Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
Жанр:
Классическая проза
сообщить о нарушении
Текущая страница: 41 (всего у книги 111 страниц)
–No tarde, conde, hágame ese favor. ¿Qué le parece a las ocho menos diez? Jugaremos una partida. Asistirá nuestro general; es muy bueno conmigo. Después cenaremos... Hágame el favor.
Contra su costumbre de acudir siempre tarde, Pierre llegó aquel día a la casa de Berg a las ocho menos cuarto, un poco antes de la hora señalada.
Preparado ya todo lo necesario para la velada, los Berg esperaban a sus invitados en su nuevo despacho, limpio y luminoso, decorado con pequeños bustos, cuadros y muebles nuevos. Berg, con su uniforme recién estrenado, explicaba a su mujer que siempre se pueden y deben tener amistades situadas por encima de uno porque, sólo así, se experimenta el verdadero placer de la amistad.
–Se puede aprender algo y solicitar alguna cosa. Fíjate cómo he vivido yo después de mi primer ascenso– Berg no contaba su vida por años, sino por ascensos; —mis camaradas no son aún nada y yo, en cambio, ya estoy propuesto para jefe de regimiento; tengo la fortuna de ser su marido– se levantó y besó la mano de Vera, arreglando de paso una arruga de la alfombra. —¿Y cómo lo he logrado? Sobre todo, por saber elegir bien las amistades. Por supuesto que hay que ser honrado y cumplidor.
Berg sonrió convencido de la propia superioridad sobre una débil mujer y calló, pensando que su querida esposa, a pesar de todo una débil mujer, era incapaz de comprender lo que constituye la dignidad del hombre, ein Mann zu sein. 302Vera sonrió también, convencida de ser superior a su marido, virtuoso y bueno, pero que, así lo creía ella, entendía erróneamente la vida, lo mismo que a todos los demás hombres. Berg, juzgando a todas las mujeres por su esposa, las consideraba débiles y estúpidas; y Vera, juzgando por su marido y generalizando sus propias observaciones, suponía que todos los hombres se atribuían la inteligencia pero, en realidad, no entendían nada y eran orgullosos y egoístas.
Berg se levantó, abrazó a su mujer cuidando de no arrugar la esclavina de encaje que tanto le había costado y la besó justo en la mitad de los labios.
–Sólo hay una cosa: no debemos tener hijos demasiado pronto– dijo por una inconsciente asociación de ideas.
–Sí– contestó Vera, —tampoco yo lo deseo. Debemos vivir para la sociedad.
–Igual que éste era el que llevaba la princesa Yusúpova– dijo Berg con una feliz sonrisa, señalando la esclavina de encaje de su mujer.
En aquel momento anunciaron al conde Bezújov. Ambos esposos cambiaron una sonrisa de satisfacción, atribuyéndose cada uno el honor de aquella visita.
"Ahí tienes lo que significa hacer buenas amistades —pensó Berg—; ahí tienes lo que significa saber comportarse.”
–Te ruego que no me interrumpas cuando hable con los invitados– dijo Vera. —Sé cómo entretenerlos y de qué hablar en cada ocasión.
Berg sonrió.
–No siempre: a veces los hombres necesitan una conversación de hombres.
Pierre fue recibido en el nuevo salón, donde nadie podía sentarse sin romper la simetría y el orden. Es muy comprensible, pues, y no debe causar extrañeza, que Berg —en honor de un visitante tan apreciado– se mostrara magnánimo, dejando que fuera él quien destruyera la simetría de una butaca o de un diván, por hallarse él mismo en un estado de dolorosa indecisión. Pierre destruyó la simetría acercándose una silla, y Berg y Vera dieron comienzo a su velada, interrumpiéndose mutuamente en su afán de distraer al invitado.
