Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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Danilo galopaba en silencio con el puñal en la mano izquierda, fustigando sin duelo a su caballo.
Nikolái no lo vio ni oyó hasta que el caballo del montero pasó resoplando delante de él; entonces reparó en el ruido de un cuerpo que caía y vio a Danilo en medio de los perros, echado sobre el lobo, al que trataba de agarrar por las orejas. Tanto para los perros como para los cazadores y el lobo, era evidente que ahora todo estaba terminado. La bestia, asustada, con las orejas gachas, trataba de levantarse, pero los perros la tenían bien sujeta. Danilo se levantó, dio un paso y, como si se tumbase a descansar, se echó con todo su peso sobre el lobo y lo agarró por las orejas. Nikolái quería rematarlo, pero Danilo susurró: “¡No! ¡Hay que cogerlo vivo!”; y, cambiando de posición, puso el pie sobre el cuello del lobo; hincaron un palo en sus fauces, le ataron las patas y Danilo lo volteó dos veces por el suelo.
Con rostros felices, aunque rendidos por la fatiga, los cazadores echaron al viejo lobo, todavía vivo, sobre un caballo que coceaba y relinchaba; seguido por perros aullantes lo llevaron al lugar donde todos debían reunirse. Los sabuesos habían capturado a dos lobeznos y los galgos a tres más. A ese lugar acudían los cazadores con las piezas cobradas y sus historias; todos se acercaban para ver la pieza mayor; el gran lobo viejo, con la cabeza caída de ancha testuz, el palo mordido en la boca, miraba aquella muchedumbre de hombres y perros que lo rodeaba con grandes ojos vidriosos. Cuando alguien lo tocaba, sus patas aladas se estremecían: su mirada salvaje, y al mismo tiempo ingenua, seguía los movimientos de todos.
También el conde Iliá Andréievich se acercó curioso y lo tocó.
–¡Qué grande!– dijo. —Es viejo, ¿verdad?– preguntó a Danilo, que estaba junto a él.
–Sí, muy viejo, Excelencia– respondió Danilo, quitándose con rapidez el gorro.
El conde recordó su error al dejar escapar al lobo y la conducta de Danilo.
–¿Sabes, querido, que tienes muy mal genio?– dijo.
Danilo no contestó: se limitó a sonreír cohibido, con una sonrisa tímida, infantil y agradecida.
VI
El viejo conde volvió a casa. Natasha y Petia prometieron no tardar; pero, como era temprano aún, la caza prosiguió. Hacia media tarde, los perros fueron llevados a un barranco cubierto de árboles jóvenes. Nikolái, desde un sembrado, veía a todos sus cazadores.
Enfrente de Nikolái se extendía el verde centeno de otoño y estaba allí un cazador suyo, solo en una hoya tras el ramaje de un avellano. Acababan de soltar los perros y Nikolái reconoció el ladrido peculiar de Voltom, uno de los suyos; otros tan pronto ladraban como callaban y volvían a ladrar. Poco después, en el barranco, se anunció la aparición de un zorro y toda la jauría se lanzó revuelta a los sembrados, apartándose de Rostov.
Nikolái veía a los picadores con gorros rojos por el borde del barranco; veía también a los perros, y a cada momento esperaba que apareciese el zorro en el lado opuesto.
El montero que estaba escondido en la hoya soltó a los perros y Nikolái vio entonces un extraño zorro rojizo, de patas cortas, que con la cola flotante corría rápido sobre el campo verde. Los perros se lanzaron en su persecución. Se acercaron. El zorro, agitando su gruesa cola esponjosa, daba vueltas en círculos cada vez más estrechos; un perro blanco desconocido se lanzó sobre la presa; lo siguió otro, negro; hasta que todo se hizo una confusión. Después los perros, formando como una estrella con sus cuartos traseros, y casi sin moverse, quedaron inmóviles. Dos cazadores acudieron allí, uno de gorro colorado y otro, un desconocido, de caftán verde.
“¿Qué es eso? ¿De dónde ha salido ese cazador? —pensó Nikolái—. No es de los hombres del tío.”
