Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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Su fuerza física y su habilidad eran tales durante los primeros tiempos de su prisión que parecía desconocer el cansancio y la enfermedad. Cada día, al acostarse, decía: “Dios mío, haz que duerma como una piedra y me levante hecho un pimpollo". Por la mañana, al levantarse, alzaba los hombros siempre del mismo modo y decía: “Me encogí al acostarme, me estiré al levantarme". Y, en efecto, en cuanto se acostaba, se dormía como una piedra; y al levantarse, sin perder un segundo, se entregaba a cualquier faena, como los niños que apenas levantados se ponen a jugar. Sabía hacer de todo, ni demasiado bien, ni muy mal: cocinaba, hacía pan, cosía, arreglaba botas, trabajaba en madera. Estaba siempre ocupado y sólo por la noche se permitía entablar alguna conversación, a la que era muy aficionado, o cantar. No cantaba como quien sabe que lo están escuchando, sino como los pájaros, por la sencilla razón de que necesitaba emitir esos sonidos, lo mismo que necesitaba estirarse o caminar. Sus sonidos eran siempre delicados, melodiosos, melancólicos, casi femeninos, y su rostro, cuando cantaba, permanecía muy serio.
Desde que había caído prisionero se había dejado crecer la barba y había renunciado a todos los elementos extraños impuestos por el servicio militar; sin darse cuenta había vuelto al antiguo modo del vivir campesino. Decía:
–El soldado con permiso, de los peales hace camisas.
No le gustaba hablar de los años pasados en el ejército, aun cuando no se quejase de él y repitiera con frecuencia que en el regimiento nunca le habían pegado. Cuando contaba algo, se refería casi siempre a los viejos y queridos recuerdos de su vida de campesino, de “cristiano”, decía. Los abundantes dichos que adornaban su conversación no eran indecorosos ni indecentes, como los de los soldados, sino populares; expresados en momentos oportunos, parecían insignificantes y adquirían, de pronto, un sentido profundo.
Muchas veces se contradecía, pero sus palabras siempre resultaban certeras. Le gustaba hablar, y hablaba bien, aderezando las frases con palabras cariñosas y sentencias inventadas por él; al menos, eso le parecía a Pierre. Pero la atracción principal de sus relatos consistía en que los acontecimientos más sencillos, que Pierre veía sin prestarles atención, adquirían en sus labios un carácter solemne. Le gustaba oír los cuentos (siempre los mismos) que en las veladas contaba un soldado, pero sobre todo le gustaban las historias de la vida real. Sonreía feliz al escucharlas; intercalaba de vez en cuando algunas palabras y hacía preguntas para deducir la moraleja de todo cuanto se decía. Karatáiev no sentía el cariño, la amistad, el amor como los entendía Pierre, pero quería y vivía amistosamente con todo cuanto veía y, en particular, con los seres humanos, fueran como fueran, a quienes la vida había puesto en su camino. Quería a su perro, a sus compañeros, a los franceses y a Pierre, que era su vecino; pero Pierre sentía que, a pesar de la cariñosa ternura que Karatáiev le demostraba (con la cual tributaba, sin saberlo, el respeto debido a la vida espiritual de Pierre), al separarse de él no se entristecería en absoluto. Y Pierre comenzó a experimentar el mismo sentimiento hacia Karatáiev.
Para los demás prisioneros, Platón Karatáiev era un simple soldado; lo llamaban Halconcito o Platoshka, se burlaban bonachonamente de él, lo mandaban con diversos recados, pero Pierre lo recordaba siempre incomprensible, tal como lo había visto la primera noche: inconcebible, redondo, la eterna personificación de la sencillez y la verdad.
Platón Karatáiev no sabía de memoria nada, salvo su oración. Cuando empezaba un relato, parecía no saber cómo terminaría.
Cuando Pierre, sorprendido a veces por el significado de sus palabras, le pedía que las repitiera, Platón no podía recordar lo que había dicho un minuto antes, tal como no podía explicarle con palabras su canción favorita.
