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Guerra y paz
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 23:58

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Автор книги: Leon Tolstoi



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Éste fue el horror que despertó en Napoleón la noticia de que los rusos atacaban el ala izquierda del ejército francés. Estaba sentado en un escabel debajo del túmulo, con la cabeza apoyada en las manos y los codos sobre las rodillas. Berthier se acercó y le propuso que se dirigiera a la línea de combate para darse cuenta de la situación en que estaba la batalla.

–¿Qué? ¿Qué dice? —exclamó Napoleón. —Sí, ordene que me traigan un caballo.

Montó a caballo y se dirigió a Semiónovskoie.

En medio del humo de la pólvora que se disipaba lentamente, por todas partes por donde pasaba el Emperador, entre charcos de sangre, yacían hombres y caballos, bien de uno en uno, bien en montones. Ni Napoleón ni sus generales habían visto nunca semejante horror, tal cantidad de cadáveres en un espacio tan reducido. El estruendo de los cañones, que no había cesado en diez horas seguidas dañando los oídos, daba un relieve especial a semejante visión (como la música en los cuadros vivos). Napoleón, que había subido a la colina de Semiónovskoie, vio por entre el humo hileras de hombres con uniformes a los que no estaba acostumbrado.

Eran los rusos.

En filas cerradas se hallaban detrás de Semiónovskoie y del túmulo, todas sus baterías disparaban ruidosamente, sin descanso, y cubrían de humo toda la línea de combate. No se trataba de una batalla: era una matanza continua que no podía conducir a nada ni a los rusos ni a los franceses. Napoleón detuvo su caballo y cayó de nuevo en aquella pasiva meditación de la cual lo había sacado Berthier. No podía detener lo que se consumaba ante sus ojos, en torno a él, y se consideraba guiado y dirigido por su mano. Y por primera vez, a causa del fracaso, esa obra suya le pareció terrible e inútil.

Uno de los generales, acercándose a Napoleón, le propuso con gran respeto que empeñara en la acción a la vieja Guardia. Ney y Berthier, que estaban allí cerca de él, se miraron y sonrieron con desprecio ante la insensata propuesta de ese general.

Napoleón bajó la cabeza y guardó largo silencio.

–À huit cents lieues de la France je ne ferai pas démolir ma Garde 440– dijo por último; y, volviendo su caballo, partió de nuevo para Shevardinó.

XXXV

Kutúzov, reclinada la cabeza blanca, con su pesado cuerpo desplomado en el mismo banco, cubierto por una alfombra donde aquella mañana lo había visto Pierre, no daba orden alguna; se limitaba a aceptar o rechazar las que le proponían.

“Sí, sí: que hagan eso”, respondía a las diversas propuestas. “Sí, vete a verlo, querido”, decía bien a uno, bien a otro de cuantos se acercaban a él; o bien: “No lo hagas, es mejor esperar”.

Escuchaba los informes que llegaban; si daba alguna orden, era cuando así lo pedían los subordinados. Pero no parecía interesarse por el sentido de las palabras, sino sólo por la expresión de los rostros o el tono de la voz de los que hablaban con él. Su prolongada experiencia militar le enseñaba y su mente de hombre viejo le hacía entender que dirigir a cientos de miles que luchan con la muerte no lo puede hacer un hombre solo. Sabía bien que las batallas no se resuelven por las órdenes del general en jefe, ni por el sitio que ocupan las tropas, ni por el número de cañones ni por el de las bajas, sino por esa fuerza inasible que se llama espíritu y moral del ejército. Procuraba, pues, cuidar esa fuerza y guiarla hasta el límite de su poder.

La expresión general del rostro de Kutúzov era la de una atención tranquila y concentrada, que apenas podía dominar el cansancio de su cuerpo caduco y viejo.

A las once de la mañana le informaron de que las fortificaciones ocupadas por los franceses habían sido reconquistadas y que el príncipe Bagration estaba herido. Kutúzov lanzó una exclamación y movió la cabeza.

–Vete a ver al príncipe Piotr Ivánovich y entérate detalladamente de cuanto ha sucedido– dijo a un ayudante.

A continuación se dirigió al príncipe de Würtemberg, que estaba a sus espaldas.

–¿No quiere Su Alteza asumir el mando del segundo ejército?

Poco después de la partida del príncipe, y sin que le diera tiempo de llegar a Semiónovskoie, uno de sus ayudantes volvía para pedir refuerzos al Serenísimo.

Kutúzov torció el gesto y ordenó a Dojtúrov que asumiera el mando del segundo ejército, haciendo saber al príncipe que volviera a su lado, pues, según dijo, le era imposible prescindir de él en momentos tan trascendentales. Cuando llegó la nueva de la captura de Murat, los oficiales del Estado Mayor felicitaron a Kutúzov.

–Esperen, señores, esperen– dijo sonriendo. —La batalla está ganada y la captura de Murat no es nada extraordinario. Pero será mejor esperar antes de alegrarnos.

Sin embargo, mandó a un ayudante para que anunciase esa noticia a las tropas.

Cuando llegó Scherbinin del flanco izquierdo para comunicar que los franceses habían conquistado las fortificaciones y Semiónovskoie, Kutúzov, adivinando por los ruidos de la batalla y el rostro de Scherbinin que las noticias no eran buenas, se levantó como si quisiera estirar las piernas y se llevó aparte al recién venido.

–Acércate, querido, a ver si se puede hacer algo– dijo después a Ermólov.

Kutúzov estaba en Gorki en el centro de las posiciones rusas. El ataque de Napoleón contra el flanco izquierdo había sido rechazado varias veces. En el centro, los franceses no habían pasado de Borodinó. Desde el flanco izquierdo, la caballería de Uvárov los había hecho huir.

Hacia las tres de la tarde, los ataques franceses cesaron. Kutúzov leía una tensión que llegaba al máximo en los rostros de cuantos acudían del campo de batalla y de quienes estaban a su alrededor. Se mostraba satisfecho del éxito de la jornada, superior a sus cálculos. Pero las fuerzas físicas le fallaban. Varias veces dobló la cabeza como si se le cayera y quedó adormilado. Le sirvieron la comida.

Wolzogen, aquel ayudante de campo del Emperador a quien el príncipe Andréi había oído decir que era necesario im Raum verlegenla guerra y al que tanto odiaba Bagration, llegó durante la comida. Venía de parte de Barclay de Tolly para informar de la situación en el flanco izquierdo. El prudente Barclay de Tolly, al ver la desbandada de los heridos y la desorganización de la retaguardia, decidió, después de sopesar las circunstancias, que la batalla estaba perdida y envió a su favorito para dar cuenta de ello a Kutúzov.

El general en jefe, que masticaba con dificultad el pollo asado, contempló a Wolzogen con una alegre y burlona mirada.

Con andar negligente y una sonrisa despectiva en los labios, Wolzogen se acercó al Serenísimo, tocándose apenas la visera. Afectaba hacia el Serenísimo cierta displicencia para dar a entender que él, militar instruido, dejaba a los rusos que convirtieran en un ídolo a un viejo inútil, pero que sabía bien con quién trataba. “Der alte Herr(así llamaban en confianza los alemanes a Kutúzov) macht sich ganz bequem”, 441pensó, y, mirando con severidad los platos dispuestos delante de Kutúzov, informó al viejo señor de la situación en el flanco izquierdo, tal como Barclay se lo ordenara y como él mismo había visto y entendido.

–Todos los puntos de nuestras posiciones están en manos del enemigo y no podemos rechazarlo, porque nos faltan tropas. Los soldados huyen y es imposible contenerlos.

Kutúzov dejó de masticar. Sorprendido, como si no comprendiera lo que Wolzogen decía, miró fijamente a su interlocutor. Al observar la emoción des alten Herm, 442Wolzogen sonrió:

–No me consideraba con derecho de ocultar a Su Alteza lo que he visto... Las tropas están completamente desorganizadas...

