Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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Los criados, reunidos en torno a Natasha, no podían creer tan extraña orden hasta que el conde, en nombre de su esposa, confirmó la decisión de entregar todos los carros a los heridos y llevar los baúles a los depósitos. Cuando lo comprendieron, los criados se dedicaron a la nueva tarea con júbilo febril. Ahora ya no les parecía extraño lo mandado, que creían, por el contrario, que no podía ser de otra manera de igual modo que un cuarto de hora antes les parecía lo más natural cargar con los muebles y dejar a los heridos.
Todos, como para resarcirse de no haberlo hecho antes, se dedicaron ardorosamente a la instalación de heridos, que salían arrastrándose de las habitaciones y con rostros pálidos y felices rodeaban los carros.
Corrió la voz por las casas vecinas y comenzaron a llegar al patio de los Rostov los heridos recogidos en otras casas. Muchos de ellos se oponían a que se descargaran los bultos, conformándose con acomodarse encima; pero una vez tomada aquella decisión, no había tiempo de volverse atrás. Resultaba indiferente dejarlo todo o la mitad solamente. Los baúles con la vajilla, los bronces, cuadros y espejos, tan cuidadosamente embalados la víspera, quedaban ahora en el patio; todos buscaban y encontraban el modo de descargar más cosas para dejar puestos libres en los carros.
–Caben otros cuatro– dijo el administrador. —Puedo entregar mi carro también; si no, ¿qué será de ellos?
–Vaciad también el carro de mi guardarropa– dijo la condesa. —Duniasha vendrá conmigo en la carroza.
Se vació el carro del guardarropa y se envió en busca de algunos heridos aposentados dos casas más allá. Todos los Rostov y sus criados estaban alegres y animados. Natasha se hallaba en un estado de entusiasmo y felicidad no sentidos hacía tiempo.
–¿Dónde lo atamos?– preguntaron los criados, que colocaban un baúl en la estrecha parte trasera de la carroza. —Deberíamos dejar al menos un carro.
–¿Qué hay dentro?– preguntó Natasha.
–Los libros del conde.
–Déjalos. Vasílich los recogerá. No hacen falta.
La carretela estaba llena y no se sabía dónde iba a sentarse Piotr Ilich.
–Irá en el pescante– gritó Natasha. —Tú irás en el pescante, ¿verdad, Petia?
Tampoco Sonia estaba inactiva. Pero el objeto de su actividad era completamente opuesto al de Natasha. Ordenaba las cosas que se dejaban y las apuntaba, según deseo de la condesa, procurando llevarse lo más posible.
XVII
A las dos de la tarde los cuatro coches de los Rostov, enganchados y dispuestos para la marcha, esperaban su salida. Los carros con los heridos, uno detrás de otro, habían comenzado a salir del patio. El coche en que iba el príncipe Andréi atrajo la atención de Sonia, que, con una doncella, preparaba el asiento para la condesa en la enorme y alta carroza que esperaba frente a la puerta.
–¿De quién es este coche?– preguntó Sonia, asomándose por la ventanilla.
–¿No lo sabe, señorita?– dijo la doncella. —Es el príncipe herido... Ha pasado la noche en nuestra casa. También viene con nosotros.
–Pero ¿quién es? ¿Cómo se llama?
–Es el antiguo prometido de la señorita, el príncipe Bolkonski– respondió la doncella suspirando. —Dicen que está a punto de morir.
Sonia saltó de la carroza y corrió hacia la condesa, quien, vestida ya para el viaje, con sombrero y chal, se paseaba con aire cansado y esperaba en la sala a los suyos para sentarse, con las puertas cerradas, y rezar antes de la partida. Natasha no estaba en la habitación.
–¡Maman– dijo Sonia, —el príncipe Andréi está aquí mortalmente herido! Viene con nosotros.
La condesa, asustada, abrió los ojos; agarró a Sonia por el brazo y se volvió para mirar.
–¿Y Natasha?– dijo.
Para Sonia y la condesa aquella noticia no tenía al pronto más que un sentido. Conocían bien a su Natasha, y el temor de lo que esa noticia iba a representar para ella ahogaba en las dos todo sentimiento de compasión hacia un hombre al que ambas querían.
–Natasha no sabe nada todavía. Pero él viene con nosotros.