Decía en ella “querida”, “abedul” y “qué angustia la mía”, pero la letra, de por sí, carecía de sentido. El no entendía ni podía entender el significado de las palabras separadas del relato. Cada palabra, cada acto suyo, era la manifestación de una actividad desconocida para él, que era su vida. Pero esa vida suya, tal como la imaginaba, no tenía sentido alguno como vida individual, sólo significaba algo como parte de un todo que él percibía constantemente. Sus palabras y actos se desprendían de él con la misma regularidad, precisión y espontaneidad del perfume que emana de la flor. No podía comprender ni el sentido ni el valor de sus actos o palabras tomadas por separado.
XIV
La princesa María había sabido por Nikolái que su hermano estaba con los Rostov en Yaroslavl y, a pesar de los consejos de su tía, se dispuso a partir con su sobrino inmediatamente. No preguntó ni le interesaba saber si aquel viaje era difícil o fácil, imposible o posible. Su deber era no sólo estar al lado de su hermano, tal vez a punto de morir, sino hacer todo lo posible por llevarle a su hijo. Y preparó la partida de Vorónezh. Se explicaba la falta de noticias de su hermano diciéndose que debía de encontrarse demasiado débil para escribir, o que quizá le pareciera excesivamente largo y peligroso el viaje para ella y su hijo.
La princesa lo tuvo dispuesto en pocos días; hacía el viaje en la enorme carroza del príncipe, que la había llevado a Vorónezh, y la acompañaba un pequeño coche y varios carros. Mademoiselle Bourienne, Nikóleñka y su preceptor, la vieja niñera, tres doncellas, Tijón, un joven lacayo y otro más, que la acompañaba por deseo de su tía.
Era imposible seguir la ruta ordinaria hacia Moscú, y el desvío obligado por Lipetsk, Riazán, Vladímir y Shuia era demasiado largo y difícil, por no existir en aquel trayecto caballos de posta; y cerca de Riazán (donde según decían habían aparecido los franceses) el camino podía ser peligroso.
Durante viaje tan difícil, mademoiselle Bourienne, Dessalles y los criados de la princesa quedaron asombrados de su energía e incesante actividad. Se acostaba la última y se levantaba la primera, y ningún obstáculo era bastante para detenerla. Gracias a esa actividad y energía, que animaba a sus compañeros de viaje, al finalizar la segunda semana ya estaban a la vista de Yaroslavl.
Los últimos días de su estancia en Vorónezh habían sido los mejores y los más felices de su vida. Ya no la atormentaba ni inquietaba el amor por Nikolái Rostov. Aquel amor llenaba toda su existencia, se hacía parte inseparable de ella misma y no pugnaba ya con sus sentimientos.
La princesa María se había convencido, sin decírselo nunca claramente a sí misma, de que amaba de veras y era correspondida. Se había convencido de ello en su última entrevista con Nikolái, cuando él fue a verla para decirle que el príncipe Andréi se hallaba con los Rostov. Nikolái no había aludido al hecho de que (en caso de curación del príncipe) las relaciones de otro tiempo entre él y su hermana Natasha podían reanudarse; pero la princesa había adivinado en su rostro que lo sabía y lo pensaba. Y a pesar de todo, su actitud hacia ella, siempre tierna, atenta y amorosa, no había cambiado; hasta se habría dicho que lo alegraba el parentesco con la princesa María, pues le permitía expresar más libremente su amistad y amor. Así pensaba a veces la princesa. Sabía que amaba por primera y última vez en su vida; se sentía amada y se consideraba feliz y tranquila en ese sentido.
Pero esa felicidad de una parte de su espíritu, lejos de impedirle sentir un intenso dolor por su hermano, le permitió, gracias a su tranquilidad anímica, entregarse por completo a su pesar. Tan viva era su inquietud en los primeros días de su marcha de Vorónezh que cuantos la acompañaban se persuadieron (al ver su rostro de angustia y desesperación) de que caería enferma antes de llegar. Pero fueron, precisamente, las dificultades y preocupaciones del viaje, que procuraba solventar febrilmente, las que alejaron por un tiempo su dolor y le dieron fuerzas.
