355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Leon Tolstoi » Guerra y paz » Текст книги (страница 63)
Guerra y paz
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 23:58

Текст книги "Guerra y paz"


Автор книги: Leon Tolstoi



сообщить о нарушении

Текущая страница: 63 (всего у книги 111 страниц)

El sol se ponía en la otra parte de la casa y con sus oblicuos rayos vespertinos iluminaba, a través de las ventanas abiertas, toda la habitación y la parte del cojín que contemplaba la princesa María. De pronto dejó de pensar. Se levantó inconscientemente, se alisó el cabello y se acercó a una ventana, respirando la frescura de la tarde diáfana pero ventosa.

“Sí, ahora te es más fácil admirar el crepúsculo. Él ya no existe y nadie puede impedírtelo”, se dijo. Se dejó caer en una silla y apoyó la cabeza en el antepecho de la ventana.

Alguien, con voz tierna y dulce, la llamó desde el jardín y se acercó a besar su cabeza. La princesa alzó la cabeza. Era mademoiselle Bourienne, vestida de negro con un traje adornado de encajes. Abrazó a la princesa y estalló en sollozos. La princesa María se la quedó mirando y de pronto se agolparon en su mente todos los sinsabores y celos experimentados en otro tiempo. Se acordó de que su padre, en los últimos meses, había cambiado de conducta con respecto a la francesa, no la llamaba para nada. ¡Cuán injustos habían sido, pues, los reproches que le había hecho en el fondo de su corazón! “¿Puedo juzgar a nadie, yo, yo que he deseado su muerte?”, pensó.

La princesa María imaginó vivamente la situación de mademoiselle Bourienne, a quien en los últimos tiempos había alejado de sí pero que seguía dependiendo de ella y vivía en casa ajena. La compadeció; la miró con afectuosa interrogación y le tendió la mano. Inmediatamente, mademoiselle Bourienne comenzó a llorar y a besar la mano de la princesa; le hablaba del gran dolor de la princesa y que ella compartía. El único consuelo —decía– era que la princesa le permitiera compartir aquel dolor. Decía que todos los malentendidos debían desaparecer ante aquella gran pena; que seguía sintiéndose pura ante todos y que élestaría viendo allá su afecto y su reconocimiento. La princesa escuchaba aquellas palabras sin entenderlas. Pero no dejaba de mirarla y percibir el dulce sonido de su voz.

–Su situación, querida princesa, es doblemente terrible– añadió mademoiselle Bourienne tras un breve silencio. —Comprendo que no pueda pensar en sí misma, pero, yo, por el cariño que siento hacia usted, debo hacerlo... ¿Ha visto a Alpátich? ¿Le habló de la marcha?

La princesa María no contestó. No comprendía quién debía partir, ni adonde. “¿Acaso se puede emprender algo ahora? ¿Pensar en algo? ¿Acaso no da todo igual?”

–¿Sabe que estamos en peligro, chère Marie?– siguió mademoiselle Bourienne. —Nos rodean los franceses y es peligroso salir ahora. Si nos vamos es casi seguro que caeremos prisioneras, y Dios sabe...

La princesa miraba a su amiga sin comprender del todo lo que decía.

–¡Oh! ¡Si supieran qué indiferente me es ahora todo!– dijo. —No querría por nada del mundo alejarme de él...Alpátich me ha dicho algo sobre el viaje... Hable usted con él; yo no puedo ni quiero ocuparme de nada...

–Ya hablé con él; espera que podamos partir mañana. Pero yo creo ahora que sería mejor quedarnos aquí– dijo mademoiselle Bourienne, —porque estará de acuerdo, chère Marie, en que sería terrible caer por el camino en manos de los soldados o de los campesinos sublevados.

Mademoiselle Bourienne sacó de su bolso una proclama del general francés Rameau, escrita en papel distinto del que acostumbraban a emplear los rusos, en la cual invitaba a los habitantes de las aldeas a no abandonar sus casas, porque las autoridades francesas los protegerían, y entregó el papel a la princesa.

–Creo que lo mejor sería dirigirse a ese general– dijo mademoiselle Bourienne, —estoy segura de que sería usted tratada con el debido respeto.