–¿Lo ha visto usted? ¿Lo ha visto usted?...– gritó Kutúzov, frunciendo el ceño; se levantó y se acercó a Wolzogen. —¿Cómo se atreve usted... muy señor mío, cómo se atreve... a decirme eso a ? ¡No sabe usted nada!– decía atragantándose y con gestos amenazadores de sus manos temblorosas. —Diga de mi parte al general Barclay que sus noticias son falsas y que yo, el general en jefe, conozco mejor que él la marcha de la batalla.

Wolzogen intentó refutar algo, pero Kutúzov lo interrumpió.

–El enemigo está rechazado en el flanco izquierdo y derrotado en el derecho. Si usted no ha visto bien, señor, no se permita decir lo que no sabe. Tenga la bondad de ver al general Barclay y hágale saber mi firme propósito de atacar mañana al enemigo– concluyó severamente Kutúzov.

Todos callaban; sólo se oía la respiración jadeante del viejo general.

–Han sido rechazados en todas partes, por lo que doy las gracias a Dios y a nuestro valeroso ejército. El enemigo está vencido y mañana lo expulsaremos de nuestra sagrada tierra– dijo Kutúzov, santiguándose.

Y sollozó de pronto.

Wolzogen se encogió de hombros, torció los labios y sin decir una palabra se retiró a un lado, asombrado über diese Eingenomenheit des alten Herrn. 443

–¡Aquí tienen a mi héroe!– dijo Kutúzov volviéndose a un general guapo, grueso, de cabello negro, que en aquel instante subía al túmulo. Era Raievski, quien durante todo el día había permanecido en el punto más importante del campo de Borodinó.

Según Raievski las tropas se mantenían firmes en sus posiciones y los franceses no se atrevían a seguir sus ataques.

Después de haberlo escuchado, Kutúzov preguntó:

–Vous ne pensez donc pas comme les autres que nous sommes obligés de nous retirer? 444

–Au contraire. Votre Altesse, dans les affaires indécises c'est toujours le plus opiniâtre qui reste victorieux, et mon opinion... 445

–¡Kaisárov!– llamó Kutúzov a su ayudante. —Siéntate y escribe la orden de operaciones para mañana. Y tú– dijo a otro ayudante —vete a la línea de combate y anuncia que mañana atacaremos.

Mientras tenía lugar esta conversación con Raievski y Kutúzov dictaba la orden, Wolzogen volvía, enviado por Barclay, para decir que el general Barclay de Tolly deseaba la confirmación por escrito de la orden del general en jefe.

Sin mirar a Wolzogen, Kutúzov mandó escribir aquella orden que el antiguo general en jefe deseaba tener para evitar, con razón, su responsabilidad personal.

Y por ese vínculo misterioso, indefinible, que mantenía en todas las tropas el mismo estado de ánimo llamado “moral del ejército", que constituye el nervio principal de la guerra, las palabras de Kutúzov y sus órdenes acerca de la batalla del día siguiente llegaron al mismo tiempo a todos los confines del ejército.

No eran ni mucho menos las mismas palabras, no era la orden misma la que se transmitía por todos los escalones de esa cadena. Ni siquiera nada parecido a lo dicho por Kutúzov era lo que se contaban unos a otros en diversos confines del ejército. Sin embargo, el sentido de sus palabras se extendía por doquier; lo que él dijo no era producto de astutas consideraciones, sino la proyección de los sentimientos que yacían en el corazón del general en jefe lo mismo que en el corazón de todo ruso.

Al saber que al día siguiente atacarían al enemigo y al oír en las esferas superiores del ejército la confirmación de lo que todos querían creer, aquellos hombres agotados y vacilantes se consolaban y animaban.

XXXVI

El regimiento del príncipe Andréi figuraba entre las reservas que hasta las dos de la tarde permanecieron inactivas detrás de la aldea de Semiónovskoie, bajo el violento fuego de la artillería. A eso de las dos, el regimiento, que había perdido ya más de doscientos hombres, recibió la orden de avanzar por los pisoteados campos de avena, en el espacio comprendido entre la aldea de Semiónovskoie y el túmulo donde estaba emplazada la batería; en el transcurso de la mañana, miles de hombres habían muerto y, sobre ellos, a última hora, se había concentrado el fuego de cientos de cañones enemigos.

