visitado a los franceses...
Y Petia contó detalladamente al cosaco no sólo la famosa expedición, sino los motivos de haber ido al campamento francés, porque prefería arriesgar su vida a hacer las cosas al buen tuntún.
–Más le valdría dormir ahora– dijo el cosaco.
–No, no; ya estoy acostumbrado– replicó Petia. —A propósito..., ¿necesitas pedernales? He traído bastantes. Si quieres algunos, puedo darte.
El cosaco salió de debajo del furgón para ver mejor a Petia.
–Estoy acostumbrado a hacerlo todo con mucho orden– siguió Petia. —Hay quien no se prepara y hace las cosas de cualquier manera y después lo lamenta. Eso no me gusta.
–Tiene razón– asintió el cosaco.
–Quería pedirte un favor, amigo: ¿quieres afilarme el sable?... Se me ha embotado...– temió mentir y se corrigió: —Nunca lo he afilado... ¿Puedes hacerlo?
–Claro que sí.
Lijachov se levantó, buscó en sus fardos y al poco tiempo Petia oía el ruido guerrero del acero contra la piedra. Subió al carro y se sentó en el borde, mientras el cosaco, abajo, afilaba el sable.
–¿Duermen los buenos mozos?– preguntó Petia.
–Unos sí y otros no.
–Y el muchacho ¿qué hace?
–¿Visenni? Está ahí, tumbado en el zaguán. Se duerme de miedo... Pero ahora se lo ve contento.
Petia calló un buen rato, atento a todos los rumores. Se oyeron los pasos de alguien en la oscuridad y apareció una silueta negra.
–¿Qué estás afilando?– preguntó un hombre acercándose al furgón.
–Es para el señor. Afilo su sable.
–Buena cosa– dijo el hombre, a quien Petia tomó por un húsar. —¿Tenéis vosotros la taza?
–Está ahí junto a la rueda.
El húsar tomó la taza.
–Pronto amanecerá– dijo bostezando, y se alejó.
Petia debía saber que estaba en el bosque, en la partida de Denísov, a un kilómetro del camino, sentado sobre un carro capturado a los franceses junto al cual había algunos caballos atados, que bajo el furgón se encontraba el cosaco Lijachov que afilaba su sable, que aquella gran mancha negra de la derecha era la casa del guarda y la roja de más abajo, a la izquierda, era la hoguera a punto de extinguirse, que el hombre que había venido a buscar la taza era un húsar con deseos de beber, pero Petia no sabía nada de ello ni quería saberlo. Estaba en un reino mágico donde nada era semejante a la realidad.
La gran mancha negra podía ser la casa del guarda, pero tal vez fuera una cueva que llevaba a lo más profundo de la tierra. La mancha roja tal vez fuera el fuego, pero podía ser el ojo de un monstruo enorme. Quizá fuese cierto que estaba sentado sobre un furgón, pero también era posible que estuviera en lo alto de una torre, terriblemente alta, tan alta que si cayese a tierra necesitaría un día entero, tal vez un mes, sin llegar nunca, siempre volando y volando. Quizá bajo el carro había un simple cosaco llamado Lijachov, pero también podía ocurrir que se tratara de un hombre extraordinario, el mejor y el más valeroso del mundo, desconocido para todos. Y el húsar que había venido a buscar agua y ahora descendía al barranco, quizá fuera en realidad un húsar sediento que después se fue al barranco o quizá una aparición que jamás había existido.
Nada de lo que ahora pudiera ver Petia podía asombrarlo. Estaba en un reino mágico donde todo era posible.
Miró al cielo y le pareció tan mágico como la tierra; había despejado y sobre las copas de los árboles las nubes corrían veloces dejando al descubierto las estrellas. A veces el cielo parecía límpido y sin manchas. Otras, se habría dicho que esas manchas eran nubecillas negras. En ocasiones el cielo se levantaba muy alto por encima de su cabeza; otras, descendía tanto que podía tocarse con la mano.