–¿Y dices que está a punto de morir?
Sonia afirmó con la cabeza.
La condesa la abrazó llorando.
“Los designios del Señor son inescrutables”, pensó sintiendo que en todo cuanto estaba ocurriendo se manifestaba la mano del Todopoderoso, hasta entonces oculta a las miradas de los hombres.
–¡Bueno, mamá! ¡Todo está listo! Pero ¿de qué habláis?– preguntó Natasha, entrando rápidamente en la sala con el rostro animado.
–De nada– dijo la condesa. —Si está todo preparado, podemos irnos.
Y la condesa se inclinó sobre su bolso para ocultar el rostro alterado.
Sonia abrazó y besó a Natasha, quien la miró interrogativamente.
–¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado?
–Nada... no es nada...
–¿Algo muy malo para mí?... ¿Qué es?– insistió la sensible Natasha.
Sonia suspiró, sin contestar. El conde, Petia, Mme Schoss, Mavra Kuzmínishna y Vasílich entraron en la sala. Cerraron las puertas, se sentaron y permanecieron unos segundos en silencio, sin mirarse unos a otros.
El conde fue el primero en levantarse; después, con un profundo suspiro, se santiguó vuelto hacia el icono. Todos lo imitaron. El conde abrazó a Mavra Kuzmínishna y a Vasílich, que se quedaban en Moscú, y mientras ellos procuraban apresar su mano y lo besaban en el hombro, les golpeó levemente la espalda y balbuceó algunas palabras confusas, consoladoras y cariñosas.
La condesa se dirigió al oratorio; Sonia la encontró arrodillada delante de algunas imágenes que quedaban en la pared. (Los iconos más valiosos habían sido embalados, como recuerdos de familia, y los llevaban consigo.)
En el zaguán y en el patio, los criados que se iban (a quienes Petia había armado de puñales y sables), con los pantalones metidos en las cañas de las botas altas y bien ceñidos los cinturones, se despedían de los que se quedaban.
Como suele ocurrir, a última hora quedaban muchas cosas olvidadas, los paquetes estaban mal colocados y durante bastante tiempo dos lacayos esperaron ante la portezuela abierta de la carroza para ayudar a subir a la condesa, mientras las doncellas corrían con almohadones y paquetes de la casa a los coches y de éstos a la casa.
–¡Siempre se olvidan de algo!– dijo la condesa. —Sabes bien que no puedo sentarme así.
Duniasha, con los labios apretados y sin decir nada, pero con un gesto de reproche en el rostro, subió a la carroza y acomodó el asiento de otra manera.
–¡Ah, qué gente!– decía el conde, moviendo la cabeza.
El viejo cochero Efim, el único con quien la condesa se atrevía a salir, estaba sentado en su alto pescante sin volverse siquiera para ver lo que ocurría a sus espaldas. Sus treinta años de experiencia le decían que no le darían pronto la señal de partida, y que, aun cuando se la dieran, lo detendrían aún otras dos veces para ir a buscar paquetes olvidados, y que después de eso lo harían parar otra vez y la condesa sacaría la cabeza fuera de la ventanilla y le suplicaría en nombre de Cristo que condujera con prudencia en las bajadas. Sabía todo eso. Y por esta causa, con más paciencia que los caballos (sobre todo el de la izquierda, Sokol, que empezaba a inquietarse y mordía el freno), esperaba lo que iba a ocurrir. Por último todos se acomodaron; levantaron el estribo, cerraron la portezuela y mandaron a buscar un cofrecillo. La condesa sacó la cabeza y dijo lo que tenía que decir. Entonces Efim se quitó lentamente el sombrero y se santiguó. El postillón y todos los criados hicieron lo mismo.
–¡Con Dios!– dijo Efim, y volvió a ponerse el sombrero.
–¡Adelante!
El postillón fustigó a los caballos; el de la derecha dio un tirón, chirriaron los muelles y el coche arrancó. Un lacayo saltó al pescante de la carroza en marcha. Al salir del patio, la carroza brincó sobre el empedrado; lo mismo ocurrió a los otros vehículos, y la comitiva enfiló la calle. Todos se persignaron al pasar por delante de la iglesia. Los criados que se quedaban en Moscú marchaban, acompañándolos, a los lados de los carruajes.