Vera, convencida de que debía entretener a Pierre con el tema de la embajada francesa, comenzó, de buenas a primeras, esta conversación. Berg, pensando que era necesaria una conversación "de hombres”, interrumpió a su mujer y planteó la cuestión de la guerra con Austria, pasando involuntariamente a consideraciones de carácter personal: las propuestas que se le habían hecho para que tomara parte en esa campaña y las razones por las cuales no había aceptado. A pesar de que la conversación resultaba bastante confusa y Vera estaba enfadada por la irrupción del elemento masculino, ambos esposos advertían con placer que, si bien había llegado tan sólo un invitado, la velada había empezado muy bien, y se parecía a las demás como una gota de agua a otra, con la conversación en marcha, el té servido y las velas encendidas.
De ahí a poco llegó Borís, antiguo compañero de Berg. Mantenía con respecto al joven matrimonio cierta actitud de superioridad protectora. Después de Borís llegó una señora acompañada de un coronel; más tarde, el general; y cuando se presentaron los Rostov, la velada era indudablemente igual a todas las demás. Berg y Vera no podían contener una sonrisa feliz al ver tanta animación en su sala entre el murmullo de aquellas conversaciones incoherentes, el frufú de los vestidos femeninos y los saludos. Todo ocurría como en otras partes; el más parecido a otros era el general, quien elogió el piso de Berg, le daba golpecitos en la espalda y, con paternal familiaridad, dispuso que se preparara una mesa para jugar al boston. El general sentó a su lado a Iliá Andréievich, como invitado de mayor categoría después de él. Los jóvenes con los jóvenes, los viejos con los viejos, la dueña de la casa junto a la mesa del té, donde había los mismos dulces en la misma cestita de plata que en la velada de los Panin: todo resultaba exactamente igual que en otras casas.
XXI
Pierre, como uno de los invitados más importantes, debía jugar con Iliá Andréievich, el general y el coronel. Le correspondió sentarse enfrente de Natasha y quedó asombrado del extraño cambio operado en ella desde el baile. Estaba silenciosa y, lejos de parecer tan bella como aquel día, se la habría dicho fea, de no ser por su aire apacible e indiferente a todo.
"¿Qué le ocurre?”, pensaba Pierre. Natasha se había sentado al lado de su hermana, junto a la mesita de té, y respondía sin mirarlo y con desgana a las preguntas de Borís, que se había acercado a ella. Pierre, que había fallado a un palo y hecho cinco bazas con gran satisfacción de su compañero, la miró de nuevo al oír ruido de pasos y voces de saludo de alguien que entraba en la sala.
"¿Qué le ha pasado?”, volvió a pensar, aún más sorprendido.
El príncipe Andréi estaba ante ella, hablándole con ternura solícita. Natasha, con las mejillas encendidas, lo miraba, tratando de contener la respiración anhelante. Ardía de nuevo en ella aquel fuego interior antes apagado. Ahora era otra Natasha que, de fea, volvió a ser la misma del baile.
El príncipe Andréi se acercó a Pierre, quien notó en el rostro de su amigo una expresión nueva, juvenil. Durante el juego, Pierre cambió de sitio varias veces, quedando en ocasiones de espaldas a Natasha o bien frente a ella, pero no dejó de observar a la joven y a su amigo.
“Algo muy importante hay entre los dos”, pensaba. Y un sentimiento alegre y amargo a la vez lo inquietaba, haciéndole olvidar el juego.
Después de seis partidas, el general se levantó asegurando que era imposible jugar de aquella manera. Pierre quedó libre. Natasha charlaba en un rincón con Sonia y Borís. Vera, con refinada sonrisa, hablaba con el príncipe Andréi. Pierre se acercó a su amigo, preguntó si no estaban tratando algún secreto y se sentó junto a ellos. Vera, a quien no pasó inadvertido el interés del príncipe Andréi por su hermana, pensó que en una verdadera velada era indispensable hacer delicadas alusiones a la vida sentimental; aprovechando el momento en que el príncipe estaba solo, había entablado con él una conversación sobre los sentimientos en general y su hermana en particular. Con un invitado tan inteligente como el príncipe Andréi (así lo juzgaba Vera), tenía que poner en acción todo su arte diplomático.
Cuando Pierre se les acercó, Vera estaba en plena conversación, satisfecha de sí misma, y el príncipe Andréi (cosa muy rara en él) parecía turbado.
–¿Qué opina usted?– decía Vera con sutil sonrisa. —Usted, príncipe, que es tan perspicaz y comprende en seguida el carácter de las personas, ¿qué piensa de Natalie? ¿Puede ser constante en sus afectos, puede, como otras mujeres– y Vera se refería a su persona, —una vez enamorada de un hombre, serle fiel toda la vida? Para mí eso es el verdadero amor. ¿Qué le parece?
–Conozco muy poco a su hermana para contestar a una pregunta tan delicada– replicó el príncipe Andréi con una sonrisa burlona, bajo la cual trataba de ocultar su propia turbación. —Además, he notado que cuanto menos gusta una mujer, más constante suele ser– añadió, mirando a Pierre, que en aquel momento se acercaba a ellos.
–Sí, es verdad, príncipe– prosiguió Vera. —En nuestros tiempos– decía "nuestros tiempos” como suelen hacer las personas de pocos alcances, que creen conocer a fondo las características de una época y que suponen que las personas cambian con los años, —en nuestros tiempos las jóvenes tienen tanta libertad que muchas veces le plaisir d'être courtisées ahoga en ellas el verdadero sentimiento. Et Nathalie, il faut l'avouer, y est très sensible. 303
Esa nueva alusión a Natasha hizo que el príncipe Andréi frunciera el ceño. Quiso levantarse, pero Vera prosiguió con una sonrisa más sutil todavía:
–Creo que ninguna muchacha ha sido más courtisée que ella; pero ninguno le ha gustado en serio. Ya sabe que también nuestro querido primo Borís (y esto, entre nous) estuvo mucho, mucho tiempo dans le pays du Tendre 304– prosiguió, refiriéndose a un juego de moda en aquel entonces.
El príncipe Andréi callaba ceñudo.
–¿Es usted amigo de Borís, verdad?– preguntó Vera.
–Sí, lo conozco...
–Le habrá hablado, seguramente, de su amor infantil por Natasha.
–¡Ah! ¿Hubo un amor infantil?– preguntó el príncipe Andréi, enrojeciendo inesperadamente.
–Oui, vous savez, entre cousin et cousine cette intimité mène quelquefois à l'amour: le cousinage est un dangereux voisinage, n'est-ce pas? 305
–¡Oh, indudablemente!– dijo el príncipe Andréi.
Y, de pronto, comenzó a bromear con Pierre con desusada animación, diciéndole que debería mostrar cautela en las relaciones con sus quincuagenarias primas de Moscú. Y en medio de las bromas, se levantó, tomó a Pierre por el brazo y se lo llevó aparte.
–¿Qué sucede?– preguntó Pierre, asombrado por la extraña excitación de su amigo y la mirada que, al levantarse, había dirigido a Natasha.
–Tengo, tengo que hablar contigo– dijo el príncipe Andréi. —Tú sabes... nuestros guantes de mujer...– (hablaba de los guantes que los masones daban a cada nuevo electo para que los entregaran a la mujer amada). —Yo... pero no, te lo diré después– y con un extraño brillo en los ojos y gran nerviosismo se sentó junto a Natasha.
Pierre vio que el príncipe le preguntaba algo y que ella se ruborizaba al contestar.
Pero en aquel instante Berg rogó insistentemente a Pierre que se sumara a la discusión que había surgido entre el general y el coronel sobre los asuntos de España.
Berg estaba contento y era feliz. De su rostro no se borraba una sonrisa de satisfacción. La velada era espléndida y, desde luego, exactamente igual a cuantas él había asistido. En todo se parecía a las demás: las discretas conversaciones de las señoras, el general jugando a las cartas y alzando la voz, el samovar y las pastas. Pero algo faltaba de lo que había visto en otras veladas y que él quería imitar: la conversación animada entre los hombres y la discusión sobre un tema importante y serio. El general inició esa conversación y Berg arrastró a Pierre para que interviniese en ella.
XXII
Al día siguiente, invitado por el conde Iliá Andréievich, el príncipe Andréi comió con los Rostov y pasó en su casa toda la jornada.
Toda la familia sabía por quién iba el príncipe y él, sin ocultarlo, trataba de permanecer todo el tiempo con Natasha. No sólo en el ánimo de Natasha, la asustada pero feliz Natasha, sino en el de la familia entera, se sentía temor ante algo importante que iba a suceder. La condesa, con los ojos tristes, pensativa y grave, miraba al príncipe Andréi mientras hablaba con su hija, pero apenas Bolkonski se volvía hacia ella fingía tímidamente comenzar una conversación intrascendente. Sonia temía abandonar a Natasha y ser un estorbo cuando se quedaba con los dos. Natasha palidecía de miedo, a la espera de no sabía qué, siempre que se quedaba a solas con él; el príncipe la asombraba con su timidez; se daba cuenta de que deseaba decirle algo y no llegaba a decidirse.
Al atardecer, cuando el príncipe Andréi se fue, la condesa se acercó a su hija y le preguntó en un susurro:
–¿Hay algo?
–Por favor, mamá, no me pregunte nada ahora– dijo Natasha. —De eso no se puede hablar.
Pero aquella noche, Natasha, tan pronto inquieta como asustada, con la mirada inmóvil, permaneció largo tiempo en la cama de su madre. Le contó los cumplidos del príncipe y sus proyectos de viajar por el extranjero; le había preguntado dónde iban a pasar el verano; le había preguntado también acerca de Borís.
–¡Nunca, nunca... he sentido cosa semejante!– prosiguió. —Pero delante de él me siento asustada y tengo miedo. ¿Qué significa eso? ¿Quiere decir que es... de verdad? ¡Mamá! ¿Se ha dormido?
–No, cariño... También yo tengo miedo– respondió la madre. —Vete a dormir.
–Es lo mismo, no dormiré. ¡Es una tontería dormir! Mamá, mamita, nunca he sentido algo así– repetía asustada y asombrada por aquel sentimiento que descubría en sí. —¿Quién se lo iba a imaginar?...
Natasha creía estar enamorada del príncipe Andréi desde la primera vez que lo viera en Otrádnoie. Se diría que aquella extraña e inesperada felicidad la asustaba; el hombre a quien entonces había escogido (y estaba convencida de ello) volvía ahora a aparecer y, a juzgar por todo, ella también le gustaba a él.
“Y ahora que estamos en Petersburgo aparece él aquí, como a propósito. Y la casualidad de encontrarnos en aquel baile. Es el destino, claro que es el destino, todo tendía a ese fin. Nada más verlo por primera vez sentí algo especial."
–¿Qué más te ha dicho? ¿Cómo eran aquellos versos...?– preguntó pensativa la condesa, aludiendo a unos que el príncipe escribiera en el álbum de Natasha.
–Mamá... ¿no importa que sea viudo?
–Basta, Natasha... Reza a Dios. Les mariages se font dans les cieux. 306
–Mamita, preciosa mía, ¡si supiera cuánto lo quiero y qué feliz me siento!– exclamó Natasha llorando de felicidad y emoción abrazada a su madre.
A esa misma hora el príncipe Andréi estaba con Pierre y le hablaba de su amor por Natasha y de su firme intención de casarse con ella.
Aquel día se celebraba una fiesta en casa de la condesa Elena Vasílievna. Asistían el embajador de Francia, el príncipe (convertido desde hacía poco en un visitante asiduo de la condesa) y otras muchas distinguidas damas y caballeros. Pierre estuvo abajo y dio unas vueltas por la sala, llamando la atención de todos los invitados por su aspecto concentrado, distraído y taciturno.
Desde el día del baile Pierre notaba la inminencia de sus accesos de hipocondría, contra los que trataba de luchar desesperadamente. Al iniciarse la amistad del príncipe y la condesa, había recibido el nombramiento de chambelán cuando menos lo esperaba y, a raíz de eso, comenzó a experimentar un sentimiento de pesadumbre y vergüenza en la alta sociedad. Lo asaltaban de continuo lúgubres ideas sobre la vanidad de todo lo humano; ese negro humor aumentó al advertir los sentimientos de su protegida Natasha y el príncipe Andréi por el contraste que veía entre la propia situación y la de su amigo. Trataba de evitar por igual cualquier pensamiento relativo a su mujer Elena, Natasha y el príncipe Andréi. Todo volvía a parecerle mezquino en comparación con la eternidad y de nuevo se hacía la pregunta de otras veces: "¿Para qué todo esto?”. Se obligaba a trabajar de día y de noche en sus asuntos masónicos, con la esperanza de alejar aquel estado de ánimo. Hacia las doce salió de los aposentos de la condesa, y ya en su despacho, habitación baja de techo y llena de humo, con su usado batín, se disponía a copiar algunos documentos originales escoceses cuando alguien entró en la estancia. Era el príncipe Andréi.
–¡Ah! ¿Es usted?– dijo Pierre, distraído y malhumorado. —Ya ve, estoy trabajando– y le mostró el cuaderno con ese aire de los desventurados que creen huir de las miserias de la vida entregándose al trabajo.
El príncipe Andréi, con el rostro radiante, dichoso y renovado, se detuvo ante Pierre y, sin reparar en su tristeza, le sonrió con el egoísmo de las personas felices.
–Pues sí, querido– dijo. —Ayer quise hablar contigo y vengo ahora para hacerlo. Nunca he sentido algo semejante: estoy enamorado, amigo mío.
Pierre, de pronto, suspiró profundamente y dejó caer su pesado cuerpo en el diván, junto al príncipe Andréi.
–De Natasha Rostova, ¿verdad?
–Sí, sí... ¿de quién va a ser? Nunca lo habría creído, pero este sentimiento es más fuerte que yo. Ayer sufrí lo indecible, pero no cambiaría ese sufrimiento por nada de este mundo. Antes no vivía; sólo ahora vivo, pero no puedo vivir sin ella. Me pregunto si puede amarme... soy viejo para ella... ¿Por qué no dices nada?
–¿Yo? ¿Yo?... Ya se lo había dicho...– respondió Pierre. Se levantó y se puso a pasear. —Siempre lo he pensado... Esa muchacha es un tesoro... no hay otra como ella... Querido amigo, no lo piense más, se lo ruego, no lo dude: cásese, cásese y cásese... Estoy seguro de que no habrá un hombre más feliz que usted.
–Pero ¿y ella?
–Lo ama.
–No digas tonterías...– dijo el príncipe Andréi, sonriendo y sin dejar de mirar a Pierre.
–Lo ama, yo lo sé– gritó Pierre enfadado.
–No, escucha– dijo el príncipe reteniéndolo del brazo. —¿Sabes, acaso, en qué situación me hallo? Tengo que decirlo todo a alguien.
–Bueno, bueno, hable. Me alegro mucho– dijo Pierre.
Su rostro, en efecto, se transformó, se alisó la arruga de su frente y escuchó alegremente al príncipe Andréi, quien parecía, y era, un hombre distinto, un hombre nuevo. ¿Dónde estaba su desprecio de la vida, su desilusión, su angustia? Pierre era la única persona a quien podía contar todo cuanto llevaba en su interior, todo cuanto sentía; tan pronto trazaba con facilidad y valentía planes para un largo futuro, negándose a sacrificar su felicidad a un capricho de su padre, diciendo que el viejo príncipe aprobaría esa boda —que él conseguiría que diese su aprobación—, que acabaría por querer a Natasha y, en caso contrario, prescindiría de su permiso; tan pronto se maravillaba del sentimiento que lo embargaba como si fuera algo extraño, ajeno y al margen de él.
–Si me lo hubieran dicho, nunca habría creído en la posibilidad de amar así. No se parece en nada a lo sentido en otro tiempo– decía; —para mí, el mundo está dividido en dos mitades; una es ella, y ahí está toda la felicidad, la esperanza, la luz; y en la mitad donde ella no está todo es oscuridad y penumbra...
–Oscuridad y penumbra– repitió Pierre, —sí, sí, lo comprendo.
–Yo no puedo dejar de amar la luz. No es culpa mía. Soy muy feliz, ¿entiendes? Sé que tú te alegras por mí.
–Sí, sí– confirmó Pierre, mirando a su amigo con ojos enternecidos y tristes.
Cuanto más luminoso le parecía el destino del príncipe Andréi, más oscuro se le presentaba el propio.
XXIII
Para casarse, el príncipe Andréi necesitaba el consentimiento de su padre, y con ese fin partió al día siguiente para entrevistarse con él.
El padre recibió la noticia con calma aparente, pero con secreta rabia. No podía comprender que alguien quisiera cambiar la vida, introducir en ella un nuevo elemento, cuando para él la vida ya había terminado. “Que me dejen terminar de vivir a mi gusto y después que hagan lo que quieran”, pensaba el viejo. Sin embargo prefirió usar con su hijo la diplomacia a la cual recurría en casos importantes. Adoptó un tono tranquilo y examinó la cuestión detenidamente.
Ante todo, el matrimonio no era brillante ni desde el punto de vista del parentesco o la riqueza ni desde el de la posición social; en segundo lugar, el príncipe Andréi ya no era un jovenzuelo y tenía delicada salud (el viejo insistió especialmente en este argumento), y ella era muy joven; además, él tenía un hijo y no era aconsejable confiárselo a una chiquilla; y por último, añadió mirando burlonamente a su hijo: “Te ruego que aplaces la boda un año. Vete al extranjero, trata de curarte; busca, como era tu intención, un preceptor alemán para el príncipe Nikolái y después, si el amor, la pasión o la terquedad, como quieras llamarlo, siguen siendo tan grandes, cásate. Ésta es mi última palabra, ya lo sabes: la última...”, terminó con un tono que expresaba claramente que nada podía hacer que se volviera atrás.
El príncipe Andréi comprendió claramente que su padre estaba convencido de que sus sentimientos o los de su futura mujer no resistirían la prueba de un año de distanciamiento, o que él mismo, el viejo príncipe, moriría antes, por lo cual decidió cumplir la voluntad de su padre: pedir la mano y dejar la boda para pasado un año.
Tres semanas después de su última visita a los Rostov, el príncipe Andréi volvió a San Petersburgo.
Al día siguiente de la conversación con su madre, Natasha esperó a Bolkonski durante todo el día, pero el príncipe no fue a verla; lo mismo sucedió al segundo día y al tercero. Tampoco Pierre hizo acto de presencia; y Natasha, que desconocía el viaje del príncipe Andréi para entrevistarse con su padre, no podía explicarse su ausencia.
Así pasaron tres semanas. Natasha no quería salir a ningún lado, caminaba como una sombra por las habitaciones, ociosa y triste. Por las noches, cuando nadie podía verla, lloraba y no iba al dormitorio de su madre. Se ruborizaba constantemente y daba rienda suelta a sus nervios. Se imaginaba que todo el mundo conocía su desengaño, que se reían de ella y la compadecían. Su vanidad herida acrecentaba su pena.
Cierta vez entró en la habitación de la condesa para decirle algo y de pronto comenzó a llorar. Sus lágrimas eran como las de un niño que ignora por qué se lo castiga.
La condesa procuró calmarla. Pero Natasha, que empezó escuchando a su madre, la interrumpió:
–Basta, mamá... No pienso ni quiero pensar. Venía, ha dejado de venir, ha dejado de venir... y eso es todo...
La voz temblaba; estuvo a punto de llorar de nuevo pero logró dominarse y continuó tranquilamente:
–Además, no quiero casarme. Le tengo miedo. Ahora estoy completamente tranquila, completamente...
Al día siguiente volvió a ponerse el vestido viejo que le gustaba porque con él había conocido muchas mañanas alegres y volvió a sus antiguas costumbres abandonadas desde la noche del baile. Después del té fue al salón, cuya fuerte sonoridad le agradaba tanto, y se puso a repasar su solfeo. Terminada la primera lección, pasó al centro de la sala y repitió una frase musical muy de su gusto. Escuchaba con placer (como si para ella fuera algo nuevo) la gracia con que su voz se difundía en el vacío de la sala, hasta llenarlo, y después se extinguía lentamente. Y de pronto recobró su alegría. “No hay que pensar tanto en eso, también así estoy bien”, se dijo. Después se puso a pasear por el sonoro parquet, pisando con el tacón y la puntera de los nuevos zapatos que tanto le agradaban, escuchando gozosa el ruido de sus pasos y su propia voz. Al pasar ante el espejo se contempló en él: "¡Aquí estoy yo! —parecía decir la expresión de su cara al verse—. Perfectamente... no necesito a nadie”.
