Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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Dadas estas órdenes y otras muchas, volvió a la tienda y dictó la orden de operaciones para la batalla.
Esta orden de operaciones, de la que hablan con entusiasmo los historiadores franceses y con profundo respeto los demás, era la siguiente:
Al amanecer, las dos nuevas baterías emplazadas durante la noche sobre el llano ocupado por el duque de Eckmühl abrirán fuego contra las baterías contrarias situadas enfrente.
Al mismo tiempo, el jefe de Artillería del primer cuerpo, general Pernety, con 30 cañones de la división de Compans y con todos los obuses de las divisiones de Dessaix y Friant, avanzarán, abrirán fuego y cubrirán de granadas la batería enemiga, contra la que deben actuar: 24 cañones de la artillería de la Guardia, 30 cañones dela división de Compans y ocho de las divisiones de Friant y Dessaix, total: 62 cañones.
El jefe de Artillería del tercer grupo, general Foucher, emplazará todos los morteros de los cuerpos 3.° y 8.°, en total 16, en los flancos de la batería que debe cañonear las fortificaciones de la izquierda; lo que hará un total de 40 cañones contra ese flanco.
El general Sorbier, a la primera orden, atacará con todos los obuses de la artillería de la Guardia contra una u otra de las fortificaciones.
Durante el cañoneo, el príncipe Poniatowski se dirigirá hacia la aldea, a través del bosque, y rebasará las posiciones enemigas.
El general Compans se moverá a través del bosque para adueñarse de la primera fortificación.
Una vez comenzada la batalla de esta manera, se darán órdenes para proceder según los movimientos del enemigo.
El cañoneo del ala izquierda comenzará en cuanto se oiga el cañoneo del flanco derecho.
Los tiradores de la división de Morand y los de la división del virrey abrirán un fuego intenso en cuanto adviertan el comienzo del ataque del flanco derecho.
El virrey ocupará la aldea de Borodinó y atravesará sus tres puentes, siguiendo la línea de las divisiones de Morand y Gérard, que, bajo su mando, se dirigirán hacia el reducto y se juntarán con las otras tropas del ejército.
Le tout se fera avec ordre et méthode, 417procurando conservar el mayor número posible de tropas en reserva.
Dado en el campo imperial de Mozhaisk,
el 6 de septiembre de 1812.
Esta orden de operaciones tan confusa y embrollada —si se nos permite opinar sobre las órdenes de Napoleón sin el sacrosanto terror ante su genio– comprendía cuatro puntos, cuatro disposiciones. Y ninguna de ellas fue cumplida, ni podía serlo.
En la orden se decía que las baterías colocadas en el punto elegido por Napoleón, más los cañones de Pernety y Foucher, en un total de 102 piezas, abrirán fuego y cubrirán de proyectiles las fortificaciones y reductos de los rusos. Cosa que no podía hacerse, por la sencilla razón de que, desde los sitios designados por Napoleón, los proyectiles no llegaban a los rusos y aquellos 102 cañones dispararon en vano hasta que un oficial los llevó más adelante, en desacuerdo con la orden de Napoleón.
La segunda disposición era: Poniatowski, dirigiéndose hacia la aldea a través del bosque, rebasará el ala izquierda de los rusos. Eso no podía hacerse, ni se hizo, porque Poniatowski, al dirigirse hacia la aldea por el bosque, se encontró con Tuchkov, que le cerró el paso, de manera que no pudo rebasar las líneas rusas.
Tercera disposición: El general Compans avanzará por el bosque para adueñarse de la primera fortificación. La división de Compans no conquistó la primera fortificación, sino que fue rechazada, porque al salir del bosque sus hombres debían formar bajo un fuego de metralla, que Napoleón no había previsto.
Cuarto: El virrey ocupará la aldea(Borodinó) y atravesará sus tres puentes siguiendo la línea de las divisiones de Morand y Friant(no se dice ni hacia dónde ni cuándo debían avanzar), que, bajo su mando, se dirigirán hacia el reducto y se juntarán con las otras tropas.