Pocas veces había experimentado Natasha una sensación alegre como la de aquellos instantes, sentada en el coche junto a su madre y mirando las fachadas de la inquieta y abandonada Moscú, que desfilaban lentamente ante sus ojos. De vez en cuando se asomaba a la ventanilla y paseaba la mirada por el largo convoy de heridos que los precedía. Casi a la cabeza de todos veía el toldo echado del coche del príncipe Andréi. Ignoraba quién iba allí, y cada vez que miraba la fila de sus carros, buscaba aquel coche con los ojos. Sabía que iba delante de todos.
En Kudrino, a la altura de las calles Nikítskaia, Presnia y Podnovinski, el convoy de los Rostov se encontró con otros semejantes; y por la calle Sadóvaia los coches y carros avanzaban ya en doble hilera.
Al dejar atrás la torre de Sújarev, Natasha, que seguía mirando con curiosidad a cuantos pasaban a pie o en sus coches, exclamó de pronto asombrada y feliz:
–¡Dios mío! ¡Mamá! ¡Sonia! ¡Mirad: es él!
–¿Quién? ¿Quién?
–¡Fijaos! ¡Os aseguro que es Bezújov!
Y Natasha sacó el cuerpo por la ventanilla de la carroza para mirar a un hombre alto y grueso, vestido de cochero, que, a juzgar por el porte, era un señor disfrazado. Iba a su lado un viejecillo amarillento, barbilampiño, con un capote de lana, y se acercaban al arco de la torre de Sújarev.
–Os juro que es Bezújov, el del caftán, va con un viejo que parece un niño. ¡Miradlo, miradlo!– exclamaba.
–No, no es él... No digas tonterías.
–Me dejaría cortar la cabeza, mamá. Le aseguro que es él. ¡Espera, espera!– gritó al cochero.
Pero el cochero no podía detenerse, porque desde la calle Meschánskaia desembocaban nuevos coches y carros y los conductores gritaban a los Rostov que siguieran y no entorpecieran a los demás.
En efecto, aunque bastante más lejos que antes, todos los Rostov vieron a Pierre o a un hombre que se le parecía extraordinariamente, vestido con un caftán de cochero. Iba por la calle con la cabeza baja y el rostro serio, acompañado de un viejecillo barbilampiño, que tenía todo el aspecto de un lacayo. El viejo se dio cuenta de que los miraban desde el coche y se lo indicó a su compañero, tocándole respetuosamente el codo. Pierre tardó en comprender lo que le decían: tan absorto iba en sus pensamientos. Por fin, al entenderlo, miró en la dirección que le indicaban. Reconoció a Natasha y, cediendo a su primer impulso, corrió hacia la carroza. Pero se detuvo a los pocos pasos como, si de pronto, se acordara de algo.
El rostro de Natasha, asomado a la ventanilla, resplandecía con burlona ternura.
–¡Venga, Piotr Kirílovich! ¡Lo hemos reconocido! ¡Es asombroso!– exclamó la joven, tendiéndole la mano. —¿Cómo está usted aquí? ¿Por qué va así vestido?
Pierre tomó la mano que Natasha le tendió y, siguiendo junto al coche, que no podía detenerse, la besó a destiempo.
–¿Qué le pasa, conde?– preguntó la condesa Rostova, con asombro y conmiseración.
–¿Qué? ¿Por qué? No me lo pregunte– dijo Pierre y se volvió a Natasha, cuya mirada radiante y alegre (se daba instintivamente cuenta de ello sin mirarla) lo envolvía cada vez más con su encanto.
–¿Se queda usted en Moscú?
Pierre calló un momento.
–¿En Moscú?– preguntó. —Sí, en Moscú. Adiós.
–¡Oh! Querría ser hombre. Me quedaría sin falta con usted. ¡Cómo me gustaría!– exclamó Natasha. —Mamá, permita que me quede.
Pierre miró distraídamente a Natasha y fue a decir algo. Pero la condesa se le adelantó.
–Hemos sabido que estuvo usted en la batalla.
–Sí– respondió Pierre. —Mañana habrá otra...
Mas Natasha lo interrumpió:
–Diga, ¿qué le pasa? Parece usted otro.
–No me lo pregunte, no me lo pregunte. Ni yo mismo lo sé. Mañana... Pero no. Adiós, adiós... ¡Son tiempos terribles!
Se separó de la carroza y volvió a la acera. Natasha permaneció largo rato asomada a la ventanilla, mirándolo con una sonrisa alegre y cariñosa, un poco burlona.
XVIII
Desde hacía dos días, es decir, desde que desapareció de su casa, Pierre habitaba en el piso vacío del difunto Bazdéiev. Había sucedido así:
Al día siguiente de su regreso a Moscú, después de la conversación con el conde Rastopchin, Pierre, al despertarse, estuvo largo rato sin percatarse de dónde se hallaba y qué deseaban de él. Cuando entre los nombres de quienes lo esperaban en la sala nombraron al francés portador de la carta de la condesa Elena Vasílievna sintió que lo invadía aquel sentimiento de confusión y desesperanza al que era tan propenso. Le pareció que todo había concluido ahora, que todo se confundía, se venía abajo; nadie tenía razón ni nadie era culpable; el porvenir no le reservaba ya nada y el presente no tenía solución. Sonriendo forzadamente y mascullando algo entre dientes, ya se dejaba caer en el diván, ya se ponía en pie, se acercaba a la puerta y miraba por el ojo de la cerradura a la antesala, bien gesticulando, daba la vuelta y tomaba un libro. El mayordomo anunció por segunda vez que el francés, que había traído la carta de la condesa, deseaba verlo, aunque sólo fuera un instante, y que habían venido de parte de la viuda de Bazdéiev rogándole que se hiciera cargo de los libros, porque la señora Bazdéiev se había ido al campo.
–¡Ah, sí! Ahora... Espera... Bueno, no. Di que volveré en seguida– dijo Pierre al mayordomo.
Pero en cuanto el mayordomo desapareció, Pierre tomó un sombrero que había sobre la mesa y salió por la puerta excusada de su despacho. En el pasillo no había nadie. Pierre recorrió todo el largo pasillo hasta la escalera, cejijunto y frotándose la frente con ambas manos, y bajó al primer rellano. El portero estaba en el portal. Desde el descansillo en que se hallaba Pierre otra escalera conducía a la puerta de servicio. Pierre tomó la escalera de servicio y bajó al patio. Nadie lo había visto. Pero en la calle, al cruzar el portalón, los cocheros que estaban allí se descubrieron delante del amo. Sintió todas aquellas miradas fijas en él e hizo como el avestruz, que esconde la cabeza para no ser visto. Bajó la suya, y, acelerando el paso, se alejó calle adelante.
De cuanto Pierre debía hacer aquella mañana, lo más urgente le pareció la selección de los libros y documentos de Osip Alexéievich.
Tomó el primer coche que encontró y ordenó que lo llevara a Patriárshie Prudí, donde se encontraba la casa de la viuda Bazdéiev.
Sin dejar de mirar los convoyes que avanzaban por todas partes y salían de Moscú, Pierre, al acomodar su grueso cuerpo en el carruaje, procurando no perder el equilibrio en aquel destartalado carricoche, sintió una emoción semejante a la del muchacho que escapa de la escuela.
Comenzó a charlar con el cochero, quien le contó que aquel día se distribuían armas en el Kremlin y que al día siguiente enviarían a todo el mundo a la puerta de Triojgorny, donde iba a tener lugar una gran batalla.
Cuando llegó a Patriárshie Prudí, Pierre buscó la casa de Bazdéiev, a la que no iba desde hacía tiempo. Se acercó a la puerta. Guerasim, el viejecillo amarillento y barbilampiño a quien Pierre había visto hacía cinco años en Torzhok en compañía de Osip Alexéievich, salió a abrirle.
–¿Hay alguien en casa?– preguntó Pierre.
–Debido a las actuales circunstancias, Excelencia, Sofía Danílovna y sus hijos se han ido al campo, cerca de Torzhok.
–Entraré, es lo mismo. Debo revisar los libros– dijo Pierre.
–Pase, por favor. El hermano del difunto, que en gloria esté, Makar Alexéievich, ha quedado en casa. Ya sabe usted que está muy debilitado– dijo el viejo servidor.
