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Guerra y paz
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Текст книги "Guerra y paz"


Автор книги: Leon Tolstoi



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La familia Rostov estuvo muy atareada con los preparativos durante los tres días que precedieron a la caída de Moscú. El cabeza de familia, conde Iliá Andréievich, iba de un lado a otro de la ciudad, recogiendo toda clase de rumores, y en su casa daba órdenes superficiales y apresuradas para acelerar la marcha.

La condesa vigilaba cómo se recogían las cosas, estaba descontenta de todo y buscaba a Petia, que tenía buen cuidado de huir de ella. Sentía celos de Natasha, con quien Petia estaba siempre. Era Sonia la única que se ocupaba del aspecto práctico de la marcha: embalar las cosas. Pero ahora estaba especialmente triste y silenciosa. La carta de Nikolái, en donde hablaba de su encuentro con la princesa María, había suscitado por parte de la condesa comentarios muy alegres, hechos en presencia de Sonia. La condesa aseguraba que veía en ese encuentro un designio divino.

–Nunca me gustó el noviazgo de Natasha con Bolkonski; pero siempre deseé que Nikóleñka se casara con la princesa y tengo el presentimiento de que así ocurrirá. ¡Qué bien si así fuese!

Sonia comprendía que era cierto, que la única posibilidad de que los Rostov arreglaran su situación era el matrimonio de Nikolái con una mujer rica. La princesa María era un excelente partido. Pero eso le causaba una gran amargura. A pesar de su dolor, o quizá como consecuencia de él, cargó con todas las dificultades que suponía guardar y embalar los diversos bienes y estaba ocupada todo el día. El conde y su esposa acudían a ella cuando se trataba de tomar alguna decisión. Pero ni Petia ni Natasha ayudaban a sus padres, casi no hacían más que estorbar y molestar a los demás. Continuamente se oían sus carreras, gritos y risas inmotivadas. Reían y corrían sin causa especial, sólo por el placer de sentirse alegres y contentos. Cuanto sucedía era motivo de alegría y risa para ellos. Petia estaba contento porque había salido de su casa siendo aún niño y regresaba (según le decían todos) convertido en un hombre; también era feliz por haber vuelto al hogar y abandonado para siempre Biélaia-Tzérkov, donde no había probabilidad de intervenir en batalla alguna, mientras que en Moscú se esperaban grandes combates. Y sobre todo estaba contento porque Natasha, que siempre había influido tanto en su estado de ánimo, estaba ahora de buen humor. Natasha, por su parte, se sentía alegre porque llevaba demasiado tiempo triste y ahora nada le recordaba la causa de su tristeza y gozaba de buena salud. La alegraba también que Petia la admirara (la admiración era algo indispensable para poner en libre movimiento su máquina humana, igual que es necesaria la grasa para las ruedas). Ambos estaban alegres porque la guerra se aproximaba a Moscú, se iba a luchar en las puertas de la ciudad, ya se repartían armas y todos huían no se sabe dónde y porque ocurría algo extraordinario, cosa que siempre divierte a los seres humanos, especialmente a los jóvenes.

XIII

El sábado, día 31 de agosto, todo estaba patas arriba en casa de los Rostov. Las puertas permanecían abiertas, los muebles habían sido sacados o cambiados de lugar, descolgados los espejos y cuadros. Las habitaciones estaban llenas de baúles y en el suelo, cubierto de paja, había papel de envolver y cuerdas. Los mujiks y los criados que sacaban la carga andaban pesadamente por el parqué. En el patio se apretaban los carros, unos cargados ya hasta el tope y otros vacíos.

Por todas partes resonaban las voces y pisadas de los criados y mujiks llegados con los carros llamándose entre sí, tanto en el patio como en la casa. El conde había salido por la mañana. La condesa, con dolor de cabeza por el ruido y el ajetreo, permanecía echada en una salita nueva con compresas de vinagre en la frente. Petia no estaba en casa (había ido a ver a un amigo suyo con quien tenía intención de pasar de las milicias al ejército de operaciones). Sonia, en el salón, vigilaba el embalaje de la cristalería y la porcelana. Natasha, sentada en el suelo de su devastada habitación, en medio de vestidos, cintas y chales desperdigados, con la mirada fija en el suelo, tenía en sus manos el vestido de baile, ahora pasado de moda, que había llevado en su primer baile de San Petersburgo.