La princesa leyó el mensaje y unos sollozos sin lágrimas convulsionaron su rostro.

–¿Quién se lo dio?– preguntó.

–Seguramente adivinaron por mi nombre que soy francesa– repitió mademoiselle Bourienne, ruborizándose.

La princesa María, con el papel en la mano, se alejó de la ventana y, muy pálida, salió de la habitación, dirigiéndose al antiguo despacho del príncipe Andréi.

–Duniasha, llama a Alpátich o a Drónushka, a cualquiera, y di a Amelia Kárlovna que no entre– añadió al oír la voz de mademoiselle Bourienne. —¡Hay que salir, hay que salir lo antes posible!– decía horrorizada al pensar que podía quedar a merced de los franceses.

"¡Si el príncipe Andréi llegara a saber que estoy en manos de los franceses! ¡Que yo, la hija del príncipe Nikolái Andréievich Bolkonski, pido protección al general Rameau y acepto su generosidad!" Aquella idea la horrorizaba. Temblaba, enrojecía, presa de un acceso de cólera e indignación como nunca sintiera antes.

Veía ahora claramente cuán dolorosas y ofensivas, eso sobre todo, eran las circunstancias en que se hallaba. "Ellos, los franceses, se instalarán en la casa, el general Rameau ocupará el despacho del príncipe Andréi; para divertirse revolverá y leerá sus cartas y sus papeles. Mademoiselle Bourienne lui fera les honneurs de Bogout-charovo; 394me asignarán una pequeña habitación por misericordia; los soldados profanarán la reciente tumba de mi padre, para robar sus condecoraciones. Me contarán sus victorias sobre los rusos y fingirán acompañarme en mi dolor..."

La princesa María pensaba así porque se sentía obligada a ir de acuerdo con las ideas de su padre y de su hermano. Personalmente, todo le era igual: no le importaba quedarse ni lo que pudiera ocurrirle; pero se sentía representante de su difunto padre y de su hermano. Sin advertirlo ella misma, pensaba como habrían pensado ellos y sentía como ellos habrían sentido. Lo que habrían dicho, lo que habrían hecho en aquellos momentos es lo que ella creía necesario hacer. Entró en el despacho del príncipe Andréi y, tratando de compenetrarse con sus ideas, meditó detenidamente la situación.

Las exigencias de la vida, que ella consideraba desaparecidas del todo con la muerte de su padre, surgieron de pronto ante ella, subyugando su voluntad con una fuerza nueva, desconocida.

Caminó por la estancia, inquieta y enrojecida, llamando tan pronto a Alpátich como a Mijaíl Ivánovich, ya a Tijón, ya a Dron. Duniasha, la vieja niñera y las doncellas no podían decir hasta qué punto eran justificadas las afirmaciones de mademoiselle Bourienne. Alpátich no estaba en casa: había ido a ver a las autoridades. Mijaíl Ivánovich, el arquitecto, apareció con ojos soñolientos y nada pudo decirle; contestaba con la misma sonrisa con la cual —durante quince años—, sin manifestar su propia opinión, respondía al viejo príncipe, de manera que era imposible deducir nada concreto de sus respuestas. El viejo ayuda de cámara, Tijón, con señales de fatiga y las huellas de un dolor irreparable, respondía: “Estoy a sus órdenes, princesa"; y al mirarla, a duras penas dominaba los sollozos.

Por último entró en el despacho el stárostaDron. Se inclinó profundamente ante la princesa y no pasó del umbral.

La princesa María dio unas vueltas por la habitación y se detuvo delante de él.

–Drónushka– dijo, viendo en él a un amigo seguro, aquel mismo Drónushka que todos los años solía traerle de la feria de Viazma, adonde iba todos los años, unas rosquillas especiales que le ofrecía sonriente, —Drónushka, ahora, después de nuestra desgracia...– y se detuvo, porque no tenía fuerzas para proseguir.

–Todos estamos bajo la mano de Dios– dijo él suspirando. Y guardó silencio.

–Drónushka, Alpátich ha ido no sé dónde, y yo estoy sin saber a quién dirigirme. Dicen que no puedo salir; ¿es verdad?