Pierre conocía al hermano de Osip Alexéievich, Makar Alexéievich, un alcohólico medio loco.
–Sí, sí, ya lo sé. Vamos, vamos...– y entró.
En el pasillo había un anciano, alto y calvo, de nariz colorada, envuelto en un batín, con chanclos en los pies desnudos. Al ver a Pierre rezongó algo, malhumorado, y se alejó por el corredor.
–Era un hombre de gran inteligencia y ahora, como ve, ha perdido la razón– dijo Guerasim. —¿Quiere usted entrar en el despacho?
Pierre asintió con un gesto.
–El despacho está sellado, tal como lo dejaron. Sofía Danílovna mandó que se entregasen los libros si venían a buscarlos de parte de usted.
Pierre entró en aquella sombría estancia donde penetraba tembloroso en vida del bienhechor. Estaba llena de polvo; no la habían barrido desde la muerte de Osip Alexéievich y parecía más sombría que antes.
Guerasim abrió los postigos de una ventana y salió de puntillas. Pierre recorrió el despacho, se acercó al armario de los manuscritos y sacó uno de los documentos más importantes de la orden: las actas originales escocesas, con notas y aclaraciones del bienhechor. Tomó asiento ante la mesa de trabajo, cubierta de polvo, puso en ella el manuscrito, que tan pronto abría como volvía a cerrar y, por último, dejándolo a un lado, apoyó la cabeza en las manos y se abandonó a sus propios pensamientos.
Repetidas veces Guerasim se acercó sin hacer ruido para echar una mirada al despacho y siempre vio a Pierre en la misma postura. Pasaron más de dos horas. Guerasim se permitió hacer ruido en la puerta para llamar la atención de Pierre; pero éste no lo oyó.
–¿Ordena que despida al cochero?
–¡Oh, sí!– dijo Pierre, volviendo a la realidad y levantándose rápidamente. —Oye– añadió mirando al viejo con los ojos brillantes, exaltados y húmedos, —¿sabes que mañana habrá una batalla?
–Eso dicen– respondió Guerasim.
–Te ruego que no digas a nadie quién soy, y que hagas lo que te diga...
–A sus órdenes. ¿Quiere que le sirva la comida?
–No, necesito otra cosa: necesito un traje de campesino y una pistola– dijo Pierre, enrojeciendo de pronto.
–Como usted mande– contestó Guerasim después de reflexionar.
Pierre pasó el resto de la jornada en el despacho del bienhechor; caminaba inquieto de un lado a otro y hablaba consigo mismo, como oyó Guerasim. Durmió en una cama que le prepararon allí mismo.
Guerasim, como criado que ha visto muchas cosas sorprendentes a lo largo de su vida, aceptó aquella extraña actitud sin admirarse. Parecía contento de tener a quien servir. Aquella misma tarde, sin preguntarse ni siquiera a sí mismo para qué lo quería, encontró para Pierre un caftán y un gorro y prometió que al día siguiente le conseguiría la pistola.
Aquella tarde, Makar Alexéievich, arrastrando sus chanclos, se acercó por dos veces a la puerta del despacho y se detuvo, contemplando a Pierre con aire insinuante, pero en cuanto éste se volvía, Makar Alexéievich, avergonzado y malhumorado, se cruzaba el batín y se alejaba rápidamente.
Justamente entonces, vestido con el caftán y acompañado de Guerasim, cuando se dirigía a comprar una pistola a la torre Sujáreva, Pierre se encontró con los Rostov.
XIX
El 1 de septiembre, por la noche, Kutúzov dio a las tropas rusas la orden de retroceder, pasando por Moscú, al camino de Riazán.
Las primeras fuerzas se pusieron en movimiento por la noche. Durante la marcha nocturna no se daban prisa y avanzaban lenta y tranquilamente. Pero al amanecer las unidades que se acercaban al puente de Dorogomílov vieron delante de sí y al otro lado inmensas oleadas de tropas que se empujaban en el puente, ocupando en la otra orilla calles y callejones y, detrás de sí, otras infinitas oleadas de tropas que lo presionaban. Se apoderó de los soldados una prisa y una inquietud inmotivadas. Todos se lanzaron al puente, a los vados y a las barcas. Kutúzov ordenó que lo llevaran al otro lado de Moscú por calles apartadas.