Se avergonzaba de no hacer nada en casa mientras los demás estaban tan ocupados; varias veces, desde por la mañana, había intentado dedicarse a algo, pero no se sentía capaz de nada si no era poniendo en la obra toda su alma y todas sus energías. Estuvo un rato con Sonia, viendo cómo empaquetaban la porcelana; intentó ayudarla, pero no tardó en dejarlo todo y se fue a recoger sus cosas. Primero le resultó divertido repartir sus vestidos y lazos a las doncellas, pero cuando llegó la hora de ordenar lo que quedaba, le pareció aburrido.

–Lo guardarás todo, ¿verdad, Duniasha?

Y cuando la criada, gustosamente, le prometió hacerlo, Natasha se sentó en el suelo, tomó el viejo vestido de baile y se dedicó a pensar en cosas muy distintas de las que en aquel instante habrían debido ocuparla. La sacaron de su abstracción las conversaciones de las doncellas en el departamento de la servidumbre y el sonido de sus rápidos pasos hacia la escalera de servicio. Se levantó y miró por la ventana; en la calle se había detenido un enorme convoy de heridos.

Junto al portón estaban las criadas, los lacayos, el ama de llaves, la vieja niñera, los cocineros, los cocheros y los pinches.

Natasha se echó a la cabeza un pañuelo blanco y, sujetando con la mano los dos extremos, salió a la calle.

La vieja Mavra Kuzmínishna, antigua ama de llaves, se separó del grupo que se mantenía junto al portón y acercándose a uno de los carros, cubierto con un toldo, se puso a hablar con un oficial pálido y joven, que estaba allí echado. Natasha avanzó unos pasos y se detuvo con timidez, sin soltar las puntas de su pañuelo, escuchando lo que decía el ama de llaves.

–Entonces, ¿no tiene usted a nadie en Moscú? Estaría mejor en una casa particular... Podría quedarse en la nuestra; los señores se van.

–No sé si me lo permitirán– respondió el oficial con voz muy débil. —Aquél es el jefe... pregúnteselo.

Y señaló a un grueso comandante que se acercaba por la calle siguiendo la fila de los carros.

Natasha miró asustada al oficial herido y, sin vacilar, se dirigió al comandante.

–¿Pueden quedarse los heridos en nuestra casa?– preguntó.

El comandante, sonriendo, se llevó la mano a la visera.

–¿En qué puedo servirla, señorita?

Natasha repitió tranquilamente su pregunta. Su rostro era tan grave y su porte tan serio, a pesar del pañuelo que seguía sujetando por las puntas, que el comandante dejó de sonreír; se quedó pensativo, como preguntándose hasta qué punto sería aquello posible, y después contestó:

–Oh, sí, ¿por qué no? Claro que es posible.

Natasha inclinó levemente la cabeza y volvió con pasos rápidos hacia Mavra Kuzmínishna, que seguía junto al oficial y hablaba con él tierna y compasiva.

–¡Se puede! ¡Dice que se puede!– susurró Natasha.

El coche del oficial dio la vuelta hacia el patio de la casa de los Rostov y acto seguido decenas de carros con heridos, llamados por los vecinos, entraron en otros patios de las casas de la calle Povárskaia.

A Natasha pareció agradarle la relación con nueva gente, fuera de las condiciones habituales de la vida. Ella y Mavra Kuzmínishna trataban de hacer entrar en el patio a la mayor cantidad posible de heridos.

–Pero hay que consultar a su padre, señorita– dijo Mavra Kuzmínishna.

–No importa, no importa. ¡Por un día que nos queda lo pasaremos en el salón! Podemos darles la mitad de la casa.

–¡Qué cosas se le ocurren, señorita! Hasta para meterlos en cualquier sitio hay que pedir permiso a su padre.

–Bueno, iré a preguntárselo.