Según se puede deducir —no de ese confuso período, sino de los intentos del virrey para cumplir las órdenes—, debía avanzar a través de Borodinó hacia el reducto por la izquierda; las divisiones de Morand y de Friant debían avanzar, al mismo tiempo, desde el frente que ocupaban.
Este punto, como los demás de la orden de operaciones, no fue cumplido ni podía serlo. Una vez que el virrey hubo atravesado Borodinó, se vio rechazado hacia el Kolocha y no pudo seguir avanzando, y las divisiones de Morand y Friant no conquistaron el reducto, sino que fueron rechazadas, y sólo al final de la batalla la caballería pudo conquistarlo (algo inusitado y no previsto por Napoleón).
Así pues, ni uno solo de los puntos de la orden fue cumplido ni podía serlo. Pero como en la orden se decía que una vez empezada la batalla se darían órdenes de acuerdo con los movimientos del enemigo, cabría creer que, durante la batalla, Napoleón dio todas las órdenes oportunas y necesarias. Mas esto no fue ni podía haber sido porque durante toda la batalla Napoleón se hallaba tan lejos del campo (como se vio después) que no podía conocer la marcha de la acción ni se pudo cumplir a lo largo de ella una sola de sus órdenes.
XXVIII
Muchos historiadores aseguran que la batalla de Borodinó no fue ganada por los franceses porque Napoleón sufría un resfriado y, de no haberlo tenido, sus órdenes, antes del encuentro y durante la acción militar, habrían sido aún más geniales y los rusos habrían desaparecido et la face du monde eût été changée. 418Para los historiadores que creen y admiten que Rusia se ha formado por la voluntad de un solo hombre, Pedro el Grande, y Francia se transformó de República en Imperio y los ejércitos franceses marcharon contra Rusia por voluntad de un solo hombre, Napoleón, afirmar que Rusia conservó su potencia porque el día 26 Napoleón sufría un fuerte resfriado resulta muy lógico y consecuente.
Si dependía de la voluntad de Napoleón presentar o no batalla en Borodinó, si de él dependía hacer esto o lo otro, es evidente que el resfriado, que influía en la manifestación de su voluntad, pudo haber sido la causa de la salvación de Rusia y, por consiguiente, el ayuda de cámara que el día 24 olvidó dar a Napoleón las botas impermeables fue el salvador de Rusia. Razonando así, esta conclusión es tan indiscutible como la de Voltaire cuando dijo bromeando (sin saber él mismo de qué se reía) que la noche de San Bartolomé fue debida a una indigestión de Carlos IX.
Mas para quienes no admiten que Rusia se haya formado por la voluntad de un solo hombre, Pedro I, ni que el Imperio francés y la guerra contra Rusia se debieran a la voluntad de un solo hombre, Napoleón, semejante razonamiento, además de inexacto e ilógico, es contrario a todo espíritu humano. Si nos preguntamos cuál es la causa de los acontecimientos históricos podemos decir en respuesta que su curso está predestinado, porque depende de la coincidencia de todas las arbitrariedades humanas, de los hombres que participan en ellos, y que la influencia de Napoleón sobre el desarrollo de tales hechos no es más que externa y ficticia.
A primera vista la suposición —por extraña que pueda parecer– de que la noche de San Bartolomé, ordenada por Carlos IX, no fue un acto de su voluntad, que tan sólo le pareció haberlo ordenado y que la batalla de Borodinó, que costó la vida a ochenta mil hombres, no se debió a la voluntad de Napoleón (a pesar de que él había dado la orden de comenzar la batalla y vigilaba su curso), que tan sólo se figuraba que era él quien había dado la orden; por extraña que parezca tal suposición, la dignidad humana (que me dice que cualquier ser humano, si no superior, al menos no es inferior al gran Napoleón) obliga a admitir esta solución del problema, confirmada profusamente por investigaciones históricas.
En la batalla de Borodinó Napoleón no disparó contra nadie, ni mató a nadie; fueron sus soldados quienes lo hicieron. No era él, pues, quien mataba a los hombres.