Los cazadores se adueñaron del zorro y permanecieron un buen rato de pie. Junto a ellos estaban los caballos ensillados y los perros tumbados. Los cazadores agitaban los brazos y hacían algo con el zorro. Resonó desde allí la llamada del cuerno: la señal convenida para notificar una disputa.
–Es un cazador de Ilaguin, que se está peleando con nuestro Iván– explicó el palafrenero a Nikolái. Éste lo envió en busca de sus hermanos y con ellos se dirigió al lugar donde los monteros reunían a los perros. Algunos cazadores corrieron al lugar de la disputa. Nikolái bajó del caballo y esperó con Natasha y Petia nuevas sobre el incidente.
El que se había peleado, sin dejar de la mano el zorro, se aproximó a su amo. Lejos todavía, se quitó el gorro e intentó hablar con respeto. Pero estaba pálido y jadeante, y su rostro llameaba de cólera. Traía un ojo tumefacto, pero seguramente ni se había dado cuenta.
–¿Qué ha pasado?– preguntó Nikolái.
–¡Están cazando sobre los rastros de nuestros perros! Ha sido mi perra gris la que ha cogido al zorro... ¡No quieren entrar en razón! Querían llevarse la pieza, pero lo aticé y bien con ese mismo zorro. Aquí lo tengo bien sujeto. ¡A lo mejor esto le gusta más!– dijo el cazador, echando mano al puñal, como si todavía hablase con el contrario.
Sin entrar en conversación con el cazador, Nikolái rogó a su hermana y a Petia que lo esperaran allí y se dirigió a donde estaban los de Ilaguin.
El cazador victorioso se mezcló con los demás cazadores y, rodeado por sus amigos, volvió a contar lo sucedido.
Lo ocurrido era lo siguiente: Ilaguin, con quien los Rostov estaban reñidos y sostenían un pleito, estaba cazando en terrenos que, por derecho de costumbre, pertenecían a los Rostov; y ahora, como a propósito, había ordenado a los suyos que se acercaran al coto donde estaban cazando los Rostov y había permitido que un cazador suyo lanzara a los perros detrás de una pieza no levantada por ellos.
Nikolái no había visto nunca a Ilaguin, pero, ignorando como siempre el término medio, guiándose por los rumores que corrían acerca de la violencia y la arbitrariedad de aquel terrateniente, lo detestaba con toda su alma y lo consideraba su peor enemigo. Encolerizado y nervioso, se acercó, sujetando fuertemente la fusta, dispuesto a los actos más enérgicos y peligrosos.
Tan pronto como salió del bosque vio a un corpulento señor con gorro de castor, montado en un hermoso caballo negro, que venía hacia él acompañado de dos caballerizos.
En vez del enemigo que pensaba, Rostov encontró en Ilaguin a un respetable y cortés caballero que sentía grandes deseos de conocer al joven conde. Al acercarse Nikolái, Ilaguin se quitó el gorro de castor y manifestó que lamentaba mucho lo sucedido y que daría orden de castigar al cazador que se había permitido entrometerse en la cacería del vecino; por último, rogó a Nikolái que lo considerase amigo y le ofreció sus terrenos para la caza.
Natasha, temerosa de que su hermano hiciera algo terrible, lo seguía de cerca. Y al ver que ambos adversarios se saludaban amigablemente se acercó a ellos. Ilaguin alzó aún más su gorro de castor para saludar a Natasha y, con una sonrisa amable, dijo que la condesa se parecía a Diana, debido tanto a su pasión por la caza como a su belleza, de la que había oído hablar mucho.
Ilaguin, para reparar la falta de su cazador, insistió en que Rostov pasara a su vedado, distante un kilómetro de allí, donde, según él, pululaban las liebres. Nikolái aceptó y el grueso de los cazadores, aumentado al doble, siguió adelante.
Para llegar a los terrenos de Ilaguin había que atravesar los campos sembrados. Los amos iban juntos. El tío, Nikolái e Ilaguin miraban furtivamente a sus respectivos perros, buscando inquietos en las otras jaurías a los posibles rivales de los suyos.
Rostov quedó especialmente admirado por la estampa de una perra no demasiado grande, delgada, pero de músculos de acero, morro fino, ojos saltones y negros. Nikolái había oído hablar de los perros de raza de Ilaguin y en este magnífico ejemplar de hembra veía una rival de su Milka.
