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Guerra y paz
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 23:58

Текст книги "Guerra y paz"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Mas la princesa no lo escuchaba.

–Sí, lo sabía desde hace tiempo; pero me olvidaba de que nada podía esperarse en esta casa sino bajeza, envidia, intriga e ingratitud, la más negra ingratitud...

–¿Sabes dónde está el testamento? ¿Sí o no?– preguntó el príncipe Vasili temblándole las mejillas más que antes.

–Sí, era una estúpida, aún creía en los seres humanos; los amaba y me sacrificaba por ellos. Pero sólo los malvados, los viles, salen adelante. Ya sé de dónde procede esta intriga.

La princesa quiso levantarse, pero el príncipe Vasili la sujetó por la mano. Catalina tenía el aspecto de la persona que acaba de perder en un minuto su confianza en la humanidad entera; miraba iracunda a su interlocutor.

–Todavía estamos a tiempo. Tú, Catiche, ten bien presente que todo esto se hizo por casualidad, en un momento de cólera, de malestar; pero después se ha olvidado. Nuestro deber, querida mía, es reparar su error, aliviar sus últimos instantes sin permitir que se cometa semejante injusticia, que no muera con el pensamiento de que ha hecho infelices a las personas que...

–A las personas que lo han sacrificado todo por él– terminó la princesa, intentando levantarse de nuevo; pero el príncipe no se lo permitió, —aunque él jamás supo apreciarlo. No, mon cousin– añadió con un suspiro, —siempre recordaré que en este mundo no hay que esperar recompensa alguna, que en este mundo no hay ni honor ni justicia... que en este mundo hay que ser malvado e intrigante.

–Bueno, voyons. Cálmate. Conozco tu buen corazón.

–No, mi corazón ya no es bueno.

–Conozco tu corazón– repitió el príncipe, —y aprecio tu amistad y querría que tú tuvieses de mí la misma opinión que yo de ti. Cálmate y parlons raison, 101aún hay tiempo; tal vez veinticuatro horas, tal vez una... Cuéntame todo cuanto sepas del testamento, y especialmente dónde se encuentra, tú tienes que saberlo. Lo sacaremos ahora mismo y lo mostraremos al conde. Es evidente que olvidó su existencia y querrá destruirlo. Tú ya comprendes que mi único deseo es cumplir su voluntad fielmente: sólo para eso estoy aquí. No he venido más que para ayudarlo a él y a vosotras.

–Ahora lo comprendo todo– dijo la princesa. —Sé quién ha preparado esta intriga. Lo sé.

–No se trata de eso, amiga mía.

–Es su protegée, 102su querida princesa Anna Mijáilovna, a quien no querría tener ni por sirvienta; es esa ruin e infame mujer.

–Ne perdons point de temps. 103

—¡No, no me diga! El pasado invierno esa mujer se introdujo en esta casa y contó al conde tales horrores sobre todas nosotras y especialmente sobre Sophie (no puedo ni repetirlos) que el conde enfermó y estuvo dos semanas sin querer vernos. Fue entonces, lo sé bien, cuando escribió ese infame papel... pero yo creí que no tendría validez alguna.

–Nous y voilà. 104¿Por qué no me lo has dicho antes?

–Está en la cartera de cuero repujado que guarda bajo su almohada. Ahora lo sé– dijo la princesa sin responder. —Sí, si tengo algún pecado, un gran pecado, es el odio hacia esa miserable– siguió la princesa casi a gritos, totalmente cambiada. —¿Qué busca aquí? Pero se lo diré todo, todo. ¡Ya llegará la hora!