Se le cerraban los ojos y comenzó a dar cabezadas.
Las gotas seguían cayendo; se hablaba en voz baja. Los caballos relinchaban y se agredían entre sí. Alguien roncaba.
El sable silbaba sobre la piedra de afilar. Y de pronto Petia oyó un coro armonioso que ejecutaba un himno desconocido, apacible y solemne. Petia tenía un sentido musical parecido al de Natasha y superior al de Nikolái; pero nunca había estudiado música ni se había interesado por ella. Y, por ello, la melodía que había acudido inesperadamente a su mente y sonaba cada vez con mayor fuerza era para él nueva y atrayente. El tema rítmico crecía, pasaba de un instrumento a otro. Era lo que se llama una fuga, aunque Petia no tenía ni la más remota idea de lo que era. Cada instrumento, ya fuera parecido a un violín o a las trompetas, pero mucho más perfecto y puro que éstos, tocaba su parte y antes de terminarla se fundía la melodía con el siguiente instrumento que la iniciaba, y con el tercero, el cuarto, y todos acababan uniéndose en un himno bien solemne y místico, bien claramente triunfal y victorioso.
“¡Ah, pero si estoy soñando! —se dijo Petia inclinándose hacia delante—. Suena en mis oídos... Tal vez sea mi música. Otra vez, suena, sigue, música mía, sigue...”
Cerró los ojos. Desde diversas partes, como viniendo de lejos, comenzaron a surgir sonidos temblorosos; se perdían, se fundían y de nuevo formaban todos un solo himno apacible y solemne. “¡Ah, qué bello es esto! Oigo cuanto quiero y como quiero”, se dijo Petia. Y trató de dirigir todo aquel inmenso coro instrumental.
“Ahora, suave, más suave, casi en sordina.” Y los sonidos lo obedecían. “Ahora fuerte, alegre, todavía más alegre, más brío.” Y desde una profundidad desconocida se elevaban in crescendosonidos solemnes. “Ahora que se unan las voces”, ordenó Petia. Y las voces se oyeron, primero de hombres y luego de mujeres. Parecían venir de lejos y fueron creciendo y creciendo en solemne y pausado esfuerzo. Petia se sentía feliz y asustado ante aquella belleza sobrenatural.
Con la marcha triunfal y solemne se fundía la canción y las gotas seguían cayendo, el sable silbaba en la piedra... los caballos se peleaban y relinchaban de nuevo, pero sin interrumpir la música y sumándose a ella.
Petia no sabía cuánto tiempo duraba aquello. Sentía un gran placer, lo asombraba sentirlo y únicamente lamentaba no tener a nadie a quien hacer partícipe de sus sentimientos.
Lo despertó la voz cariñosa de Lijachov:
–Ya está, Excelencia. Con él puede cortar en dos a un francés.
Petia abrió los ojos.
–Ya amanece, ¡de veras que amanece!– exclamó.
Los caballos, antes invisibles, se dibujaban ahora hasta la cola, y a través de las ramas desnudas llegaba una luz blanquecina. Petia bajó del carro de un salto, sacó un rublo del bolsillo y se lo dio a Lijachov, blandió su sable para probarlo y lo deslizó en la vaina.
Los cosacos desataban los caballos y les apretaban las cinchas.
–Ahí está el jefe– dijo Lijachov.
Denísov salía de la casa. Llamó a Petia y le ordenó que se preparase.
XI
Cada cual se hizo cargo rápidamente de su caballo, le apretó la cincha y ocupó su puesto. Denísov permanecía junto a la garita, dando las últimas órdenes. La infantería pasó delante, chapoteando en el barro, y desapareció rápida entre los árboles, aprovechando la niebla matinal. El capitán de cosacos dio órdenes a los suyos. Petia, impaciente por ponerse en marcha, sujetaba por las riendas a su caballo. Se había lavado con agua fría y su rostro ardía, especialmente los ojos; un escalofrío le recorría la espalda. Todo su cuerpo se estremecía con un temblor rápido y regular.