–¿Por qué no va a poder, Excelencia? Se puede salir...

–Dicen que es peligroso a causa de la proximidad del enemigo. Amigo mío, yo no puedo hacer nada, no entiendo nada; estoy sola y quiero salir por encima de todo esta noche o mañana por la mañana.

Dron calló y miró de reojo a la princesa.

–No hay caballos– dijo. —Se lo advertí a Yákov Alpátich.

–¿Cómo que no hay caballos?– preguntó la princesa.

–¡Un castigo de Dios, Excelencia!– murmuró Dron. —Las tropas se han llevado unos... otros han reventado... ¡Llevamos un año tan malo! Falta forraje para las bestias y nosotros mismos estamos a punto de morir de hambre. A veces pasamos tres días sin comer. No hay nada, estamos completamente arruinados.

La princesa escuchaba atentamente.

–¿Arruinados los campesinos? ¿No tienen pan?– preguntó.

–Se mueren de hambre– dijo Dron; —y no hablemos de conseguir carros.

–Pero ¿por qué no lo habías dicho, Drónushka? ¿No podemos ayudarlos? Haré todo lo que pueda...

A la princesa le parecía extraño que en esos momentos, en que ella sufría tan gran dolor, existieran ricos y pobres, y que los ricos pudieran no ayudar a los necesitados. Había oído decir y sabía vagamente que había el llamado grano de los señores y que solían dárselo a los campesinos necesitados; sabía también que ni su padre ni su hermano habrían negado su ayuda a los campesinos; su único temor era equivocarse en la distribución de trigo que ella quería entregar. Se sentía contenta de tener alguna preocupación por la que pudiera olvidar, sin avergonzarse de ello, el propio dolor. Pidió a Dron detalles sobre las necesidades de los mujiks y sobre lo que en Boguchárovo pertenecía a los señores.

–Hay grano nuestro, de mi hermano, ¿verdad?

–El grano de los señores está intacto– respondió Dron, orgulloso. —Nuestro príncipe no había dado orden de venderlo.

–Entrégalo a los campesinos; dales todo lo que necesiten. Lo autorizo en nombre de mi hermano.

Dron no respondió y suspiró profundamente.

–Repártelo todo, si tienen bastante con eso. Dalo todo. Te lo ordeno en nombre de mi hermano, y diles que todo lo nuestro es suyo. Nada regatearemos para ellos. Díselo así.

Dron miraba fijamente a la princesa mientras hablaba.

–¡En nombre de Dios, madrecita! Ordena que otro se haga cargo de las llaves– dijo. —He servido durante veintitrés años y no me porté mal. ¡Líbrame de este peso, en nombre de Dios!

La princesa no comprendía lo que quería decir ni de qué pedía ser liberado. Le respondió que nunca había dudado de su fidelidad y que estaba dispuesta a hacer todo por él y los campesinos.

XI

Una hora después Duniasha entró para decir a la princesa que Dron, según sus órdenes, había reunido a los campesinos junto al granero, que deseaban hablar con su ama.

–Yo no los he llamado. Sólo dije a Drónushka que les entregara el trigo– contestó la princesa María.

–Por Dios, princesa, madrecita, mande que echen a esos hombres y no vaya a verlos. Es un engaño– dijo Duniasha. —Cuando vuelva Yákov Alpátich nos iremos de aquí... No vaya usted...

–¿Qué engaño?– preguntó la princesa, sorprendida.

–Yo sé lo que digo. No haga caso, por Dios: escúcheme a mí. Si le parece, puede preguntar a la niñera. Dicen que no quieren marcharse de aquí, como usted ordenó.

–Debe de haber una confusión. No les ordené tal cosa...– dijo la princesa María. —Llama a Drónushka.

Dron confirmó las palabras de la doncella: los campesinos se habían reunido por orden de la princesa.

–¡Pero si jamás los he llamado!– dijo la princesa María. —Te equivocas seguramente. Lo único que te dije es que les dieras el trigo.

Dron suspiró en silencio.

–Se irán, si usted lo quiere.

–No, no, iré a verlos– dijo la princesa.

Y a pesar de las súplicas de Duniasha y de la niñera, la princesa María salió al porche seguida de Drónushka, la doncella, la vieja niñera y Mijaíl Ivánovich.