Natasha corrió a casa y, de puntillas, cruzó la puerta semiabierta de la sala, de la que salía un fuerte olor a vinagre y a gotas de Hoffmann.

–¿Duerme, mamá?

–¡Oh, de dormir nada!– dijo la condesa, que acababa de quedarse dormida.

–Mamá, querida– dijo Natasha arrodillándose delante de ella y acercando su cara a la de su madre. —Perdóneme si la he despertado, no lo haré nunca más. Me manda Mavra Kuzmínishna... Trajeron aquí a unos oficiales heridos... Usted lo permite, ¿verdad? No tienen donde ir. Sé que lo permitirá...

Natasha hablaba rápidamente, sin tomar aliento.

–¿Qué oficiales? ¿A quién han traído? No entiendo nada– dijo la condesa.

Natasha se echó a reír; también la condesa sonrió débilmente.

–Ya sabía yo que usted no se opondría... voy a decirlo.

Besó a su madre, se puso en pie y salió de la habitación. En la sala contigua encontró al conde; traía malas noticias.

–¡Buena la hemos hecho con tanto esperar! Han cerrado el Club y la policía se va– dijo disgustado.

–Papá, he dicho a unos oficiales heridos que podían entrar en casa, ¿no te importa?– le dijo Natasha.

–Claro que no, querida– contestó el conde distraídamente. —Pero no se trata de eso. Lo que pido es que no te ocupes de tonterías y ayudes a empaquetar las cosas. Tenemos que marcharnos, y marcharnos mañana...– y el conde dijo lo mismo al mayordomo y a los criados.

Durante la comida Petia contó sus nuevas. El pueblo se estaba armando en el Kremlin. Aunque Rastopchin había dicho en sus pasquines que haría un llamamiento dos días antes, ya se había dado la orden para que, al día siguiente, todo el pueblo en armas saliera a Tri Gori, donde tendría lugar una gran batalla.

Mientras Petia contaba esas cosas, la condesa miraba con tímido espanto su cara enrojecida y alegre. Sabía que si decía algo, si rogaba a su hijo que no fuera al combate (estaba segura de que lo alegraba esa cercana batalla), el muchacho contestaría cualquier cosa sobre los hombres, el honor, el amor a la patria; algo insensato y obstinado, propio de hombres, a lo que nada se podía objetar. Así, todo lo echaría a perder. Por eso, con la esperanza de marcharse antes, y de llevarse consigo a Petia en calidad de protector y defensor, no dijo nada; pero después de la comida llamó al conde y, con lágrimas en los ojos, le suplicó que la sacara cuanto antes, aquella misma noche si era posible. Con la involuntaria malicia del amor, propia de las mujeres, la condesa, que hasta entonces había dado muestras de gran ánimo, juraba ahora que se moriría de miedo si no se iban aquella misma noche. Y, sin fingirlo, sinceramente, ahora sentía miedo de todo.

XIV

Mme Schoss, que había ido a casa de su hija, aumentó el miedo de la condesa con el relato de lo que había visto en la calle Miásnitskaia en un almacén de bebidas. Le había sido imposible pasar por allí a causa de la muchedumbre de borrachos que gritaban desaforadamente. Tuvo que tomar un coche y dar un rodeo para volver a casa. Según le contó el cochero, el pueblo había destrozado los barriles de vodka porque ésa había sido la orden.

Después del almuerzo todos los Rostov se pusieron a empaquetar febrilmente preparando la marcha. El viejo conde permaneció en su casa toda la tarde e iba sin descanso del patio al interior, gritaba a los criados metiéndoles prisa, aumentando aún más la confusión. Petia daba órdenes en el patio. Sonia no sabía qué hacer con las órdenes contradictorias del conde y se equivocaba continuamente. Los criados gritaban, discutían, hacían ruido y corrían por las salas y el patio. Natasha se puso a trabajar con la pasión que ponía en todas las cosas. Al principio, todos miraron con desconfianza su intervención en el embalaje, esperando cualquier broma de su parte, y no querían obedecerla. Pero ella, con ardor y obstinación, exigió que la obedecieran, se enfadaba, estuvo casi a punto de llorar porque no le hacían caso y por fin consiguió la confianza de todos.