Los soldados del ejército francés fueron a matar soldados rusos en la batalla de Borodinó no por orden de Napoleón, sino porque ése era su propio deseo. Todo aquel ejército —franceses, italianos, alemanes, polacos—, hambriento y andrajoso, debilitadas hasta el extremo sus fuerzas por las marchas, sentía, frente al ejército que le impedía el paso hacia Moscú, que le vin était tiré et qu’il fallait le boire. 419Si en aquel momento Napoleón les hubiera prohibido luchar contra los rusos, lo habrían matado y habrían ido a combatir contra los rusos, porque hacerlo era una necesidad para ellos.
Cuando escucharan la orden de Napoleón, quien para consolarlos de sus heridas y de la muerte les recordaba lo que la posteridad diría de quien estuvo en la batalla de Moscú, todos gritarían: Vive l’Empereur!, como lo habían hecho ante el retrato del niño que perforaba el mundo con un bastoncito y como habrían gritado Vive l'Empereur! ante cualquier insensatez que se les dijera.
Ya no les quedaba más recurso que gritar Vive l'Empereur! y luchar para encontrar en Moscú el alimento y el descanso de los vencedores. Por tanto, no fue la orden de Napoleón el motivo de que mataran a sus semejantes.
Tampoco fue Napoleón quien dirigió la marcha de la batalla, ya que ninguna de sus órdenes se cumplió y durante la batalla no supo lo que sucedía delante de él. Por consiguiente, el hecho de que los hombres se mataran unos a otros no ocurrió por voluntad de Napoleón, sino por causas independientes de él; por la voluntad de cientos de miles de hombres que tomaban parte en una obra común. A Napoleón sólo le parecíaque todo aquello se realizaba por su voluntad; y por esta causa el problema de si estaba o no resfriado no ofrece para la historia más interés que el resfriado del último soldado de intendencia.
El 26 de agosto el resfriado de Napoleón tenía menos importancia que nunca, y las afirmaciones de los historiadores de que eso había influido en las disposiciones dadas (no tan buenas como las precedentes) y en las órdenes dictadas durante la batalla (peores que las de otras veces) carecen en absoluto de fundamento.
La citada orden de operaciones no era peor —más bien era mejor– que todas las anteriores gracias a las cuales venció en otras batallas. Las imaginarias órdenes dadas durante la batalla no eran peores que las antiguas: eran las mismas de siempre. Pero han parecido peores porque la batalla de Borodinó fue la primera que no ganó Napoleón. Las más excelentes y sagaces disposiciones parecen muy malas y todo militar enterado las criticará con aire de suficiencia cuando con ellas no se gana una batalla; en cambio las órdenes más mediocres parecen excelentes y los hombres más serios consagran volúmenes y más volúmenes para demostrar las excelencias de órdenes pésimas cuando con ellas se consigue la victoria.
La orden de operaciones redactada por Weyrother para la batalla de Austerlitz fue un modelo de perfección en su género; sin embargo, todos la han condenado por exceso de perfección, por la superabundancia de detalles.
En la batalla de Borodinó, Napoleón desempeñó su papel de representante del poder tan bien o mejor que en otras batallas. No hizo nada perjudicial para el desarrollo de la acción, se atuvo a opiniones más razonables, no se embrolló ni se contradijo, no se asustó ni abandonó el campo de batalla; gracias a su tacto y buena experiencia, cumplió tranquila y dignamente su papel de jefe imaginario.
XXIX
Al volver, preocupado, de un segundo reconocimiento de las líneas, Napoleón dijo:
–Las piezas del ajedrez están situadas en el tablero, el juego empezará mañana.
Ordenó que le sirvieran un ponche y llamó a De Beausset. Habló con él sobre París y algunos cambios que pensaba realizar en la maison de l'lmpératrice, 420asombrando a su interlocutor por su excelente memoria sobre todos los pequeños detalles de la Corte.
