Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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Chichágov, uno de los más fervientes partidarios del cerco y captura del enemigo, que deseaba hacer, en primer lugar, un sabotaje en Grecia y luego en Varsovia e ir a todos los sitios, pero de ningún modo al que le ordenaban; Chichágov, célebre por el valor con que hablaba al Zar, consideraba que Kutúzov debería estarle agradecido porque cuando, en 1811, fue enviado a Turquía para firmar la paz, sin la participación de Kutúzov, al convencerse de que la paz ya estaba firmada, reconoció ante el Zar que todo el mérito de esa firma pertenecía a Kutúzov.
Hablando con Chichágov, Kutúzov le dijo entre otras cosas que los coches cargados con sus vajillas, capturados en Borísovo, estaban a salvo y le serían devueltos.
–Ce n'est pour me dire que je n'ai pas sur quoi manger... Je puis au contraire vous fournir de tout dans le cas même où vous voudriez donner des dîners 625– respondió Chichágov, ruborizándose, deseando demostrar con cada palabra que eso no era motivo de preocupación para él, pero sí para Kutúzov.
El general en jefe sonrió con cierta penetrante sutileza y, encogiéndose de hombros, respondió:
–Ce n’est que pour vous dire ce que je vous dis. 626
Contra la voluntad del Zar, Kutúzov detuvo en Vilna a la mayor parte de sus tropas. Quienes lo rodeaban decían que estaba extraordinariamente cansado y muy débil. Se ocupaba de mala gana de los asuntos militares y lo abandonaba todo a sus generales. En espera de la llegada del Soberano, procuraba distraerse.
El Zar había salido de San Petersburgo el 7 de diciembre con el conde Tolstói, el príncipe Volkonski, Arakchéiev y otros personajes de su séquito. El día 11 llegó a Vilna y, en su trineo, se dirigió inmediatamente al castillo. A la entrada, a pesar del frío intenso, lo esperaban casi un centenar de generales y oficiales de Estado Mayor con uniforme da gala, sin contar la guardia de honor del regimiento Semiónovski.
Un correo, que precedía al Zar en un trineo arrastrado por tres caballos sudorosos, anunció la llegada de Alejandro. Konovnitsin corrió al zaguán para avisar a Kutúzov, que aguardaba en una pequeña pieza de la portería.
Unos instantes después la gruesa y alta figura del viejo general, también con uniforme de gala y todas sus condecoraciones en el pecho, con el fajín que le oprimía el vientre, salió, balanceándose, al zaguán. Se puso el sombrero, tomó los guantes y, de lado, con gran dificultad, bajó las escaleras y tomó el informe que debía entregar al Soberano.
Todos los ojos, en medio de aquel ir y venir de susurros, de la carrera desenfrenada de una troika, estaban fijos en un trineo que se acercaba al galope y donde se veían las figuras del Zar y de Volkonski.
Pese a sus cincuenta años de costumbre, todo ello provocó en el viejo general un estado de inquietud física. Preocupado, tanteaba el uniforme con gesto nervioso y se enderezaba el sombrero en el instante preciso en que el Soberano descendía del trineo y miraba hacia él; Kutúzov volvió a ser dueño de sí mismo e irguiéndose avanzó, tendió a Alejandro su informe y habló con su voz de siempre, mesurada y sugestiva.
El Zar lo envolvió en una rápida mirada de pies a cabeza, frunció momentáneamente el ceño pero, dominándose en seguida, se acercó y lo abrazó. Y una vez más, la impresión de esa muestra de afecto relacionada con sus pensamientos más íntimos conmovió como siempre a Kutúzov, que no pudo dominar un sollozo.
Alejandro saludó a los demás oficiales, pasó revista a la guardia de honor del regimiento Semiónovski, volvió a estrechar la mano de Kutúzov y, por último, entró con él en el castillo.