Su primera hazaña, que le costó inmensos esfuerzos y le dio plenos poderes, fue el embalaje de los tapices. En la casa del conde había gobelinos y tapices persas de gran valor. Cuando Natasha se puso a la tarea había dos cajones abiertos; uno casi lleno de porcelana y el otro de tapices. Quedaba todavía mucha porcelana sobre la mesa y aún trajeron más de la despensa. Había que llenar un tercer cajón y los criados fueron a buscarlo.

–Espera, Sonia; lo embalaremos todo aquí– dijo Natasha.

–Es imposible, señorita; ya lo hemos intentado– dijo el cantinero.

–Espera, por favor– y Natasha se puso a sacar rápidamente del cajón los platos y fuentes envueltos en papel. —Hay que meter esos platos aquí entre los tapices– explicó.

–¡Ojalá cupieran los tapices en tres cajones!

–No, no, espera, por favor.

Y Natasha rehízo el embalaje con habilidad.

–Esto no hace falta– y se refería a los platos de Kiev. —Eso sí, con los tapices– y sacó unos platos de Sajonia.

–Déjalo, Natasha, nosotros lo haremos– dijo Sonia con tono de reproche.

–Déjelo, señorita– repitió el cantinero.

Pero Natasha no cedió. Sacó todos los objetos, los embaló de nuevo, diciendo que no era preciso llevarse las alfombras muy usadas ni la vajilla ordinaria. Cuando hubo sacado todo de los cajones, volvió a meterlo ordenadamente. Y, en efecto, dejando lo que no merecía la pena llevar, en los dos cajones cupieron los objetos más valiosos. Pero el cajón de los tapices no acababa de cerrarse. Habrían podido quitar algo todavía, pero Natasha se empeñaba en cerrarlo sin sacar nada. Colocaba las piezas de una manera y de otra, apretaba, obligaba al cantinero y a Petia, a quien hizo participar en aquel trabajo, a presionar también la tapa, y ella misma hacía esfuerzos desesperados.

–Basta, Natasha– dijo Sonia. —Veo que tienes razón; pero quita el que está encima.

–No quiero– replicó Natasha, reteniendo con una mano los cabellos que le caían sobre el rostro sudoroso y apretando con la otra los tapices. —¡Aprieta tú, Petia! Presiona tú también, Vasílich– gritaba Natasha.

Los tapices cedieron y pudieron cerrar el cajón. Natasha aplaudió, chilló jubilosa y hasta brotaron lágrimas de sus ojos. Pero fue cosa de un segundo. Al instante emprendió otro trabajo y todos la obedecieron sin vacilar. Ni el mismo conde se inquietaba cuando le decían que Natasha Ilínishna había cambiado alguna cosa mandada por él; ahora los criados acudían a ella, preguntando si debían amarrar o no el equipaje de un carro o si ya tenía bastante carga.

Gracias a la intervención de Natasha, los preparativos se aceleraron visiblemente. Las cosas inútiles se dejaban y las más valiosas se empaquetaban lo mejor posible. Mas a pesar de la diligencia de los criados, era ya bien entrada la noche y no se había terminado con todo. La condesa se quedó dormida y el conde, aplazando la marcha para la mañana siguiente, se retiró también a descansar.

Sonia y Natasha se echaron vestidas en el despacho de los divanes.

Aquella noche llegó a la calle Povárskaia un nuevo herido y Mavra Kuzmínishna, que estaba en la puerta, lo hizo entrar en casa de los Rostov. Aquel herido, en opinión de Mavra Kuzmínishna, debía ser un personaje muy importante. Lo traían en un coche cerrado con la capota bajada. Un anciano ayuda de cámara, de porte respetable, iba en el pescante, junto al cochero. Detrás, en un carro, seguían el médico y dos soldados.

–Entren, por favor. Los señores se van; toda la casa queda vacía– dijo al viejo sentado en el pescante.

–No confiamos siquiera en traerlo con vida– respondió el ayuda de cámara suspirando. —También nosotros tenemos casa en Moscú, pero está lejos y no hay nadie.