Se interesaba por bagatelas; bromeó acerca de la afición a los viajes de De Beausset y charló negligente como hace un célebre cirujano seguro de sí mismo mientras se arremanga y pone la bata y atan al enfermo en la mesa de operaciones. "Todo está en mis manos y lo tengo claro y definido en mi cabeza. Cuando llegue el momento de actuar, lo haré como ningún otro; ahora puedo bromear, y cuanto más bromee y más tranquilo esté, más seguros, tranquilos y admirados de mi genio debéis estar vosotros.
Cuando terminó su segundo vaso de ponche, Napoleón se retiró a descansar, a la espera del grave asunto que, según le parecía, lo esperaba al día siguiente.
Estaba tan interesado en la próxima acción, que no podía dormir; y aunque empeorara su resfriado, a causa de la humedad de la noche, a las dos de la madrugada, sonándose estrepitosamente, salió a la parte grande de la tienda. Preguntó si los rusos se habían marchado y le contestaron que las hogueras del enemigo continuaban en los mismos lugares. El Emperador movió la cabeza en señal de aprobación.
El edecán de servicio entró en la tienda.
–Eh, bien, Rapp, croyez-vous que nous ferons de bonnes affaires aujourd'hui?– le preguntó. 421
–Sans ancun doute, Sire– contestó Rapp. 422
Napoleón lo miró.
–Vous rappelez-vous, Sire, ce que vous m’avez fait l'honneur de me dire à Smolensk? Le vin est tiré, il faut le boire. 423
Napoleón frunció el entrecejo y permaneció sentado un buen rato, con la cabeza apoyada en la mano.
–Cette pauvre armée– dijo de pronto —elle a bien diminué depuis Smolensk. La fortune est une franche courtisane, Rapp; je le disais toujours et je commence à l'éprouver. Mais la Garde, Rapp, la Garde, est-elle intacte? 424
–Oui, Sire– respondió Rapp.
Napoleón tomó una pastilla, se la llevó a la boca y consultó el reloj. No tenía sueño y el día estaba aún lejos; tampoco podía dar nuevas órdenes para matar el tiempo, porque ya todas habían sido dadas y se estaban cumpliendo.
–A-t-on distribué les biscuits et le riz aux régiments de la Garde?– preguntó severamente. 425
–Oui, Sire.
–Mais le riz? 426
Rapp contestó que había transmitido las órdenes del Emperador acerca del arroz, pero Napoleón sacudió descontento la cabeza, como desconfiado de que sus órdenes hubieran sido cumplidas. Un lacayo entró con un vaso de ponche. Mandó que trajeran otro para Rapp y él bebió el suyo, en silencio, a pequeños sorbos.
–No tengo gusto ni olfato– dijo, olfateando el vaso. —Este resfriado me tiene harto. Y hablan de la medicina. ¿Qué medicina es ésta que no sabe siquiera curar un resfriado? Corvisart me dio estas pastillas, que no tienen ningún efecto. ¿Qué pueden curar los médicos? Es imposible curar nada. Nuestro cuerpo es una máquina de vivir. Para eso está organizado, ésa es su naturaleza, dejad a la vida tranquila, que se defienda por sí misma: conseguirá más que si se la paraliza abrumándola de remedios. Nuestro cuerpo es como un perfecto reloj que debe funcionar un tiempo determinado; el relojero no tiene facultad para abrirla, no puede manejarlo sino a ciegas y con los ojos vendados. Nuestro cuerpo es una máquina de vivir, eso es todo.
Y puesto ya en la vía de las definiciones que tanto le agradaban, Napoleón formuló otra.
–¿Sabe qué es el arte militar? El arte militar consiste en ser, en determinado momento, más fuerte que el enemigo. Voilà tout. 427
Rapp no contestó.
–Demain nous allons avoir affaire à Koutouzoff 428– prosiguió Napoleón. —Veremos. Acuérdese de Braunau. El mandaba el ejército y, en tres semanas, ni una sola vez montó a caballo para inspeccionar las fortificaciones. Veremos ahora.
