Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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Por la noche llamó a su ayuda de cámara y le ordenó que preparara las maletas para marchar a San Petersburgo. No podía vivir con ella bajo un mismo techo, no podía imaginar cómo hablaría ahora con ella. Decidió marchar al día siguiente y dejarle una carta anunciándole su intención de separarse de ella para siempre.
A la mañana siguiente, cuando el ayuda de cámara le trajo el café, Pierre estaba echado en el diván y dormía con un libro abierto entre las manos.
Despertó; asustado, miró en derredor largamente, sin comprender dónde se hallaba.
–La señora condesa pregunta si su Excelencia está en casa– dijo el ayuda de cámara.
Pierre no había tenido todavía tiempo de pensar en la respuesta cuando la condesa apareció con su batín de raso blanco recamado en plata, peinada con sencillez (dos grandes trenzas rodeaban en diadèmesu bellísima cabeza). Entró tranquila y majestuosa; tan sólo en su marmórea frente, un poco abultada, había una arruguita de cólera. Siempre con la misma calma, no quiso hablar delante del ayuda de cámara. Estaba al corriente del duelo y venía precisamente por ello. Esperó a que sirviera el café y los dejara. Pierre la miró tímidamente a través de sus lentes, y como una liebre rodeada de perros que, con las orejas gachas, se encoge sin moverse a la vista del enemigo, intentó reanudar su lectura, aunque comprendía que eso era absurdo e imposible; y de nuevo la miró con timidez.
Elena permaneció en pie, contemplándolo con una sonrisa despectiva. Cuando se quedaron solos preguntó con voz severa:
–¿Qué significa eso? ¿Qué ha hecho?
–¿Quién, yo?– preguntó Pierre.
–¡Menudo valiente nos ha salido! Y bien, responda: ¿qué duelo ha sido ése? ¿Qué ha querido demostrar con ello? ¿Qué? Respóndame.
Pierre se volvió pesadamente en el diván, abrió la boca, pero no pudo responder.
–Ya que usted no me responde, se lo diré yo– continuó Elena. —Usted se cree cuanto le dicen. Le dijeron– al llegar a este punto se echó a reír —que Dólojov era mi amante– lo dijo en francés con la grosera precisión de su lenguaje, pronunciando la palabra “amante” como otra cualquiera —¡y usted lo ha creído! Y bien, ¿qué ha demostrado así? ¿Qué ha demostrado con ese duelo? Pues que es usted un tonto, que vous êtes un sot, pero eso ya lo saben todos. ¿Y qué consecuencias tendrá todo ello? Que yo me convierta en el hazmerreír de todo Moscú y que cualquiera diga que, borracho, enajenado, provocó a un hombre del que no tenía razón alguna para estar celoso– Elena iba levantando la voz y parecía cada vez más excitada —y que es mil veces mejor que usted en todos los sentidos...
–Hum...Hum...– rezongó Pierre frunciendo el ceño, sin mirar a su mujer y sin moverse.
–¿Y por qué pudo creer que era mi amante?... ¿Por qué? ¿Porque me gusta su compañía? Si usted fuese más inteligente y agradable, habría preferido la suya.
–No hable conmigo... se lo ruego...– murmuró Pierre con voz ronca.
–¿Por qué no voy a hablar? Puedo decir, y lo diré en voz alta, que hay pocas mujeres como yo que, con un marido como usted, no se buscarían amantes, cosa que yo no hice.
Pierre intentó decir algo; la miró con ojos extraños, cuya expresión Elena no comprendió, y volvió a tumbarse. En ese momento sufría físicamente, sentía opresión en el pecho, le faltaba la respiración. Sabía que debía hacer algo para poner fin al sufrimiento, pero lo que deseaba hacer era demasiado terrible.
–Es mejor que nos separemos– dijo con voz entrecortada.
–¿Separarnos? Como quiera, a condición de que me dé un patrimonio– dijo Elena. —¡Separarnos! ¿Cree que así me asusta?
Pierre saltó del diván y, tambaleándose, se lanzó sobre ella.
–¡Te voy a matar!– gritó, apoderándose, con una fuerza que él mismo desconocía, del mármol de la mesa, y avanzó hacia su mujer amenazándola.
El rostro de Elena expresó pavor. Lanzó un grito estridente y se apartó de un salto; el genio del viejo conde revivía en el hijo; sentía la atracción y el placer del furor. Lanzó contra el suelo el mármol, que se rompió violentamente, y con los brazos abiertos se acercó a su mujer gritando “¡Fuera de aquí!” con una voz tan espantosa que toda la casa oyó asustada su grito. Dios sabe lo que habría hecho Pierre en esos momentos si Elena no hubiera huido del despacho.