Una vez a solas Alejandro le manifestó su disgusto por la lentitud con que había perseguido al enemigo y los errores cometidos en Krásnoie y el Berezina; a renglón seguido le participó sus puntos de vista sobre la futura campaña, más allá de la frontera. Kutúzov no objetó ni dijo nada. La misma expresión de sumisión inexpresiva con la que siete años antes había escuchado las órdenes del Zar en el campo de Austerlitz reaparecía ahora en su rostro.
Cuando Kutúzov salió del despacho de Su Majestad y atravesaba con sus pasos balanceantes y pesados y con la cabeza baja la sala, lo detuvo una voz.
–Alteza– decía alguien.
Kutúzov alzó la cabeza y contempló largamente los ojos del conde Tolstói, quien, de pie ante él, le presentaba un pequeño objeto en una bandeja de plata. Al parecer, Kutúzov no entendía lo que se pretendía de él.
De pronto pareció recordar; una imperceptible sonrisa vagó por su grueso rostro, e inclinándose profunda y respetuosamente tomó el objeto que le presentaban en la bandeja: era la cruz de primera clase de la Orden de San Jorge.
XI
Al día siguiente el comandante en jefe ofreció un banquete seguido de baile, que fue honrado con la presencia del Zar. Kutúzov había sido condecorado con la cruz de San Jorge de primera clase. El Soberano le tributaba los máximos honores, pero todos sabían que Alejandro estaba disgustado con él. Se observaban las conveniencias y el Zar daba el ejemplo; pero nadie ignoraba que el viejo era culpable y no servía para nada. Cuando Kutúzov, al entrar Alejandro en la sala de baile, ordenó poner a los pies del Soberano (según costumbre en la época de Catalina) las banderas cogidas al enemigo, el Zar frunció el ceño, contrariado, y profirió algunas palabras en las que ciertos cortesanos creyeron entender: “Viejo comediante”.
El descontento del Zar se acrecentó sobre todo en Vilna porque Kutúzov no quería o no podía comprender el sentido de la campaña inminente.
Y cuando Alejandro al día siguiente, delante de los oficiales reunidos en su palacio, dijo: “No habéis salvado sólo a Rusia, habéis salvado a Europa”, todos comprendieron que la guerra no había terminado.
Kutúzov era el único que no quería entenderlo así y manifestaba abiertamente su parecer de que una nueva guerra no podría mejorar la situación ni acrecentar la gloria de Rusia, sino que la situación empeoraría y rebajaría aquella cumbre de gloria a la que Rusia, según él, había llegado. Trataba de hacer comprender al Zar la imposibilidad de reclutar nuevas fuerzas, hablaba del lastimoso estado de la población, de la posibilidad de fracasos, etcétera.
Como es natural, en semejante disposición de ánimo el comandante en jefe no representaba más que un obstáculo y un freno para la guerra inminente.
Para evitar choques con el viejo se halló una solución para quitarlo de en medio, lo mismo que en Austerlitz, y que era el mismo recurso empleado con Barclay al comienzo de la última campaña: sin inquietarlo, sin decirle nada, privarlo del poder que disfrutaba y pasar ese poder al Zar en persona.
Con ese fin, y poco a poco, fue cambiando el Estado Mayor, con lo cual la fuerza principal de Kutúzov quedó deshecha y recompuesta en torno a la figura del Soberano. Toll, Konovnitsin y Ermólov recibieron otros destinos.
Y todos repetían en voz alta que el general en jefe estaba muy débil y su salud era precaria.
Debía de estar débil para ceder su puesto a quien venía a sustituirlo; y lo estaba de verdad.
Con la misma naturalidad pausada y sencilla con que, a su vuelta de Turquía, Kutúzov se había dirigido a la Cámara de Comercio de San Petersburgo para tramitar la leva de reclutas y después, cuando fue imprescindible, se lo nombró generalísimo del ejército, así, ahora, también de manera natural, simple y gradual, cuando su misión quedó cumplida, ocupó su puesto un nuevo personaje, el hombre que requería el momento histórico.