Un lacayo quiso entrar para arreglar algo en la sala, pero Natasha no lo permitió. Cerró la puerta y siguió paseándose. Aquella mañana volvió a su estado predilecto de amor y admiración por sí misma. "Qué encantadora es esta Natasha —decía fingiendo que un hombre hablaba de ella—. Es guapa, canta bien, es joven y no molesta a nadie. Necesita tan sólo que la dejen tranquila.” Pero, por mucho que la dejaran tranquila, no conseguía la calma que deseaba y de inmediato se dio cuenta de ello.
Se abrió en el vestíbulo la puerta de entrada, alguien preguntó si estaban en casa los señores. Se oyeron pasos. Natasha se miraba en el espejo, pero no se veía. Sintió voces en la antesala. Cuando se vio, su rostro estaba pálido. Era él. Estaba segura, aunque su voz apenas si le llegaba a través de las puertas cerradas.
Pálida y asustada, corrió al salón.
–¡Mamá, ha venido Bolkonski!– dijo. —Esto es terrible, mamá, insoportable. No quiero... sufrir. ¿Qué debo hacer?...
Aún no había podido contestar la condesa cuando ya entraba el príncipe Andréi con el rostro grave e inquieto. Su cara resplandeció al ver a Natasha. Besó la mano de la condesa, también la de Natasha, y se sentó cerca del diván.
–Hace tiempo que no habíamos tenido el placer...– comenzó a decir la condesa. Pero el príncipe Andréi la interrumpió, deseoso, al parecer, de exponer cuanto antes lo que deseaba.
–No he venido en tanto tiempo porque estuve con mi padre. Tenía necesidad de hablar con él de algo importante para mí. He llegado esta noche a San Petersburgo y...– miró a Natasha. —Necesito hablar con usted, condesa añadió tras un breve silencio.
La condesa lanzó un profundo suspiro y bajó la cabeza.
–Estoy a su disposición– dijo.
Natasha comprendió que debía retirarse, pero no podía hacerlo. Algo atenazaba su garganta; miraba fijamente y con los ojos muy abiertos al príncipe Andréi, olvidando las reglas de urbanidad.
“¡Así, tan pronto! ¿En seguida...? ¡No, esto no es posible, pensó.
Él la miró de nuevo, y aquella mirada la convenció de que no se equivocaba: en aquel momento iba a decidirse su suerte.
–Vete, Natasha; ya te llamaré– murmuró la condesa.
Natasha miró a su madre y al príncipe con ojos asustados, suplicantes, y salió de la habitación.
–Condesa, he venido a pedirle la mano de su hija– dijo el príncipe Andréi.
El rostro de la condesa se enrojeció; pero no dijo nada.
–Su petición...– comenzó después lentamente. El príncipe Andréi la contemplaba en silencio. —Su petición...– se sentía confusa —me es grata... la acepto y me siento feliz por ello... Espero que mi marido... espero que... pero esto depende de ella...
–Se lo diré cuando tenga su consentimiento... ¿Me lo otorga?– dijo el príncipe Andréi.
–Sí– respondió la condesa.
Y le tendió la mano. Con una mezcla de distanciamiento y ternura puso sus labios en la frente del príncipe, cuando él besaba su mano. Deseaba amarlo como a un hijo, pero lo sentía extraño y temible para ella.
–Estoy segura de que mi marido estará de acuerdo– añadió después. —Pero su padre...
–Mi padre, a quien informé de mis intenciones, pone como condición indispensable para dar su consentimiento que el matrimonio se celebre dentro de un año. Esto es lo que deseaba decirle– explicó el príncipe Andréi.
–Sí, Natasha es muy joven. Pero ¡tanto tiempo!...
–No puede ser de otro modo– contestó el príncipe con un suspiro.
–Se la enviaré– dijo la condesa. Y salió del salón. “¡Dios mío, ten piedad de nosotros!", se decía mientras iba en busca de su hija.