Como ocurre siempre en los viajes, la princesa María no pensaba más que en lo atinente al camino, olvidando por ello su objetivo. Pero al acercarse a Yaroslavl, al pensar que todo cuanto esperaba lo vería aquella misma noche y no al cabo de varios días, su inquietud llegó al máximo.
El lacayo enviado a Yaroslavl para averiguar dónde paraban los Rostov y cómo seguía el príncipe Andréi salió al encuentro del coche a la entrada de la ciudad. Se asustó al ver la tremenda palidez de la princesa María, asomada a la ventanilla del coche.
–Me he informado de todo, Excelencia– dijo. —Los Rostov viven en la plaza, en casa del mercader Brónnikov. No está lejos, es en la misma orilla del Volga.
La princesa miró al lacayo con expresión interrogante y temerosa, sin entender por qué no le contestaba a lo principal: el estado de su hermano. Mademoiselle Bourienne se encargó de preguntarlo por la princesa:
–¿Cómo está el príncipe?
–Su Excelencia está en la misma casa que los condes dijo el criado.
“Eso quiere decir que está vivo”, pensó la princesa María; y preguntó en voz baja:
–¿Cómo está?
–Está en la misma situación, según me han contado los criados.
La princesa no quiso preguntar qué significaba “está en la misma situación”. Se limitó a mirar a su sobrino, aquel niño de siete años que, sentado ante ella, se divertía, mirando la ciudad; después inclinó la cabeza y no la levantó hasta que la pesada carroza, tambaleante y rechinando, se detuvo con estrépito. Se oyó el chirrido de los estribos al bajar.
Se abrieron las portezuelas. A la izquierda se veía el gran río; a la derecha, en el porche, había algunos criados y una joven de piel rosada y larga trenza negra, que sonreía de manera forzada y poco agradable, en opinión de la princesa María. Era Sonia. La princesa subió rápidamente las escaleras y la muchacha de la sonrisa forzada dijo: “Por aquí, por aquí”. En el vestíbulo, una mujer de edad, de rasgos orientales, salió emocionada y precipitadamente a su encuentro. Era la condesa. Abrazó a la princesa María y la besó repetidas veces.
–Mon enfant!– dijo. —Je vous aime et vous connais depuis longtemps. 583
A pesar de su emoción, la princesa María comprendió quién era aquella señora y que debía decirle algo. Pronunció unas frases de cortesía en francés —del mismo estilo que las de la condesa– y preguntó por su hermano.
–El doctor dice que no hay peligro– aseguró la condesa, pero al mismo tiempo levantó los ojos y dejó escapar un suspiro en contradicción con sus palabras.
–¿Dónde está? ¿Puedo verlo? ¿Puedo?
–En seguida, princesa, en seguida, querida...– y se fijó en Nikóleñka, que entraba con su preceptor. —¿Es el hijo de él? ¡Qué niño tan encantador! Cabremos todos, la casa es amplia.
La condesa la condujo a la sala. Sonia hablaba con mademoiselle Bourienne; la condesa acariciaba al niño; el viejo conde entró para saludar a la princesa. Había cambiado mucho desde que la princesa lo viera la última vez. Entonces era un viejo vivaz, alegre y seguro de sí mismo; ahora parecía un anciano asustado, que inspiraba lástima. Hablaba con la princesa y no cesaba de mirar alrededor, como preguntando a todos si era aquello lo que debía hacer. Desde el desastre de Moscú y su propia ruina, separado de las condiciones normales de existencia, había perdido la noción de su propio valer y se sentía desplazado de la vida.
A pesar de su único deseo de ver lo antes posible al príncipe Andréi y de la contrariedad que sentía de que la entretuvieran y alabaran a su sobrino de modo tan afectado, la princesa María se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo y creyó conveniente someterse a esas nuevas condiciones de vida. Sabía que todo era necesario y, aunque la molestara, no se sentía enfadada con nadie.
El conde presentó a Sonia a la princesa María.
–Esta es mi sobrina. ¿No la conoce, verdad?
La princesa miró a Sonia y, procurando ahogar el sentimiento de hostilidad que despertaba en ella, la besó. Empezaba a serle penoso que el estado de ánimo de cuantos la rodeaban fuera tan distinto del suyo.
–¿Dónde está?– preguntó de nuevo, dirigiéndose a todos.
–Está abajo– contestó Sonia, enrojeciendo. —Natasha lo acompaña. Acaban de avisarle. ¿No está usted cansada, princesa?
En los ojos de la princesa asomaron lágrimas de encono. Se volvió para preguntar a la condesa si podía bajar a ver a su hermano, pero en aquel momento se oyeron al otro lado de la puerta unos pasos ligeros, veloces, casi alegres. La princesa se volvió y vio a Natasha que entraba casi corriendo. Era la misma Natasha que tan poco le había gustado en su visita de Moscú.
Pero le bastó una mirada para comprender que ahora compartía plenamente su dolor y, por tanto, era amiga suya. Natasha se lanzó rápidamente hacia ella, la abrazó y estalló en sollozos, reclinando la cabeza en su hombro.
Natasha estaba a la cabecera del príncipe Andréi y al enterarse de la llegada de la princesa salió sin hacer ruido de la habitación y corrió al encuentro de María con aquellos pasos rápidos que a la princesa le parecieron casi alegres.
Al irrumpir en el salón, su rostro emocionado no expresaba más que amor, un amor infinito hacia el príncipe Andréi y su hermana y cuantos tuvieran alguna relación con él; era una expresión de piedad y sufrimiento por los demás y un apasionado deseo de darse por entero en bien de todos. Era evidente que en aquellos momentos no pensaba en sí misma ni en sus relaciones con él.
La sensible princesa María lo intuyó desde que la vio entrar, y apoyándose en su hombro lloró con amarga alegría.
–Vamos, vamos a verlo, María– dijo Natasha, llevándola a otra habitación.
La princesa María alzó el rostro, se enjugó los ojos y miró a Natasha. Sentía que por ella lo sabría todo y todo lo comprendería.
–¿Cómo...?– empezó la princesa, pero se detuvo.
Se dio cuenta de que con palabras no se podía preguntar ni responder. El rostro y los ojos de Natasha deberían decírselo con mayor claridad y profundidad.
Natasha la miró, parecía asustada e indecisa, como si no se atreviera a decir todo lo que sabía. Le parecía comprender que ante aquellos ojos luminosos, que penetraban hasta el fondo de su corazón, no podía decir más que la verdad, toda la verdad que conocía. Los labios de Natasha se estremecieron y varias arrugas deformes aparecieron en torno a su boca. Rompió en sollozos y escondió la cara entre las manos.
La princesa María lo comprendió todo.
Seguía, sin embargo, confiando y preguntó con palabras en las que no creía:
–¿Cómo va la herida? ¿En qué estado se encuentra?
–Usted... usted... lo verá...– fue todo lo que pudo decir Natasha.
Permanecieron un rato en el piso inferior, junto a la habitación del herido, para dejar de llorar y entrar con el rostro sereno.
–¿Qué curso ha seguido la enfermedad? ¿Hace tiempo que empeoró? ¿Cuándo sucedió eso?– preguntó la princesa.
Natasha contó que, al principio, el mal consistía en la fiebre y los dolores, pero en el monasterio de Troitsa todo eso había cesado y el médico sólo temía a la gangrena. También ese peligro pasó. Cuando llegaron a Yaroslavl, la herida había comenzado a supurar (Natasha sabía bien todo lo referente a la supuración) y el médico había explicado que la supuración podía seguir un curso normal. Después había vuelto la fiebre, que el médico, esta vez, consideraba menos peligrosa.