La guerra de 1812, además de estar en el corazón de todos los rusos, debía de tener otro sentido, un sentido europeo.
Al movimiento de los pueblos de Occidente a Oriente debía suceder una marcha de los pueblos de Oriente a Occidente; y para la nueva guerra se necesitaba un hombre nuevo, con calidades y opiniones distintas de las de Kutúzov; un hombre movido por otras razones.
Alejandro I era tan necesario para ese movimiento de los pueblos de oriente hacia occidente y para el restablecimiento de las fronteras nacionales como lo había sido Kutúzov para la salvación y la gloria de Rusia.
Kutúzov no entendía ni podía entender lo que significaban Europa, el equilibrio, Napoleón. Al hombre que representaba al pueblo ruso, una vez que el enemigo fue derrotado, liberada la patria y puesta en el pináculo de la gloria, a ese hombre, como ruso, nada le quedaba por hacer. Al hombre que era la personificación de la guerra nacional no le quedaba más que morir. Y murió.
XII
Como suele ocurrir en la mayoría de los casos, Pierre se resintió de las graves privaciones físicas y de las calamidades soportadas durante el cautiverio cuando tales calamidades y privaciones concluyeron. Después de su liberación se dirigió a Orel y al tercer día de su llegada, cuando se disponía a salir para Kiev, enfermó y hubo de pasar en Orel tres meses, aquejado, según decían los médicos, de una fiebre hepática. Y pese a que los médicos lo trataron, le hicieron repetidas sangrías y lo obligaron a tomar diversas medicinas, se curó.
No había dejado en él casi ninguna huella lo ocurrido desde su liberación hasta caer enfermo. Sólo recordaba el tiempo gris y sombrío, de lluvia y nieve, su interna angustia física, el dolor de los pies y en un costado; recordaba también la impresión general que le producían la desgracia y los sufrimientos de los seres humanos, la curiosidad de los oficiales y generales que lo interrogaban, sus esfuerzos por encontrar un coche y caballos y, sobre todo, la propia incapacidad para pensar y sentir en todo aquel período.
El día de su liberación había visto el cadáver de Petia Rostov. Aquel mismo día supo que el príncipe Andréi Bolkonski había sobrevivido un mes después de la batalla de Borodinó y que había muerto hacía poco en Yaroslavl, en casa de los Rostov. Y al mismo tiempo que Denísov le contaba todo eso, hizo alusión a la muerte de Elena, suponiendo que Pierre estaba enterado de ella hacía tiempo. Tal cúmulo de acontecimientos pareció entonces a Pierre simplemente extraño. Se sentía incapaz de comprender todo el significado de aquellas noticias; su único afán era salir lo antes posible de aquellos lugares donde los hombres se mataban, llegar a un refugio tranquilo donde pudiera recobrarse, descansar y reflexionar sobre tantas cosas extrañas y nuevas que había aprendido aquellos días. Pero en cuanto llegó a Orel, cayó enfermo. Recobrado de la enfermedad, Pierre vio en torno a su lecho a dos de sus criados venidos de Moscú —Terenti y Vaska– y a la mayor de las princesas, que vivía en Elets, en una hacienda de Pierre, y quien, al enterarse de su liberación y enfermedad, había acudido a cuidarlo.
Durante la convalecencia Pierre fue olvidando poco a poco las impresiones de los últimos meses, habituándose a la idea de que al día siguiente nadie lo obligaría a ir quién sabe adonde, que nadie lo echaría de su tibio lecho, ni le faltaría la comida, ni el té, ni la cena. Pero en sueños siguió durante largo tiempo viéndose en las mismas condiciones del cautiverio. Con gran lentitud fue comprendiendo las novedades que supo al ser liberado: la muerte del príncipe Andréi, la de su mujer y la derrota total de los franceses.
Un jubiloso sentimiento de libertad —de esa libertad plena, inalienable, connatural al hombre, de la que por primera vez tuvo conciencia a la salida de Moscú– colmaba el espíritu de Pierre durante su convalecencia. Lo asombraba que su libertad interna, independiente de las condiciones exteriores, rodease de un lujo, a todas luces excesivo, su libertad externa. Se encontraba solo, en una ciudad desconocida, sin amigos. Nadie exigía nada de él; nadie lo hacía ir a lugares desconocidos; poseía todo cuanto deseaba; lo que pensaba antes de su mujer y lo había atormentado tanto ya no existía puesto que ella tampoco existía.
“¡Ah, qué bien! ¡Qué maravilla!”, se decía cuando le acercaban la mesa cubierta de un mantel limpio, sobre el cual habían puesto una taza de oloroso caldo; o cuando para dormir se echaba en un lecho blando, o cuando se acordaba de que todo había acabado, lo de su mujer y lo de los franceses. “¡Qué bien! ¡Qué maravilla!”
Siguiendo su vieja costumbre, solía preguntarse: “¿Y después, qué voy a hacer?”. Y en seguida se respondía: “Nada: viviré... ¡también eso es maravilloso!”.
Ya no existía aquel objetivo vital por el que había sufrido tanto y que siempre buscaba. Y no se debía a una simple casualidad si ese objetivo había dejado de existir en aquellos momentos, se daba cuenta de que no existía ni podía existir. Y esa ausencia de un fin determinado le proporcionaba esa conciencia perfecta y alegre de libertad, que entonces lo hacía tan feliz.
No podía tener un objetivo, porque ahora poseía la fe: no la fe en determinadas normas o palabras, ni la fe en unas ideas, sino la fe en un Dios vivo siempre presente. Hasta entonces lo había buscado en los objetivos que se planteaba; porque aquella búsqueda de un fin no era más que la búsqueda de Dios. Y de súbito, en el cautiverio, había conocido, sin necesidad de palabras ni de razonamientos sino por sentimiento directo, lo que su niñera le había dicho muchos años atrás: Dios está aquí, en todas partes. Pierre había aprendido que el Dios de Karatáiev era más grande, infinito e inconcebible que el Arquitecto del Universo reconocido por los masones. Y experimentaba el sentimiento de un hombre que ha encontrado de pronto bajo sus pies lo que había buscado durante mucho tiempo, mientras dirigía la vista a lo lejano. Durante toda su vida Pierre había mirado a un punto distante por encima de las cabezas de los hombres que lo rodeaban. Y ahora sabía que no era necesario fijar la vista allí, sino mirar sencillamente ante sí.
Hasta entonces no había sabido ver en nada lo grande, lo inconcebible e infinito. Sabía que estaba en alguna parte y lo buscaba. En todo lo cercano, comprensible, veía únicamente la limitación, lo mezquino, la vulgaridad, lo absurdo; procuraba, utilizando mentalmente una especie de anteojo, ver a lo lejos, allí donde lo mezquino y vulgar se perdían de vista en medio de una bruma difusa, pareciéndole por ello grande e infinita. Así veía la vida europea, la política, la masonería, la filosofía, la filantropía. No obstante, también entonces, en los instantes que él consideraba como una debilidad suya, su mente superaba aquella lejanía y veía, también allí, lo mezquino, lo vulgar y lo absurdo. Ahora, en cambio, había aprendido a ver lo grande, infinito y eterno en cada cosa; y como algo lógico, para verlo bien, para gozar de su vista, apartó de sí el anteojo con el que había mirado por encima de sus semejantes y contempló alegremente la vida eternamente mudable, eternamente grande, inconcebible e infinita que lo rodeaba. Y cuanto más de cerca la miraba, tanto más tranquilo y feliz se sentía. Aquella terrible pregunta del “¿por qué?”, que echaba abajo todas sus construcciones mentales, había dejado de existir para él. En su alma había desde entonces una simple respuesta; porque existe Dios, ese Dios sin cuya voluntad no cae ni un solo cabello de la cabeza del hombre.
XIII
Pierre no había cambiado apenas en su manera de ser. Seguía siendo, aparentemente, el mismo de antes: distraído, ocupado, al parecer, no en lo que tenía delante sino en algo peculiar y suyo. La diferencia entre su estado anterior y el de ahora consistía en que antes, cuando olvidaba lo que tenía delante o lo que le decían, dolorosas arrugas surcaban su frente, como si tratara de ver y no consiguiera distinguir algo demasiado alejado de él. Ahora olvidaba también lo que tenía delante o le decían; pero fijaba su atención en lo que le decían con una imperceptible sonrisa irónica, aunque era evidente que veía y escuchaba algo absolutamente distinto. Antes parecía una buena persona, pero desgraciada; por ello la gente se alejaba de él aun sin darse cuenta. Ahora, su rostro estaba siempre iluminado por una sonrisa jubilosa y en sus ojos se transparentaba la simpatía por los hombres, la pregunta de si estaban todos tan a gusto como lo estaba él. Y los demás se encontraban siempre bien en su presencia.
Antes hablaba mucho; se acaloraba en las discusiones y escuchaba poco; ahora rara vez se apasionaba y sabía escuchar de tal manera que todos le confiaban de buen grado sus más íntimos secretos.
La princesa, su prima, que nunca había manifestado afecto por él, afecto convertido en hostilidad después de la muerte del viejo conde, pues se sentía en deuda con Pierre, ahora, después de una breve estancia en Orel a donde había ido para demostrar que, pese a su ingratitud, consideraba como un deber suyo cuidarlo, sintió con asombro que lo quería. Pierre no hacía nada para ganarse su simpatía; se limitaba a observarla con curiosidad. Hasta entonces, la princesa siempre había notado que Pierre no sentía por ella más que una burlona indiferencia a la cual oponía la faceta defensiva de su carácter, encerrada en sí misma, lo mismo que hacía con otras personas; ahora, en cambio, le parecía que él trataba de comprenderla, de escuchar atentamente cuanto le decía, y —al principio con desconfianza, después con gratitud– no ocultaba ante él las íntimas y excelentes cualidades de su alma.
El hombre más astuto no habría logrado ganar más hábilmente la confianza de la princesa; Pierre lo consiguió reanimando los recuerdos del mejor período de su juventud y mostrando por ellos profunda simpatía. Pero toda la sabiduría de Pierre se reducía a buscar su propia satisfacción, despertando en la seca princesa, orgullosa a su manera, sentimientos humanos.
“Sí, es un hombre muy bueno, cuando no se encuentra bajo la influencia de gentes malas, sino de personas como yo”, se decía la princesa.
También los criados Terenti y Vaska habían observado, a su modo, el cambio ocurrido en Pierre. Les parecía que el amo era mucho más sencillo. Con frecuencia, Terenti, después de haberlo desvestido y haberle deseado una buena noche, se detenía antes de salir, con las botas en una mano y el traje al brazo, en espera de que el señor iniciara con él alguna conversación. Y casi siempre Pierre lo retenía, al ver que su criado tenía deseos de hablar.
–Y bien, cuéntame... ¿cómo conseguíais lo necesario para comer?– preguntaba.
Y Terenti le hablaba de las calamidades de Moscú, del difunto conde, y se quedaba así durante largo rato, con el traje de su amo en el brazo, hablando y a veces escuchando los relatos de Pierre; y después salía de la habitación con la grata conciencia de la intimidad con su señor y lleno de cariño hacia él.
El médico que cuidaba de Pierre iba a verlo cada día; y aun cuando, según la costumbre de los médicos, creyera un deber asumir el aire de un hombre cuyos minutos son preciosos para el bien de la humanidad que sufre, se quedaba horas junto al paciente, le refería sus historias favoritas y sus observaciones sobre el comportamiento de los enfermos en general y de las damas en particular.