“Habrán pensado que les reparto el trigo para que se queden aquí, mientras yo los abandono en manos de los franceses. Voy a prometerles alojamiento y trabajo en los alrededores de Moscú. Estoy segura de que el príncipe Andréi haría más aún si estuviera en mi lugar”, pensaba la princesa María mientras se acercaba a los campesinos reunidos en las proximidades del granero.

Ya iba anocheciendo. La muchedumbre, apretujándose, se removió quitándose rápidamente los gorros. La princesa, con los ojos bajos, se acercó a los campesinos, enredándose en el vestido al caminar. La miraban tantos ojos jóvenes y viejos y eran tan diferentes los rostros que no distinguió a ninguno. Sentía la necesidad de hablar a todos y no sabía por dónde empezar. Pero una vez más le dio valor y fuerzas la conciencia de ser la representante de su padre y de su hermano, y empezó decidida.

–Estoy muy contenta de que hayáis venido– dijo, sin levantar los ojos mientras el corazón le latía rápida y violentamente. —Drónushka me ha dicho que la guerra os ha arruinado; es nuestra desgracia común, pero nada escatimaré para ayudaros. Me voy de aquí, por el peligro... el enemigo está muy cerca... porque... Os doy todo, amigos... Os ruego que toméis todo, todo el grano es vuestro, para que no paséis necesidades. Si os dicen que es para que os quedéis aquí, no es verdad. Al contrario, os ruego a todos que os vayáis con vuestros bienes a nuestra hacienda cerca de Moscú; se os dará alojamiento y pan a todos y os prometo que no os faltará lo necesario.

La princesa se detuvo. En la muchedumbre no se oían más que suspiros.

–No lo hago en mi nombre, sino en nombre de mi difunto padre, que fue para vosotros un buen amo, y en nombre de mi hermano y de su hijo.

Se detuvo de nuevo. Nadie interrumpió su silencio.

–Nuestra desgracia es común y lo repartiremos todo en partes iguales. Todo lo mío es vuestro– añadió después, mirando a los que se hallaban más cerca.

Todos aquellos ojos la miraban con la misma expresión, cuyo sentido no podía comprender. ¿Era curiosidad, devoción, reconocimiento o susto y desconfianza?

Una voz replicó desde atrás:

–Estamos muy contentos por sus bondades, pero no tomaremos el trigo de los amos.

–¿Por qué?– preguntó la princesa María.

Nadie contestó; y la princesa María, pasando sus ojos sobre la muchedumbre, observó que todas las miradas se bajaban al encontrarse con la suya.

–¿Por qué no queréis?– repitió. Nadie le contestó.

La princesa María comenzaba a sentirse turbada en medio de aquel silencio; trataba de captar alguna mirada.

–¿Por qué no habláis?– preguntó a un viejo que, apoyado en su garrote, estaba delante de ella. —Dime si tú crees que debe hacerse otra cosa, haré todo lo preciso– dijo al captar su mirada.

Pero él, como enfadado por ello, bajó del todo la cabeza y dijo:

–¿Por qué hemos de aceptarlo? No necesitamos el trigo.

Desde distintos puntos se oyeron voces:

–¿Es que quiere que lo abandonemos todo? No estamos de acuerdo... no aceptamos. Lo sentimos por ti, pero no queremos, no aceptamos. Vete tú sola...

Y una vez más apareció en todos aquellos rostros una misma expresión; pero ahora ya era evidente que no era curiosidad ni reconocimiento, sino una decisión colérica.

–No habéis entendido, sin duda– replicó la princesa María, con una triste sonrisa. —¿Por qué no queréis marchar? Os prometo alojamiento y manutención... mientras que aquí el enemigo os arruinará...

Pero su voz se vio sofocada por las voces de la muchedumbre.

–¡No queremos! ¡Que nos arruine! ¡No aceptamos tu trigo! ¡No estamos de acuerdo!

La princesa María trataba de captar nuevamente alguna mirada de la muchedumbre, pero nadie la miraba. Aquellos ojos la evitaban. Se sintió turbada y violenta.