–Pero hace dos días– comenzó Natasha, conteniendo a duras penas los sollozos —ocurrió de repente eso... La causa no la sé, pero ya verá en qué estado se encuentra.
–¿Está débil? ¿Más delgado?– preguntó la princesa.
–No, no es eso... es peor. Ya lo verá. ¡Ah! María, es demasiado bueno, no puede, no puede vivir, porque...
XV
Cuando Natasha, con un movimiento habitual, abrió la puerta para dar paso a la princesa, ésta sentía ya que los sollozos se agolpaban en su garganta. Pese a todos sus esfuerzos para serenarse, sabía que al verlo no podría contener las lágrimas.
La princesa María había comprendido lo que quería decir Natasha con sus palabras “hace dos días le ocurrió eso”; comprendía que el príncipe Andréi se había dulcificado y que esa dulzura y enternecimientos eran indicios de muerte. Al llegar a la puerta vio con la imaginación el rostro de aquel Andriusha al que había conocido de niño; su cara dulce y afectuosa, llena de ternura, expresión que tan raras veces aparecía en él y que por eso tanto la impresionaba siempre. Sabía que ahora le diría palabras dulces y tiernas, como las que había dicho su padre al morir, y que ella no podría dominarse y estallaría en sollozos. Pero antes o después eso debía suceder, y entró en la habitación. El llanto la ahogaba cada vez más, mientras con sus ojos miopes distinguía el cuerpo y buscaba las facciones de su hermano. Por fin vio su rostro y sus miradas se encontraron.
Estaba echado en un diván, rodeado de almohadas y vestido con una bata guarnecida de piel de ardilla. Estaba muy delgado y pálido. Una de sus manos, de blancura casi transparente, sostenía un pañuelo; con la otra, se atusaba sus finos bigotes, bastante crecidos. Sus ojos estaban fijos en los que entraban.
Cuando se encontró con aquella mirada la princesa María acortó de pronto el paso; sintió que las lágrimas se le secaban y los sollozos cedían en su pecho; la expresión del rostro y la mirada que había sorprendido le produjeron una extraña timidez y la hicieron sentirse culpable.
“Pero ¿de qué soy culpable?”, se preguntó.
“De que vives y piensas en las cosas de la vida, mientras que yo...”, pareció contestarle aquella mirada fría y severa.
En aquella mirada profunda dirigida no fuera sino dentro de sí, había casi hostilidad cuando el príncipe se volvió lentamente hacia su hermana y Natasha.
Besó a su hermana como hacían siempre, mano con mano.
–Buenos días, Mary... ¿Cómo has llegado hasta aquí? preguntó con voz tranquila y tan extraña como su mirada.
Si hubiera gritado desesperadamente, su grito no habría producido en la princesa el horror que le causó aquella voz.
–¿Has traído también a Nikólushka?– añadió, con la misma voz débil y pausada, haciendo un evidente esfuerzo para recordar.
–¿Cómo te encuentras ahora?– preguntó la princesa María, asombrándose ella misma de lo que decía.
–Eso, querida, hay que preguntárselo al médico– dijo el príncipe; y haciendo un visible esfuerzo para mostrarse cariñoso, añadió con un imperceptible movimiento de labios (se veía que no pensaba lo que decía): —Merci, chère amie, d’être venue. 584
La princesa María le estrechó la mano y él frunció levemente el ceño al sentir aquella presión. Guardó silencio y ella no supo qué decir. Comprendió qué le había ocurrido días atrás. En sus palabras, en el tono de su voz y sobre todo en la fría mirada —casi hostil– se advertía ese alejamiento de todas las cosas terrenales, terrible para quien está vivo. Al parecer comprendía, haciendo un esfuerzo, todo cuanto se refería a los que vivían, pero se notaba al mismo tiempo que esa dificultad no provenía de su falta de capacidad para comprender; se debía a que él comprendía algo que los demás, los que vivían, no entendían ni podían entender. Y eso lo absorbía por entero.
–Ya ves de qué manera más extraña nos ha reunido el destino– dijo, rompiendo el silencio e indicando a Natasha. —Ella anda cuidándome todo el día.