El 2 de septiembre, hacia las diez de la mañana, no quedaban en el arrabal de Dorogomílov más que las unidades de retaguardia. Todo el ejército había pasado ya el río y estaba al otro lado de Moscú.
Al mismo tiempo, el 2 de septiembre, a las diez de la mañana, Napoleón se hallaba con sus tropas en el monte Poklónnaia y contemplaba el espectáculo que se desplegaba ante sus ojos. Del 26 de agosto al 2 de septiembre, desde la batalla de Borodinó hasta la entrada del enemigo en Moscú, en el curso de toda aquella semana agitada y memorable, se mantuvo ese magnífico y sorprendente tiempo otoñal que tanto asombra a la gente, cuando el sol calienta más que en primavera y todo es tan brillante en la atmósfera leve y pura que hace daño a la vista y el pecho se fortalece y respira con facilidad un aire fresco y perfumado; cuando hasta las noches son tibias —noches cálidas y oscuras en que se desprenden del cielo a cada instante, asustando y alegrando a la vez, estrellas doradas.
Así era el tiempo el día 2, a las diez de la mañana. El esplendor diurno era mágico. Desde el monte Poklónnaia, Moscú se extendía ampliamente, con su río, sus jardines y sus iglesias; la ciudad parecía continuar su vida entre los destellos de sus cúpulas centelleantes que semejaban estrellas bajo los rayos del sol.
A la vista de tan extraña ciudad, con su arquitectura nunca vista, de formas exóticas, Napoleón experimentó esa curiosidad un tanto envidiosa e inquieta que suele invadir a la gente en presencia de formas de vida ajenas e ignoradas. Esa ciudad, al parecer, vivía plenamente; según los indefinibles indicios que, a lo lejos, permitían distinguir un ser vivo de uno muerto, aquella ciudad tenía una vida pletórica. Napoleón, desde la altura de Poklónnaia, sentía palpitar la vida en la ciudad y hasta, por así decirlo, la respiración de aquel cuerpo grande y bello.
Todo ruso, al mirar Moscú, ve en ella a una madre. Todo extranjero que la contemple, aunque no vea en ella a una madre, debe percibir su carácter femenino. Y así lo sintió Napoleón.
–Cette ville asiatique aux innombrables églises, Moscou la sainte. La voilà donc enfin, cette fameuse ville! Il était temps– dijo Napoleón, y, echando pie a tierra, ordenó que extendieran ante él un plano de Moscú y llamó al intérprete Lelorme d'Ideville. “Une ville occupée par l'ennemi ressemble à une fille qui a perdu son honneur”, 470repitió la frase que él mismo había dicho a Tuchkov en Smolensk. Y en esa disposición de ánimo contempló la beldad oriental nunca vista que aparecía tendida ante él.
A él mismo lo asombraba que su deseo, aparentemente irrealizable en otros tiempos, se hubiera por fin cumplido. Bajo aquella diáfana luz de la mañana miraba alternativamente la ciudad y el plano, comprobando todos los detalles de la ciudad; y la certeza de su pronta posesión lo inquietaba y asustaba.
“¿Podía ser, acaso, de otra manera? —pensó—. Ahí está esa ciudad, a mis pies, aguardando su destino. ¿Dónde estará ahora Alejandro? ¿Qué pensará? ¡Una ciudad extraña, bella y majestuosa! ¡Qué extraño y majestuoso momento! ¿Qué pensarán mis soldados de mí? Ésta es la recompensa para todos los escépticos —miró a su propio séquito y, más allá, a los hombres que avanzaban y se alineaban—. Bastaría una sola palabra de mis labios, un solo movimiento de mi mano, y esta vieja capital des Czars estaría perdida. Mais ma clémence est toujours prompte à descendre sur les vaincus. 471Debo mostrarme magnánimo y realmente grande... ¡Pero no, no es verdad que me encuentre ante Moscú! —se le ocurrió de pronto—. Y, sin embargo... ahí está, a mis pies, con sus doradas cúpulas y sus cruces centelleantes a los rayos del sol. Seré clemente con ella. En los antiguos monumentos de la barbarie y el despotismo inscribiré nobles frases de justicia y misericordia... Alejandro sentirá eso más que nada, lo conozco bien.”