–¡No ha salido poco lista!– decían algunas voces. —¡Que vayamos a trabajar como esclavos para ella! ¡Cómo no! ¡Y aún dice que nos dará trigo!

La princesa María se retiró con la cabeza baja y entró en la casa. Y después de repetir a Dron la orden de preparar los carruajes para la mañana siguiente, se retiró a su habitación y se quedó a solas con sus pensamientos.

XII

Aquella noche la princesa María permaneció durante largo tiempo sentada junto a la ventana de su habitación, prestando oído a las voces de los mujiks, cuyo rumor llegaba desde la aldea. No pensaba en ellos, sin embargo: comprendía que por mucho que pensara en ellos nunca llegaría a entenderlos. Seguía pensando siempre en lo mismo: en su desgracia, que, después de la interrupción originada por las preocupaciones del momento, se había convertido en pasado. Ahora ya era capaz de recordar, llorar y rezar. El viento se había calmado con la puesta del sol: la noche estaba serena y fresca. Hacia las doce, las voces comenzaron a extinguirse. Un gallo cantó y apareció la luna llena tras los tilos del jardín; una blanca neblina, empapada de rocío, brotó de la tierra; la aldea y la casa quedaron en silencio.

Por la mente de la princesa cruzaban, unas tras otras, las escenas de un pasado reciente: la enfermedad y los últimos momentos de la vida de su padre. Se detenía ante esas imágenes con triste alegría y sólo rechazaba con horror la última, la de su muerte, porque sentía que no se hallaba con fuerzas para revivirla, ni siquiera en su imaginación, en aquella hora apacible y misteriosa de la noche. Las recordaba con tanta claridad y con tanto detalle que ya le parecían ser presente, ya pasado, ya futuro.

Recordaba vivamente el momento en que su padre había sufrido el ataque y lo llevaron, sujetándolo bajo los brazos, a través del jardín de Lisie-Gori, mientras él farfullaba algo con lengua inerte y movía las canosas cejas, mirando a su hija con expresión tímida e inquieta.

"Ya entonces quería decirme lo que me dijo después, el día de su muerte: no dejo de pensar en ello.” Y la princesa volvía a rememorar con todos sus detalles la víspera del día del ataque, cuando, presintiendo una desgracia, había permanecido junto a su padre contra la voluntad de él. No podía dormir y había bajado de puntillas hasta el invernadero, donde su padre pernoctaba aquella noche, había podido escuchar su voz cansada y débil, cuando hablaba con Tijón. Se notaba su deseo de hablar. "¿Por qué no me llamó? ¿Por qué no me permitió estar allí y ocupar el puesto de Tijón? —pensaba ahora, lo mismo que entonces, la princesa—. Ahora ya no puede decir a nadie todo cuanto sentía. No volverá nunca, ni para él ni para mí, aquel instante en que habría podido decir cuanto quisiera y yo, en vez de Tijón, lo habría escuchado y comprendido.

"¿Por qué no entré entonces? —pensó—. Tal vez me habría dicho en aquel momento lo que me dijo el día de su muerte. También habló de mí aquella noche con Tijón: preguntó por mí dos veces. Quería verme, y yo estaba detrás de la puerta. Sentía pena y tristeza por hablar con Tijón, que no lo comprendía. Recuerdo que mencionó a la difunta Lisa como si estuviera viva. Había olvidado su muerte y Tijón le recordó que ya no existía... Entonces él gritó: «¡Imbécil!». Sufría mucho. A través de la puerta pude oír cómo al tenderse en el lecho gritó: «¡Dios mío!».

"¿Por qué no entré entonces? ¿Qué habría hecho él? ¿Qué arriesgaba yo? Seguro que habría sido un consuelo para mi padre y me habría dicho aquellas palabras..."

Y la princesa María pronunció en voz alta aquellas tiernas palabras de su padre en el mismo día de su muerte:

–¡Querida!...

Repitió esas palabras y se echó a llorar con lágrimas que aliviaban el corazón. Ahora veía su rostro; no era el que había conocido siempre, y que siempre había visto desde lejos, sino un rostro tímido y débil, que vio por primera vez, con todas sus arrugas y todas sus particularidades, mientras se inclinaba para oír lo que decía.