Sonia le dijo que Natasha estaba en su habitación. La encontró sentada en el lecho, muy pálida, con los ojos secos y fijos en los iconos; se santiguaba rápidamente y murmuraba algo. Al ver a su madre se levantó de un salto y corrió a su encuentro.
–¿Qué dijo, mamá?... ¿Qué?
–Ve, ve junto a él. Ha pedido tu mano– dijo la condesa fríamente, al menos así le pareció a Natasha. —Ve... ve– repitió, y se quedó mirando con tristeza y reproche a su hija, que corría fuera de la habitación. Después suspiró profundamente.
Natasha nunca podría recordar cómo entró en el salón. En el umbral vio al príncipe Andréi y se detuvo. “¿Es posible que ese extraño sea ahora todopara mí? —se preguntó—. Sí, todo, él es ahora la persona que más quiero en el mundo", se respondió rápidamente. El príncipe Andréi se acercó a ella con los ojos bajos.
–La amo desde el primer momento que la vi. ¿Puedo confiar?
La miró y quedó sorprendido por la expresión grave y apasionada de su rostro, que parecía decir: “¿Para qué preguntar? ¿Por qué dudar de lo que es evidente? ¿Para qué hablar, cuando no hay palabras que expresen lo que se siente?".
Se acercó al príncipe y se detuvo, tomó su mano y la besó.
–¿Me ama usted?
–¡Sí, sí!– dijo Natasha, como fastidiada. Después suspiró una y otra vez, y rompió en sollozos.
¿Qué le pasa? ¿Por qué llora?
¡Ah, soy tan feliz!– respondió ella, sonriendo entre lágrimas. Se inclinó hacia él, pensó unos segundos, como preguntándose si podía hacerlo, y lo besó.
El príncipe Andréi tenía entre las suyas las manos de Natasha, la miraba a los ojos y no encontraba en su corazón el anterior amor hacia ella. Algo en él había cambiado: ya no sentía la fascinación poética y misteriosa del deseo, sino piedad y ternura infinita por su debilidad de mujer y niña, miedo de su entrega y confianza, la conciencia dolorosa y al mismo tiempo alegre del deber que lo ataba para siempre a ella. Y ese nuevo sentimiento, sin ser tan poético y luminoso, como antes, era más serio y fuerte.
–¿Le ha dicho maman que no podemos casarnos antes de un año?– preguntó el príncipe Andréi, sin dejar de mirarla a los ojos.
"¿De veras soy aquella niña-mujer, como todos me llamaban? —pensaba Natasha—. ¿Voy a ser desde ahora esposade este hombre extraño, encantador e inteligente, a quien respeta hasta mi padre? ¿Es posible que sea verdad? ¿Es verdad que ahora ya no podré tomar la vida en broma, que ya soy mayor, responsable de cada acto y de cada palabra? Pero ¿qué me ha preguntado?”
–No– respondió, sin comprender qué le había preguntado.
–Perdóneme– dijo el príncipe Andréi, —pero usted es tan joven y yo he vivido tanto. Temo por usted. No se conoce a sí misma.
Natasha lo escuchaba con atención, tratando, sin lograrlo, comprender el sentido de aquellas palabras.
–Por muy penoso que sea para mí este año que retrasa mi felicidad– prosiguió el príncipe, —en este plazo usted podrá comprobar sus sentimientos. Dentro de un año le volveré a pedir que me haga feliz. Pero, entretanto, usted es libre. Nuestro noviazgo permanecerá en secreto y, si se convence de que no me ama, o si se enamora...– y el príncipe sonrió forzadamente.
–¿Por qué dice eso?– lo interrumpió Natasha. —Sabe que desde el día que llegó a Otrádnoie por primera vez me enamoré de usted– dijo, convencida de que esto era así.
–En un año podrá conocerse a sí misma...
–¡Todo un año!– exclamó Natasha. Sólo ahora comprendía que la boda se retrasaba todo aquel tiempo. —¿Por qué un año? ¿Por qué? El príncipe Andréi explicó los motivos de aquel aplazamiento, pero Natasha no lo escuchaba.