XIX

Mientras en la sala de recepción y en la habitación de la princesa tenían lugar tales conversaciones, el coche que llevaba a Pierre (a quien mandaron a buscar) y a Anna Mijáilovna, que estimó necesario acompañarlo, entraba en el patio del conde Bezújov. Cuando las ruedas del coche giraron silenciosas sobre la paja extendida bajo las ventanas, Anna Mijáilovna dirigió a su compañero palabras de ánimo pero, al darse cuenta de que durante el trayecto se había dormido en un rincón de la carroza, lo despertó. Despabilado, Pierre salió del carruaje detrás de Anna Mijáilovna y sólo entonces pensó en el encuentro que le esperaba con su padre moribundo. Notó que la carroza no paró ante la entrada principal, sino ante la destinada al servicio. Al bajar vio a dos hombres vestidos como menestrales que se apartaron apresuradamente, aprovechando la oscuridad de las paredes. Pierre se detuvo y en medio de la negrura que rodeaba la casa por ambos lados divisó a varios hombres semejantes a los vistos antes, pero ni Anna Mijáilovna, ni el lacayo, ni el cochero que tenían que haberlos visto se fijaron en ellos. Por consiguiente, razonó Pierre, así debe ser. Siguió a Anna Mijáilovna quien con rápidos pasos subía por la estrecha y débilmente iluminada escalera de piedra y apresuraba a Pierre, que iba detrás sin comprender aún por qué debía ver al conde y menos aún la necesidad de entrar por la escalera de servicio. Pensó, dada la resolución y la prisa de Anna Mijáilovna, que así debía ser. A mitad de la escalera casi fueron derribados por unos hombres que descendían pisando muy fuerte con unos cubos. Se apretaron contra la pared para dejar pasar a Pierre y Anna Mijáilovna y no dieron la más pequeña muestra de sorpresa al verlos.

–¿Están aquí las habitaciones de las princesas?– preguntó a uno de ellos Anna Mijáilovna.

–Sí, la puerta de la izquierda, señora– respondió el lacayo, con voz fuerte y audaz, como si ahora todo estuviera permitido.

–Tal vez el conde no me ha llamado– dijo Pierre cuando llegaron al descansillo. —Será mejor que me vaya a mi habitación.

Anna Mijáilovna se detuvo para esperar a Pierre.

–Ah, mon ami!– dijo con la misma voz y gesto con que por la mañana había hablado a su hijo. —Croyez que je souffre autant que vous, mais soyez homme 105– añadió, rozando la mano de Pierre.

–¿Y si me fuera?– preguntó Pierre mirando cariñosamente a Anna Mijáilovna a través de sus lentes.

–Ah, mon ami, oubliez les torts qu’on a pu avoir envers vous, pensez que c’est votre père..., peut-être à l’agonie– suspiró. —Je vous ai tout de suite aimé comme mon fils. Fiez-vous à moi, Pierre. Je n’oublierai pas vos intérêts 106– contestó a su mirada; y avanzó con más prisas por el pasillo.

Pierre, que no comprendía nada, se convenció aún más de que todo tenía que ser así y siguió dócilmente a Anna Mijáilovna, que ya abría la puerta.

La puerta daba al pasillo que correspondía a la entrada de servicio. En un rincón había un viejo sirviente de las princesas haciendo calceta. Pierre no había estado jamás en aquella parte de la casa y ni siquiera sospechaba la existencia de tales cámaras. Anna Mijáilovna preguntó a una sirviente que la adelantó, con una botella sobre una bandejita (llamándola “querida” y “paloma mía”), cómo estaban las princesas y condujo a Pierre más allá, por un pasillo de baldosas. La primera puerta a la izquierda del pasillo llevaba a las habitaciones de las princesas. La sirvienta de la botella, con la prisa (en aquellos momentos todo se hacía con prisas en la casa), no había cerrado la puerta y, al pasar, Pierre y Anna Mijáilovna miraron involuntariamente al interior de la estancia, donde conversaban, sentados muy cerca el uno de la otra, la mayor de las princesas y el príncipe Vasili, quien, reconociendo a los que pasaban, tuvo un gesto de impaciencia y se echó hacia atrás; la princesa, con desesperado ademán, cerró con toda fuerza la puerta.

Aquel gesto estaba tan en desacuerdo con la tranquila forma de ser de la princesa, y el miedo reflejado en el rostro del príncipe Vasili correspondía tan poco a su digna actitud de siempre, que Pierre se detuvo y miró interrogante, a través de sus lentes, a su guía. Anna Mijáilovna no pareció extrañarse: se limitó a sonreír levemente y suspiró, como diciendo que ella esperaba todo cuanto estaba sucediendo.