En medio de una seria conversación acerca de las cosechas, entablada por Ilaguin, Rostov señaló a la perra:
–¡Magnífico ejemplar! ¿Es veloz?– preguntó displicente.
–¿Ésa? Sí, es una buena perra. Caza bien– respondió Ilaguin con tono indiferente mirando hacia su hermosa Erza, por la cual un año antes había dado a un vecino tres familias de siervos. —Así pues, conde, ¿este año no recogen mucho grano?– preguntó, reanudando la conversación. Y estimando que sería cortés corresponder a la atención del joven, miró los perros de Rostov y escogió a Milka, que le llamó la atención por la anchura de lomo.
–Esa de manchas negras es buena, ¿verdad?– dijo.
–Sí; no está mal. Corre bastante– replicó Nikolái. "¡Ah, si saltara una liebre! Ya te enseñaría yo lo que vale esta perra”, pensó; y volviéndose a su palafrenero prometió un rublo a quien levantara una liebre en su guarida.
–No comprendo– siguió Ilaguin —por qué otros cazadores son tan celosos de las piezas que cobran y de los perros ajenos; por lo que a mí toca, le diré, conde, que lo que me divierte es pasear en una compañía tan agradable como ustedes... ¿Qué más se puede desear?– y se descubrió de nuevo ante Natasha. —Pero eso de contar las piezas muertas me tiene sin cuidado.
–Sí, claro.
–O disgustarme porque otro perro, y no el mío, sea quien cobra la pieza. Lo que me divierte es ver la caza. ¿No es verdad, conde? Además, yo creo...
–¡Ho-ho-ho!– se oyó en esto el prolongado grito de un ojeador, que se había detenido. Estaba en una ladera y, levantando la fusta, repitió su largo grito: —¡Ho-ho-ho!
El grito y la fusta en alto querían decir que veía una liebre encamada.
–Parece que ha visto una– dijo Ilaguin con indiferencia. —¿Probamos, conde?
–Sí, claro... probaremos juntos– respondió Nikolái, viendo en Erzay en el rojo Rugaidel tío dos rivales con los cuales no había tenido ocasión de enfrentar sus perros.
Mientras se acercaba a la liebre, con su tío e Ilaguin, Nikolái pensó: “¿Y si mi Milkaqueda en ridículo?”
–¿Es grande?– preguntó Ilaguin acercándose al cazador que había visto la liebre; y con cierta inquietud miró y silbó a su Erza.
–¿Y usted, Mijaíl Nikanórovich?– preguntó al tío.
El interpelado, que caminaba con gesto de mal humor, le respondió:
–¿Cómo voy a meterme yo en eso? Ustedes, las cosas claras y adelante, pagan un pueblo por cada perro: son animales de mil rublos. Midan ustedes las fuerzas, que yo me conformo con mirar. ¡Rugai!– gritó a su perro, – ¡Rugáiushka!– repitió, expresando sin querer con ese diminutivo su cariño al perro y la esperanza que en él depositaba.
Natasha sentía la emoción oculta de los dos viejos y de su hermano, y ella misma estaba nerviosa.
El cazador seguía en la ladera con la fusta en alto; los amos se acercaron al paso; apartaron a las jaurías de la liebre; también los cazadores habituales se apartaron respetuosos. Todos se movían lentamente y en silencio.
–¿Hacia dónde mira?– preguntó Nikolái, acercándose a cien pasos del cazador que la había visto primero.
Pero antes de que el otro tuviera tiempo de contestar, la liebre, presintiendo la helada del día siguiente, saltó fuera de su madriguera.