–¿Está todo listo?– preguntó Denísov. —Vengan los caballos.
Cuando los trajeron, Denísov se enfadó con el cosaco porque la cincha del suyo estaba floja. Después montó. Cuando Petia puso el pie en el estribo, su caballo intentó morderle la pierna, como hacía siempre, pero él montó ágilmente, sin sentir el peso de su cuerpo, miró a los húsares que detrás de él ya se habían puesto en marcha y se acercó a Denísov.
–Vasili Dmítrievich... Le ruego por Dios... que me confíe un mando– dijo.
Denísov parecía haberse olvidado de Petia. Lo miró.
–Lo único que te pido– dijo con severidad —es que me obedezcas en todo y no te metas donde no debas.
Después, en todo el camino, Denísov se mantuvo en silencio sin dirigirle la palabra. Clareaba en el campo cuando llegaron al lindero del bosque. Denísov cambió algunas palabras en voz baja con el capitán y los cosacos desfilaron delante de él y de Petia. Cuando pasaron todos, Denísov espoleó al caballo y fue cuesta abajo. Entre resbalones, apoyándose en las patas traseras, las bestias con sus jinetes descendieron hacia la vaguada. Petia marchaba junto a Denísov. El temblor de su cuerpo iba en aumento. La luz era más intensa y sólo la niebla ocultaba los objetos lejanos. Cuando llegaron abajo Denísov se volvió e hizo un gesto con la cabeza al cosaco que estaba junto a él:
–¡La señal!– dijo.
El cosaco levantó el brazo y sonó un disparo. Inmediatamente se oyó el galopar de los caballos que iban delante, gritos por todas partes y nuevos disparos.
En el instante mismo de comenzar el galope de los caballos y los primeros gritos, Petia sacudió un fustazo al suyo y a rienda suelta, sin hacer caso de Denísov que le gritaba procurando detenerlo, se lanzó hacia delante. Le parecía que en el instante de dar la señal se había hecho pleno día. Corrió hacia el puente detrás de los cosacos. Al llegar, tropezó con un rezagado y siguió adelante. Algunos hombres —evidentemente franceses– cruzaron el camino de derecha a izquierda. Uno de ellos cayó en el fango, a los pies del caballo de Petia.
Cerca de una isba se agrupaban varios cosacos haciendo algo. En medio del grupo se oyó un terrible grito. Cuando llegó allí, lo primero que vio Petia fue el rostro de un francés, pálido y temblando su mandíbula interior, que sujetaba el asta de una pica apuntada a su pecho.
–¡Hurra!... ¡Muchachos!... ¡Ya son nuestros!...– gritó Petia mientras su caballo galopaba a rienda suelta a lo largo de la calle.
Delante se oían disparos. Los cosacos, los húsares y los andrajosos prisioneros rusos, que acudían corriendo de ambos lados del camino, gritaban de manera incoherente. Un francés joven de rostro enrojecido y colérico, con capote azul y la cabeza descubierta, se defendía de los húsares con la bayoneta. Cuando llegó Petia el francés ya había caído. “Vuelvo a llegar tarde”, cruzó por su mente; y corrió al lugar donde más nutrido era el tiroteo. Los disparos partían del patio de la casa señorial donde estuvo por la noche con Dólojov. Los franceses se defendían detrás de la valla del jardín y, apostados entre los numerosos y espesos arbustos, disparaban contra los cosacos que se habían reunido cerca del portalón. Al acercarse Petia vio entre el humo de la pólvora a Dólojov, quien, con rostro pálido de tinte verdoso, gritaba:
–¡Dad la vuelta! ¡Esperad a la infantería!
–¿Esperar?... ¡Hurra!– gritó Petia.
Y sin aguardar un instante se lanzó al galope hacia el sitio de donde venían los disparos y donde el humo de la pólvora era más intenso.