Volvió a mirar el reloj. No eran más que las cuatro. Seguía sin sueño; había terminado el ponche y no quedaba nada que hacer. Se levantó, dio unos pasos de un lado a otro, se puso una levita de abrigo, el sombrero y salió de la tienda. La noche era oscura y húmeda. Una imperceptible niebla caía de lo alto. Las hogueras ardían débilmente por allí cerca, en la Guardia francesa; a lo lejos, a través del humo, se veía el resplandor de las rusas. Todo estaba en calma y podía oírse claramente el rumor de las tropas francesas, ya en movimiento para ocupar sus posiciones.
Napoleón se paseó delante de su tienda, mirando los fuegos y escuchando el rumor de los soldados; al pasar junto al apuesto centinela con gorro alto, que estaba de guardia a la puerta de la tienda y se había erguido como una columna negra al aparecer el Emperador, se detuvo ante él.
–¿Desde cuándo estás en el servicio?– preguntó con la habitual afectación de cariñosa y familiar rudeza militar con que siempre se dirigía a los soldados.
El centinela contestó.
–Ah! Un des vieux!... 429¿Habéis recibido arroz en el regimiento?
–Sí, Majestad.
Napoleón hizo un gesto con la cabeza y se alejó.
A las cinco y media se dirigió montado en su caballo a la aldea de Shevardinó.
Comenzaba a clarear, el cielo estaba limpio y sólo una nube aparecía en el este. Las hogueras, abandonadas, iban extinguiéndose en la débil luz del día.
A la derecha resonó un disparo de cañón, sordo y aislado, que acabó perdiéndose en el silencio general. Pasaron algunos minutos. Después sonó un segundo cañonazo y un tercero sacudió el aire; el cuarto y el quinto retumbaron próximos y solemnes a la derecha.
Aún no se había extinguido el eco de aquellas primeras detonaciones cuando estallaron otras, mezclándose y confundiéndose en un estruendo general.
Napoleón, acompañado por el séquito, llegó al reducto de Shevardinó y echó pie a tierra. El juego había comenzado.
XXX
Vuelto a Gorki, después de dejar al príncipe Andréi, Pierre mandó a su caballerizo que tuviera dispuestos los caballos y lo despertara a primera hora de la mañana. Acto seguido se durmió detrás de un tabique, en un rincón cedido por Borís.
Cuando Pierre se despertó a la mañana siguiente, la isba estaba sola. Los cristales de las pequeñas ventanas temblequeaban. El caballerizo, junto al lecho, lo sacudía por el hombro tratando de despertarlo.
–¡Excelencia! ¡Excelencia!– gritaba zarandeando a Pierre y sin mirarlo. Parecía haber perdido toda esperanza de conseguirlo.
–¿Qué ocurre? ¿Ya es hora? ¿Ha empezado ya?– preguntó Pierre abriendo los ojos.
–Escuche los cañonazos, todos estos señores se han ido. Hasta el Serenísimo pasó hace tiempo– dijo el caballerizo de Pierre, que había sido soldado.
Pierre se vistió rápidamente y salió deprisa fuera de la isba. El día comenzaba claro, alegre y fresco; se sentía la humedad del rocío. El sol, que acababa de salir detrás de una nube, lanzaba sus rayos, interceptados por las nubes, sobre las techumbres de las casas y el polvo del camino mojado por el rocío nocturno, sobre las paredes de las isbas, las aberturas de las vallas y los caballos de Pierre, junto a la isba. En el patio se oía estruendo de cañones. Un ayudante y un cosaco pasaron al trote.
–¡Ya es hora, conde! ¡Ya es hora!– le gritó el ayudante.
Pierre mandó al caballerizo que llevara el caballo tras él y siguió por la calle hacia el túmulo desde el cual había contemplado la víspera el campo de batalla. En lo alto había un numeroso grupo de militares; los oficiales conversaban en francés; en medio aparecía la cabeza canosa de Kutúzov, con la blanca nuca hundida en los hombros y cubierto con su gorra blanca ribeteada de rojo. Miraba hacia el camino general con el anteojo.