–Con un hombre como usted, da gusto conversar– decía. —No es lo mismo que con la gente provinciana...
En Orel vivían algunos oficiales del ejército francés, prisioneros, y un día el médico llevó a uno de ellos a casa de Pierre; era un joven italiano. Ese oficial acudía con frecuencia, y a la princesa le hacía gracia el cariño que el italiano mostraba hacia Pierre.
El oficial italiano parecía únicamente feliz cuando podía ir a casa de Pierre, conversar con él, contarle su propio pasado, su vida familiar, sus amores, y expresarle su indignación contra los franceses y especialmente contra Napoleón.
–Si todos los rusos se parecen, aunque sea un poco a usted– decía a Pierre, —c'est un sacrilège de faire la guerre à un peuple comme le vôtre. 627Usted, que ha sufrido tanto por culpa de los franceses, no muestra ni siquiera rencor alguno contra ellos.
Si Pierre se había ganado aquel apasionado afecto del italiano era únicamente por haber despertado en él lo mejor de su alma y porque le complacía verlo.
En los últimos tiempos de su estancia en Orel recibió la visita de un viejo amigo, el conde Villarski, el mismo masón que lo había introducido en la logia en 1807. Villarski se había casado con una rusa muy rica, propietaria de grandes haciendas en la provincia de Orel, y ocupaba en la ciudad, provisionalmente, un cargo relacionado con la intendencia.
Al saber que Bezújov estaba en Orel, Villarski acudió a visitarlo, aunque nunca los habían unido lazos de amistad estrecha, con esas manifestaciones de afecto propias de las personas que se encuentran en un desierto. Villarski se aburría en Orel y lo alegró encontrar a un hombre de su mundo y su posición, al que suponía interesado por los mismos problemas que a él lo inquietaban.
Pero, con asombro, no tardó en darse cuenta de que Pierre se hallaba muy atrasado con respecto a la vida real y había caído —era su opinión– en la apatía y el egoísmo.
“Vous vous encroutez, mon cher” 628le decía y, sin embargo, Villarski experimentaba mayor placer que antes con la compañía de Pierre e iba a visitarlo cada día. Y contemplando y escuchando a su visitante, Pierre hallaba cada vez más inverosímil el haber sido hasta hace poco semejante a él.
Villarski estaba casado; tenía hijos, se ocupaba de los asuntos de su mujer, de la familia y de su empleo; consideraba todas esas ocupaciones como un obstáculo en su vida, algo despreciable, porque sólo veía en ellas el bienestar personal y el de los suyos. Los asuntos militares, administrativos, políticos y de la masonería ocupaban toda su atención; y Pierre, sin intentar hacerlo cambiar de opinión, sin reprocharle, con una ironía que se mostraba siempre alegre y apacible, no dejaba de admirar aquel fenómeno que tan bien conocía.
En sus relaciones con Villarski, con la princesa, con el médico y, en general, con toda la gente que trataba, había ahora en el carácter de Pierre un rasgo nuevo que le hizo ganar la simpatía de todos: la aceptación de que cada persona puede pensar, sentir y opinar a su modo y el convencimiento de que es imposible disuadirla por medio de la palabra. Esa legítima peculiaridad individual, que en otro tiempo había atormentado y turbado a Pierre, constituía ahora el fundamento de su simpatía e interés por los hombres. La diferencia, la total contradicción de las opiniones que defendían y la vida que llevaban lo divertían y provocaban su sonrisa irónica y bondadosa.
En los asuntos prácticos, Pierre notaba ahora, de un modo imprevisto, que contaba con el punto de apoyo que antaño le faltaba. En otros tiempos cualquier cuestión de dinero, sobre todo las peticiones que, dada su enorme riqueza, le hacían con frecuencia, lo sumían en un mar de confusiones. “¿Le doy o no? —se preguntaba—. Tengo mucho y ese hombre lo necesita. Pero aquel otro tiene más necesidad aún. ¿Quién lo necesita más? ¿Y si los dos me engañan?” Antes no encontraba solución a esas preguntas y daba a todos. La misma turbación le producía cualquier consejo sobre el modo de administrar sus bienes de fortuna.