Sonó una descarga. Silbaron unas balas vacías en el aire y otras acertaron en el blanco. Los cosacos y Dólojov irrumpieron en el patio detrás de Petia. En medio de la humareda algunos franceses arrojaban sus armas y otros salían de entre los arbustos hacia los cosacos o bien huían cuesta abajo en dirección al estanque. Petia seguía galopando por el patio de la casa, y en vez de sujetar las bridas movía extrañamente los brazos y se ladeaba cada vez más. El animal se detuvo de golpe al tropezar con una hoguera casi apagada y Petia cayó pesadamente sobre la tierra húmeda. Los cosacos vieron cómo se estremecían sus brazos y piernas, aunque la cabeza permanecía inmóvil. Una bala la había atravesado.
Después de haber parlamentado con un oficial superior francés, que había salido de la casa con un pañuelo atado a la espada manifestando que se rendían, Dólojov bajó del caballo y se acercó a Petia, que permanecía inmóvil con los brazos extendidos.
–¡Está acabado!– dijo frunciendo el ceño y salió al encuentro de Denísov, que en aquel momento llegaba a la puerta.
–¿Muerto?– gritó Denísov, al ver a lo lejos el cuerpo de Petia en aquella postura sin vida que tan bien conocía.
–¡Está acabado!– repitió Dólojov, como si le causara un gran placer pronunciar esas palabras. Y se dirigió con paso rápido a los franceses, que estaban rodeados de cosacos a pie. —¡No haremos prisioneros!– gritó a Denísov.
Denísov no contestó; se acercó a Petia, echó pie a tierra y con manos temblorosas volvió hacia sí el rostro ya pálido del joven, manchado de sangre y barro.
“Estoy acostumbrado a comer algún dulce... son unas pasas excelentes... Coman, señores, coman...”, recordó.
Los cosacos se volvieron extrañados al oír aquel ruido, semejante al ladrido de un perro, con que Denísov se separó del cadáver, se aproximó a la cerca y se apoyó en ella.
Entre los prisioneros rusos liberados por Dólojov y Denísov estaba Pierre Bezújov.
XII
Desde el abandono de Moscú los mandos franceses no habían tomado decisión alguna sobre el grupo de prisioneros entre los cuales se hallaba Pierre. El 22 de octubre ya no iban con las tropas y el convoy con que habían salido de Moscú. Los cosacos se habían adueñado, ya en las primeras etapas, de la mitad del convoy de víveres que llevaban; la otra mitad se les había adelantado; de los soldados de caballería que carecían de montura no quedaba ni uno: todos habían desaparecido. La artillería, que en los primeros días se veía a la cabeza, fue ahora sustituida por el enorme convoy del mariscal Junot, custodiado por tropas de Westfalia. Detrás del grupo de prisioneros marchaba un convoy de equipos de caballería.
A partir de Viazma, las tropas francesas, que hasta entonces habían avanzado en tres columnas, eran apenas un grupo desorganizado. Los indicios del desorden, observados por Pierre en el primer alto después de Moscú, llegaban ahora a su más alto grado.
Los dos lados del camino aparecían sembrados de caballos muertos. Los rezagados de otras unidades, con sus harapientos uniformes, unas veces se unían a la columna y otras se quedaban atrás.
En ocasiones, durante la marcha, se producían falsas alarmas y los soldados del convoy tomaban sus fusiles, disparaban y huían precipitadamente, chocando unos con otros. Después volvían a unirse y se reprochaban el miedo pasado en vano.
Los tres conglomerados que avanzaban juntos —la caballería, los prisioneros y los bagajes de Junot– formaban todavía un conjunto único, aunque cada uno de ellos disminuía rápidamente.
Los ciento veinte carros de un principio habían quedado reducidos a sesenta; los demás fueron capturados por los rusos o abandonados en el camino. Otro tanto había ocurrido con el convoy de Junot, tres carros del cual, además, quedaron en poder de los soldados rezagados del cuerpo de Davout. Por las conversaciones de los alemanes, Pierre supo que la guardia puesta para esos bagajes era mayor que la de los prisioneros. Un soldado alemán había sido fusilado por orden del propio mariscal por habérsele encontrado una cuchara de plata que pertenecía a Junot.