–Alma... mía– repitió.

“¿Qué pensaba al decir aquello? ¿Qué piensa ahora?", se preguntó de pronto. Y en respuesta, vio a su padre delante de sí, con la misma expresión que tenía en su féretro: el rostro ceñido por un pañuelo blanco. Y aquel horror que se había apoderado de ella cuando lo tocó y se convenció de que ya no era él, sino algo misterioso y repelente, volvió a invadirla. Quería pensar en otras cosas, deseaba rezar, pero no podía hacerlo. Con ojos grandes, muy abiertos, miraba la claridad de la luna y las sombras, sentía miedo, esperando ver de un momento a otro su rostro muerto, pero el silencio que reinaba en la casa y sobre ella la encadenaba.

–¡Duniasha!– murmuró. —¡Duniasha!– exclamó con voz salvaje, y escapando del silencio corrió hacia la habitación de la servidumbre al encuentro de la niñera y las doncellas.

XIII

El 17 de agosto, Rostov e Ilín, acompañados tan sólo por Lavrushka, recién llegados después de su cautividad, y un húsar, salieron de su campamento de Yánkovo, a quince kilómetros de Boguchárovo, para probar un nuevo caballo comprado por Ilín y averiguar si había heno en las aldeas.

Desde hacía tres días, Boguchárovo se hallaba entre los dos ejércitos enemigos, de manera que la retaguardia rusa podía llegar allí con la misma facilidad que la vanguardia francesa. Y Rostov, como buen jefe de escuadrón, deseaba aprovecharse antes que los franceses de las provisiones que aún quedaban en aquel lugar.

Rostov e Ilín iban del mejor humor por el camino de Boguchárovo, hacia los dominios del príncipe, donde esperaban hallar numerosa servidumbre y bonitas muchachas. A ratos hacían preguntas a Lavrushka sobre Napoleón y se reían de sus palabras, y a ratos lanzaban sus monturas al galope para probar el nuevo caballo.

Rostov no sabía ni se imaginaba que la aldea a donde iban pertenecía a Bolkonski, que había sido el prometido de su hermana. Después de la última galopada llegaron a la vista de Boguchárovo, y Rostov, dejando atrás a Ilín, entró el primero en la calle de la aldea.

–¡Has salido antes!– gritó Ilín, enrojecido el rostro.

–Sí, siempre salgo antes en el prado y aquí– respondió Rostov, acariciando con la mano a su potro del Don, cubierto de espuma.

–Yo, Excelencia, en mi francés– dijo desde atrás Lavrushka, que llamaba francés a su rocín —habría podido ganarle, pero no quise darle ese disgusto.

Se acercaron al paso a los graneros, junto a los cuales había una gran multitud de mujiks.

Algunos se descubrieron; otros, sin hacerlo, miraron a los jinetes. Dos viejos altos, de rostro rugoso y barba rala, salieron cantando de la taberna dando traspiés y se acercaron sonriendo a los oficiales.

–¡Hola, buenos mozos!– dijo Rostov riendo. —¿Hay heno por aquí?

–Cómo se parecen el uno al otro...– observó Ilín.

–La alegre... la alegre char... la– cantó uno de los campesinos con feliz sonrisa.

Un mujik salió de entre el grupo y se acercó a Rostov:

–¿De qué bando sois?– preguntó.

–Somos franceses– dijo riendo Ilín. —Y éste es Napoleón en persona– añadió señalando a Lavrushka.

–Entonces, ¿sois rusos?– volvió a preguntar el campesino.

–¿Hay muchos aquí?– se interesó otro de mediana estatura acercándose a ellos.

–Muchos, muchos– replicó Rostov. —Pero, ¿por qué estáis reunidos? ¿Hay alguna fiesta?

–Son los viejos que se reúnen por asuntos de la comunidad– respondió el mujik apartándose de ellos.

En aquel momento se acercaban desde la mansión señorial dos mujeres y un hombre tocado con un gorro blanco.

–La vestida de rosa es para mí, que nadie me la quite– dijo Ilín, fijándose en Duniasha, que se acercaba decidida a ellos.

–¡Eso está por ver!– dijo Lavrushka a Ilín guiñando el ojo.