–Soyez homme, mon ami, c’est moi qui veillerai à vos intérêts 107– contestó a su mirada; y avanzó con más prisa por el pasillo.

Pierre, sin comprender de qué se trataba y menos aún qué significaba aquello de veiller à vos intérêts, seguía creyendo que todo debía ser así. El pasillo los condujo a una sala medio oscura que daba al salón de recepción del conde. Era una de aquellas salas frías y lujosas que ya conocía Pierre, aunque siempre había llegado por la entrada principal. En medio de una de ellas había una bañera vacía y la alfombra estaba salpicada de agua. Cuando entraron, un criado y un sacristán, portador de un incensario, salían de puntillas, sin reparar en los recién venidos. Entraron en el salón de recepción —ya conocido por Pierre—, con dos ventanales de estilo italiano que comunicaban con el jardín de invierno y decorado con un gran busto y un retrato de tamaño natural de la emperatriz Catalina.

En el salón estaban las mismas personas de antes, en idénticas posturas, y seguían cuchicheando. Todos callaron para mirar a Anna Mijáilovna, con su rostro pálido y lloroso, y al corpulento Pierre, que la seguía dócilmente con la cabeza baja.

El rostro de Anna Mijáilovna expresaba la convicción de que el instante decisivo había llegado. Entró con el semblante de una dama petersburguesa atareada, sin dejar a Pierre, y aún más decidida que por la mañana. Presentía que llevando consigo a la persona a quien el moribundo quería ver iba a ser bien recibida. Recorrió con rápida mirada a los presentes y viendo al confesor del conde se acercó a él con menudos pasos como encogida o como si hubiera disminuido de tamaño y recibió respetuosamente su bendición y después la de otro sacerdote.

–¡Dios sea loado! ¡Llegamos a tiempo!– dijo al sacerdote. —Todos los parientes teníamos tanto miedo... Este joven es el hijo del conde– añadió bajando el tono. —¡Qué terrible momento!

Pronunciadas estas palabras, se acercó al doctor.

–Cher docteur– le dijo, —ce jeune homme est le fils du comte... y a-t-il de l'espoir? 108

El doctor, en silencio, levantó los ojos y los hombros con gesto rápido. Anna Mijáilovna hizo el mismo movimiento. Después, cerrando casi los ojos, suspiró, se apartó del doctor y se acercó a Pierre. Se dirigió a él con singular respeto y melancólica ternura.

–Ayez confiance en Sa miséricorde 109– murmuró, e indicándole un pequeño diván para que se sentara allí y la esperase se dirigió sin hacer ruido hacia la puerta a la que todos miraban y desapareció también, casi sin ruido, detrás de ella.

Pierre, decidido a obedecer en todo a su guía, se dirigió al diván indicado. Apenas hubo desaparecido Anna Mijáilovna, Pierre advirtió que todas las miradas se dirigían a él con algo más que curiosidad y compasión. Notó que todos susurraban algo, señalándolo con los ojos, con cierto temor y hasta obsequiosamente. Le testimoniaban un respeto que, hasta entonces, ninguno le había mostrado. Una dama, a la que no conocía y que estaba hablando con el sacerdote, se levantó de su sitio para ofrecérselo. El ayudante de campo recogió del suelo un guante que Pierre había dejado caer distraídamente y se lo entregó. Los médicos callaron con respeto y se apartaron para dejarle sitio. Pierre quiso al principio sentarse en otro lugar para no molestar a la señora, quiso recoger el guante por sí mismo y evitar a los médicos, que, por cierto, no le cerraban el paso; pero se dio cuenta de que no habría sido correcto y que, a partir de aquella noche, era una persona obligada a un ritual terrible, previsto por todos, y que por tal motivo debía resignarse a recibir y aceptar favores de todos. Tomó sin decir una palabra el guante que le ofrecía el ayudante de campo, se sentó en el puesto de la señora, puso sus grandes manos sobre las rodillas, colocadas simétricamente en la ingenua postura de una estatua egipcia, y se dijo que todo aquello debía ser así precisamente y que, para mantenerse en su puesto y no cometer estupideces, no debía proceder aquella noche por iniciativa propia sino abandonarse totalmente a la voluntad de quienes lo guiaban.