De los tres grupos, el de los prisioneros era el que había disminuido más sensiblemente. De los trescientos treinta hombres que habían salido de Moscú, quedaban ya menos de cien. Los prisioneros molestaban a la escolta más que los bagajes del mariscal y las sillas de caballería. Los soldados comprendían que los arneses y las cucharas de Junot podían servir para algo; pero que unos soldados hambrientos y ateridos de frío tuvieran que vigilar a unos rusos también hambrientos y ateridos, casi moribundos, que no hacían más que retardar la marcha (y a los que había orden de fusilar, si se rezagaban), era algo no sólo incomprensible sino odioso. Y como temieran, en las condiciones en que se hallaban, abandonarse a la piedad para con los prisioneros y empeorar con ello su propia situación, los guardianes se mostraban especialmente severos y duros.
En Dorogobuzh, mientras los soldados (después de encerrar a los prisioneros en una cuadra) iban a saquear sus propios depósitos, algunos soldados rusos abrieron un paso por debajo de la pared intentando huir; pero, sorprendidos por los franceses, fueron fusilados en el acto.
Hacía tiempo que había dejado de cumplirse la orden dada en Moscú de que los oficiales prisioneros fueran separados de los soldados. Cuantos podían caminar lo hacían juntos, y Pierre, después de dos etapas, se unió a Karatáiev y a la perrilla lilácea de patas torcidas que lo había escogido por dueño.
Al tercer día de la salida de Moscú Karatáiev recayó con la fiebre que lo había tenido en el hospital; y a medida que el mal se agravaba Pierre se fue alejando de él. No sabía por qué, pero desde que Karatáiev se iba debilitando tenía que hacer un gran esfuerzo para acercársele. Cuando oía los leves gemidos que solía emitir al acostarse y percibía su hedor, cada vez más intenso, Pierre se apartaba lo más lejos que podía y no pensaba en él.
Siendo prisionero y viviendo en la barraca, Pierre comprendió, no de modo racional sino con todo su ser, con toda su vida, que el hombre fue creado para ser feliz, que la felicidad está en él mismo, en la satisfacción de las necesidades naturales del ser humano, y que todas las desgracias no provienen de la falta, sino del exceso. Supo que en el mundo no hay nada realmente espantoso, que no existen situaciones en las cuales el hombre sea absolutamente feliz y libre, pero que tampoco las hay en las que se sienta del todo desgraciado o falto de libertad. Comprendió que hay un límite a los sufrimientos y un límite a la libertad, y que esos límites están muy próximos; que el hombre que sufre, porque en su lecho de rosas se ha doblado un pétalo, sufre lo mismo que él cuando duerme sobre la tierra desnuda y húmeda, sintiendo frío en un costado y calor en el otro. Aprendió que cuando se ponía los ceñidos zapatos de baile sufría lo mismo que ahora, descalzo (hacía tiempo que su calzado se había roto) y con los pies llenos de ampollas. Y aprendió, por último, que cuando creyó que se casaba por su propia voluntad con su esposa no era más libre que ahora, cuando lo encerraban por las noches en una cuadra.
De todas esas cosas a las que después llamó sufrimiento, pero que entonces apenas sentía, lo peor eran los pies descalzos, excoriados y cubiertos de llagas. (La carne de caballo era nutritiva y sabrosa; el salitre de la pólvora usado en vez de la sal hasta resultaba agradable; no hacía un frío excesivo; de día, durante la marcha, sentía siempre calor y por la noche se encendían hogueras; los piojos que lo devoraban calentaban el cuerpo.) Lo único penoso, al principio, eran los pies.
Al segundo día de marcha, al contemplar sus pies cubiertos de ampollas a la claridad del fuego, Pierre pensó que no podría caminar más; pero cuando todos se levantaron, también lo hizo él, aunque cojeando; y después, una vez entrado en calor, anduvo sin sufrir, aunque por la tarde sus pies tuvieron un aspecto aún más lastimoso. Pero él no los miraba y pensaba en otras cosas.
Sólo entonces comprendió Pierre el poder de la fuerza vital del hombre y esa saludable capacidad de mudar la atención, inherente al ser humano, que como la válvula de seguridad de las calderas deja salir el exceso de vapor cuando la presión sobrepasa cierto límite.
No veía ni oía cuando fusilaban a los rezagados, aunque ya habían muerto de aquella manera más de un centenar de prisioneros. No pensaba en Karatáiev, que perdía fuerzas día a día y que no tardaría sin duda en sufrir la misma suerte. Mucho menos aún pensaba en sí mismo. Cuanto más difícil iba siendo su situación, más temible el porvenir, tanto más acudían a su mente —al margen de las circunstancias– diversas ideas alegres y tranquilizadoras, recuerdos e imágenes.
XIII
El día 22 de octubre, al mediodía, Pierre subía una fangosa y resbaladiza cuesta, con la atención puesta en sus pies y en las desigualdades del terreno. De cuando en cuando volvía la vista hacia la gente que lo rodeaba y que ya le era familiar; después, miraba de nuevo sus pies. Lo uno y lo otro le era igualmente familiar y conocido. La patizamba y lilácea Siericorría gozosamente a un lado del camino y, como para demostrar su propia habilidad y lo contenta que estaba, levantaba a veces una de las patas traseras y corría con las otras tres, después con las cuatro atacaba, sin dejar de ladrar, a los cuervos posados sobre la carroña. Sieriparecía más limpia y alegre que en Moscú. Por todas partes se veía carne: restos de animales y hasta de cadáveres humanos en diversos grados de descomposición; el ir y venir de la gente mantenía alejados a los lobos, así que Sieripodía comer cuanto le viniera en gana.
Llovía desde por la mañana y cuando parecía que la lluvia estaba a punto de cesar y despejaría, al cabo de una breve interrupción arreciaba el aguacero. La tierra, completamente empapada, no podía absorber más agua y las rodadas del camino se convirtieron en torrentes.
Pierre caminaba mirando hacia los lados; contaba sus pasos de tres en tres doblando los dedos. Dirigiéndose a la lluvia, decía para sí: “¡Arrecia más, mucho más!”.
Le parecía no pensar en nada, pero allá en el fondo de su espíritu estaba ocurriendo algo muy importante y consolador. Era la deducción profunda y espiritual de su conversación de la víspera con Karatáiev.
Durante el descanso de la noche anterior, tiritando junto a la hoguera apagada, Pierre se levantó para acercarse a la más próxima, bien encendida. Allí estaba sentado Platón, con la cabeza envuelta en un capote como si fuera una casulla; contaba con su voz apacible y grata, aunque débil a causa de su enfermedad, una historia ya conocida por Pierre. Había pasado de la medianoche, era el momento cuando Karatáiev acostumbraba a salir de su crisis febril y estaba más animado. Al acercarse a la hoguera Pierre oyó la voz enfermiza de Platón, contempló su rostro macilento, iluminado por el fuego, y sintió una desagradable punzada en el corazón. Se asustó de su propia piedad hacia aquel hombre y habría querido irse, pero no había otras hogueras y Pierre, tratando de no mirarlo, acabó por sentarse.
–¿Cómo va esa salud?– preguntó.
–¿Qué salud?– dijo el enfermo. —Si lloramos la enfermedad, Dios no nos enviará la muerte– y prosiguió el relato interrumpido. —...Y así ocurrió, hermano —continuó Platón con una sonrisa en su rostro flaco y pálido y un brillo especial y alegre en los ojos.
Pierre conocía la historia. Karatáiev se la había contado seis veces a él solo y siempre con un particular sentimiento de alegría. Sin embargo, la oyó aquella noche como si fuera nueva. Se sintió contagiado por el plácido entusiasmo que, al parecer, experimentaba Karatáiev contándola. La historia trataba de un viejo mercader que vivía con su familia en el santo temor de Dios y que cierto día salió con un compañero suyo, muy rico, en peregrinación a la tumba de San Macario.