Ahora, con gran asombro suyo, ya no encontraba en semejantes problemas dudas ni confusiones. Había ahora en él una especie de juez que, de acuerdo con determinadas leyes, ignoradas por él mismo, le dictaba lo que convenía hacer o no hacer.
Como antes, no sentía atracción por el dinero, pero sabía perfectamente lo que debía o no debía hacer con él. El primer caso práctico a resolver por ese juez fue el de un coronel francés prisionero, quien después de contarle con todo detalle sus proezas le pidió, casi exigiendo, cuatro mil francos para enviárselos a su mujer y a sus hijos. Pierre, sin esfuerzo alguno, se los negó, admirándose después de lo fácil y sencillo que resultaba hacerlo; en otros tiempos le habría parecido una dificultad invencible. Y al mismo tiempo que denegaba la petición del coronel, pensaba cómo hacer, antes de irse de Orel, para que el oficial italiano aceptase el dinero que evidentemente necesitaba. Una nueva prueba de la opinión de Pierre en los asuntos monetarios fue la cuestión de las deudas de su mujer y la reconstrucción de las casas y villas que poseía en Moscú.
Su administrador principal fue a visitarlo en Orel para informarlo del estado de sus rentas, muy distintas de las anteriores. Según el administrador, el incendio de Moscú suponía para Pierre la pérdida de unos dos millones de rublos. Para consolarlo de esa pérdida, presentó a su amo las cuentas de tal manera que, a pesar de todo, los ingresos, en vez de descender, aumentarían si se negaba a pagar las deudas de su mujer (a lo que no estaba obligado) y si renunciaba a reconstruir las casas de Moscú y los alrededores, cuyo mantenimiento suponía un gasto de ochenta mil rublos al año sin beneficio alguno.
–Sí, sí, es verdad– sonrió alegremente Pierre. —No necesito nada de eso. Después del saqueo me he hecho mucho más rico.
Pero en enero Saviélich llegó a Moscú, le habló del estado de la ciudad y le mostró el presupuesto que había hecho el arquitecto para la reconstrucción de su casa y de las villas próximas, refiriéndose a ello como si el asunto estuviera ya resuelto. Por aquel entonces Pierre recibió algunas cartas del príncipe Vasili y de otras amistades de San Petersburgo. Se referían a las deudas de su mujer e hicieron pensar a Pierre que el proyecto del administrador, que tanto le había gustado al principio, era inaceptable y él mismo debía ir a San Petersburgo para saldar aquellas deudas y reedificar la casa de Moscú.
Ignoraba el motivo de tener que proceder de ese modo, pero sentía la necesidad de hacerlo. Sus rentas disminuirían en tres cuartas partes, pero había que obrar así.
Villarski salía para Moscú y determinó irse con él.
Durante toda su convalecencia en Orel, Pierre había experimentado la alegría de la libertad y de la vida; ese sentimiento fue aumentando a lo largo del viaje, cuando se encontró al aire libre y fue viendo caras nuevas y conocidas. Durante todo aquel viaje sentía la misma alegría que el escolar durante las vacaciones. Todos los rostros, desde el postillón hasta el maestro de postas y los campesinos, tenían para él un nuevo sentido. La presencia y las observaciones de Villarski, que se lamentaba de la pobreza de Rusia, de su ignorancia y su atraso con respecto a Europa, no hacían más que estimular la alegría de Pierre. Donde Villarski veía el soplo de la muerte, Pierre veía una prueba de extraordinaria vitalidad, una fuerza que en medio de la nieve sostenía allí la vida de aquel pueblo unido, peculiar y único. No discutía las opiniones de Villarski; parecía estar de acuerdo con él (ya que esa conformidad fingida era el camino más corto para evitar discusiones que a nada conducirían); y mientras lo escuchaba, sonreía alegremente.
XIV
Así como es difícil explicar por qué y hacia dónde corren las hormigas de un hormiguero destruido, por qué unas sacan briznas, huevecillos y cadáveres y otras vuelven a ese hormiguero, por qué chocan entre sí, se alcanzan y luchan, igual de difícil sería explicar las causas que obligaron a los rusos, tras la retirada de los franceses, a congregarse en aquel lugar antes llamado Moscú. Si miramos a las hormigas, dispersas en torno al hormiguero totalmente deshecho, si contemplamos su energía y su número incalculable, comprenderemos en seguida que todo está destruido excepto algo indestructible y no material que constituye la verdadera fuerza del hormiguero; lo mismo ocurría en Moscú por los días de octubre, aunque no hubiera allí ni autoridad, ni iglesias, ni santuarios, ni riquezas, ni siquiera casas. Seguía siendo la misma ciudad que había sido en agosto. Todo yacía destruido excepto ese algo no material, pero poderoso e imperecedero.
Los motivos que impulsaban a los hombres que desde todas partes corrían hacia Moscú, después de la huida del enemigo, eran variadísimos, personales y, en los primeros días, salvajes y bestiales sobre todo. Un solo objetivo empujaba a todos: llegar lo antes posible al lugar llamado antes Moscú y reemprender su propia actividad.
Una semana más tarde había en Moscú quince mil habitantes; a las dos semanas eran veinticinco mil, etcétera. Aumentando cada vez más, la cifra llegó a superar en el otoño de 1813 a la población de 1812.
Los primeros rusos que entraron en Moscú fueron los cosacos del destacamento de Wintzingerode, los mujiks de las aldeas cercanas y los habitantes de la capital que se habían escondido en las proximidades. Y lo primero que hicieron esos rusos que entraron en la ciudad arruinada y saqueada fue entregarse también al pillaje, prosiguiendo así la obra de los franceses. Los campesinos acudían con carros para llevarse a sus aldeas todo lo que aún podían encontrar abandonado en las casas destruidas o en las calles. Los cosacos cargaron con cuanto pudieron; los propietarios llevaban a sus casas lo que lograban encontrar en otras, con el pretexto de que les pertenecía.
A los primeros saqueadores sucedieron otros y otros; cada día, a medida que crecía su número, el saqueo se hacía más y más difícil y tomaba formas precisas.
Los franceses habían encontrado una Moscú vacía que conservaba todavía su forma de ciudad organizada con diversos servicios de comercio, artesanía, objetos de lujo, gerencias estatales y eclesiásticas. Eran formas carentes de vida que, a pesar de ello, existían. Había tiendas, almacenes, bazares, la mayoría con mercancías; había fábricas, talleres de artesanos, palacios, casas lujosas, llenas de objetos de gran valor; había hospitales, presidios, oficinas públicas, iglesias y catedrales. Cuanto más se prolongaba la estancia de los franceses en la ciudad, mayor era la destrucción de esas formas de vida urbana y, al final, todo quedó reducido a un campo indiviso de pillaje, carente de vida.
Cuanto más se prolongaba el saqueo de los franceses, más se destruían las riquezas de Moscú y menores eran las fuerzas de los saqueadores. El saqueo de Moscú por los rusos comenzó cuando sus tropas llegaron a la capital, y cuanto más duraba su estancia, cuanto mayor el número de sus participantes, más rápida era la reconstrucción de las riquezas y de la vida regulada.
Además de los saqueadores afluían a Moscú las gentes más diversas, arrastradas ya por la curiosidad, ya por los deberes de trabajo, ya por el cálculo: eran propietarios de casas y clérigos, funcionarios altos y pequeños, mercaderes, artesanos, campesinos.