Los galgos se lanzaron en su persecución desde las alturas; otros acudían desde todas partes. Los cazadores encargados de las jaurías detuvieron a sus animales, mientras que los encargados de los galgos azuzaban a los suyos. El impasible Ilaguin, Nikolái, Natasha y su tío se lanzaron al galope sin saber adonde, procurando no perder de vista a los perros y a la liebre, vieja y rápida, que corría a pequeños saltos, atenta a los gritos y ruidos que de todas partes le llegaban. Saltó unas cuantas veces, un poco perezosa al principio, dejando que los perros se acercaran y, por último, tras haber elegido bien la dirección y comprendiendo el peligro que se le venía encima, bajó las orejas y salió disparada a increíble velocidad. Iba por un sembrado, pero más allá había un terreno de malezas encharcadas. Los dos perros del cazador que había sido el primero en ver la liebre eran los más próximos y se lanzaron en su persecución. Pero aún se encontraban lejos cuando apareció la roja Erzade Ilaguin, que llegó a la altura de la liebre y, creyendo poder hacer presa en la cola, dio un salto en falso y salió rodando. La liebre enarcó el espinazo y siguió más veloz todavía. Tras Erzasaltó la negra y ancha Milka, aproximándose veloz a la liebre.
—Milushka, preciosa– se oyó la voz triunfante de Nikolái.
Milkaestaba a punto de caer sobre la liebre y apoderarse de ella; pero la pasó de largo: la liebre había frenado en seco. De nuevo la hermosa Erzaacortó el espacio, tratando, para no errar otra vez el golpe, de hacer presa en una pata trasera.
—¡Erzinka, hermanita!– gritaba lloroso Ilaguin con la voz descompuesta.
Pero Erzano atendió las súplicas de su amo; en el mismo instante en que parecía que ya la tenía en su poder, la liebre se escabulló hábilmente y apareció en el límite de las malezas y el sembrado. De nuevo Erzay Milka, como dos caballos emparejados, reanudaron la persecución. La liebre parecía más segura en la linde y a los perros no les era tan fácil acercarse a ella.
–¡Eh, Rugai! ¡Rugáiushka!¡Las cosas claras y adelante!– gritó entonces una nueva voz.
Y el rojo Rugai, el perro macho, rojo y jorobado del tío, estirándose y arqueando el espinazo, corrió hasta alcanzar a los otros dos animales y los dejó atrás, acercándose con velocidad increíble a la liebre y lanzándola a los matorrales de las charcas; aún atacó otra vez con más rabia entre los sucios hierbajos, hundido hasta las corvas; únicamente se vio cómo caía rodando, sin soltar la liebre, todo cubierto de fango. Un segundo después lo rodeaban los otros perros y a los pocos instantes todos los jinetes se hallaban junto a aquel remolino. El tío, el único feliz, descabalgó y cobró la liebre. La sacudió para que cayera la sangre y miró inquieto, con los ojos errantes, sin saber qué hacer de sus pies y sus manos, mientras hablaba sin darse cuenta de sus palabras y sin dirigirse a nadie: "Vaya, vaya... esto sí que es un perro... Los ha vencido a todos, a los de mil rublos y a los de uno... Esto sí que es un perro —y miraba en derredor, jadeante e irritado, como insultando a alguien, como si los demás fueran sus enemigos, como si todos lo hubiesen ofendido y sólo ahora hubiese podido justificarse—. Ahí tienen los perros de mil rublos”.
–¡Toma, Rugai!– añadió. —¡Te lo has ganado!– y echó al perro una pata que había cortado a la liebre.
–Estaba cansada; ha corrido tres veces ella sola– dijo Nikolái, sin oír a nadie y sin fijarse en si los demás lo escuchaban o no.
–Pero, ¡eso es cazar de través!– comentó el palafrenero de Ilaguin.
–¡Sí, de esa manera, en cuanto ella falló, cualquier perro vulgar lo consigue!– decía Ilaguin, jadeante por la emoción y la carrera.
Natasha, entretanto, entusiasmada y alegre, chillaba de tal manera que aturdía a los cazadores; a su modo expresaba lo mismo que los demás manifestaban con palabras. Y sus chillidos eran tan estridentes que en otras circunstancias ella misma se habría avergonzado y los demás habrían quedado estupefactos. El tío colgó la liebre del arzón y, como reprochando a todos no se sabe qué y con el aire de no querer hablar con nadie, montó de nuevo y marchó solo. Los demás se separaron malhumorados y ofendidos, y sólo pasado bastante tiempo lograron recobrar el aire de fingida indiferencia. Largo tiempo estuvieron mirando a Rugaique, manchada de barro la joroba y con el aire tranquilo de un vencedor, seguía tras el caballo de su amo haciendo tintinear la plaquita de su collar.
A Nikolái le pareció leer en la expresión del perro: “Soy como los demás cuando no se trata de cazar, pero, entonces, no me perdáis de vista”.
Cuando, al cabo de un buen rato, el tío se acercó a Nikolái y le dirigió la palabra, el joven se sintió halagado de que, después de lo sucedido, se dignara todavía hablar con él.
VII
Al atardecer, cuando Ilaguin se despidió de Nikolái, el joven conde se hallaba tan distante de su casa que aceptó la invitación que le hacía el tío de dejar la jauría y todo el equipo de la caza en su aldea de Mijáilovna.
–Y si vinierais a mi casa, las cosas claras, siempre adelante, tanto mejor– dijo el tío. —El tiempo está húmedo; podríais descansar y llevarían a la condesita en coche.
Aceptaron la propuesta del tío; enviaron un cazador a Otrádnoie en busca del coche y Nikolái, Natasha y Petia se dirigieron a la casa de Mijaíl Nikanórovich.
En el porche de la entrada principal esperaban al amo cinco criados, unos grandes y otros chicos. Decenas de mujeres, jóvenes y viejas, se asomaron por la entrada de servicio a ver a los cazadores que llegaban. La presencia de Natasha, una señorita a caballo, despertó la curiosidad de los criados hasta tal punto que muchos, sin turbación alguna, se aproximaron para verla de cerca y, en su presencia, expresaban sus opiniones como si se refirieran a un fenómeno extraño o a un objeto expuesto que no pudiera comprender los comentarios que suscitaba.
–Fíjate, Arinka, va sentada de lado. Y le cuelga la falda... ¡Hasta lleva un cuerno!
–¡Por todos los santos! ¡Y un puñal...!
–¡Debe ser tártara!
–¿Cómo no te caes?– preguntó la más atrevida, volviéndose a Natasha.
El tío echó pie a tierra en el porche de su casita de madera, rodeada de jardín; miró a la gente y dio órdenes imperiosas de que se fueran quienes estaban de más y se preparara lo necesario para recibir dignamente a sus huéspedes y al acompañamiento.
Todos se dispersaron. El tío ayudó a Natasha a descabalgar y subir los movedizos escalones de madera. La casa, sin revestimiento alguno, con los troncos al aire, no tenía aspecto de estar muy limpia. No podía decirse que los habitantes de aquella casita pusieran gran celo en quitar las manchas, pero tampoco daba sensación de abandono. Un olor a manzanas frescas llenaba todo el zaguán, donde había colgadas pieles de lobo y de zorro.
Pasado el vestíbulo, el tío condujo a los jóvenes a un saloncito con mesa plegable y sillas de caoba, después a la sala con mesa redonda de abedul y un diván, luego a su despacho, con un diván raído, una alfombra muy vieja y retratos de Suvórov, de los padres del amo de la casa y de él mismo con uniforme. El despacho olía intensamente a tabaco y a perros.
El tío rogó a los jóvenes que se acomodaran como si estuviesen en su propia casa y se retiró unos instantes. Rugai, con el lomo sucio de barro, entró en la estancia, se acomodó en el diván y comenzó a limpiarse con la lengua y los dientes. Del despacho de Mijaíl Nikanórovich salía un pasillo donde se veía un biombo con los visillos rotos. Detrás del biombo se oían apagadas risas y susurros femeninos. Natasha, Petia y Nikolái se desvistieron y se instalaron en el canapé. Petia, apoyando la cabeza en el brazo, se durmió al momento. Natasha y Nikolái guardaban silencio. Sus rostros ardían, sentían mucha hambre y estaban muy alegres. Se miraron el uno al otro (pasada la cacería y en casa, Nikolái no creía necesario manifestar la superioridad masculina con respecto a su hermana); Natasha le guiñó el ojo y, no pudiendo contenerse más, los dos estallaron en una carcajada sonora, aun sin haber hallado pretexto para semejante risa.
Poco después, el tío volvía con un amplio chaquetón, calzón azul y botas de media caña. Natasha recordó que aquella vestimenta del tío, de la que se había sorprendido y mofado en Otrádnoie, nada tenía que envidiar a la levita o al frac. También Mijaíl Nikanórovich estaba contento, y lejos de sentirse ofendido por la injustificada risa de los hermanos —no podía ocurrírsele pensar que se burlaran de su vida—, él mismo se unió a esa hilaridad inmotivada.