Una semana más tarde Pierre hizo llegar a su mujer un poder para la administración de las fincas que poseía en la Gran Rusia, lo que representaba más de la mitad de su fortuna, y partió solo para San Petersburgo.
VII
Habían transcurrido dos meses desde que en Lisie-Gori recibieran noticias de la batalla de Austerlitz y la desaparición del príncipe Andréi. Y a pesar de todas las cartas expedidas por medio de la embajada y de todas las indagaciones que se hicieron, no se halló su cuerpo, ni figuraba tampoco entre los prisioneros. Lo peor para su familia era que, pese a todo, quedaba la esperanza de que hubiera sido recogido por los habitantes del país y que ahora estuviese convaleciente, o tal vez moribundo y solo, entre gente extraña, sin posibilidad alguna de comunicarles noticias. En los periódicos, por los cuales el viejo príncipe tuvo las primeras noticias de la derrota de Austerlitz, se decía, como de costumbre, en términos vagos y breves, que los rusos, después de brillantes encuentros, habían tenido que retirarse y que la retirada se había llevado a cabo en perfecto orden. El viejo príncipe entendió por esas noticias oficiales que los ejércitos del Emperador habían sido derrotados. Una semana después de leer la comunicación del periódico sobre la batalla de Austerlitz el príncipe recibió una carta de Kutúzov, quien le informaba sobre la suerte de su hijo.
“Su hijo —escribía Kutúzov– ha caído delante de mí, con la bandera en la mano, a la cabeza de un regimiento, como un héroe digno de su padre y su patria. Con gran dolor mío y de todo el ejército, hasta ahora no se sabe si está vivo o muerto; me consuelo como usted con la esperanza de que su hijo viva, ya que, de haber muerto, constaría en la relación de oficiales hallados en el campo de batalla, que me han traído a través de parlamentarios.”
El viejo príncipe recibió la noticia ya muy avanzada la tarde, estando solo en su despacho; al día siguiente, como de costumbre, dio su paseo matinal, pero estuvo silencioso, y aun cuando tuviera aspecto de estar encolerizado no dijo nada ni al administrador, ni al jardinero, ni al arquitecto. Cuando, a la hora habitual, la princesa María entró en su gabinete, el príncipe estaba de pie, trabajando en su torno; como de ordinario, no se volvió hacia ella.
–¡Ah! ¡La princesa María!– dijo de pronto, con una voz que no era natural.
Tiró la herramienta. (La rueda siguió girando por inercia. La princesa María había de recordar aún mucho tiempo el agonizante chirriar de la rueda, que en su imaginación se fundía con lo acontecido después.)
La princesa se acercó a su padre, vio su rostro y sintió que algo se derrumbaba en su interior. Sus ojos se nublaron. Por la expresión de aquel rostro, ni triste ni abatido, sino colérico y transformado por el esfuerzo que hacía para dominarse, comprendió que una terrible desgracia se le venía encima, la desventura más grande de su vida, algo no experimentado aún, irreparable, incomprensible, la muerte de una persona amada.
–Mon père! André!– exclamó la torpe y desgarbada princesa, con tan indescriptible tristeza y olvido de sí misma que el príncipe no pudo dominarse más y se volvió sollozando.
–Recibí noticias. No está ni entre los prisioneros ni entre los muertos. Me ha escrito Kutúzov– dijo con voz estridente, como si quisiera, con aquel grito, apartar de sí a la princesa. —Lo han matado.
La princesa no cayó, no se desvaneció. Estaba ya pálida, pero al oír las últimas palabras de su padre cambió la expresión de su rostro; algo resplandeció en sus bellos ojos luminosos, como si una alegría suprema, independiente de las tristezas y alegrías de este mundo, descendiera sobre el dolor inmenso que ahora sufría. Olvidó el temor que siempre le había inspirado su padre, se acercó a él, le tomó la mano y lo atrajo hacia sí, abrazando su cuello seco y fibroso.
–No se aparte de mí, mon père... lloremos juntos.
–¡Miserables! ¡Canallas!– gritó el viejo, separando de ella el rostro. —¡Destrozar un ejército! ¡Sacrificar a la gente! ¿Por qué? Ve, ve a decírselo a Lisa.