No habían transcurrido más de dos minutos cuando el príncipe Vasili, de uniforme, con tres condecoraciones en el pecho, la cabeza erguida y el porte majestuoso, penetró en el salón. Parecía haber adelgazado desde la mañana; sus ojos, más agrandados que de ordinario, pasaron revista al público. Al darse cuenta de la presencia de Pierre se acercó a él, le tomó la mano (lo que hasta entonces no había hecho nunca) y la sacudió vigorosamente hacia abajo, corno para comprobar su resistencia.

–Courage, courage, mon ami. Il a demandé à vous voir. C'est bien... 110y mostró intención de alejarse.

Pero Pierre creyó necesario preguntarle:

–¿Cómo está?...– y se detuvo indeciso, no sabiendo si debía decir, al hablar del moribundo, “conde”; decir “mi padre” le daba vergüenza.

–Il a eu encore un coup, il y a une demi-heure. Courage, mon ami... 111

Pierre tenía tal confusión de ideas que, al oír la palabra coup, pensó que había sido golpeado y miró con estupor al príncipe Vasili; sólo después comprendió que el coupse refería a la enfermedad. El príncipe Vasili se dirigió al doctor Lorrain para decirle algo, y después fue de puntillas hacia la puerta. Como no sabía caminar así, el resultado fueron unos saltitos que hicieron temblar todo su cuerpo. Después pasó la mayor de las princesas y, tras ella, los sacerdotes, sacristanes y domésticos. Del otro lado de la puerta se oía gran movimiento; por último, con el mismo rostro descolorido, pero firme en el cumplimiento de su deber, salió Anna Mijáilovna, que dijo a Pierre, rozándole la mano:

–La bonté divine est inépuisable. C’est la cérémonie de l’extréme-onction qui va commencer. Venez. 112

Pierre cruzó el umbral, pisando la mullida alfombra, y notó que el ayudante de campo, la dama desconocida y alguien de la servidumbre entraban después, como si ahora no necesitaran permiso alguno para penetrar en aquella estancia.

XX

Pierre conocía muy bien aquella gran cámara, dividida por un arco, columnas y revestida de tapices persas. En una parte de la habitación, tras las columnas, había una alta cama de caoba oculta por cortinas de seda; y en la otra un enorme retablo con iconos. Toda esta parte estaba iluminada intensamente, como las iglesias durante los oficios nocturnos. Bajo la refulgente cornisa del retablo había un largo sillón en cuyo respaldo aparecían unos almohadones de blancura nívea, sin arrugas, y que evidentemente acababan de mudar. En aquel sillón, cubierta hasta la cintura por una manta de un verde intenso, yacía la majestuosa figura que tan bien conocía Pierre: su padre, el conde Bezújov. Era él, con la misma melena leonina de color gris sobre la amplia frente, las mismas profundas arrugas, tan características y nobles en su hermoso rostro de color cobrizo. Había sido colocado exactamente debajo de los iconos. Sus manos, gruesas y grandes, reposaban sobre la manta. En la derecha, con la palma hacia abajo, entre el índice y el pulgar tenía un cirio que lo ayudaba a sostener un viejo criado inclinado detrás del respaldo. En torno estaban los sacerdotes, con sus vestiduras resplandecientes y sus largos cabellos; sostenían sus cirios encendidos y oficiaban reposada y solemnemente. Un poco detrás estaban las dos princesas menores, con pañuelos en las manos, y, delante de ellas, la mayor, Catiche, con aire maligno y resuelto, que no separaba los ojos de los iconos como diciendo a todos que no respondía de sí misma si miraba a otra parte. Anna Mijáilovna, con apacible gesto de tristeza y benevolencia hacia todos, y la dama desconocida se detuvieron junto a la puerta. El príncipe Vasili se había situado en la otra parte, muy cerca del sillón, detrás de una silla labrada y forrada de terciopelo cuyo respaldo había vuelto hacia sí y en el cual apoyaba la mano izquierda, con la que sostenía el cirio, mientras con la derecha se santiguaba, levantando los ojos siempre que se llevaba los dedos a la frente. Su rostro expresaba una tranquila piedad y absoluta sumisión a la voluntad divina. “Si no comprendéis estos sentimientos, peor para vosotros", parecía decir su rostro.