–¡Bravo, condesita! ¡No he visto nunca una muchacha igual!– dijo, dando a Nikolái una pipa de larga boquilla y tomando otra corta para sí, que sujetó con tres dedos, como tenía por costumbre. —¡Todo el día a caballo como un hombre, y como si nada!
Al poco rato volvió a abrirse la puerta; a juzgar por el ruido debía de ser una criada descalza. En efecto, apareció una mujer de unos cuarenta años, gruesa, guapa, de mejillas sonrosadas, doble papada y labios bien marcados de color rojo; llevaba en las manos una bandeja grande bien surtida. Con dignidad afable y acogedora, irradiando simpatía en cada mirada y movimiento, miró a los huéspedes y los saludó con respeto y una sonrisa cariñosa. A pesar de su obesidad poco común, que la obligaba a caminar erguida, adelantando el vientre y el pecho, y con la cabeza hacia atrás, esa mujer (el ama de llaves del tío) se movía con extraordinaria soltura. Se acercó a la mesa, colocó la bandeja y, hábilmente, con sus manos regordetas y blancas, fue ordenando las botellas, aperitivos y dulces. Hecho esto, se apartó y con la sonrisa en los labios se detuvo en la puerta. “Aquí me tienen. ¿Comprendes ahora a tu tío?", parecía decir a Nikolái. ¿Cómo no comprenderlo? No sólo el joven, sino también Natasha comprendía al tío, y el significado de su ceño y de la sonrisa feliz y satisfecha que se dibujó apenas en sus labios al entrar Anisia Fiódorovna. En la bandeja había setas marinadas, galletas de centeno a base de leche cuajada, miel al natural y miel espumosa hervida, manzanas, nueces frescas tostadas, vodka y licores de fabricación casera. Más tarde, Anisia Fiódorovna trajo mermeladas hechas con azúcar y miel, jamón y un pollo recién asado.
Todo había sido escogido y preparado por ella misma; todo tenía el perfume y el sabor de Anisia Fiódorovna. Todo recordaba su frescura, su limpieza y su grata sonrisa.
–Coma, señorita condesa– decía a Natasha, ofreciéndole ya un plato, ya otro.
Natasha comía de todo; le parecía no haber visto ni comido nunca un dulce tan oloroso, unas galletas, una miel con nueces y un pollo tan exquisitos.
Anisia Fiódorovna se retiró; Rostov y su tío, durante la cena, comenzaron a discutir, entre sorbo y sorbo de licor de guindas, sobre la jornada de caza, y las que le seguirían, sobre Rugaiy los perros de Ilaguin. Natasha, con los ojos brillantes, los escuchaba sentada en el canapé. Había tratado varias veces de despertar a Petia, con el fin de que comiera algo, pero el muchacho no hizo más que pronunciar palabras incomprensibles, sin abrir siquiera los ojos. Natasha sentía tanta alegría, se encontraba tan bien en aquel ambiente nuevo para ella que temía tan sólo que el coche de Otrádnoie llegase demasiado pronto. Después de cierto silencio, muy frecuente en quienes reciben a alguien por primera vez, y, como respondiendo a los pensamientos de sus huéspedes, el tío dijo:
–Así voy terminando mi vida... Cuando muera, las cosas claras y siempre adelante, no quedará nada. ¿Para qué pecar?
Al decir esto, su rostro era muy expresivo y hasta hermoso. Nikolái recordó las cosas admirables que había oído decir de aquel hombre a sus padres y vecinos. En toda la comarca, su reputación era la de un hombre estrafalario pero noble y muy desprendido; solían recurrir a él como juez en asuntos familiares, y como albacea testamentario le confiaban secretos. Lo habían elegido juez y para otros cargos, pero él se negaba obstinadamente a aceptar un empleo público. Pasaba el otoño y la primavera en sus campos, montando en su caballo; en invierno solía quedarse en casa y en verano permanecía largas horas tumbado en su abandonado jardín.
–¿Por qué no acepta algún cargo público, tío?