La princesa, exhausta, se dejó caer en una silla junto al padre y rompió a llorar. Veía a su hermano cuando se despedía de Lisa y de ella, con un aire a la vez altanero y cariñoso; volvía a verlo en el instante en que, tierno y burlón, se ponía la pequeña imagen. “¿Creería ahora? ¿Se habría arrepentido de su incredulidad? ¿Está ahora allá, en la mansión de la paz y la felicidad eternas?”, pensaba.
–Cuénteme cómo ha sido, mon père– preguntó a través de las lágrimas.
–Vete, vete. Ha perecido en la batalla donde fueron llevados a morir los mejores hombres de Rusia y la gloria de la patria. Vete, princesa María, ve a decírselo a Lisa. Luego iré yo.
Cuando la princesa María volvió del despacho de su padre, la pequeña princesa estaba sentada ante su labor; tenía esa singular expresión de felicidad y calma interior que sólo poseen las embarazadas. Miró a su cuñada, pero sus ojos no veían a la princesa María sino que miraban dentro de ella, contemplaban el feliz y profundo misterio que se producía en su cuerpo.
–Marie– dijo, apartando el bastidor y echándose atrás, —pon tu mano aquí.
Tomó la mano de su cuñada y la puso en su vientre. Los ojos de Lisa sonreían, esperando; su labio superior, sombreado de pelusa, permanecía levantado, dando a su rostro una expresión infantil y dichosa.
La princesa María se puso de rodillas delante de ella y escondió el rostro entre los pliegues de su vestido.
–Ahí, ahí, ¿lo sientes? Me parece tan extraño... ¿Sabes, Mary? Lo voy a querer muchísimo– dijo Lisa, mirando a su cuñada con ojos brillantes, felices.
La princesa María no pudo levantar el rostro, lloraba.
–¿Qué te pasa?
–Nada, nada... Estoy triste... triste por Andréi– respondió enjugándose los ojos en las rodillas de Lisa.
Durante toda la mañana la princesa María trató varias veces de preparar a su cuñada, mas volvía a llorar. La pequeña princesa no comprendía la causa de tales lágrimas, pero llegaron a inquietarla, aunque su capacidad de observación no era grande. Antes del almuerzo entró en su habitación el viejo príncipe, al que siempre temía, y salió sin decir nada con rostro particularmente inquieto e irritado. Lisa miró a la princesa María, luego quedó pensativa; se diría que toda su atención estaba dirigida a su interior, lo que es frecuente en las embarazadas, y de pronto se echó a llorar.
–¿Han llegado noticias de Andréi?– preguntó.
–No, no... Ya sabes que todavía no han podido llegar; pero mon père empieza a inquietarse y eso me da miedo.
–Entonces ¿no hay nada?
–No, nada– dijo la princesa María, mirando fijamente a su cuñada con sus bellos y luminosos ojos. Estaba decidida a no decirle la verdad y había convencido a su padre de que ocultara la terrible noticia hasta después del parto, que se esperaba de un día para otro.
La princesa María y el viejo príncipe sufrían y ocultaban su dolor cada uno a su manera. El anciano no quería hacerse ilusiones; había decidido que su hijo había muerto, y aun cuando enviara a un emisario a Austria en busca de noticias suyas, había encargado en Moscú un monumento que pensaba colocar en su parque. Decía a todos que habían matado a su hijo. Procuraba no modificar en nada su modo de vida, pero las fuerzas lo abandonaban; paseaba menos, comía y dormía menos y cada día estaba más débil.
La princesa María confiaba. Rezaba por su hermano como si estuviera vivo y esperaba cada instante la noticia de su retorno.
VIII
—Ma bonne amie– dijo la pequeña princesa la mañana del 19 de marzo, después del desayuno; y su labio, sombreado de pelusa, se levantó como siempre; pero como en la casa, después de la terrible noticia, todo era triste, hasta la sonrisa de la pequeña princesa (que sin saber nada se encontraba bajo la influencia del ambiente general) era tan melancólica que acrecentaba todavía más el dolor de todos. —Ma bonne amie, je crains que le “fruschtique” (comme dit Foka, el cocinero) de ce matin ne m'aie pas fait du mal. 250
–¿Qué te ocurre, Lisa? Estás pálida, muy pálida– dijo asustada la princesa María, corriendo pesadamente hacia su cuñada.
–Excelencia, ¿no convendría llamar a María Bogdánovna?– preguntó una de las doncellas que se encontraba en la estancia.
María Bogdánovna era la comadrona de la cabeza de distrito; desde hacía dos semanas vivía en Lisie-Gori.
–En efecto– aprobó la princesa María. —Puede que sea eso. Voy a avisarle. Courage, mon ange! 251– besó a Lisa y quiso salir de la habitación.