A Napoleón le parecía que el sentido principal de cuanto ocurría se debía a su lucha personal con Alejandro.
“Desde las alturas del Kremlin, si aquello es el Kremlin, les daré leyes justas. Les mostraré la grandeza de la verdadera civilización; obligaré a generaciones enteras de boyardos a recordar con cariño el nombre de su conquistador. Diré a su delegación que nunca he querido ni quiero la guerra, que sólo he combatido la política engañosa de su Corte, que amo y respeto a Alejandro y aceptaré en Moscú condiciones de paz dignas de mí y de mis pueblos. No quiero aprovecharme del éxito de la guerra para humillar a un Emperador al que estimo. Boyardos —les diré—, yo no quiero la guerra, deseo la paz y la felicidad de todos mis súbditos. Sé, además, que la presencia de esos hombres me inspirará, y les hablaré como lo hago siempre: con precisión, solemnidad y grandeza... Pero ¿será verdad que estoy en Moscú? ¡Sí, ahí está!”
–Quon m'amène les boyards 472– dijo a su escolta.
Un general, seguido de brillante séquito, galopó inmediatamente en busca de los boyardos.
Pasaron dos horas. Napoleón había almorzado y estaba de nuevo en el mismo sitio, en el monte Poklónnaia, esperando a la delegación. En su imaginación había trazado claramente todo el discurso que pensaba dirigir a los boyardos. Unas palabras llenas de toda la dignidad y grandeza necesarias, a juicio de Napoleón.
Él mismo estaba conquistado por el tono de magnanimidad con que pensaba actuar en Moscú. En su imaginación había fijado los días de la reunionen que debían encontrarse los dignatarios rusos con los franceses, dans le palais des Czars. En su imaginación, ya nombraba gobernador a alguien que supiera atraerse a la población; y desde que supo que en Moscú abundaban los establecimientos de beneficencia, los colmaba mentalmente con sus favores. Pensaba que, lo mismo que en África, donde tuvo que vestir el albornoz y visitar las mezquitas, en Moscú sería preciso mostrarse tan caritativo como los zares. Y para conmover definitivamente el corazón de los rusos, él, como todo francés que no puede imaginar nada sentimental sin acordarse de ma chère, ma tendre, ma pauvre mere, 473decidió que en todas aquellas instituciones haría escribir en grandes caracteres: Etablissement dédié à ma chère Mereo sencillamente: Maison de ma Mère. 474
"¿Estoy de veras en Moscú? —volvió a pensar—. Sí, ahí está, delante de mí. Pero ¡cuánto tarda en llegar la delegación de la ciudad!”
Entretanto, en las últimas filas del séquito imperial, generales y mariscales discutían inquietos y en voz baja entre sí. Los que habían ido en busca de la delegación volvían con la noticia de que Moscú era una ciudad vacía y que todos sus habitantes se habían marchado. Todos sus rostros estaban pálidos e inquietos. No los asustaba que los habitantes de Moscú hubieran evacuado la capital (a pesar de la importancia de este hecho); lo que más los asustaba era tener que comunicárselo al Emperador. ¿De qué manera, sin poner a Su Majestad en esa situación que los franceses llaman ridicule, debían decirle que en vano esperaba a los boyardos y que en Moscú no quedaban más que multitudes de borrachos? Unos decían que era necesario, a cualquier precio, formar una delegación cualquiera; otros se mostraban disconformes y afirmaban que lo mejor era, con inteligencia y cautela, comunicar la verdad al Emperador.
–Il faudra le lui dire tout de même– decían los señores del séquito. —Mais messieurs... 475
La situación se hacía todavía más difícil porque el Emperador, meditando sus magnánimos proyectos, contemplaba febrilmente ante el plano, mirando de vez en cuando hacia el camino de Moscú, o sonriendo con orgullo y alegría.
–Mais c'est impossible...– comentaban encogiéndose de hombros los señores del séquito sin atreverse a pronunciar la terrible palabra: le ridicule...