Ambos mercaderes se detuvieron en una posada para pasar la noche, pero al otro día el mercader rico apareció degollado: le habían robado todo y el cuchillo ensangrentado se encontró bajo la almohada de su compañero. Juzgaron al mercader piadoso, lo azotaron, mutilaron sus fosas nasales —según manda la ley, contaba Karatáiev– y lo enviaron a presidio.
–Y he aquí, hermano mío– Pierre había llegado en aquel momento, —que pasaron diez años o más. El viejo seguía en presidio, tranquilo, sin hacer nada malo y no pidiendo a Dios más que la muerte. Pues bien: una noche los condenados se reunieron, como nosotros ahora; el viejo estaba con ellos. Entonces cada uno de ellos habló de por qué sufría condena y de qué era culpable ante Dios. Y cada uno se puso a contar: éste ha matado a un hombre; el otro, a dos; el de más allá provocó un incendio; el cuarto es un siervo que huyó de su amo, y así todos. Por fin preguntaron al viejito: “Y tú, abuelito, ¿por qué estás condenado?”. “Yo, queridos hermanos míos, sufro por mis pecados y por los pecados de los demás. No he matado a nadie, no he robado nunca, favorecí a los necesitados. Yo, queridos hermanos míos, era mercader y poseía grandes riquezas”... Y contó todo tal como había sucedido. “No sufro por mí —dijo—, Dios lo ha querido. Sólo me da pena mi vieja mujer y mis hijos.” Y el viejito rompió a llorar. Y sucedió que entre ellos estaba el que mató al mercader. “¿Dónde ocurrió eso? ¿Cuándo? ¿En qué mes?”, preguntó el verdadero culpable; y quiso enterarse de todos los detalles. Su corazón se angustió. Por último se acercó al anciano y cayó de rodillas ante él. “¡Sufres por mi culpa, viejito! —dijo—. Os juro que este hombre es inocente. Yo maté a su compañero mientras dormía y yo puse el cuchillo bajo su almohada cuando estaba dormido. Abuelo, perdóname en nombre de Cristo.”
Karatáiev guardó silencio; miró al fuego con una sonrisa feliz y atizó la leña. Después prosiguió su historia:
–El viejito le dijo: “Es Dios quien te perdonará. Nosotros somos todos pecadores ante Él. Yo sufro por mis pecados”. Y volvió a llorar amargamente. ¿Y qué pensáis que ocurrió entonces?– siguió Karatáiev, con el rostro cada vez más iluminado por una sonrisa exaltada, como si faltara por contar lo más interesante y todo el sentido de su historia. —El asesino se presentó a las autoridades y dijo: “He matado a seis personas (era un gran malhechor), pero de nadie tengo tanta lástima como de ese viejito; no quiero que sufra por mí”. Lo explicó todo, lo escribieron y enviaron los papeles adonde correspondía; el sitio estaba lejano, y mientras los papeles iban y venían y escribían todo lo que había que escribir, pasó el tiempo. El asunto llegó hasta el Zar, quien ordenó poner en libertad al mercader y darle la buena recompensa que se acordó. Cuando se recibió el papel hicieron llamar al viejo. “¿Dónde está el anciano que sufre condena aunque es inocente? Ha llegado una orden del Zar.” Lo buscaron por todas partes– la mandíbula de Karatáiev tembló. —Pero Dios lo había perdonado ya, el viejito había muerto. Y eso es todo, queridos– concluyó Karatáiev.
Y durante mucho tiempo permaneció silencioso sin dejar de sonreír mirando hacia delante.
No era la historia en sí lo que llenaba el alma de Pierre de un sentimiento confuso y feliz, sino el sentido misterioso de aquella entusiasta alegría que brillaba en el rostro de Karatáiev, el sentido oculto de esa alegría.