Sin moverse de aquel lugar y sin disparar un solo tiro, el regimiento perdió otra tercera parte de sus hombres. Más adelante, y sobre todo hacia la derecha, en medio de la humareda que no acababa de disiparse, los cañones seguían tronando y desde la misteriosa cortina de humo que cubría todo el terreno volaban sin descanso los proyectiles y las granadas con su lento silbido.

A veces, como para conceder una tregua, durante un cuarto de hora todos los proyectiles y granadas pasaban de largo; pero a veces, en un minuto, el regimiento perdía unos cuantos hombres y a cada instante había que retirar los muertos y heridos.

A cada nueva descarga, los que todavía no habían sido alcanzados tenían menos probabilidades de salir ilesos. El regimiento estaba distribuido en columnas de batallón con intervalos de trescientos pasos; a pesar de ello predominaba en todos idéntico estado de ánimo. Estaban silenciosos y sombríos. Raras veces se anudaba una conversación entre las filas y las palabras cesaban cada vez que sonaba un estampido o los gritos que reclamaban las camillas. Gran parte del tiempo, y de acuerdo con lo ordenado, los soldados estuvieron sentados en la tierra. Uno se quitaba el chacó y deshacía los pliegues con cuidado, para volverlos a componer, después se descalzaba, ajustaba mejor los peales y volvía calzarse; otro limpiaba la bayoneta con un puñado de arcilla seca desmenuzada en las palmas de la mano; otro se aflojaba y volvía a apretar el correaje; más allá, algunos construían pequeñas casitas con paja; todos parecían absortos en sus ocupaciones. Cuando alguno caía herido o muerto y aparecían las camillas, o cuando volvían los soldados o, a través del humo, se veían grandes masas enemigas, ninguno prestaba atención. Mas si la caballería o la artillería pasaban cerca, cuando se percibía el movimiento de la infantería rusa, por todas partes se oían animosas expresiones. Pero eran acontecimientos absolutamente extraños, sin relación alguna con la batalla, los que provocaban la mayor atención. El interés de aquella gente, moralmente extenuada, parecía concentrarse sobre esos objetos ordinarios de la vida. Una batería pasó delante del regimiento. En uno de los armones un caballo de refuerzo enredó el tirante de una caja de munición; esto bastó para que de todas partes gritaran:

–¡Eh, tú! ¡Ojo con el caballo!... ¡Suéltalo! ¡Se caerá!... ¡Eh!... No ven nada.

Otra vez, la atención general fue atraída por un perrillo oscuro, de cola levantada, que venía no se sabía de dónde y se mezcló con un trotecillo inquieto entre las filas; de pronto, asustado por una granada que estalló muy cerca, dejó escapar un aullido y, con el rabo entre piernas, huyó de allí. En todo el regimiento estallaron gritos y risotadas.

Pero las distracciones así no duraban más que un momento, y aquellos hombres llevaban allí más de ocho horas sin comer, inactivos, bajo el incesante horror de la muerte, y sus rostros se tornaban cada vez más pálidos y sombríos.

También el príncipe Andréi estaba pálido y sombrío como todos los hombres de su regimiento. Con las manos a la espalda y la cabeza baja iba de un lado a otro del prado hasta un cercano campo de avena. Nada tenía que hacer ni ordenar. Todo se hacía por sí mismo. Retiraban del frente a los muertos, se llevaban a los heridos y las filas volvían a cerrarse. Si los soldados se alejaban un poco, volvían rápidamente a sus puestos. El príncipe Andréi, creyendo su primera obligación animar a sus hombres y darles ejemplo, permaneció al principio entre las filas, hasta que se convenció de que nada tenía que enseñarles. Todas las potencias de su alma, como ocurría a cada soldado, estaban concentradas, sin él mismo advertirlo, en el esfuerzo de no pensar en el horror de la situación en que se encontraban. Caminaba por el prado, arrastrando las piernas, rozando las hierbas y mirando el polvo que cubría sus botas. Ya daba grandes zancadas, procurando poner los pies en las huellas dejadas por los segadores, ya contaba sus propios pasos, calculando cuántas veces debía pasar de una linde a otra para hacer un kilómetro; en ocasiones cortaba una flor de ajenjo que salía en la linde, la frotaba entre las manos y aspiraba su perfume fuerte y amargo. Nada quedaba ya de todo el esfuerzo intelectual de la víspera. No pensaba en nada. Con oído fatigado escuchaba siempre el mismo ruido, distinguiendo el silbido de los proyectiles del estruendo de los disparos de fusil, observaba los rostros conocidos de los soldados del primer batallón y esperaba. “Ésa... también es para nosotros", pensaba al oír el zumbido que se acercaba desde la zona cubierta por el humo. “¡Una... otra! ¡Otra más! ¡Ése acertó!..." Se detuvo y miró a la formación. “¡No! ¡Se pasó!... ¡Ésta cae!", y volvía a caminar, tratando de alargar las zancadas para llegar a la linde en dieciséis pasos.

Un silbido y un estallido. A cinco pasos de él un proyectil se hundió en la tierra seca. Un estremecimiento involuntario le recorrió la espalda. De nuevo miró a las filas de soldados. Muchos, probablemente, habían caído. Un grupo numeroso se concentraba en el segundo batallón.

–Señor ayudante– gritó, —ordene que no se amontonen.

El ayudante cumplió la orden y se acercó al príncipe Andréi. Por la otra parte avanzaba, a caballo, el comandante del batallón.

–¡Cuidado!– gritó un soldado con voz asustada.

Como un pájaro que vuela silbando rápidamente y se posa en tierra, casi sin rumor, una granada cayó a dos pasos del príncipe Andréi, junto al caballo del comandante del batallón. El caballo, sin preguntarse si estaba bien o mal dar señales de miedo, relinchó, se levantó sobre sus patas traseras y se apartó de un salto que estuvo a punto de hacer caer al comandante. El susto del animal se contagió a los hombres.

–¡A tierra!– gritó el ayudante, tumbándose rápidamente. El príncipe Andréi siguió en pie, indeciso. La granada, humeante, giraba como una peonza entre él y el ayudante, tumbado en tierra, en el borde del sembrado y el prado junto a la mata de ajenjo.

"¿Es la muerte?”, pensó el príncipe Andréi, mirando con expresión nueva y ojos envidiosos la hierba, la mata de ajenjo y el humo que se desprendía de aquella girante pelota negra.

"No puedo, no quiero morir. Amo la vida, amo esta hierba, la tierra, el aire...”, pensó. Pero también recordó que lo miraban.

–Es una vergüenza, señor oficial, que...

No terminó: en aquel instante sonó un estallido al que siguió un ruido como de cristales rotos y el olor sofocante de la pólvora: el príncipe Andréi giró sobre sí mismo y, levantando un brazo, cayó de bruces en tierra boca abajo.

Algunos oficiales corrieron hacia él. Por la parte derecha del vientre brotaba un chorro de sangre que se extendía sobre la hierba.

Acudieron varios milicianos con una camilla y se detuvieron detrás de los oficiales. El príncipe Andréi estaba tendido boca abajo con la cara sobre la hierba y respiraba fatigosamente.

–¿Qué hacéis ahí parados? Ea, deprisa.

Los mujiks se acercaron y lo cogieron por las piernas y los hombros; pero él gimió lastimeramente; los milicianos se miraron y volvieron a dejarlo.

–¡Cogedlo! ¡Ponedlo en la camilla! ¡No importa!– dijo una voz.

Lo levantaron por segunda vez y lo colocaron en la camilla.

–¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Es posible?... ¡Ha sido en el vientre! ¡De ésta no se salva! ¡Dios mío!– se oía entre los oficiales.

–Me ha rozado la oreja... ¡Por un pelo!...– comentó el ayudante.

Los mujiks habían levantado la camilla sobre los hombros y echaron a andar rápidamente por el sendero hacia el puesto de socorro.

–¡Eh!... ¡Al paso!... ¡No seáis brutos!– gritó un oficial deteniendo a los milicianos, que marchaban con paso desigual y sacudían demasiado la camilla.

–¡Ponte tú, Fédor!– dijo el miliciano que iba delante.

–¡Bien! ¡Así va bien!– dijo satisfecho el de atrás, igualando el paso con el primero.

Timojin, al verlos venir, se acercó a las parihuelas y exclamó con voz estremecida, mirando dentro de la camilla:

–¡Excelencia! ¡Príncipe!

El príncipe Andréi abrió los ojos, miró al que hablaba desde las parihuelas, en las cuales se hundía profundamente su cabeza, y volvió a cerrar los párpados.

Los milicianos llevaron al príncipe al bosquecillo donde estaban los furgones y los puestos de socorro, compuestos de tres tiendas plantadas en un claro abierto entre los abedules. Más adentro estaban los furgones y los caballos. Mientras éstos comían su avena en los sacos, los gorriones bajaban a picotear el grano que caía al suelo. Los cuervos, al olor de la sangre, graznaban impacientes y volaban en torno a los árboles. Alrededor de las tiendas, en un espacio de más de dos hectáreas, yacían hombres ensangrentados, con diversos uniformes, unos echados, otros sentados y otros de pie. Alrededor de los heridos se amontonaban los soldados camilleros de rostros abatidos y atentos, a los que en vano trataban los oficiales de hacer volver a sus puestos. Sin hacer caso a las órdenes, los soldados permanecían apoyados en los palos de las camillas y con las miradas fijas, como tratando de comprender la importancia de lo que veían, contemplaban cuanto sucedía ante sus ojos. De las tiendas llegaban gemidos lastimeros, gritos penetrantes y airados. De vez en cuando salían corriendo los practicantes en busca de agua e indicaban los heridos que debían ser llevados adentro. Los heridos que esperaban turno junto a las tiendas gemían, gritaban, lloraban, juraban, pedían vodka, alguno deliraba.

Adelantándose a los heridos sin vendar, el príncipe Andréi, como jefe de regimiento, fue acercado a una de las tiendas y sus porteadores se detuvieron, esperando órdenes.

El príncipe Andréi abrió los ojos y durante largo tiempo no comprendió lo que ocurría a su alrededor. Volvía a recordar el prado, las matas de ajenjo, los campos, la negra pelota que giraba humeante y su apasionado anhelo de vivir. A dos pasos de él un arrogante y corpulento suboficial de cabellos negros, de pie y apoyado en un palo, con la cabeza vendada, hablaba en voz alta y atraía la atención de todos. Estaba herido en la cabeza y la pierna. Alrededor, un grupo de heridos y camilleros escuchaban ávidamente sus palabras.

–Cuando los echamos de allí, lo abandonaron todo... ¡y hemos hecho prisionero hasta el rey!– gritaba, brillantes sus ojos negros, mirando en derredor. —Si en aquel momento hubieran llegado las reservas, os aseguro, hermanos, que no habríamos dejado ni rastro de ellos. Es cierto lo que os digo...

El príncipe Andréi miró como los demás al narrador de los ojos brillantes y, mirándolo, experimentó un sentimiento de consuelo. “¿No es lo mismo ahora? —pensó—. ¿Qué me ocurrirá allí, y qué hubo aquí? ¿Por qué siento tanto dejar la vida? Había algo en esta vida que nunca comprendí y que no comprendo aún.”

XXXVII

Uno de los doctores, con el delantal y las manos más bien pequeñas manchadas de sangre, salió de la tienda. Sujetaba el cigarro con el pulgar y el meñique, para no ensuciarlo. Levantó la cabeza y se puso a mirar a los lados, por encima de los heridos. Era evidente que deseaba descansar un poco. Movió la cabeza varias veces a derecha e izquierda, suspiró y bajó los ojos.