–Entren aquí, por favor. En casa de mis señores. Hay todo lo necesario– dijo ella. —Acaso, ¿está tan mal?– agregó.

–No creemos que llegue con vida– respondió con desaliento el ayuda de cámara. —Hay que preguntarle al doctor.

Bajó del pescante y se acercó al carro.

–Está bien– dijo el médico.

El ayuda de cámara volvió al coche, echó una mirada dentro, movió la cabeza y ordenó al cochero que entrara en el patio; él se detuvo junto a Mavra Kuzmínishna.

–¡Señor mío Jesucristo!– dijo la mujer.

Mavra Kuzmínishna le propuso que llevaran al herido a la casa.

–Los amos no dirán nada...

Pero había que evitar las escaleras y por ello lo llevaron al pabellón y lo instalaron en la antigua habitación de madame Schoss.

Aquel herido era el príncipe Andréi Bolkonski.

XV

Había llegado el último día de Moscú. El tiempo era otoñal, claro y alegre. Era domingo. Y, como siempre, repicaban las campanas en todas las iglesias llamando a misa. Nadie parecía comprender aún lo que esperaba a la ciudad.

Sólo dos indicadores señalaban la situación de la capital: el populacho, es decir, el estamento de la gente pobre, y el precio de las cosas. Grupos nutridos de obreros, criados y mujiks, a los que se habían unido seminaristas, funcionarios y nobles, salieron hacia Tri Gori por la mañana. Después de esperar en vano a Rastopchin y convencidos de que Moscú se entregaría, se dispersaron por tabernas y posadas. Los precios de ese día indicaban también la situación. Las armas, el oro, los carros y caballos aumentaban de valor constantemente, mientras bajaba el de los billetes de banco y objetos domésticos. Hacia mediodía, mercancías tan caras como el paño se vendían a mitad de su valor; en cambio, por un mal rocín se ofrecían quinientos rublos. Muebles, espejos y bronces se daban gratis.

En la antigua y tranquila casa de los Rostov apenas se advirtió la desaparición de las antiguas costumbres. Durante la noche habían huido tres de los numerosos criados, pero no habían robado nada. Por lo que respecta al precio de las cosas, los treinta carros llegados de las aldeas suponían una inmensa riqueza envidiada por muchos, que ofrecían a los Rostov enormes cantidades por ellos. Y no se trataba únicamente de ofertas. Durante toda la mañana del día 1 (lo mismo que la víspera) el patio de los Rostov se vio lleno de criados y asistentes de los oficiales heridos alojados allí, y de los propios heridos, como también de los albergados en las casas cercanas, que venían a suplicar que les dejaran un carro para salir de Moscú. El mayordomo, a quien se hacían tales peticiones, compadecía a los heridos, pero se negaba en absoluto a complacerlos, diciendo que ni se atrevía a hablar de ello al conde. Era una lástima que los heridos se quedaran en Moscú; pero si cedían un carro no había razón para que no dieran también otro, y así tendrían que entregar hasta los coches de los señores. Además, treinta carros no podían salvar a todos los heridos, y en la común desgracia era imposible dejar de pensar en sí mismo y en su familia. Eso era lo que opinaba el mayordomo en nombre de su señor.

Por la mañana, al levantarse aquel día, el conde Iliá Andréievich salió de su habitación sin hacer ruido para no despertar a la condesa, que acababa de dormirse, y se asomó al porche con su batín de seda morada. Los carros, ya preparados, estaban en el patio. Los coches aguardaban junto al zaguán. El mayordomo estaba hablando con un viejo asistente y un joven oficial, palidísimo, que llevaba un brazo en cabestrillo. Al advertir la presencia del conde, el mayordomo hizo un gesto severo al asistente y al oficial para que se alejasen.

–¿Qué hay, Vasílich? ¿Todo está listo?– preguntó el conde, pasándose la mano por la calva.

Miró con rostro bondadoso al oficial y al asistente y los saludó con un gesto. (Le gustaba conocer gente nueva.)

–Podemos enganchar ahora mismo, Excelencia.