–¡Oh, no, no!– además de la palidez, en el rostro de Lisa apareció el miedo infantil a los dolores físicos inevitables. —Non, c'est l'estomac... Dites que c'est l'estomac, dites, Marie, dites.... 252
Y la pequeña princesa rompió en llanto como una niña caprichosa, hasta con un poco de fingimiento, retorciendo sus pequeñas manos.
La princesa María salió en busca de María Bogdánovna.
–Oh! Mon Dieu! Mon Dieu!– oyó mientras se alejaba.
La comadrona se acercaba, frotándose las manos blancas, pequeñas y regordetas, el rostro grave y tranquilo.
–María Bogdánovna, parece que ya ha comenzado– dijo la princesa María mirándola con ojos muy abiertos y asustados.
–Y gracias a Dios, princesa– dijo María Bogdánovna sin apresurar el paso. —Y usted debe retirarse; no son cosas que deban saber las doncellas.
–¿Qué vamos a hacer? El médico de Moscú no ha llegado todavía– dijo la princesa.
Según el deseo de Lisa y del príncipe Andréi, habían llamado a un doctor, al que esperaban de un momento a otro.
–No importa, princesa, no se preocupe: todo saldrá bien, aun sin médico– repuso María Bogdánovna.
Cinco minutos después, la princesa María oyó desde su habitación un ruido como si arrastraran algo pesado. Salió a ver y se encontró con unos criados que llevaban a la alcoba de Lisa el diván de cuero del despacho del príncipe Andréi. El rostro de los hombres que arrastraban el mueble tenía algo de solemne y apacible.
La princesa María, sola en su habitación, permanecía atenta a los rumores de la casa. De vez en cuando, si alguien pasaba delante de su habitación, abría la puerta y miraba lo que ocurría en el pasillo. Algunas mujeres iban y venían, procurando no hacer ruido, se volvían para mirarla y apartaban la vista. Ella no se atrevía a preguntar, cerraba la puerta y regresaba a su sitio. Ya se sentaba, ya tomaba un libro de oraciones y se arrodillaba delante de los iconos. Advirtió, dolorida y asombrada, que las plegarias no calmaban su inquietud.
De pronto, la puerta de su habitación se abrió calladamente para dar paso a su vieja niñera, Praskóvia Sávishna, quien, por prohibición del príncipe, raras veces se atrevía a visitarla.
–Vengo a hacerte compañía, Máshenka; traigo las velas del matrimonio del príncipe para encenderlas ante los santos, palomita mía– dijo la anciana suspirando.
–¡Qué contenta estoy de que hayas venido!
–¡Dios es misericordioso, paloma!
La niñera encendió ante las imágenes las afiligranadas velas y se sentó con la calceta cerca de la puerta. La princesa volvió a abrir su libro de oraciones y se puso a leer. Pero cuando oía pasos o voces levantaba los ojos asustados e interrogantes y la niñera la tranquilizaba con su mirada. El sentimiento experimentado por la princesa María parecía haberse apoderado de toda la casa. Debido a la creencia popular de que cuantas menos personas conozcan los dolores de una parturienta, tanto menos sufre ella, todos fingían ignorarlo. Nadie hablaba del trance, pero en todos se notaba (además del ambiente de gravedad y respeto habituales en la casa del príncipe) una general preocupación, una tierna solicitud y la conciencia de que estaba teniendo lugar un acontecimiento grande e incomprensible.
En la parte destinada a las mujeres de la servidumbre no se oían risas. Los criados, a su vez, permanecían sentados en silencio, como si esperaran algo. Fuera de la casa habían encendido teas y antorchas; nadie dormía. El viejo príncipe, que caminaba sobre los talones a un lado y a otro de su despacho, envió a Tijón para interrogar a María Bogdánovna.
–Di sólo que el príncipe te manda para informarse y ven con lo que te diga.
–Informa al príncipe de que el parto ha comenzado– dijo María Bogdánovna, mirando al mensajero con aire significativo.
Tijón repitió al príncipe las palabras de María Bogdánovna.
–Está bien– dijo el príncipe, cerrando la puerta tras de sí; y Tijón no volvió a oír ni el mínimo ruido en el despacho.
Poco después volvió a entrar, con el pretexto de cambiar las velas; el viejo príncipe estaba echado en el diván; Tijón lo miró y, observando su rostro angustiado, movió la cabeza, se acercó silenciosamente, lo besó en un hombro y salió de nuevo, sin cambiar las velas y sin decir para qué había entrado.
Se estaba cumpliendo el más solemne misterio de cuantos existen en el mundo.