–¡En seguida!– contestó a las palabras del practicante que le señalaba al príncipe Andréi, y ordenó que lo introdujeran en la tienda.

De la multitud de heridos que esperaban salió un sordo rumor.

–Hasta en el otro mundo sólo vivirán los señores– dijo alguien.

Llevaron a la tienda al príncipe Andréi y lo colocaron en una mesa recién desocupada, de la cual un practicante limpiaba algo. El príncipe Andréi no podía darse cuenta de lo que allí ocurría: los penosos gemidos procedían de todas partes; los insoportables dolores de la cadera, la espalda y el vientre le impedían prestar atención. Cuanto veía en derredor se fundía en una impresión general de cuerpos humanos desnudos, sanguinolentos, que llenaban toda la baja tienda, haciéndole recordar cómo, unas semanas antes, en un cálido día de agosto, esos mismos cuerpos llenaban el estanque fangoso del camino de Smolensk. Sí, eran los mismos cuerpos, aquella misma chair à canoncuya vista, ya entonces, parecía predecir lo de ahora y que tanto horror le había inspirado.

En la tienda había tres mesas; dos estaban ocupadas y al príncipe Andréi lo colocaron en la tercera. Lo dejaron solo un momento y pudo ver, involuntariamente, lo que ocurría en las otras mesas. En la más próxima estaba tendido un tártaro, seguramente un cosaco, a juzgar por el uniforme tirado en el suelo. Entre cuatro soldados sujetaban al herido. Un médico con lentes cortaba algo en su espalda morena y musculosa.

–¡Uf! ¡Uf! ¡Uf!– parecía gruñir el tártaro, y, de pronto, alzó el rostro, negro, de pómulos salientes y chata nariz.

Enseñando sus blancos dientes, se esforzó por liberarse, dando tirones y lanzando gritos agudos, estridentes y prolongados. En la otra mesa, rodeada de mucha gente, había un hombre alto y corpulento, con la cabeza echada hacia atrás (el color de su cabello rizado y la forma de la cabeza parecieron al príncipe Andréi extrañamente conocidos). Algunos enfermeros lo sujetaban echados sobre su pecho. Una de sus largas, blancas y gruesas piernas se contraía continuamente con un temblor febril. Aquel hombre lloraba convulsivamente y parecía ahogarse. Dos médicos, silenciosos —uno de ellos estaba muy pálido y temblaba—, hacían algo con la otra pierna, cubierta de sangre.

Cuando hubo terminado con el tártaro, sobre el que echaron un capote, el médico de los lentes se acercó al príncipe Andréi secándose las manos.

Miró su rostro y se volvió rápidamente.

–¡Desnudadlo! ¿Qué hacéis ahí parados?– dijo con enfado a los enfermeros.

Acudieron a la memoria del príncipe Andréi los primeros recuerdos de su infancia, cuando, con mano presurosa y las mangas recogidas, el enfermero desabrochó su uniforme y le quitó la ropa.

El médico se inclinó sobre la herida, la tocó, lanzó un suspiro y llamó a alguien con un signo. El terrible dolor del vientre hizo perder el sentido al príncipe Andréi. Al volver en sí le habían extraído huesos de la cadera rota, le habían cortado la carne desgarrada y le habían vendado la herida. Le rociaron la cara con agua fría; cuando abrió los ojos, el médico se inclinó sobre él, sin decir nada lo besó en la boca y se alejó rápidamente.

Después de tanto sufrimiento pasado el príncipe Andréi experimentaba un bienestar como hacía tiempo no sentía. Todos los mejores momentos de su vida, los más felices, acudieron a su memoria no como algo pasado, sino como una realidad: especialmente los de la lejana infancia, cuando lo desnudaban y lo metían en la camita, cuando su vieja niñera le cantaba para hacerlo dormir, cuando con la cabeza hundida en las almohadas se sentía feliz por la sola conciencia de vivir.

Alrededor de aquel herido cuya cabeza le había parecido conocida se movían aún los médicos. Lo levantaban y trataban de calmarlo.