La princesa María escuchaba sin entender lo que le decía. ¿Cómo podía hablar así, el sensible y cariñoso príncipe Andréi, delante de la mujer que amaba y lo amaba? Si tuviera esperanzas de vivir no habría dicho eso con aquel tono frío y ofensivo. Si no supiera que iba a morir, ¿cómo no iba a tener piedad de ella, cómo habría podido hablar de aquella manera? Sólo una explicación era posible: todo le era indiferente, porque algo de importancia muchísimo mayor se le había revelado.
La conversación seguía siendo fría, deslavazada; se interrumpía a cada momento.
–María ha pasado por Riazán– dijo Natasha.
El príncipe Andréi no pareció notar que Natasha llamaba a su hermana por el nombre. Natasha, que ya lo había hecho antes, se dio cuenta ahora por primera vez.
–¿Y qué?– dijo el príncipe.
–Le han contado que Moscú se ha quemado por completo, que...
Natasha se detuvo: aquella conversación no era oportuna; se veía que el príncipe hacía vanos esfuerzos por escuchar.
–Sí, dicen que ha ardido. Es una lástima– dijo sin mirar a nadie y atusándose distraído el bigote con los dedos.
–¿Y tú, Marie, te encontraste con el príncipe Nikolái?– dijo de pronto el príncipe Andréi, deseando, al parecer, decir algo agradable para ellas. —Ha escrito a esta casa, diciendo que tú le has gustado mucho– prosiguió tranquilamente, con sencillez, sin entender, al parecer, la importancia que sus palabras tenían para aquellos seres vivos. —Si también a ti te gustara... sería lo mejor... que os casarais– añadió algo más de prisa, satisfecho de haber encontrado unas palabras que le había costado buscar.
La princesa María lo escuchaba; para ella esas palabras carecían de sentido, no hacían más que probar cuán lejos del mundo de los vivos se encontraba su hermano.
–A qué hablar de mí– dijo con voz firme, y miró a Natasha.
Ella notó su mirada, pero no levantó los ojos. Todos guardaron silencio.
–Andréi, quieres...– dijo de pronto, con voz temblorosa, la princesa María. —¿Quieres ver a Nikólushka? Te ha recordado siempre.
Por primera vez el príncipe Andréi esbozó una sonrisa, pero la princesa, que conocía tan bien las expresiones de su rostro, comprendió horrorizada que no era una sonrisa de júbilo ni de cariño por el hijo, sino un gesto de tierna burla para la princesa María, que, en su opinión, empleaba el último recurso para volverlo a la vida.
–Sí, me alegraría mucho ver a Nikólushka. ¿Está bien?
Cuando llevaron al pequeño a la habitación del príncipe Andréi, Nikóleñka contempló asustado a su padre y no lloró porque nadie lloraba. El príncipe Andréi lo besó, sin saber qué decirle.
Cuando se llevaron a Nikóleñka, la princesa María se acercó de nuevo a su hermano. Lo besó y, sin poder contenerse más, rompió a llorar. Él la miró con fijeza.
–¿Lloras por Nikóleñka?
La princesa María asintió con la cabeza sin dejar de llorar.
–María, ¿sabes? El Evange...– pero se interrumpió de pronto.
–¿Qué dices?
–Nada. No hay que llorar aquí– concluyó, mirándola con la misma frialdad.
Cuando la princesa María comenzó a llorar, él comprendió que lo hacía por el pequeño Nikólushka, que iba a quedar sin padre. Con gran esfuerzo trató de volver a la vida y situarse en su punto de vista.
“Sí, debe parecerles penoso —pensó—. ¡Y, sin embargo, qué simple es! Los pajarillos del cielo no siembran, no siegan las mieses, Dios nuestro Padre les proporciona alimentos”, se dijo, y esto es lo que deseaba decir a su hermana.