–Perfectamente. En cuanto despierte la condesa saldremos, con la ayuda de Dios.

Y se volvió al oficial:

–Ustedes, señores, ¿están alojados en mi casa?

El oficial se acercó a Rostov; su pálido rostro enrojeció de pronto.

–Permítame, conde, haga el favor... Por Dios, deje... que me acomode en uno de sus carros. No traigo nada conmigo... Aunque sea en un carro. Me da igual...

Antes de que el oficial terminara de hablar, otro asistente se acercó al conde para interceder por su amo.

–¡Ah, sí, sí, sí!– contestó apresuradamente el conde. —No faltaba más... Tendré una gran satisfacción. Vasílich, manda que descarguen uno o dos carros... Bueno... los que sean... necesarios...– añadió vagamente, sin ordenarlo con claridad.

El profundo agradecimiento que se dibujó en el rostro del oficial vino a confirmar su decisión. Miró en derredor y vio que en el patio, en la puerta cochera, en el pabellón, por todas partes había heridos y asistentes. Todos miraban al conde y se acercaban al porche.

–Venga a la galería, Excelencia... Díganos qué hacemos con los cuadros...– dijo el mayordomo.

El conde entró en la casa, repitiendo la orden de que no negaran carros a los heridos.

–Se podrá descargar algo– añadió en voz baja y misteriosa, como si temiera que alguien lo oyese.

A las nueve se despertó la condesa. Su antigua doncella, Matriona Timoféievna, que ahora ejercía el cargo de jefe de gendarmes, entró para decirle que María Kárlovna estaba muy ofendida y que los vestidos de verano de las señoritas no podían quedarse en la ciudad. Respondiendo a la pregunta de la condesa sobre los motivos que Mme Schoss tenía para enfadarse, Matriona Timoféievna explicó que habían descargado su baúl de un carro; que estaban desatando todos los carros y dejaban subir a los heridos porque el conde, con su habitual bondad, lo había ordenado así. La condesa hizo llamar a su marido.

–¿Qué es eso, querido? Me dicen que están descargando de nuevo los carros.—¿Sabes, ma chère? Quería decírtelo antes... Ma chère condesita... Vino un oficial a pedirme que le dejase algunos carros para los heridos... Las cosas las podemos comprar, pero ellos, ¿cómo van a quedarse aquí? Les invitamos a pasar... ¿Te das cuenta?... Están en nuestro patio, hay oficiales... creo, ma chère, que podrían llevarlos... ¿a qué viene tanta prisa?...

El conde hablaba tímidamente, como siempre que se trataba de dinero.

La condesa estaba acostumbrada a aquel tono de voz, que precedía a todos los asuntos que habían acabado arruinando a sus hijos: la construcción de una galería o un invernadero, la organización de un teatro o de una orquesta. Y estaba acostumbrada a considerar obligación suya oponerse a cuanto él decía con esa voz tímida.

Adoptó su expresión habitual, llorosa y sumisa, y dijo:

–Escúchame, conde. Tú nos has llevado a la situación en que nos encontramos; ya no nos dan nada por nuestra casa y ahora quieres perder así toda la fortuna de nuestros hijos. Tú mismo dices que en casa hay objetos por valor de cien mil rublos. No estoy de acuerdo con lo que has hecho. ¡No estoy de acuerdo! Piensa lo que quieras. Ya está el gobierno para ocuparse de los heridos; ellos lo saben. Fíjate enfrente, en casa de los Lopujin; anteayer se llevaron a todos. Así hace la gente. Los únicos imbéciles somos nosotros. Si no lo haces por mí, hazlo al menos por nuestros hijos.

El conde agitó las manos y salió sin decir palabra.

Natasha, que entraba en aquel instante en la habitación de su madre, le preguntó:

–¿Qué pasa, papá?

–Nada. ¡Nada que te importe!– dijo el conde irritado.

–Sí, lo he oído– dijo Natasha. —¿Por qué no quiere mamita?

–¿Y a ti qué te importa?– gritó el conde.

Natasha, pensativa, se acercó a la ventana. Después dijo mirando al patio:

–Papá, viene Berg a vernos.