–¿Qué quieres, preciosa?– preguntó Ilín sonriendo.

–La princesa me ordena preguntar de qué regimiento son ustedes y cómo se llaman.

–Es el conde Rostov, jefe del escuadrón, y yo soy tu seguro servidor.

El mujik borracho seguía cantando, con su sonrisa feliz y sin dejar de mirar a Ilín, que charlaba con la muchacha.

Detrás de Duniasha, Alpátich, con el gorro en la mano, se acercó a Rostov.

–¿Puedo molestar a Su Señoría?– preguntó respetuoso, pero con cierto desdén, dada la juventud del oficial y metiéndose una mano por la abertura del chaleco. —Mi ama, la hija del general en jefe Nikolái Andréievich Bolkonski, fallecido el 15 de este mes, tropieza con ciertas dificultades a causa de la ignorancia de esta gente– y señaló a los campesinos, —y le pide que se digne visitarla... ¿No quiere apartarse un poco?– preguntó con triste sonrisa. —Es violento hablar delante de...– y Alpátich volvió a señalar a los dos campesinos que no cesaban de dar vueltas alrededor de ellos como tábanos en torno al caballo.

–¡Eh, Alpátich! ¡Eh, Yákov Alpátich!... Bueno... Perdona... en nombre de Cristo... ¿Ah?...– decían los mujiks con alegres sonrisas.

Rostov se quedó mirando a los borrachos, y sonrió.

–¿Tal vez esto divierte a Su Señoría?– preguntó Yákov Alpátich con seriedad, señalando a los viejos con la mano que no se había metido bajo el chaleco.

–No, no es nada divertido– dijo Rostov apartándose. —¿De qué se trata?

–Estos salvajes no permiten salir de la finca a la señora y amenazan con desenganchar los caballos, y ya tenemos cargado todo el equipaje desde esta mañana y Su Excelencia no puede marcharse.

–¡No puede ser!– exclamó Rostov.

–Tengo el honor de decirle la pura verdad– confirmó Alpátich.

Rostov echó pie a tierra, entregó su caballo al ordenanza y se dirigió a pie, acompañado de Alpátich, hacia la casa preguntando al administrador detalles de lo ocurrido. En efecto, el ofrecimiento que la princesa había hecho de entregar el grano a los mujiks, sus explicaciones con Dron y la asamblea habían embrollado tanto las cosas que el stárostaacabó por entregar definitivamente las llaves, hizo causa común con los campesinos y no atendía a las llamadas de Alpátich. Por la mañana, cuando la princesa dio órdenes de enganchar, se agruparon los mujiks junto a los graneros y manifestaron que no la dejarían salir de la aldea, que había orden de no huir y que estaban dispuestos a desenganchar los caballos. Alpátich fue a exhortarles para que no lo hicieran, pero ellos contestaron (era Karp quien más hablaba, porque Dron no se destacaba de la muchedumbre) que no podían dejar salir a la princesa, que tenían una orden a ese respecto y que si la princesa se quedaba la servirían como antes, obedeciéndola en todo.

Y mientras Rostov e Ilín se acercaban al galope por el camino, la princesa María, a pesar de las súplicas de Alpátich, la vieja niñera y las doncellas, daba orden de enganchar para salir. Al ver a los jinetes que avanzaban al galope, a los que tomaron por franceses, los postillones habían huido y la casa se llenó de llantos femeninos.

–¡Padrecito! ¡Padrecito querido! ¡Es Dios quien te ha enviado aquí!– decían voces emocionadas cuando Rostov cruzó el vestíbulo.

Rostov fue llevado al salón, donde la princesa María permanecía desconcertada y sin fuerzas. No comprendía ni quién era aquel joven, ni por qué se encontraba allí, ni qué iba a suceder. Al ver su rostro ruso y darse cuenta, desde las primeras palabras, de que tenía delante a un hombre de su ambiente, lo miró con sus ojos profundos y luminosos y comenzó a hablar con voz vacilante que temblaba de emoción. Para Rostov aquel encuentro tenía algo novelesco: "Una muchacha indefensa, destrozada por el dolor, sola, a merced de unos groseros mujiks en rebeldía. ¿Qué extraña casualidad me ha empujado hasta aquí? ¡Qué dulzura, qué nobleza hay en su rostro y en sus palabras!", pensaba Rostov mirándola y escuchando su tímido relato.