Detrás del príncipe estaban el ayudante de campo, el doctor y la servidumbre masculina. Igual que en la iglesia, las mujeres formaban un grupo separado de los hombres. Reinaba el silencio, todos se santiguaban; se oía tan sólo la lectura de los salmos y el canto contenido, pastoso y grave; y cuando las voces se detenían, un movimiento de pies y suspiros. Anna Mijáilovna, con el aire importante de quien sabe lo que le corresponde hacer, atravesó toda la cámara para reunirse con Pierre y darle un cirio. El joven lo encendió, pero distraído por sus observaciones sobre los presentes se santiguó con la mano que lo había cogido.

Sofía, la princesa más joven, aquella del lunar, tan dada a la risa, lo miraba. Sonrió, escondió el rostro en el pañuelo y lo mantuvo así largo rato. Después, mirando de nuevo a Pierre, estuvo a punto de echarse a reír. Al parecer no podía mirarlo sin reír, y como no podía dejar de mirarlo, para evitar la tentación se escondió discretamente tras una columna. De improviso las voces callaron a mitad del oficio. Los sacerdotes cambiaron unas palabras entre sí. El viejo sirviente que sostenía la mano del conde se levantó y miró hacia las damas. Anna Mijáilovna se adelantó e inclinándose sobre el enfermo hizo una señal a Lorrain. El doctor francés, apoyado en una columna, no llevaba el cirio y mantenía la actitud respetuosa del extranjero que muestra cómo, a pesar de su diferencia de religión, comprende toda la importancia del acto que se lleva a cabo y lo aprueba. Con los silenciosos pasos del hombre en la plenitud de la edad, se acercó al enfermo, sujetó con sus dedos blancos y finos la mano libre que descansaba sobre la manta verde y, volviéndose, buscó el pulso del moribundo. Quedó pensativo. Sirvieron al conde una bebida, hubo cierta agitación en su torno y después cada uno volvió a su sitio y prosiguió el oficio. Durante la interrupción, Pierre observó que el príncipe Vasili abandonaba el respaldo de la silla y, con gesto de saber lo que hacía (y tanto peor para los demás si no lo comprendían), pasó ante el enfermo sin detenerse y se acercó a la mayor de las princesas, con la cual se dirigió después al fondo de la estancia, hacia el alto lecho cubierto por cortinas de seda. De allí, el príncipe y la princesa desaparecieron por la puerta del fondo. Antes de terminar el oficio estaban de nuevo en sus puestos. Pierre no dio más importancia a ese detalle que a las demás cosas, pues seguía convencido de que cuanto pasaba aquel día era absolutamente necesario.

Cesaron los cantos religiosos y se oyó la voz de un sacerdote que felicitaba respetuosamente al enfermo por haber recibido los sacramentos. El conde seguía inmóvil, como privado de vida. Todos se agitaron en derredor; se oían pasos y murmullos, sobre los que dominaba el de Anna Mijáilovna. Pierre oyó que decía:

–Es necesario llevarlo al lecho, aquí no sería posible...

Los médicos, las princesas y los criados rodearon al enfermo, de tal manera que Pierre ya no distinguía el rostro cobrizo y la melena gris que no había perdido de vista durante todo el ritual, aunque también veía otras caras. Pierre adivinó, por los movimientos cautelosos de las personas que rodeaban el sillón, que levantaban y trasladaban al moribundo.