XVI

Berg, el yerno de los condes Rostov, era ya coronel en posesión de las cruces de San Vladimiro y Santa Ana y seguía ocupando su puesto tranquilo y grato de auxiliar del segundo jefe de la primera sección del Estado Mayor del segundo cuerpo del ejército.

El 1 de septiembre había llegado a Moscú procedente del ejército.

No tenía nada que hacer en Moscú, pero advirtió que todos querían dirigirse a la capital y creyó necesario pedir él también un permiso para resolver asuntos de familia y de intereses.

Berg llegó a casa de su suegro en un elegante coche tirado por dos vigorosos caballos semejantes en todo a los de cierto príncipe. En el patio de la casa examinó atentamente los carros, y, mientras se acercaba a la puerta, sacó un fino pañuelo y anudó una de sus puntas.

Con paso rápido y deslizante atravesó el vestíbulo y entró en la sala. Abrazó al conde, besó la mano a Natasha y a Sonia y se informó apresuradamente sobre la salud de mamá.

–¡Cómo va a estar ahora! Pero cuéntanos tú– dijo el conde. —Cuéntanos qué hacen las tropas. ¿Siguen retrocediendo o presentarán batalla?

–Sólo Dios eterno puede resolver el destino de nuestra patria, papá. El ejército arde de entusiasmo y en este momento los jefes están reunidos en consejo. No sé lo que saldrá de ahí. Pero le diré, papá, que, en general, no hay palabras dignas para describir el heroísmo del ejército ruso, la bravura que sólo puede hallarse en la Antigüedad que ellos, que él– enmendó sus palabras —puso de manifiesto el día 26. Le diré francamente– y se golpeó el pecho como había hecho un general en su presencia, pero no en el instante preciso, porque debía haberse golpeado al decir "el ejército ruso” —que los oficiales y jefes no tuvimos necesidad de animar a los soldados; al contrario, a duras penas pudimos contener esos... sí, estos heroicos hechos, antiguos– dijo atropellándose con las palabras. —El general Barclay de Tolly arriesgó la vida en todas partes delante de las tropas. Nuestro cuerpo de ejército estaba colocado en la pendiente de una colina... ¡ya puede imaginarse!– y Berg refirió todo lo que recordaba de diversos informes oídos durante aquel tiempo.

Natasha, sin apartar los ojos de su cara —mirada que turbaba a Berg—, parecía buscar en su rostro la solución de un problema.

–Nadie puede imaginar y alabar dignamente el heroísmo de los soldados rusos– dijo Berg, y, como deseando ganarse su simpatía, sonrió en respuesta a su obstinada mirada. —“Rusia no está en Moscú: está en el corazón de sus hijos.” ¿Verdad, papá?

En aquel instante entró la condesa, con aspecto sombrío y disgustado. Berg se levantó presuroso, besó su mano, se interesó por su salud y, expresando su condolencia con un movimiento de cabeza, se detuvo a su lado.

–Sí, mamá, le diré la verdad. Los tiempos son tristes y penosos para todos los rusos. Pero, ¿por qué inquietarse tanto? Todavía tienen tiempo de salir...

–No comprendo qué hacen los criados– dijo la condesa, volviéndose a su marido. —Ahora vienen a decirme que no hay nada preparado. Alguien tiene que disponer las cosas. Acaba uno por echar de menos a Míteñka. Así no terminaremos nunca.

El conde quiso objetar algo, pero se contuvo. Se levantó de su silla y se acercó a la puerta. En aquel momento, Berg sacó del bolsillo el pañuelo, como si fuera a servirse de él y mirando el nudo que había hecho antes, se quedó pensativo; después, moviendo la cabeza con un gesto triste y grave, dijo:

–Tengo que pedirle algo importante, papá.

–¡Hum!– gruñó el conde, deteniéndose.