–Ya lo tuve, pero lo dejé. No va con mi genio ni entiendo nada de eso. Se queda para vosotros, a mí me falta cabeza. La caza es otra cosa– y gritó seguidamente: —¡Abrid esa puerta! ¿Por qué la habéis cerrado?
La puerta del fondo del pasillo conducía a la sala de caza, nombre que se daba a la habitación de los cazadores. Alguien se dirigió allí con rápidos pasos de pies desnudos y una mano invisible abrió la puerta. De la habitación llegaron claramente las notas de una balalaika, manejada por manos hábiles. Hacía un rato que Natasha estaba con el oído atento; ahora salió al pasillo para oír mejor.
–Es Mitka, mi cochero... le compré una buena balalaika. Me gusta oírla– dijo el tío.
Era costumbre que cuando él volvía de cazar, Mitka tocase en la habitación de los cazadores.
–¡Toca bien, realmente muy bien!– dijo Nikolái con cierta involuntaria negligencia, como si le diera vergüenza confesar que le agradaban mucho aquellos sonidos.
–¿Cómo que muy bien?– le reprochó Natasha, a la que no escapó el tono con que había hablado su hermano. —¡Es un verdadero encanto! ¡Una delicia!
Así como las setas, la miel y los licores del tío le habían parecido los mejores del mundo, en aquel momento la música que llegaba desde la habitación de los cazadores le pareció el colmo de la delicia.
–¡Otra vez, por favor, otra vez!– exclamó Natasha desde la puerta cuando hubo terminado la canción.
Mitka afinó el instrumento y de nuevo sonó la Bárinacon variaciones diversas y bien matizadas. El tío escuchaba con la cabeza inclinada y una imperceptible sonrisa. El motivo de Bárinase repitió muchas veces, la balalaika estaba afinada y una vez más volvía a los mismos acordes, sin que los oyentes se cansaran de escuchar. Anisia Fiódorovna entró de nuevo y apoyó su corpulento cuerpo en el quicio de la puerta.
–¿Lo está escuchando?– preguntó a Natasha con una sonrisa muy semejante a la del tío. —Toca muy bien.
–En ese pasaje no lo hace bien– observó el tío con energía. —Aquí conviene un trémolo, eso es, un trémolo.
–¿Es que sabe usted tocar?– preguntó Natasha.
El tío sonrió sin contestar.
–Mira si las cuerdas de la guitarra están bien, Anísiushka... Hace tiempo que no la cojo. La tengo abandonada.
Anisia Fiódorovna salió de buen grado y con paso ligero a cumplir el encargo de su señor y trajo la guitarra.
El tío, sin mirar a nadie, sopló el polvo del instrumento; tamborileó en la caja de la guitarra con sus dedos huesudos, afinó las cuerdas y se acomodó en la butaca. Con gesto algo teatral, separando mucho el codo izquierdo y guiñando el ojo a Anisia Fiódorovna, lanzó un acorde sonoro, limpio, y después, pausada y tranquilamente, comenzó con ritmo muy lento la conocida canción Por la calle empedrada. El motivo de la canción, su ritmo y sentido resonaron en el alma de Nikolái y Natasha en concordancia con la mesurada alegría que se desprendía de toda la personalidad de Anisia Fiódorovna, quien, encendido el rostro que ocultaba con su pañuelo, salió riendo de la estancia. El tío seguía tocando con el mismo tono enérgico, mirando con ojos inspirados el lugar donde antes estuvo Anisia Fiódorovna. En su rostro, bajo los bigotes grises, había una leve sonrisa, que se acentuaba al aumentar el ritmo de la canción y en los trémolos mejor logrados.
–¡Es maravilloso! ¡Maravilloso, tío! ¡Otra vez, otra vez! —gritó Natasha cuando Mijaíl Nikanórovich hubo terminado. Saltó de su asiento, abrazó a su tío y lo besó. —¡Nikóleñka! ¡Nikóleñka!– dijo a su hermano, como preguntándole: ¿pero qué es esto?
También Nikolái estaba entusiasmado con el modo de tocar del tío. Éste volvió a repetir la canción. De nuevo apareció en la puerta el riente rostro de Anisia Fiódorovna, y detrás de ella otros... “Cuando va por agua fresca, grita la muchacha: ¡espera!”, tocaba el tío; después hizo una variación habilísima, interrumpió un acorde y movió los hombros.