–Sujétate a mi brazo... así lo dejarás caer– llegaba hasta Pierre el cuchicheo asustado de un sirviente, —por abajo... otro más...– proseguían las voces. La respiración forzada, el taconeo de los pies se hacían cada vez más precipitados, como si el cuerpo pesase demasiado para quienes lo llevaban.

También estaba Anna Mijáilovna entre los portadores; durante un segundo, entre las cabezas y espaldas de los hombres, aparecieron ante Pierre el ancho y robusto pecho desnudo, los gruesos hombros del enfermo, alzado por gente que lo sostenía por debajo de los brazos, y después la cabeza leonina y rizada de cabello gris. Aquella cabeza, de frente extraordinariamente amplia, pómulos marcados, boca hermosa y sensual, mirada majestuosa y fría, no se mostraba alterada por la cercanía de la muerte. Era igual a la que había visto tres meses antes, cuando el conde lo envió a San Petersburgo; pero esta cabeza se balanceaba desvalida al paso desigual de los portadores, y la mirada inexpresiva, indiferente, no sabía en qué fijarse.

Hubo unos momentos de revuelo en torno al alto lecho; los hombres que lo habían llevado se alejaron. Anna Mijáilovna tocó el brazo de Pierre y le dijo: Venez. Pierre se acercó con ella al gran lecho donde, de evidente acuerdo con los sacramentos que acababan de administrarle, habían puesto al enfermo en solemne postura. Unos cuantos almohadones mantenían erguida su cabeza y tenía las manos simétricamente dispuestas sobre la colcha de seda verde. Cuando Pierre se acercó, el conde lo miraba directamente, con una de esas miradas cuyo sentido e importancia no puede comprender el hombre. Podía no significar nada sino una mera necesidad de fijar los ojos en algo, o tal vez significaba demasiado. Pierre se detuvo sin saber qué hacer y con gesto interrogante se volvió hacia Anna Mijáilovna, que lo había guiado hasta allí. Ella le hizo una rápida señal con los ojos, indicando la mano del enfermo y haciendo el gesto de besarla. Pierre extendió prudentemente la cabeza para no enganchar la colcha, siguió el consejo y posó sus labios sobre la mano ancha y carnosa. Pero ni la mano ni siquiera un solo músculo del conde se movieron. Pierre miró de nuevo a su mentora, preguntando con los ojos qué más debía hacer. Con un nuevo gesto, Anna Mijáilovna le indicó la butaca que había junto al lecho. Pierre se sentó dócilmente y continuó preguntando con la mirada si había hecho lo que debía. Anna Mijáilovna hizo con la cabeza un gesto de aprobación. Pierre volvió a su postura ingenua y simétrica de estatua egipcia, deplorando, al parecer, que su cuerpo voluminoso y torpe ocupase tanto sitio, y hacía todos los esfuerzos posibles para no parecer tan corpulento. Miró al conde; el conde miraba hacia el lugar donde estuvo Pierre cuando se hallaba de pie. Anna Mijáilovna expresaba en su semblante que comprendía la conmovedora importancia de ese último encuentro entre padre e hijo. Todo ello duró dos minutos que a Pierre le parecieron una hora. De pronto, un estremecimiento contrajo los prominentes músculos y arrugas en el rostro del enfermo, estremecimiento que se hizo más intenso y torció la bella boca de la cual brotaban sonidos confusos y roncos (tan sólo entonces comprendió Pierre lo cerca que estaba su padre de la muerte). Anna Mijáilovna miraba fijamente a los ojos del enfermo, tratando de averiguar sus deseos. Tan pronto señalaba a Pierre como a la bebida, pronunció en un susurro el nombre del príncipe Vasili e indicó la colcha. Pero los ojos y el rostro del enfermo expresaban impaciencia. Hacía repetidos esfuerzos para mirar al sirviente que, inmóvil, no se apartaba de la cabecera.

–Quiere volverse del otro lado– murmuró el sirviente; y se acercó para volver el pesado cuerpo del enfermo de cara a la pared.

Pierre se levantó para ayudarlo.