“Pero no, ellas lo entenderían a su manera. No entenderían nada. No pueden comprender que todos esos sentimientos que tanto valoran, todos esos pensamientos que les parecen, que nos parecen tan importantes, no son necesarios. No podemos entendernos.” Y guardó silencio.
El hijo del príncipe Andréi tenía siete años; apenas conocía las letras, y no sabía nada. Sufrió mucho desde aquel día, adquiriendo conocimientos, dotes de observación y experiencia. Pero aunque hubiera sabido entonces todo eso, no habría podido entender mejor y más profundamente aquella escena entre su padre, la princesa María y Natasha, de la que fue testigo. Lo adivinó todo y sin llorar salió de la habitación, se acercó silencioso a Natasha, que lo seguía, la miró tímidamente con sus bellos y pensativos ojos; su rosado labio superior, un poco prominente, se estremeció, apoyó la cabeza en la joven y se echó a llorar.
A partir de aquel día evitó a Dessalles y a la vieja condesa, que lo hacía objeto de sus mimos, y permanecía solo o se acercaba tímidamente a la princesa María y a Natasha, a quien parecía querer aún más que a su tía, y, dulcemente, con timidez, buscaba sus caricias.
Cuando la princesa María salió de la habitación de su hermano había comprendido perfectamente cuanto le dijera el rostro de Natasha. No volvió a hablar con ella sobre la esperanza de salvarlo. Turnándose ambas, veló junto al diván del herido. No lloraba ya, pero rezaba sin cesar, dirigiendo sus plegarias al Ser eterno e inconcebible, cuya presencia era tan notoria ahora junto al moribundo.
XVI
El príncipe Andréi sabía que iba a morir; es más, notaba que se iba muriendo poco a poco y que estaba ya medio muerto. Experimentaba, sobre todo, una sensación de alejamiento de todas las cosas terrenas y una extraña y gozosa ligereza de ser. Sin temor ni prisa aguardaba serenamente lo que debía suceder. Aquella presencia horrible, eterna, desconocida y lejana, cuya existencia había sentido durante toda su vida, se le acercaba ahora hasta hacérsele casi comprensible y tangible por la extraña y gozosa levedad de ser.
Antes había temido el fin. Por dos veces había experimentado el terrible y doloroso sentimiento de miedo a morir, que ahora no comprendía.
La primera vez había sido cuando la granada saltó junto a él girando como un trompo, mientras él miraba las mieses, los arbustos, el cielo, y sabía que estaba ante la muerte. Cuando volvió en sí después de ser herido, en su alma, momentáneamente liberada del peso de la vida, nació aquella flor de amor perenne, libre, que no dependía de este mundo. Y desde entonces ya no tuvo miedo a la muerte ni pensó en ella.
Durante las horas del doloroso aislamiento y semidelirio que había sufrido desde que fue herido, cuanto más reflexionaba en aquel nuevo principio de amor eterno que se le había revelado, tanto más renunciaba —sin darse cuenta de ello– a la vida terrenal. Amarlo todo y a todos, sacrificarse siempre por amor, significaba no amar a nadie, no vivir la vida terrenal. Y a medida que profundizaba en el principio del amor, con mayor decisión renunciaba a la vida y destruía el terrible obstáculo interpuesto entre la vida y la muerte cuando no hay amor. Y entonces, cuando en aquel primer tiempo se acordaba de que debía morir, se decía: “Mejor así”.
Pero desde la noche de Mitischi, cuando en su semidelirio apareció ante él la mujer que deseaba y cuando él, apretando su mano contra sus labios, derramó dulces lágrimas de felicidad, el amor a una sola mujer se fue adentrando imperceptiblemente en su corazón; y de nuevo lo ató a la vida. Acudían a su mente pensamientos que lo atormentaban y lo llenaban de alegría. Recordaba el instante en que había visto a Kuraguin en la ambulancia, pero no podía experimentar de nuevo el sentimiento de entonces. Una sola cuestión lo atormentaba: ¿Seguía vivo o no aquel hombre? Pero no se atrevía a preguntarlo.