–Dejádmela ver... ¡oh, oh, oh!– se oía, entre sollozos, su gemido asustado sometiéndose al sufrimiento.

Al escuchar esos gemidos, el príncipe Andréi sintió deseos de llorar. Fuera porque moría sin gloria, o porque lamentaba separarse de la vida, o a causa de sus recuerdos de infancia, desaparecidos para siempre, o porque sufría con el dolor de los demás, o por los lastimeros gemidos del hombre que estaba a su lado, el hecho era que sentía deseos de llorar con las lágrimas bondadosas casi alegres de los niños.

Mostraron al herido la pierna cortada, aún calzada y con un coágulo de sangre.

–¡Oh! ¡Oooooh!...– rompió en sollozos como una mujer.

Un médico, que estaba delante del herido tapándole el rostro, se hizo a un lado.

“¡Dios mío! ¿Cómo es posible? ¿Por qué está aquí?”, pensó el príncipe Andréi.

En el desventurado que sollozaba y a quien habían amputado una pierna acababa de reconocer a Anatole Kuraguin. Lo sostenían por debajo de los brazos y le ofrecían un vaso de agua, cuyo borde no podía alcanzar con los labios, hinchados y temblorosos. Sollozaba angustiosamente.

“¡Es él! Sí. Ese hombre está relacionado conmigo por algo íntimo y doloroso —pensó el príncipe Andréi, sin reconocer aún claramente a quien tenía delante—. ¿Qué relación hay entre ese hombre y mi infancia y mi vida?”, se preguntaba sin hallar respuesta. De pronto, un nuevo e inesperado recuerdo que no pertenecía al mundo de la infancia pura y amorosa acudió a la mente del príncipe Andréi. Recordó a Natasha tal como la había visto por primera vez en el baile de 1810, con su cuello grácil, los brazos delgados, el rostro radiante, asustado y pronto al entusiasmo. Y su amor y ternura por ella se despertaron en su alma con más fuerza que nunca. Ahora recordaba bien el vínculo existente con aquel hombre que, a través de las lágrimas que brotaban de sus ojos hinchados, lo miraba turbiamente.

El príncipe Andréi lo recordó ahora todo: y una exaltada piedad y amor hacia aquel hombre llenó su corazón feliz.

El príncipe Andréi no pudo contenerse más y lloró dulces lágrimas de amor y ternura por el prójimo, por sí mismo; lloró también por errores ajenos y propios.

"La misericordia, el amor al prójimo, a los que nos aman, y a los que nos odian, el amor a nuestros enemigos. Sí, ese amor que Dios predicó sobre la tierra, el que me enseñaba la princesa María y yo no comprendía. Por eso sentía abandonar la vida, eso sería lo que permanecería en mí si viviese. Pero ahora ya es tarde, lo sé.”

XXXVIII

El aspecto aterrador del campo de batalla, cubierto de cadáveres y heridos, unido a su pesadez de cabeza, a la noticia de que veinte de sus generales, a los que conocía, habían resultado heridos o muertos y la conciencia de la debilidad de su brazo, antes poderoso, produjeron una inesperada impresión en Napoleón, que se complacía habitualmente en contemplar los muertos y heridos para medir su propia fuerza de ánimo (así pensaba él). Aquel día el aspecto espantoso del campo de batalla había vencido la fuerza moral en la cual cifraba el Emperador todo su mérito y grandeza: se retiró rápidamente del campo y volvió al túmulo de Shevardinó.

Amarillento, grueso y pesado, con ojos turbios, la nariz colorada y la voz enronquecida, permanecía sentado en una silla plegable y escuchaba, sin querer y sin levantar los ojos, el estruendo de los cañonazos. Con enfermiza angustia esperaba el término de aquella acción, de la cual se consideraba partícipe pero que ya no podía detener. El sentimiento humano personal prevaleció por un instante sobre la imagen artificial de la vida a cuyo servicio había estado tanto tiempo. Pesaban sobre él los sufrimientos y la muerte que había visto en el campo de batalla.


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