Mientras volvían al conde, uno de sus brazos cayó hacia atrás y él hizo un vano esfuerzo por moverlo. Sea porque notara la mirada de temor que Pierre fijó sobre aquel brazo sin vida, sea por algún otro pensamiento que hubiera acudido a su mente, el conde miró su rebelde mano, la expresión atemorizada del rostro de Pierre, de nuevo el brazo, y en su rostro apareció una débil sonrisa dolorida, que desentonaba con sus rasgos y parecía burlarse de su propia impotencia. Ante aquella inesperada sonrisa, Pierre sintió que su corazón se oprimía, un picor en la nariz y las lágrimas le velaron los ojos. Una vez vuelto hacia la pared al enfermo, suspiró.

–Il est assoupi– dijo Anna Mijáilovna a Pierre viendo que una princesa se acercaba a sustituirla. —Allons. 113

Pierre salió.

XXI

Ya no había nadie en la sala de recepción, excepto el príncipe Vasili y la mayor de las princesas; sentados bajo el retrato de Catalina II, hablaban animadamente. Al ver a Pierre y Anna Mijáilovna callaron de inmediato. Pierre creyó percibir que la princesa guardaba algo susurrando:

–No puedo ver a esa mujer.

–Catiche a fait donner du thé dans le petit salon– dijo el príncipe Vasili a Anna Mijáilovna. —Allez, ma pauvre Anna Mijáilovna, prenez quelque chose, autrement vous ne suffirez pas. 114

A Pierre no le dijo nada, pero le estrechó el brazo por debajo del hombro con sentimiento. Pierre y Anna Mijáilovna pasaron al petit salon.

–Il n’y a rien qui restaure, comme une tasse de cet excellent thé russe après une nuit blanche 115– decía Lorrain con animación contenida, de pie en el saloncito circular, ante la mesa con el servicio de té y una cena fría. El médico bebía en una finísima taza de porcelana china sin asa. En torno a la mesa se habían reunido para restaurar sus fuerzas cuantos estuvieron aquella noche en la casa del conde Bezújov. Pierre recordaba bien aquel saloncito circular con sus espejos y mesitas. Cuando había alguna fiesta en casa del conde, Pierre, que no sabía bailar, prefería sentarse en aquella salita a observar cómo las damas, en traje de noche, con diamantes y perlas en los escotes desnudos, al atravesar la estancia espléndidamente iluminada se miraban en los espejos, que reflejaban varias veces sus figuras. Ahora, en esa misma sala apenas iluminada por dos velas, habían puesto en desorden, sobre una mesa, el servicio de té y diversos platos ordinarios. Las personas reunidas allí, diversas y con aspecto poco festivo, hablaban en voz baja y cuidaban de expresar en cada movimiento, en cada palabra, que ninguno olvidaba lo que estaba sucediendo y lo que iba a suceder en la alcoba del enfermo. Pierre se abstuvo de comer, aunque sentía hambre. Se volvió a su mentora en busca de consejo y vio que se dirigía, de puntillas, hacia la sala contigua donde habían quedado el príncipe Vasili y la princesa Catiche. Pierre, suponiendo que también aquello era necesario, después de unos instantes siguió sus pasos. Anna Mijáilovna estaba junto a Catiche y ambas hablaban al mismo tiempo y en voz baja, pero con tono alterado.

–Permítame, princesa; sé lo que se debe y lo que no debe hacerse– decía la mayor de las princesas, tan poco dueña de sí como cuando, poco antes, había cerrado la puerta de su habitación.

–Pero, querida princesa– replicó con tanta dulzura como obstinación Anna Mijáilovna, impidiendo a la princesa el paso hacia la habitación del conde, —¿no será demasiado penoso para nuestro pobre tío en estos momentos, cuando tan necesario le es el descanso? Hablarle de una cosa terrenal cuando su alma está ya preparada...

El príncipe Vasili estaba sentado en su actitud familiar, con una pierna sobre la otra; sus mejillas temblaban violentamente y cuando bajaban parecían ensancharse; sin embargo aparentaba estar poco interesado por la conversación de ambas damas.