La herida siguió su curso normal, pero lo que Natasha había dicho a la princesa María de que “eso le ocurrió hace dos días”fue la última lucha, la lucha moral entre la vida y la muerte, y en ella triunfó la muerte. Era el inesperado reconocimiento de que valoraba todavía la vida representada en el amor a Natasha y la última embestida de pavor —ya superada– ante lo desconocido.
Había anochecido. Como de costumbre, después de cenar tuvo algo de fiebre y sus pensamientos eran extraordinariamente lúcidos. Sonia estaba sentada junto a la mesa. Él se había adormecido. De pronto lo invadió una sensación de felicidad.
“¡Ah, es ella quien entró!”, pensó.
Y, en efecto, Natasha había entrado sin hacer ruido para sustituir a Sonia.
Desde que empezó a cuidarlo, el príncipe experimentaba siempre esa sensación física de su presencia. Permanecía sentada en la butaca, de perfil a él, ocultándole la luz de la vela, y tejía una media. (Había aprendido a tejer desde que una vez el príncipe Andréi le dijo que nadie cuidaba mejor a los enfermos que las viejas niñeras que hacían punto, y que aquel trabajo resultaba sedante para el enfermo.) Sus delicados dedos movían ágilmente las agujas, que a veces chocaban una con otra; el príncipe podía ver muy bien el perfil de su rostro, levemente inclinado y meditabundo. Natasha hizo un movimiento y el ovillo cayó de sus rodillas. Se sobresaltó; ocultó la luz de la vela con la mano y con un gesto rápido, ágil y silencioso se inclinó para coger el ovillo y tornó a su anterior postura.
El príncipe Andréi la miraba sin moverse y notó que, después de aquel movimiento, necesitaba respirar a pleno pulmón, pero temía hacerlo y lo hacía conteniendo el aliento.
En el monasterio de Troitsa habían hablado del pasado y el príncipe había dicho que, si conservaba la vida, daría eternas gracias a Dios por aquella herida que los había vuelto a unir. Desde entonces no volvieron a mencionar el porvenir.
“¿Podía o no podía ser así? —pensaba ahora, mirándola y escuchando el leve rumor de las agujas de acero—. ¿Acaso nos ha unido el destino de manera tan extraña para dejarme morir?... ¿Acaso se me ha revelado la verdad de la vida sólo para que yo sepa que he vivido en el engaño? La amo más que a nada en el mundo. ¿Qué puedo hacer si la amo?", y gimió, de pronto, sin querer, por la costumbre adquirida en sus horas de sufrimiento.
Al oírlo, Natasha dejó su labor y, al ver sus ojos brillantes, se inclinó hacia él.
–¿No duerme?– preguntó.
–No, la estoy mirando desde hace tiempo; me di cuenta de su llegada. Nadie como usted me da tan dulce quietud... esa luz... Querría llorar de alegría.
Natasha se acercó más a él. Su rostro relucía exaltado y jubiloso.
–Natasha, la amo demasiado, más que a nadie en el mundo.
–¿Y yo?– apartó el rostro un instante. —¿Por qué demasiado?– preguntó.
–¿Por qué demasiado?... Dígame la verdad de lo que piensa, de lo que siente en lo más profundo de su ser, ¿viviré? ¿Qué le parece?
–¡Estoy segura de que sí! ¡Estoy segura!– casi gritó Natasha, estrechándole las dos manos apasionadamente.
Él guardó silencio.
–¡Sería tan hermoso!– tomó su mano y la besó.
Natasha se sentía feliz y conmovida; pero recordó que eso estaba prohibido, que el herido necesitaba reposo.
–Pero usted no ha dormido– dijo, reprimiendo su alegría. —Trate de dormir, por favor.
El príncipe abandonó su mano después de estrecharla, ella se sentó de nuevo junto a la vela y todo siguió como antes. Por dos veces se volvió para mirarlo y se encontró con sus ojos brillantes. Entonces se impuso una tarea determinada en su labor de tejedora, prometiéndose no mirarlo hasta haberla terminado.