–Sigue, querido, sigue, tío– dijo Natasha con voz suplicante, como si estuviera en juego toda su vida.
El tío se levantó. Parecía haber en él dos hombres: uno serio y otro alegre; el hombre serio sonrió gravemente mirando al alegre y el alegre hizo un gesto ingenuo, ceremonioso, como si fuera a iniciar una danza.
–A ver, sobrina– dijo, invitando a Natasha con la mano que había arrancado el último acorde.
Natasha se quitó el chal que llevaba encima, dio unos pasos adelantando al tío y, con las manos en la cintura, movió rítmicamente los hombros y se detuvo frente a él.
¿Dónde, cómo y cuándo esa condesita educada por una institutriz francesa emigrada había absorbido del aire ruso que respiraba ese espíritu, esos gestos que el pas de châletenía que haber desplazado hacía mucho tiempo? Pero el espíritu y los gestos eran auténticamente rusos, inimitables, que no se estudian, eran lo que el tío esperaba de ella. Cuando Natasha se detuvo, sonriendo triunfante, con orgullosa y pícara alegría, desapareció el primer sentimiento que se había apoderado de Nikolái y de todos los presentes, el miedo a que no saliera airosa. Ahora la admiraban entusiasmados.
Hizo lo debido y con tanta exactitud, tan al completo que Anisia Fiódorovna, quien en seguida le había tendido el pañuelo necesario para aquella danza, reía hasta llorar al ver cómo la joven condesa, delicada, graciosa, tan ajena a ella, educada entre sedas y terciopelos, supo entender cuanto había en Anisia, en el padre de Anisia, en su tío, en su madre y en todo ruso.
–¡Bravo, condesita! ¡Bravo!– gritó Mijaíl Nikanórovich cuando hubo terminado la danza. —¡Vaya con la sobrina! ¡Vaya, vaya! Ahora sólo falta elegir un buen mozo para marido.
–Ya está elegido– dijo sonriendo Nikolái.
–¿De veras?– exclamó el tío, mirándola interrogativo. Natasha, con sonrisa feliz, hizo un signo afirmativo con la cabeza.
–¡Y qué marido!– dijo.
Pero en seguida surgió en ella otra corriente de ideas y sentimientos. ¿Qué significaba la sonrisa de Nikolái al decir “ya está elegido”? ¿Estaba contento o no? “Parece pensar que mi Bolkonski no aprobaría, no comprendería nuestra alegría. Pero no, lo comprendería todo. ¿Dónde estará ahora? —pensó Natasha, y su rostro, por un momento, quedó serio—. No pienses en eso, no debes pensar en eso”, se dijo; y volviendo a sonreír se sentó de nuevo junto a su tío y le rogó que tocara alguna otra cosa.
El tío tocó otra canción; después, un vals y, por último, inició su canción favorita, que hablaba de cazadores:
La nieve, por la noche,
caía sin cesar...
Mijaíl Nikanórovich cantaba como canta el pueblo, con la convicción absoluta e ingenua de que todo el sentido de las canciones está en la letra y que la melodía venía por sí misma: que no existe sin la letra, y servía tan sólo para marcar la cadencia. Por ello, el motivo musical inconsciente —como suele ser el motivo musical del pájaro– resultaba tan bello cantado por el tío. Natasha estaba entusiasmada con las canciones de su tío. Decidió que dejaría el arpa y estudiaría la guitarra únicamente. Pidió al tío la guitarra y encontró sin tardanza los acordes de una canción. Cerca de las diez llegaron tres hombres a caballo, enviados con dos carruajes desde Otrádnoie en busca de los jóvenes. El enviado explicó que los condes, desconocedores de dónde se hallaban sus hijos, estaban muy preocupados. Llevaron a Petia dormido y lo colocaron en uno de los coches. Natasha y Nikolái se acomodaron en otro. El tío abrigó a Natasha y se despidió de ella con un nuevo sentimiento de ternura. Los acompañó a pie hasta el puente, que debían rodear para cruzar el río por el vado, y ordenó que los cazadores fueran con linternas por delante.