Mientras tanto, el Emperador, cansado de la vana espera y notando, con su intuición de actor, que el momento solemne se retrasaba demasiado y perdía toda solemnidad, hizo un gesto con la mano. Un cañonazo —que era la señal convenida– tronó en el espacio y las tropas, que por diversas partes rodeaban Moscú, se lanzaron hacia las puertas de Tver, Kaluga y Dorogomílov. Cada vez con mayor rapidez, adelantándose unas a otras, avanzaron a paso ligero y al trote; desaparecieron bajo la polvareda que ellas mismas levantaban, atronando el aire con su confusa gritería.
Arrastrado por el movimiento de sus tropas, Napoleón llegó con ellas hasta la puerta de Dorogomílov, se detuvo allí de nuevo, dejó el caballo y estuvo un buen rato paseando a lo largo del baluarte de Kamer-Kolezhki, esperando la llegada de la delegación.
XX
Entretanto, Moscú era una ciudad vacía. Aún quedaba gente, es verdad, tal vez la quincuagésima parte de la población de antes; pero la ciudad estaba vacía, como una colmena sin reina.
En una colmena sin reina ya no queda vida, aunque para una mirada superficial siga tan viva como otras.
Bajo los cálidos rayos del sol de mediodía las abejas giran gozosas como siempre alrededor de la colmena sin reina como giran alrededor de las demás colmenas vivas. Desde lejos se percibe igualmente el aroma de la miel; las abejas entran y salen de ellas. Pero si se observa atentamente el panal sin reina se ve que en él ya no hay vida; las abejas no salen de allí como de una colmena viva; no existe el perfume ni el zumbido que atrae al apicultor. Cuando golpea la pared de una colmena enferma, en vez del zumbido unánime de miles de abejas que alzan amenazadoras la parte posterior y provocan un ruido característico con el leve movimiento de sus alas, le responden solamente algunos zumbidos aislados que suenan sordamente en distintos lugares del panal vacío... Ya no huele como antes a miel espiritosa, aromática, a cera y veneno, no se desprende de ella plenitud vital; con el olor a miel se mezcla el de vaciedad y podredumbre. Ya no hay abejas guardianas que anuncien el peligro, dispuestas a sacrificar sus vidas en defensa de la colmena; ni se oye el ruido suave y regular del trabajo, semejante al sonido de la ebullición, sino los sones dispersos y desapacibles del desorden. Las abejas expoliadoras entran y salen, tímidas y hábiles, de la colmena; son abejas oscuras, largas, sucias de miel: no pican a nadie y sólo procuran escapar de cualquier peligro. Antes, las abejas entraban cargadas y salían vacías; ahora se llevan lo que hay dentro. El apicultor abre la colmena por su parte baja y la examina atentamente; en lugar de las abejas negras y gruesas, apaciguadas por el trabajo, sujetas unas a otras por las patas, entregadas a la faena de labrar la cera, ahora ve a unas abejas adormiladas, escuálidas, que se arrastran desordenadas por el fondo y las paredes del panal. En vez de un suelo limpio y encerado, barrido por las alas, ve en el fondo desperdicios de cera, excrementos y abejas moribundas, que apenas mueven las patas, o cadáveres que yacen inmóviles y sin retirar.
El apicultor abre la parte superior de la colmena. Y ya no ve las ordenadas hileras de abejas metidas en sus celdillas dando calor a los huevos; ve ahora una actividad complicada, que no tiene la frescura de antes. Todo está sucio y abandonado; las negras abejas expoliadoras se mueven rápidas y furtivas. Las dueñas de la colmena, secas y marchitas, encogidas como viejas, se arrastran lentamente, sin molestar a nadie, sin desear nada, como si hubieran perdido toda conciencia vital. Los zánganos, los tábanos y mariposas chocan aturdidos contra las paredes de la colmena. Aquí y allá, entre la cera y la miel, se oye de vez en vez un rumor irritado. En alguna parte, por alguna vieja costumbre, dos abejas limpian sus celdillas y, con diligencia superior a sus fuerzas, sacan fuera una abeja muerta o una larva sin saber siquiera por qué lo hacen. En alguna otra parte, dos viejas abejas pelean perezosamente, o se limpian o nutren mutuamente, ignorando si lo hacen movidas por un sentimiento amistoso u hostil. Más allá, un grupo de abejas se abate sobre una víctima cualquiera, la golpean y ahogan. Y la abeja débil o muerta, ligera como una pluma, cae desde lo alto en el montón de cadáveres.