Pierre subió al túmulo y quedó admirado de la belleza que tenía delante. Se trataba del mismo panorama que había contemplado con admiración el día anterior, pero ahora todo estaba cubierto de tropas y humo de los disparos; los rayos oblicuos del reluciente sol, que surgían por detrás y a la izquierda de Pierre, iluminaban en aquel claro aire matinal, matizado de luz dorada y rosácea, sombras largas y oscuras. Los bosques lejanos, que bordeaban aquel panorama, como tallados en alguna piedra preciosa verdiamarilla, se divisaban en el horizonte por la línea sinuosa de sus copas y, entre ellas, pasado Valúievo, se veía la gran carretera de Smolensk cubierta de tropas. Más próximos, se extendían dorados campos entre bosquecillos de árboles jóvenes. Por todas partes se veían tropas: enfrente, a la derecha y a la izquierda. Todo en su conjunto estaba lleno de animación, era majestuoso e inesperado. Pero lo que más sorprendió a Pierre fue la vista del campo de batalla, la aldea de Borodinó y las cañadas a los dos lados del Kolocha.
En Borodinó, sobre las orillas del Kolocha y especialmente a la izquierda, por donde entre tierras fangosas desagua el Voina, la niebla se fundía, se disipaba, y cuando, esplendoroso, salía el sol, teñía y perfilaba mágicamente todo cuanto se veía a través de sus rayos. A la niebla se había unido el humo de los disparos y a través de él penetraban también los rayos de la luz matinal, bien reflejada en el agua, bien en el rocío o en las bayonetas de los soldados que se apelotonaban en las márgenes del río y en el pueblo. A través de la neblina se divisaba la iglesia blanca y, de vez en cuando, los tejados de las isbas, grupos compactos de soldados, las verdes cajas de las municiones y los cañones. Todo se movía o parecía moverse, porque la niebla y el humo se extendían sobre todo aquel espacio. En las depresiones que velaba la niebla cerca de Borodinó, y más arriba, sobre todo hacia la izquierda de la línea de combate, entre bosques, campos y hondonadas, así como en las alturas, brotaban por sí solos incesantes chorros de humo, unas veces aislados y otras amontonados, frecuentes o solitarios, que se inflaban y crecían, se arremolinaban y fundían en todo aquel espacio.
Esas humaredas de los disparos, sus sonidos, aunque parezca increíble, constituían la máxima belleza de todo cuanto se veía.
“¡Paf!”, y surgía una humareda redonda, densa, de tonalidades grises, liliáceas, de un blanco lechoso, y al rato se oía el sonido del disparo.
“¡Paf! ¡Paf!”, se elevaron dos humaredas, empujándose y confundiéndose; el “¡Bum! ¡Bum!” llegado a continuación confirmaba lo que habían visto los ojos.
Pierre se volvió para ver el primer humo, que había dejado de mirar cuando era una pequeña pelota compacta; ahora ocupaban su lugar globos de humo que se iban extendiendo a un lado y paf... (con parada), paf, paf, nacían otros tres, otros cuatro, siempre con iguales intervalos, bum... bum, bum, bum, bum, les respondían con esos bellos sonidos, firmes y seguros. Parecía, a veces, que esos humos corrían; otras, que estaban quietos y corrían delante de ellos los bosques, los campos, las brillantes bayonetas. A la izquierda, entre campos y matorrales, se levantaban sin cesar esas grandes columnas de humo, con sus ecos solemnes; más cerca, en las partes bajas y entre los bosques, se encendían nubecillas de humo producidas por las descargas de fusil, que no tenían tiempo de formar un globo y redondearse, seguidas de ecos más débiles: “tra... tra...tra”. Era el traqueteo de los fusiles, más frecuente, pero su sonido era más irregular, más pobre, que el estampido de los cañones, Pierre sintió deseos de hallarse en el lugar de las humaredas, entre las bayonetas relucientes, el movimiento y el ruido de las descargas. Miró a Kutúzov y su séquito para comprobar sus impresiones con las de otros. Lo mismo que él, todos contemplaban el campo de batalla y le pareció que también sentían lo mismo. En todos los rostros se reflejaba la chaleur latente 430que Pierre había observado ayer y comprendido totalmente después de su conversación con el príncipe Andréi.
–Ve, querido, ve. Que Cristo te acompañe– dijo Kutúzov, sin apartar los ojos del campo de batalla, a uno de los generales que estaban a su lado.
Recibida la orden, el general pasó por delante de Pierre para descender del túmulo.
–¡Al vado!– dijo el general fría y severamente, contestando a uno de los oficiales del Estado Mayor que le preguntaba adonde iba.
“Yo también, yo también", pensó Pierre, y siguió al general, quien montó en el caballo que le ofrecía un cosaco. Pierre se acercó a su caballerizo, que sujetaba los caballos: preguntó cuál era el más manso y montó. Se agarró a las crines y apretó los talones de los pies vueltos hacia el vientre del animal: se dio cuenta de que los lentes le resbalaban, pero no se atrevía a apartar las manos de las crines ni a soltar las bridas; así galopó detrás del general, entre las sonrisas de los oficiales de Estado Mayor que lo miraban desde el altozano.
XXXI
Cuando hubo bajado la cuesta, el general, a quien seguía Pierre, torció bruscamente a la izquierda. Pierre, al perderlo de vista, se metió a galope entre las filas de soldados de infantería que marchaban delante de él. Trató de salir hacia delante, por la izquierda o la derecha, pero por todas partes lo rodeaban los soldados, de rostros igualmente inquietos, ocupados en una labor invisible pero, al parecer, muy importante. Con gesto de malhumor y miradas interrogadoras contemplaban a aquel hombre de sombrero blanco que, sin razón alguna, los arrollaba con su caballo.
–¿Qué hace en medio del batallón?– gritó uno.
Otro empujó con la culata del fusil al caballo. Pierre se apretó contra el arzón y a duras penas pudo contener al animal, que de un salto salió delante de los soldados donde había más espacio.
Delante de él había un puente y junto a éste soldados que disparaban y otros allí apostados. Pierre se acercó a ellos. Sin saberlo, se encontraba en el puente que cruzaba el Kolocha, entre Gorki y Borodinó, que ahora atacaban los franceses (habiendo ocupado Borodinó). Pierre se dio cuenta de que tenía un puente delante y que, entre los montones de heno que había visto la víspera, a ambos lados del puente y en el prado, los soldados hacían algo en medio del humo. A pesar del incesante fuego de la fusilería, no pensó que se hallaba en pleno campo de batalla. No oía las balas que silbaban por todas partes; ni el ruido de los proyectiles que pasaban por encima de él; no veía al enemigo que estaba en la otra orilla del río y tardó mucho en ver a los muertos y heridos, pese a que muchos caían cerca de él. Miraba en derredor con una inalterable sonrisa en el rostro.
–¿Qué hace ése delante de la línea?– gritó alguien.
–¡Vete a la derecha! ¡A la izquierda!– gritaron otras voces.
Pierre se dirigió hacia la derecha y se encontró inesperadamente con un ayudante del general Raievski, a quien conocía. El ayudante miró enfadado a Pierre dispuesto a gritarle; pero al reconocerlo lo saludó con un gesto de la cabeza.
–¡Usted! ¿Cómo está aquí?– preguntó, y siguió adelante.
Pierre, que se sentía fuera de lugar e inoportuno y temía molestar una vez más, siguió al ayudante.
–¿Qué sucede aquí? ¿Puedo ir con usted?– preguntó.
–Ahora, ahora– respondió el ayudante, que se había acercado a un grueso coronel de pie en un prado para transmitirle una orden.
Cuando lo hubo hecho, se volvió a Pierre.
–¿Qué hace usted aquí, conde?– le preguntó con una sonrisa. —¿Sigue sintiendo curiosidad?
–Sí, sí– respondió Pierre.
Pero el ayudante giró su caballo y siguió adelante.
–Aquí van las cosas bien, gracias a Dios– dijo después. —Pero en el flanco izquierdo de Bagration la batalla está que arde.
–¿De verdad? ¿Por dónde queda?– preguntó Pierre.
–Venga conmigo al túmulo. Desde allí se ve bien y en la batería la cosa es aún soportable– dijo el ayudante. —¿Viene?
–Voy con usted– dijo Pierre, buscando a su caballerizo.
Sólo entonces vio por primera vez a los heridos que caminaban por sus propios pies o eran transportados en camillas. En aquel mismo pequeño prado con hileras de oloroso heno, por el que había pasado la víspera, yacía inmóvil un soldado con la cabeza torcida en una postura violenta y el chacó caído en el suelo.
–¿Por qué no lo han recogido?– empezó a decir Pierre. Pero al ver el severo rostro del ayudante que miraba hacia el mismo lugar, se calló.
Pierre no encontró a su caballerizo y siguió con el ayudante, por una vaguada, hacia el túmulo donde estaba Raievski. Su caballo seguía con dificultad a su compañero y le hacía dar frecuentes sacudidas.
–Al parecer no está acostumbrado a montar, conde– dijo el ayudante.
–No, es que... pero salta mucho– replicó Pierre, extrañado.
–¡Oh!... ¡Es que está herido– dijo el ayudante —en el brazuelo, encima de la rodilla! Seguramente ha sido un balazo. Lo felicito, conde: le baptême de feu. 431
Después de pasar entre el humo que cubría al sexto cuerpo, por detrás de la artillería que había sido adelantada y ensordecía con sus disparos, llegaron a un pequeño bosque silencioso, fresco, que olía a otoño. Pierre y el ayudante desmontaron y se acercaron al túmulo.
–¿Está aquí el general?– preguntó el ayudante.
–Estaba hace poco. Se ha ido hacia allí– le respondieron indicándole la dirección hacia la derecha.
El ayudante se volvió hacia Pierre como si ahora no supiera qué hacer con él.
–No se preocupe usted. Iré hacia el montículo, si es que se puede– dijo Pierre.
–Sí, vaya; desde allí lo podrá ver todo y sin tanto peligro; después me acercaré a buscarlo.
Pierre se encaminó hacia la batería mientras el ayudante se alejaba. No volvió a verlo y mucho más tarde supo que aquel día el ayudante había perdido un brazo.
El túmulo al que Pierre subió era el célebre lugar (conocido después por los rusos con el nombre de baterías del túmulo o batería de Raievski y por los franceses con los nombres de la grande redoute, la fatale redoute, la redoute du centre) 432en cuyas cercanías cayeron decenas de miles de hombres y que los franceses consideraban la clave de toda la posición.
El reducto constaba de un altozano en tres de cuyos lados se habían excavado zanjas.
En el terreno rodeado por las zanjas había diez cañones que disparaban a través de las aspilleras abiertas en el parapeto.
En la misma línea había otros cañones que disparaban sin descanso. Un poco más atrás se hallaba la infantería.
Cuando Pierre subió no pensó siquiera que semejante sitio, rodeado de pequeñas zanjas desde donde disparaban unos cuantos cañones, era el lugar más importante de la batalla; le pareció, al contrario (precisamente porque se encontraba él allí), que era uno de sus lugares más insignificantes.
Cuando llegó a la cumbre, Pierre se sentó en un extremo de la zanja que rodeaba la batería y con una sonrisa feliz e inconsciente contemplaba lo que ocurría en derredor. De vez en cuando se levantaba, siempre con el mismo gesto sonriente, procuraba no molestar a los soldados que se encargaban de recuperar los cañones y corrían constantemente ante él con cargas y proyectiles y se paseaba por la batería. Los cañones de esa batería, uno tras otro, disparaban sin cesar, ensordeciendo con sus estampidos y cubriendo todo de polvo y humo.