Cuando ella contó que todo había sucedido al día siguiente de la muerte de su padre, le tembló la voz. Apartó el rostro, como si temiera que Rostov pudiese ver en sus palabras un medio para despertar su compasión, y lo miró con gesto interrogativo, asustado. Rostov tenía lágrimas en los ojos. Lo notó la princesa María y miró al joven con reconocimiento, con aquella luminosa mirada que hacía olvidar la fealdad de su rostro.

–No sabría expresar, princesa, lo feliz que me siento de que una casualidad me haya traído aquí a ponerme a su entera disposición– dijo Rostov levantándose. —Dispongase a partir, y le aseguro por mi honor que nadie se atreverá a molestarla, si me permite que la acompañe– y saludó con el mismo gesto con que se saluda a las damas de sangre real, dirigiéndose a la puerta.

Con aquel tono respetuoso Rostov parecía querer demostrar que, aun considerándose feliz por haber conocido a la princesa, no quería aprovecharse de su desventura para estrechar las relaciones con ella.

La princesa María comprendió y valoró esa delicadeza.

–Le estoy muy, muy reconocida– le dijo en francés —y espero que no sea más que un malentendido y que no haya culpables.

Y de pronto, se echó a llorar.

–Perdóneme– dijo.

Rostov, frunciendo el ceño, hizo otra profunda inclinación y salió de la habitación.

XIV

—¡Qué! ¿Es guapa? La mía, la del vestido rosa, es un encanto, se llama Duniasha...

Pero al observar el rostro de su compañero, Ilín calló. Comprendió que su héroe y jefe estaba en otra disposición de ánimo.

Rostov miró malhumorado a Ilín y, sin responderle, se encaminó con paso rápido hacia la aldea.

–¡Ya verán esos bandidos! ¡Ya les enseñaré yo!– se decía a sí mismo.

Alpátich, alargando el paso para no correr, se unió al trote del húsar.

–¿Qué decisión se ha dignado tomar?– le preguntó.

Rostov se detuvo y, apretando los puños con gesto amenazador, avanzó bruscamente hacia Alpátich.

–¿Decisión?– gritó. —¡Qué decisión, vejestorio! ¿A qué esperas? Los campesinos se sublevan, ¿y tú no sabes imponerte? Eres otro traidor como ellos... Os conozco bien... ¡Os arrancaré la piel a todos!

Y como si temiese desfogar en vano su cólera, dejó a Alpátich y siguió caminando rápidamente. El administrador, reprimiendo el sentimiento de ofensa, lo siguió al trote, sin dejar de exponer sus consideraciones. Dijo que los campesinos estaban enfurecidos, que en aquel momento sería peligroso llevarles la contrariasin contar con un destacamento militar y que lo mejor sería ir antes en busca de tropas.

–¡Ya les daré yo tropas!... ¡Yo les llevaré la contraria! —decía Nikolái fuera de sí, sofocado por una cólera insensata, brutal, y por la necesidad de desahogarse.

Sin pensar en lo que iba a hacer, se adelantó hacia la muchedumbre con paso rápido y firme. Cuanto más avanzaba, más sentía Alpátich que aquel acto irreflexivo podía tener buenos resultados. Lo mismo pensaban los campesinos, que lo veían venir enérgico y resuelto, con el rostro contraído por la ira.

Desde la llegada de los húsares a la aldea y mientras Rostov se entrevistaba con la princesa, entre la muchedumbre había surgido la discordia y la confusión. Algunos comenzaron a decir que los oficiales eran rusos y podían sentirse muy ofendidos por no haber dejado salir a la princesa. Dron era de ese parecer. Pero cuando lo expuso, Karp y otros se enfrentaron con el antiguo stárosta.

–¿Durante cuántos años has chupado a costa de la comunidad?– gritó Karp. —¡A ti te da igual! Desentierras tu alcancía y te la llevas contigo... ¿Qué te importa si nuestras casas se arruinan?


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю