Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
Жанр:
Классическая проза
сообщить о нарушении
Текущая страница: 97 (всего у книги 111 страниц)
–No, no me voy– contestó presuroso, sorprendido y como ofendido. —Aunque sí, mañana; pero no me despido de ustedes, pasaré a recoger sus encargos– añadió, quedándose de pie ante la princesa, muy ruborizado y sin decidirse a marchar.
Natasha le tendió la mano y salió. La princesa María, en vez de retirarse, se dejó caer en el sillón y con sus ojos profundos y luminosos miró con atenta seriedad a Pierre. Había desaparecido del todo el anterior cansancio. Suspiró larga y profundamente, como preparándose a una prolongada conversación.
La turbación y el embarazo de Pierre desaparecieron en cuanto se fue Natasha. Inquieto y animado, acercó rápidamente su butaca a la butaca de la princesa.
–Sí, le quería decir– comenzó, contestando a su mirada. —Ayúdeme, princesa. ¿Qué debo hacer? ¿Puedo confiar? Escúcheme, amiga mía. Lo sé todo; sé que no la merezco, que es imposible hablar de eso ahora. Pero deseo ser como un hermano. No, eso no... no lo quiero, no puedo...
Se detuvo un instante y se frotó los ojos y la cara con las manos.
Después, haciendo visibles esfuerzos para hablar de manera coherente, prosiguió:
–No sé desde cuándo la amo; pero la he amado durante toda mi vida, tanto, que no puedo imaginarme la existencia sin ella. No me atrevo a pedir su mano ahora, pero el solo pensamiento de que podría ser mía y de que perdería esa posibilidad... esa posibilidad... es terrible. Dígame, ¿puedo tener esperanza? ¿Qué debo hacer? Querida amiga...– añadió tras un breve silencio, tocándole el brazo porque ella, abstraída en sus pensamientos, no contestaba.
–Pienso en lo que usted me ha dicho– respondió la princesa María. —Tiene usted razón, hablarle ahora de amor...
La princesa María se detuvo. Quería decir: “es imposible ahora”, pero no siguió porque desde hacía tres días observaba, por el cambio operado en Natasha, que el amor de Pierre, lejos de ofenderla, era lo único que deseaba.
–Hablarle ahora... no puede ser– dijo, sin embargo.
–Entonces, ¿qué debo hacer?
–Confíe en mí– respondió la princesa. —Yo sé...
Pierre la miró a los ojos.
–Sí, sí...
–Sé que ella lo ama... que lo amará...– rectificó.
No había terminado de decir esas palabras cuando Pierre se puso en pie de un salto con cara de susto y sujetó la mano de la princesa.
–¿Por qué dice usted eso? ¿Cree que puedo esperar? ¿Lo cree?
–Sí, lo creo– sonrió la princesa María. —Escriba a los padres de Natasha y, por lo que respecta a ella, confíe en mí. Le hablaré en el instante oportuno. Lo deseo y mi corazón presiente que será así.
–¡Oh, no, no es posible! ¡Qué feliz soy! ¡Pero eso no puede ser!... ¡Qué feliz soy!– exclamó Pierre, besando las manos de la princesa.
–Váyase a San Petersburgo. Será mejor. Yo le escribiré.
–¿A San Petersburgo? ¿Marcharme? Sí, está bien, me iré. Pero ¿podré volver mañana a su casa?
Al día siguiente, Pierre acudió a despedirse. Natasha parecía menos animada que en los días anteriores; pero, ahora, al mirarla de vez en cuando a los ojos, Pierre tenía la sensación de que él desaparecía, que no estaban ni él ni ella, sino sólo un sentimiento de felicidad.
“¿Será verdad? No, no es posible”, se decía a cada mirada, a cada palabra, a cada gesto de Natasha, que lo llenaban de alegría.
Al despedirse de ella tomó en las suyas su mano fina y delgada y la retuvo involuntariamente unos segundos.
“¿Será posible que esta mano, ese rostro, esos ojos, todo ese tesoro de gracia femenina vaya a ser eternamente mío, algo tan habitual como lo soy yo para mí mismo?... ¡No, no es posible!...”
–Adiós, conde– dijo ella en voz alta. —Lo esperaré con mucha impaciencia– añadió en un susurro.
Y esas sencillas palabras, la mirada y la expresión de su rostro, fueron durante dos meses para Pierre materia de inagotables recuerdos, interpretaciones y ensueños felices. “ Lo esperaré con mucha impaciencia... Sí, sí. ¿Cómo lo dijo? Sí, lo esperaré con mucha impaciencia. ¡Oh, qué feliz soy! ¡Cómo es posible... qué feliz soy!...”, se decía a sí mismo.
XIX
Nada semejante había sentido Pierre, en parecidas circunstancias, cuando los esponsales con Elena.
No repetía como entonces, con enfermiza vergüenza, las palabras dichas por él, no se decía a sí mismo: “Ah, ¿por qué no dije eso y por qué, por qué dije en aquel momento: « Je vous aime»?”. Ahora, en cambio, repetía en su imaginación cada una de sus palabras y las de Natasha, y evocaba todos los detalles de su rostro y su sonrisa, sin deseos de poner ni quitar nada, con la única aspiración de repetirlas una y otra vez. No tenía ni sombra de duda sobre si estaba bien o mal lo que hacía. A veces lo asaltaba una terrible incertidumbre. “¿No sería todo un sueño? ¿No estaría equivocada la princesa María? ¿No sería yo demasiado soberbio y presuntuoso? Yo confío, pero podría ocurrir que la princesa María le hablase y ella contestara sonriendo algo que sería lógico: «¡Qué extraño! Seguramente se equivocó. ¿No sabe, acaso, que es un hombre corriente como otro cualquiera, mientras que yo... soy un ser muy diferente, superior?».”
Ésa era la única duda que tenía Pierre. Por lo demás, no hacía proyecto alguno. Le parecía tan increíble la dicha advenida que, si llegaba a realizarse, no podía ocurrir nada más. Todo terminaba.
Se apoderó de él una locura repentina y jubilosa, nunca experimentada, de la cual se creía incapaz. Le parecía que todo el sentido de la vida, no sólo para él sino también para todo el mundo, se encerraba únicamente en su amor y en la posibilidad de que Natasha lo amara. En ocasiones creía que todos los hombres se preocupaban sólo de una cosa: de su futura felicidad; otras veces pensaba que todos se alegraban como él y trataban únicamente de ocultar su alegría, fingiendo estar sumidos en otros cuidados. En cada palabra, en cada movimiento veía alusiones a su dicha. Con frecuencia llamaba la atención de la gente con sus gozosas y significativas miradas y sonrisas que expresaban secretos acuerdos. Y cuando llegaba a comprender que la gente podía muy bien no conocer su felicidad, se apiadaba con toda su alma de ellos y sentía el deseo de explicarles que todas las cosas que los preocupaban eran perfectas nimiedades y tonterías que no merecían atención alguna.
Cuando le proponían participar en la administración o se discutían ante él problemas del gobierno, cuando se hablaba de la guerra, suponiendo que del éxito de aquellos asuntos dependía la felicidad del género humano, escuchaba con una sonrisa afable y compasiva y asombraba a sus interlocutores con sus extrañas réplicas. Pero lo mismo aquellos que, según Pierre, comprendían el verdadero sentido de la vida —es decir, su propio sentimiento– como los infelices que, al parecer, no lo entendían, todos eran percibidos entonces por Pierre a la espléndida luz de su dicha, de manera que, sin el menor esfuerzo, veía inmediatamente lo que había de bueno y digno de amor en cada persona.
Al revisar los asuntos y papeles de su difunta esposa, no sentía ya por su memoria otra cosa que piedad, pensando que ella no había conocido la dicha que él experimentaba ahora. El príncipe Vasili, especialmente orgulloso en aquellos días a causa de su nuevo cargo y su nueva condecoración, le parecía un viejo bueno, conmovedor y digno de lástima.
Más tarde Pierre había de recordar a menudo aquel tiempo de dichosa demencia. En su memoria quedaron para siempre, como algo verdadero, los juicios que en ese período hacía sobre las personas y los hechos. No sólo no renunció nunca a esos juicios sobre los hombres y los acontecimientos, sino que, al contrario, cuando se sentía atosigado por las contradicciones y las dudas, acudía al criterio que tuvo durante su demencia, y ese criterio siempre resultaba certero.
“Quizá entonces pareciera ridículo y extraño —pensaba—, pero no estaba tan loco como aparentaba. Al contrario, era más inteligente y perspicaz que nunca y comprendía todo cuanto merece la pena ser comprendido en la vida, porque... era feliz.”
La locura de Pierre consistía en que para querer a la gente no buscaba ya, como antes, razones personales que suelen llamarse cualidades. El amor rebosaba de su corazón; quería a la gente sin especial motivo y hallaba indiscutibles razones que las hacían merecedoras de su cariño.
XX
Desde aquella primera noche cuando Natasha —después de la marcha de Pierre– había dicho a la princesa María, con alegre e irónica sonrisa: “Tiene el aspecto de uno que acaba de salir del baño, y la levita, el cabello cortado...”, desde aquel momento despertó en su alma algo oculto, pero invencible y desconocido para ella misma.
Como por arte de magia, todo cambió en ella: el rostro, el modo de andar, la mirada, la voz. La fuerza de la vida, la esperanza de ser feliz brotó a la superficie exigiendo ser satisfecha. Desde aquel día Natasha pareció olvidar todo lo ocurrido. Ni una sola vez se lamentó de su suerte, ni volvió a decir una palabra sobre el pasado, y ya no temía hacer proyectos jubilosos para el porvenir. Hablaba poco de Pierre, pero cuando la princesa María pronunciaba su nombre, una luz, apagada hacía mucho tiempo, brillaba en sus ojos y sus labios se plegaban en una extraña sonrisa.
El cambio producido en Natasha asombró en un principio a la princesa; pero cuando comprendió el motivo, le produjo tristeza. “¿Tan poco amaba a mi hermano, que ha podido olvidarlo tan pronto?”, se preguntaba al pensar, cuando estaba sola, en la evolución de Natasha. Pero al verla no sentía enfado alguno ni le hacía el menor reproche. Esa fuerza vital que despertaba en Natasha y se adueñaba de ella era, evidentemente, tan incontenible, tan inesperada para ella misma, que la princesa María sentía en su presencia que ni siquiera en lo más íntimo de su ser tenía derecho a reprocharle nada.
Natasha se entregó con tal plenitud y sinceridad al nuevo sentimiento que ni siquiera trataba de ocultar que ahora no sentía pena, sino alegría y contento.
Cuando, después de las explicaciones con Pierre, la princesa subió a su habitación, Natasha la esperaba en el umbral.
–¿Te lo ha dicho? ¿Sí? ¿Te lo ha dicho?– repetía.
Y una expresión gozosa y a la vez dolorida, como si pidiera perdón por su alegría, se reflejó en su rostro.
–Tuve la tentación de escuchar detrás de la puerta, pero sabía que tú me lo dirías.
Por comprensible y conmovedora que fuese para la princesa María la mirada que le dirigía Natasha, a pesar de la piedad que le causaba su emoción, esas palabras, al principio, la hirieron. Recordó a su hermano y su amor.
“Pero, ¡qué se va hacer! Ella no puede ser distinta”, pensó después. Y con una expresión triste y algo severa le contó cuanto había dicho Pierre. Cuando supo que él se marchaba a San Petersburgo, Natasha pareció asombrada.
–¿A San Petersburgo?– repitió, como si no entendiera. Pero notando la tristeza de la princesa y adivinando el motivo, rompió de pronto a llorar. —¡Marie!– dijo. —Dime qué debo hacer. Tengo miedo de ser mala. Haré lo que tú me digas. Enséñame...
–¿Lo quieres?
–Sí– murmuró Natasha.
–Entonces, ¿por qué lloras? Me siento feliz por ti– dijo la princesa, a quien esas lágrimas hicieron perdonar por completo la alegría de Natasha.
–No será pronto, pasará tiempo– dijo Natasha. —¡Pero imagínate nuestra felicidad cuando yo sea su mujer y tú te cases con Nikolái!
–Natasha, te había suplicado que no hablaras nunca de eso. Será mejor que hablemos de ti.
Las dos callaron unos segundos.
–Pero ¿por qué se va a San Petersburgo?– dijo de pronto Natasha, y ella misma se contestó rápidamente: —No, no, debe ser así... ¿No es verdad, Marie? Debe ser así...
EPÍLOGO
Primera parte
I
Transcurrieron siete años después de 1812. El agitado mar de la historia de Europa había vuelto a sus cauces. Parecía apaciguado, pero las fuerzas misteriosas que movían a la humanidad (misteriosas porque ignoramos las leyes que gobiernan sus movimientos) proseguían su acción.
Aunque la superficie del mar de la historia pareciera inmóvil, la humanidad avanzaba sin descanso como el movimiento del tiempo. Se formaban y se descomponían diversos grupos de engarces humanos. Se gestaban las causas de la formación y disgregación de los Estados y los desplazamientos de los pueblos.
Aquel mar no se gobernaba como antes, impulsado de una orilla a la otra, sino que bullía en profundidad. Los personajes históricos ya no eran, como antes, llevados por las olas de un extremo a otro; ahora parecían girar en un mismo sitio. Esos personajes, que antes iban a la cabeza de grandes ejércitos y reflejaban el movimiento de las masas mediante órdenes de guerra, marchas y batallas, ahora reflejaban ese movimiento de ebullición mediante consideraciones políticas y diplomáticas, o por medio de leyes y tratados...
Los historiadores llamaron reaccióna esa actividad de los personajes históricos.
La actividad de los personajes históricos que dio origen a la llamada reacciónfue severamente condenada por los historiadores. Todos los personajes conocidos de aquel entonces, empezando por Alejandro y Napoleón, hasta Mme de Staël, Focio, Schelling, Fichte, Chateaubriand y demás, son juzgados por ese severo tribunal y se justifican o condenan según hayan contribuido al progresoo a la reacción.
A juzgar por sus relatos, Rusia vivió también en aquel tiempo una reacción, de la que el principal responsable fue Alejandro I, el mismo Alejandro I que, según los historiadores, había sido el principal promotor de las reformas liberales en su reinado y de la salvación de Rusia.
En la actual literatura rusa no hay nadie, del colegial al sabio historiador, que no arroje su piedra contra Alejandro por los errores cometidos durante su reinado.
“Debía haber obrado así y así; en tal caso, actuó bien, en el otro, mal. Obró perfectamente al comienzo de su reinado y durante 1812 mal; al conceder a Polonia una Constitución, al constituir la Santa Alianza, al confiar el poder a Arakchéiev, al alentar a Golitsin y el misticismo, y estimular más tarde a Shishkov y a Focio. Procedió mal al ocuparse personalmente de los asuntos del ejército, al disolver el regimiento Semiónovski, etcétera.”
Sería preciso emborronar decenas de folios para enumerar todos los reproches que le hacen los historiadores, convencidos de conocer cuál es el bien de la humanidad.
Pero ¿qué significan esos reproches?
Los actos de Alejandro I que merecen la aprobación de los historiadores, es decir, las iniciativas liberales al comienzo de su reinado, la lucha contra Napoleón, la firmeza demostrada en 1812 y la campaña de 1813, ¿no derivan acaso de unas mismas fuentes? ¿No fueron acaso la herencia genética, las peculiaridades de su educación y la vida, que hicieron que Alejandro I fuera así, dando origen a los actos por los que merece la reprobación de los historiadores: la Santa Alianza, la restauración de Polonia y la reacción de 1820?
¿Qué le reprochan principalmente?
Le reprochan que un personaje histórico como él, persona colocada en el peldaño más alto posible del poder humano, en quien convergían como en un foco de luz cegadora todas las demás luces históricas, personaje sometido a las más fuertes influencias del mundo de la intriga, de las mentiras, lisonjas, la autosuficiencia inseparables del poder; persona que sentía gravitar sobre sus hombros, a cada instante de su vida, la responsabilidad de cuanto ocurría en Europa; persona no ficticia sino viva, un hombre que como todo ser poseía sus costumbres, pasiones, aspiraciones al bien, a la belleza y a la verdad; no le reprochan el carecer de virtud (los historiadores no le reprochan eso), sino que su concepción sobre el bien de la humanidad no fuera hace cincuenta años la misma que hoy puede tener cualquier profesor que desde su juventud se haya dedicado a la ciencia, es decir, a la lectura de libros y tesis, anotando en un cuaderno lo aprendido.
Pero aunque supongamos que Alejandro I, hace cincuenta años, se hubiera forjado una idea errónea sobre el bien de los pueblos, debemos suponer, en contra de nuestra voluntad, que el historiador que así juzga a Alejandro será, pasado cierto tiempo, injusto en sus opiniones acerca de lo que es el bien de la humanidad. Hipótesis tanto más natural y necesaria cuando se comprueba que, observando el desarrollo de la historia, de año en año, con cada nuevo escritor se modifica el criterio acerca de cuál es el bien de la humanidad, de tal manera que lo que parecía un bien hace diez años ahora es un mal, o viceversa. Más aún. En la historia encontramos opiniones diametralmente opuestas acerca de lo que es bueno y de lo que es malo. Así, unos afirman como un acierto y un mérito de Alejandro el haber dado una Constitución a Polonia y organizar la Santa Alianza; otros, en cambio, se lo reprochan.
No puede decirse si ha sido útil o dañosa la actuación de Alejandro y Napoleón, ya que no podríamos explicar por qué fue útil ni por qué dañosa. Si esa actuación disgusta a alguien, se debe a que no concuerda con su limitada concepción de lo que es bueno. Si la conservación de la casa de mi padre en Moscú en 1812, o la gloria de los ejércitos rusos o la prosperidad de la Universidad de San Petersburgo o de otras universidades, o la libertad de Polonia, o el poderío de Rusia y el equilibrio y progreso europeos, me parecen bien, debo reconocer que la actuación de cada personaje histórico tenía, además de estos objetivos, otros mucho más generales e inaccesibles para mí.
Pero supongamos que la así llamada ciencia tenga la posibilidad de conciliar esas contradicciones y posea para los personajes históricos y los acontecimientos una medida fija de lo bueno y de lo malo.
Supongamos que Alejandro I hubiera podido hacerlo todo de manera distinta. Que hubiese podido, siguiendo las indicaciones de quienes lo acusan y pretenden conocer el objetivo final del movimiento de la humanidad, obrar según el programa de los populistas, de la libertad, la igualdad y el progreso (me parece que no hay nada más nuevo) que le hubieran ofrecido sus impugnadores de hoy; supongamos que hubiera sido posible ese programa y que Alejandro se hubiera ajustado a él. ¿Qué habría sido entonces de la actuación de todos aquellos hombres que se oponían a los gobernantes de la época, de una actuación que, según los historiadores, era buena y útil? Esa actuación no habría existido; no habría habido vida; no habría habido nada.
Si se admite que la vida humana puede ser dirigida por la razón, se destruye la posibilidad misma de la vida.
II
Si, como hacen los historiadores, admitimos que los grandes hombres conducen a la humanidad hacia determinados objetivos, sea la grandeza de Rusia o de Francia, sea el equilibrio europeo o la expansión de las ideas revolucionarias, bien al progreso general o a cualquier otra cosa, resulta imposible explicar los fenómenos de la historia sin la intervención de la casualidado del genio.
Si la finalidad de las guerras europeas a principios del siglo XIX era la grandeza de Rusia, este objetivo pudo haberse logrado sin todas las guerras precedentes y sin la invasión. Si el fin era la grandeza de Francia, pudo haberse conseguido sin la Revolución y sin el Imperio. Si se trataba de propagar ideas, la imprenta lo habría hecho mil veces mejor que los soldados. Si el objetivo era el progreso de la civilización, sería muy fácil suponer que, exceptuando el exterminio de los hombres y sus riquezas, existían caminos más racionales para impulsarla.
Entonces, ¿por qué ha sucedido así y no de otro modo?
La historia nos contesta: “La casualidadcrea una situación y el geniola utiliza”.
Pero ¿qué es la casualidad? ¿Qué es el genio?
Las palabras casualidad y geniono significan nada realmente existente, y por ello no pueden definirse. Tales palabras no expresan más que un cierto grado de comprensión de los fenómenos. Cuando no sé cómo ocurre ese o aquel acontecimiento, pienso que no puedo saberlo; y entonces digo: es la casualidad. Cuando veo una fuerza que produce un efecto desproporcionado si se compara con las capacidades corrientes de los hombres y no comprendo por qué se produce, digo: el genio.
En un rebaño de carneros, el animal que cada tarde es separado por el pastor, recibe alimento especial y dobla en peso debe parecer un genio. Y el hecho de que ese carnero no se encuentre en el redil común y se le sirva avena aparte para que engorde más, y que precisamente ese carnero lleno de grasa sea conducido después al matadero, debe parecer al resto de los animales una extraordinaria combinación de genialidad con una serie de casualidades igualmente extraordinarias.
Pero bastaría que los carneros dejasen de creer que todo cuanto hacen con ellos es con el fin de conseguir su carne; les bastaría con admitir la existencia de propósitos incomprensibles para ellos para ver la lógica continuidad de lo hecho con el carnero cebado. Aun si ignoran el fin que se persigue cebándolo, sabrían, al menos, que no es casual todo cuanto le ocurrió y no les hará falta comprender el concepto de casualidadni genio.
Sólo si renunciamos a conocer la finalidad próxima y comprensible y reconocemos que el objetivo final es inaccesible, llegaremos a conocer la coherencia y racionalidad en la vida de los personajes históricos; y, entonces, para las realizadas por hombres corrientes no nos harán falta palabras como casualidad y genio.
Basta con admitir que no conocemos la meta que los pueblos europeos persiguen con sus agitados movimientos, que únicamente conocemos los hechos —o sea, las matanzas, primero en Francia, después en Italia, en África, Prusia, Austria, España, Rusia, y que el movimiento de Occidente a Oriente y de Oriente a Occidente constituyen la característica común de tales acontecimientos—, para no ver en el carácter de Napoleón y Alejandro nada excepcional ni genial; los veremos meramente como seres humanos parecidos a todos los demás. Y no será preciso considerar como casualidadlos pequeños sucesos que los convirtieron en lo que llegaron a ser; es evidente, sin embargo, que aquellos sucesos fueron necesarios.
Si renunciamos a conocer la meta final, comprenderemos claramente que, así como es imposible idear para una planta colores y semillas mejores que los propios, así de imposible resulta imaginar a dos hombres, con todo su pasado, que correspondan con mayor exactitud, aun en los menores detalles, al destino que debían cumplir.
III
El sentido básico y esencial de los acontecimientos europeos de principios del siglo XIX es el movimiento bélico en masa de los pueblos de Occidente hacia Oriente y después los de Oriente a Occidente. El iniciador de ese movimiento fue Occidente. Para que los pueblos occidentales pudieran realizar su movimiento en son de guerra hacia Moscú, era necesario: 1) que constituyeran un núcleo militar suficientemente grande para soportar el choque con el núcleo militar oriental; 2) que renunciaran a todas sus tradiciones y costumbres establecidas, y 3) que fueran dirigidos por un hombre capaz de justificarse y justificar a los suyos de los engaños, saqueos y matanzas que serían cometidos en aquel movimiento.
Y a partir de la Revolución francesa se destruye la vieja agrupación, bastante reducida; se suprimen las antiguas tradiciones y costumbres, y paso a paso se forma una agrupación de nuevas dimensiones, tradiciones y costumbres, y aparece el hombre que debe ponerse a la cabeza de aquel futuro movimiento y cargar con toda la responsabilidad de lo que tendría que hacerse.
Ese hombre, sin convicciones, sin principios, sin tradiciones, sin nombre, ni siquiera francés, por un concurso de circunstancias extrañas, se destaca entre todos los partidos que agitan el país y, sin comprometerse con ninguno, alcanza el puesto más importante.
La ignorancia de sus camaradas, la flaqueza y nulidad de sus adversarios, la sinceridad del engaño, la mediocridad seductora y presuntuosa de ese hombre lo ponen al frente del ejército. Las aguerridas tropas del ejército italiano, la escasa combatividad del adversario, la audacia infantil y la confianza en sí mismo le conquistan la gloria militar. Por todas partes lo acompaña infinidad de las llamadas casualidades. Hasta el desfavor de los gobernantes franceses le resulta útil. Sus tentativas de cambiar el destino para él reservado no tienen éxito: Rusia rechaza sus servicios; tampoco logra un destino en Turquía. Durante las guerras de Italia, más de una vez se halla al borde de la perdición y siempre se salva de manera inesperada. Las tropas rusas, esas fuerzas que pueden aniquilar su gloria, por diversas consideraciones diplomáticas no entran en Europa mientras él está allí.
A su regreso de Italia, se encuentra en Francia con un gobierno en plena decadencia; los hombres que entran a formar parte de él fracasan y se hunden inevitablemente.
Y de manera espontánea se presenta, como única salida de aquella peligrosa situación, la absurda e inmotivada expedición a África. Una vez más lo acompaña eso que se ha llamado casualidad; la inexpugnable Malta se rinde sin un disparo; sus actos más imprudentes resultan coronados por el éxito. La flota enemiga, que después no deja pasar una sola barca, deja pasar a todo un ejército. En África se cometen numerosos atropellos contra habitantes casi desarmados. Y los hombres que cometen esos crímenes, y sobre todo su jefe, están convencidos de que han conquistado la gloria y se parecen a César o Alejandro de Macedonia.
Ese ideal de gloriay grandezaque consiste en no ver nada malo en las acciones propias y enorgullecerse de cualquier delito, atribuyéndole una incomprensible importancia sobrenatural, ese ideal que guiará en adelante a ese hombre y a los que con él marchan unidos empieza a formarse con plena libertad en África. Cualquier cosa que emprenda tiene éxito. La peste lo perdona. Nadie le imputa como crimen la cruel matanza de prisioneros. Imprudente hasta parecer infantil, su inmotivada y poco noble partida de África —donde abandona en mala situación a sus compañeros– se considera como un mérito más en su haber, y de nuevo, por dos veces, la flota enemiga le deja libre el paso. Totalmente alucinado por sus afortunados crímenes, regresa a París sin objetivo determinado alguno, dispuesto a representar su papel; el gobierno republicano, que un año antes habría podido acabar con él, ha llegado al máximo grado de descomposición; y su presencia, ajeno como es a todos los partidos, no hace más que elevarlo.
No lleva ningún plan concreto; tiene miedo de todo; pero los partidos se aferran a él y exigen su participación.
Solamente él, con su ideal de gloria y grandeza formado en las campañas de Italia y Egipto, con esa adoración demente de sí mismo, con su audacia en el crimen y su cinismo en el engaño, puede llevar a cabo lo que ha de suceder.
Es necesario para el puesto que le aguarda, y casi independientemente de su voluntad y a pesar de su indecisión, de su carencia de un plan y los errores cometidos, se ve arrastrado a una conspiración cuyo objetivo es la conquista del poder; y la conspiración es coronada por el éxito.
Es llevado a la sesión del Directorio. Asustado, creyéndose perdido, quiere huir; finge un síncope y dice cosas insensatas que deberían acabar con él. Pero los gobernantes de Francia, antes sagaces y orgullosos, sienten que han cumplido su misión y se muestran aún más turbados que él y no se atreven a pronunciar las palabras necesarias para conservar el poder en sus manos y abatir al adversario.
La casualidad, millones de casualidades, le confieren el poder y todos los hombres, como si se hubiesen puesto de acuerdo, contribuyen a confirmarlo. Las casualidadesayudan a formar el carácter de los gobernantes franceses de entonces, que se le someten dócilmente. Las casualidadesforjan el carácter de Pablo I, que reconoce su poder; la casualidadprepara contra él una conjura que, lejos de causarle daño, consolida más ese poder. La casualidadpone al duque de Enghien en sus manos y lo obliga a matarlo contra su voluntad, convenciendo a la muchedumbre, con ese proceder más que con ningún otro, de que tiene derecho porque posee la fuerza. La casualidadhace que emplee todas sus energías para una expedición contra Inglaterra que, de llegar a realizarse, le habría sido fatal; pero no la emprende, jamás cumple semejante propósito y, por puro azar, ataca a Mack con sus austríacos, que se le entregan sin combatir. Casualidady geniole proporcionan la victoria de Austerlitz, y no sólo los franceses, sino Europa entera —excepto Inglaterra, que no participa en aquellos acontecimientos—, todos, a pesar del horror y repugnancia que antes les inspiraban sus crímenes, reconocen su poder, el título que él mismo se adjudica y su ideal de grandeza y gloria, que a todos parece algo admirable y sensato.
Y a medida que esas fuerzas se multiplican aumenta más el prestigio del hombre que lo dirige y más justificadas se consideran sus acciones. Durante el período preparatorio de diez años que precede al gran movimiento, ese hombre se emparenta con todas las cabezas coronadas de Europa. Los desbancados dueños del mundo no pueden oponer ideal alguno razonable al insensato ideal de gloria y grandeza de Napoleón. Uno tras otro, se apresuran a demostrarle lo poco que valen. El rey de Prusia envía a su esposa para lograr el favor del gran hombre. El emperador de Austria considera un honor que ese hombre acepte en su lecho a la hija de los Césares. El Papa, custodio de los santuarios de los pueblos, pone en juego la religión para exaltarlo. No es Napoleón solo quien se prepara para asumir su papel; los que lo rodean, hasta más que él, lo preparan para que acepte la responsabilidad de todo cuanto se hace y ha de hacerse. Los hechos de ese hombre, sus crímenes, hasta sus más pequeños engaños, se transforman de inmediato, en labios de quienes lo rodean, en hechos admirables. La mejor fiesta que en su honor idearon los alemanes fue la glorificación de Jena y Auerstadt. Y no sólo él es grande; lo son también sus ascendientes, sus hermanos, sus hijastros y cuñados. Todo parece concurrir a privarlo de la última chispa de razón y a prepararlo para su terrible papel. Y cuando está preparado, las fuerzas también lo están.
La invasión avanza hacia Oriente y llega a su meta final: Moscú. La ciudad cae en sus manos; el ejército ruso queda más destruido que los ejércitos enemigos en las pasadas campañas, de Austerlitz a Wagram. Pero, inesperadamente, en lugar de la casualidady del genio, que lo habían conducido hasta allí en una serie ininterrumpida de éxitos, surge una cantidad incalculable de casualidadesde signo contrario, desde el resfriado de Borodinó hasta las nevadas y las chispas que originan el incendio de Moscú; y en lugar del geniose revela la estulticia y una vileza sin comparación posible.