–Voyons, ma bonne Anna Mijáilovna, laissez faire Catiche 116. Sabe perfectamente cuánto la quiere el conde.

–No sé lo que pone en este papel– dijo la princesa volviéndose al príncipe Vasili y mostrando la cartera de cuero repujado que llevaba en la mano. —Sólo sé que el verdadero testamento está en su despacho; esto no es más que un papel olvidado...

Catiche intentó esquivarla, pero Anna Mijáilovna le cerró nuevamente el paso.

–Lo sé, mi querida y buena princesa– dijo Anna Mijáilovna, agarrando la cartera con tanta fuerza que no se preveía la posibilidad de que la soltase fácilmente. —Querida princesa, se lo ruego... apiádese de él... Je vous en conjure... 117

La princesa calló. No se oía más que el rumor del esfuerzo por adueñarse de la cartera. Era evidente que, de haber dicho algo, sus palabras no habrían sido lisonjeras para Anna Mijáilovna. Ésta sujetaba fuertemente la cartera, pero a pesar de todo, su voz conservaba la meliflua calma y suavidad habituales.

–Pierre, acérquese, amigo mío. Creo que él no es un extraño en el consejo de familia, ¿no es verdad, príncipe?

–¿Por qué calla, mon cousin?– gritó inesperadamente Catiche, con voz tan fuerte que se oyó en la sala contigua asustando a todos. —¿Por qué calla cuando Dios sabe quién se permite inmiscuirse en nuestros asuntos y no repara en provocar escenas en el umbral de la habitación de un moribundo? ¡Intrigante!– exclamó en voz baja, tirando rabiosamente de la cartera con todas sus fuerzas. Anna Mijáilovna dio unos pasos para no abandonar la cartera y consiguió retenerla.

–¡Oh!– exclamó el príncipe Vasili con voz llena de indignación y asombro. Se levantó. —C’est ridicule. Voyons, dejen esa cartera. Se lo digo a las dos.

La princesa Catiche abandonó la presa.

–¡Y usted también!

Pero Anna Mijáilovna no le hizo caso.

–Déjela– le dijo. —Yo asumo la responsabilidad de todo. Iré yo mismo y le preguntaré. Yo... y esto debe bastarle.

–Mais, mon prince– objetó Anna Mijáilovna, —después de tan solemne sacramento, concédale un minuto de reposo. Pierre, diga su opinión– se dirigió al joven, que se acercó, mirando con asombro el rostro de la princesa, olvidada de todo decoro, y las mejillas del príncipe, dominadas por el temblor.

–Tenga presente que será responsable de todas las consecuencias– dijo severamente el príncipe Vasili. —No sabe lo que hace.

–¡Infame!– gritó la princesa Catiche, echándose de improviso sobre Anna Mijáilovna y arrebatándole la cartera.

El príncipe bajó la cabeza y se abrió de brazos.

En aquel instante la puerta, la terrible puerta que tanto miraba Pierre y que de ordinario se abría tan suavemente, se abrió con gran ruido y batió contra la pared. La segunda de las princesas apareció en el umbral agitando las manos.

–¿Qué hacen ustedes?– gritó desesperada. —Il s’en va et vous me laissez seule. 118

Catiche dejó caer la cartera. Anna Mijáilovna se inclinó rápidamente y apoderándose del objeto disputado corrió hacia la alcoba del conde. La mayor de las princesas y el príncipe Vasili volvieron en sí y la siguieron. Al poco rato Catiche, con el rostro pálido y seco, salió mordiéndose el labio inferior. A la vista de Pierre aquel rostro expresó una incontenida cólera:

–Ya puede estar contento– dijo. —Es lo que esperaba.

Y, sollozando, ocultó el rostro en el pañuelo y salió corriendo de la estancia.

Detrás de la princesa apareció el príncipe Vasili. Anduvo vacilante hasta el diván donde se había sentado Pierre y se dejó caer a su lado, ocultando el rostro entre las manos. Pierre notó que estaba pálido y que la mandíbula inferior le temblaba como bajo los efectos de la fiebre.


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