–He pasado ahora delante de la casa de Yusúpov– dijo Berg riendo. —El administrador, al que conozco, salió a decirme si quería comprar algo. Entré por curiosidad y había allí una chiffonière y un tocador; ya sabe usted cuánto lo desea Vera y cuánto hemos hablado de eso...– (Sin darse cuenta, Berg había pasado a una entonación jubilosa cuando comenzó a hablar de la chiffonière.) —Es una maravilla; tiene cajones y una arqueta secreta. ¡Vera la desea hace tanto tiempo! Me agradaría darle ese gusto: una sorpresa. Acabo de ver a muchos mujiks en el patio. Deme uno, le pagaré bien y...

El conde frunció el ceño y carraspeó.

–Pídeselo a la condesa, yo no doy órdenes.

–Si es difícil, no hablemos del asunto, por favor– dijo Berg. —Pero me gustaría mucho por Vera.

–¡Ah, lárguense todos al diablo, al diablo, al diablo!– gritó el viejo conde. —Me da vueltas la cabeza.

Y salió de la sala.

La condesa se echó a llorar.

–Sí, mamá, los tiempos son muy difíciles– dijo Berg.

Natasha salió detrás de su padre; primero lo siguió, pero después, como dándose cuenta de lo que quería, se dirigió corriendo hacia la entrada.

Allí estaba Petia, repartiendo armas a los campesinos que iban a salir de Moscú. En el patio seguían los carros como antes. Dos habían sido descargados y un oficial, ayudado por su asistente, subía en uno de ellos.

–¿Sabes por qué fue?– preguntó Petia a Natasha, quien comprendió que su hermano se refería al enfado de sus padres, pero no respondió.

–Porque papá quería dar todos los carros a los heridos– continuó Petia. —Me lo ha contado Vasílich. Yo creo...

–Yo creo... yo creo... que es una canallada, una infamia... ¡No sé cómo decirlo!– gritó de pronto Natasha volviendo el rostro indignado hacia Petia. —¿Acaso somos unos alemanes cualesquiera?...

Los sollozos la ahogaban, y temiendo dejar escapar en vano toda su cólera, volvió las espaldas a su hermano y se lanzó escaleras arriba.

Berg, sentado junto a la condesa, la consolaba respetuosa y cariñosamente; el conde, con la pipa en la mano, iba de un lado a otro de la sala, cuando Natasha, con el rostro deformado por la cólera, irrumpió como un huracán y se acercó rápidamente a su madre.

–¡Es una vileza! ¡Una infamia!– gritó. —No es posible que usted lo haya ordenado.

Berg y la condesa la miraban perplejos y asustados.

El conde se detuvo junto a la ventana prestando oído.

–Mamita, no es posible. Mire lo que sucede en el patio. ¡Ellos se quedan!...

–¿Qué te pasa? ¿Quiénes son ellos? ¿Qué quieres?

–¡Los heridos! ¡Son los que se quedan! Es imposible, mamita querida, eso no está bien, perdóneme... ¿qué puede importarnos lo que nos llevamos? Fíjese en lo que está ocurriendo en el patio... ¡Mamita, eso no puede ser!...

El conde seguía junto a la ventana y sin volver la cabeza escuchaba a Natasha. De pronto, a punto de llorar, acercó la cara a los cristales.

La condesa miró a su hija, vio su rostro avergonzado, vio su emoción; comprendió por qué el marido no se atrevía a mirarla, y con aire desconcertado miró en derredor.

–¡Ah, haced lo que queráis! ¿Acaso soy yo un impedimento?– dijo, sin ceder aún del todo.

–Mamita, querida, ¡perdóneme!

Sin embargo, la condesa apartó a su hija y se acercó al conde.

–Mon cher, da las órdenes que creas oportunas... yo no sé...– dijo sintiéndose culpable.

–Son los huevos... los huevos los que enseñan a la gallina– dijo el conde con lágrimas de alegría, abrazando a su esposa, contenta de ocultar en su pecho el rostro avergonzado.

–Papaíto, mamita... ¿puedo dar las órdenes? ¿Puedo?...– preguntaba Natasha. —De todas maneras, nos llevaremos lo más necesario...

El conde afirmó con la cabeza y Natasha salió corriendo de la sala con la misma rapidez de cuando jugaba al escondite siendo pequeña y salió por la escalera al patio.


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