XIV
—À vos places!– gritó de improviso una voz. 615
Entre los prisioneros y soldados de la guardia hubo un movimiento de alegre agitación y espera de algo agradable y solemne. Por todas partes se oían voces de mando y a la izquierda, dejando atrás a los prisioneros, pasaron unos jinetes al trote, bien vestidos y montados en magníficos caballos. En todos los rostros había esa expresión forzada que suele notarse en las personas cuando se saben cerca de los jefes superiores. Echaron a los prisioneros, reunidos en grupo, del camino donde formaron los soldados de la guardia.
–L'Empereur! L'Empereur! Le maréchal! Le Duc!
Tan pronto desfiló la bien alimentada escolta, en medio de un enorme ruido pasó una carroza enganchada en reata por caballos grises. Pierre entrevió el rostro reposado, bello, grueso y blanco de un hombre con tricornio. Era uno de los mariscales. Su mirada se detuvo en la alta figura de Pierre; y en el gesto con que frunció el ceño y volvió el rostro Pierre creyó notar la compasión y el deseo de ocultarla.
El general que dirigía el convoy, con la cara roja y asustada, espoleaba a su flaco caballo y galopaba detrás de la carroza. Algunos oficiales se habían reunido y los soldados los rodearon. Todos mostraban la misma excitación e inquietud.
–Qu'est-ce qu'il a dit? Qu'est-ce qu'il a dit?– oía Pierre.
Mientras pasaba el mariscal, los prisioneros se mantuvieron reunidos y Pierre vio a Karatáiev, al que no había visto aún aquella mañana. Envuelto en su capote estaba sentado junto a un abedul y se apoyaba en él. Además de la emoción gozosa del día anterior cuando contaba la historia de los inmerecidos sufrimientos del mercader, alumbraba su rostro una apacible solemnidad. Miró a Pierre con sus ojos bondadosos, redondos y humedecidos por las lágrimas, y, al parecer, lo llamaba, para decirle algo. Pero Pierre temía demasiado por sí mismo. Fingió no haber notado aquella mirada y se apartó apresuradamente.
Cuando los prisioneros se pusieron en movimiento otra vez, Pierre miró hacia atrás. Karatáiev se había sentado al borde del camino, junto a un abedul; dos franceses hablaban muy cerca. Pierre no quiso mirar más; cojeando, empezó a subir la cuesta.
A sus espaldas, en el lugar donde estaba sentado Karatáiev, sonó un disparo. Pierre lo oyó bien, pero al mismo tiempo se acordó de que no había terminado de calcular las etapas que le quedaban para llegar a Smolensk, cosa en la que estaba entretenido antes de que pasara el mariscal. Reanudó sus cálculos. Delante de él pasaron corriendo dos soldados franceses; el fusil de uno de ellos humeaba todavía. Estaban muy pálidos; uno de ellos volvió tímidamente la cara hacia Pierre, quien descubrió en la expresión de sus rostros algo semejante a lo que había visto en el joven soldado durante su ejecución. Pierre miró al soldado y recordó que era el mismo que dos días antes había dejado quemar su propia camisa mientras la secaba ante la hoguera y cuánto se habían reído de él.
La perra comenzó a aullar en el sitio donde había estado Karatáiev.
“¿Por qué aullará esa imbécil?”, pensó Pierre.
Los compañeros de Pierre tampoco se volvieron al oír el disparo y los aullidos de la perra; pero en todos los rostros había la misma expresión severa.
XV
El convoy, los prisioneros y los bagajes del mariscal se detuvieron en la aldea de Shámshevo. Todos se amontonaron en torno a las hogueras. Pierre se acercó a una de ellas, comió carne de caballo asada, se echó de espaldas en el suelo e inmediatamente se durmió con el mismo sueño que se había apoderado de él en Mozhaisk, después de la batalla de Borodinó.
De nuevo se mezclaban los acontecimientos reales e imaginarios; y alguien, tal vez él mismo u otra persona, le sugerían pensamientos idénticos a los de entonces.