Pasó la tarde y llegó la noche; la sensación de espera y de tierna emoción ante lo incomprensible no cedía, sino que iba en aumento. Nadie durmió en la casa.
Era una de esas noches de marzo cuando el invierno parece volver por sus fueros y desencadena con furia las últimas nieves y ventiscas. El médico alemán era esperado de un momento a otro; había salido a su encuentro un coche y algunos hombres a caballo con linternas esperaban en la carretera para acompañarlo por el camino lleno de baches.
Hacía tiempo que la princesa María había dejado su libro; permanecía sentada, en silencio, con los luminosos ojos fijos en el rostro rugoso de la niñera, tan conocido en todos sus detalles: contemplaba el mechón de cabellos grises que se le escapaban bajo el pañuelo y la papada que pendía de la barbilla.
La vieja niñera Sávishna, con la calceta en las manos, repetía, sin oír ni comprender sus propias palabras, historias ya cien veces contadas de cómo la difunta princesa había dado a luz a la princesa María, en Kíshiniov, asistida por una campesina moldava que hacía de comadrona.
–Dios tendrá piedad, los médicos nunca son necesarios– decía. Un golpe de viento batió el marco de una ventana de la habitación. (Por orden del príncipe se quitaban siempre las contraventanas cuando aparecían las alondras.) Uno de los pestillos, mal cerrado, se abrió bruscamente y una ráfaga de aire helado entró en la estancia, agitando las cortinas y apagando la vela. La princesa se estremeció: la vieja niñera dejó la calceta, se acercó a la ventana y se asomó hacia afuera tratando de apresar el marco. El viento frío agitaba las puntas de su pañuelo y el mechón de pelo gris.
–¡Princesa, madrecita! ¡Alguien viene por el camino, con linternas! ¡Debe de ser el médico!– dijo, sujetando el marco, pero sin cerrarlo.
–¡Alabado sea Dios!– exclamó la princesa. —Hay que salir a recibirlo, no sabe hablar en ruso.
La princesa María se echó un chal sobre los hombros y corrió al encuentro del recién llegado. Al atravesar la antecámara vio a través de las ventanas varias linternas y un vehículo detenido ante el portal. Avanzó hasta la escalera. Sobre el pilar de la balaustrada había una vela, de la que el viento hacía caer gotas de cera. Filip, un camarero, estaba en el primer rellano con cara de susto y otra vela en la mano; más abajo, donde la escalera daba la vuelta, se oyeron pasos precipitados de alguien calzado con botas de invierno y resonó una voz que a la princesa le pareció conocida:
–¡Gracias a Dios!– decía esa voz. —¿Y mi padre?
–Está descansando– replicó la voz de Demián, el mayordomo, que ya estaba abajo.
El otro pronunció todavía algunas palabras. Demián respondió algo y el ruido de las botas avanzó con mayor rapidez por la escalera.
"¡Es Andréi! —pensó la princesa—. No, no es posible. Sería demasiado extraordinario.”
Y en aquel mismo instante que lo pensaba, en el descansillo donde esperaba el camarero con la vela, apareció el príncipe Andréi, con un abrigo de pieles cubierto de nieve en el cuello. Sí, era él, pero pálido y delgado, extrañamente distinta la expresión de su rostro, una expresión de inquieta ternura. Subió la escalera y abrazó a su hermana.
–¿No recibisteis una carta mía?– preguntó.
Sin esperar una respuesta que no habría obtenido, porque la princesa María era incapaz de hablar, volvió sobre sus pasos y, junto con el médico alemán, que había entrado detrás de él (se habían encontrado en la última estación), siguió adelante con paso rápido y abrazó de nuevo a su hermana.
–¡Qué destino, Masha querida!– dijo.
Y quitándose el abrigo y las botas entró en la habitación de la princesa Lisa.
IX
Lisa, con una cofia blanca, estaba recostada entre almohadones. (Hacía un momento que habían cesado los dolores.) Varios mechones de cabellos negros se rizaban en torno a sus mejillas sudorosas y encendidas. Abría un poco su pequeña boca, de labio sombreado, y sonreía alegremente. El príncipe Andréi entró en la estancia y se detuvo delante de su mujer, al pie del diván donde ella estaba. Los ojos brillantes de Lisa, que miraban con temor y emoción, como los de un niño, se detuvieron en él sin cambiar de expresión. “Os amo a todos y no hice mal a nadie. ¿Por qué sufro? Ayudadme”, parecía decir. Veía a su marido, pero sin comprender su presencia.
El príncipe Andréi dio la vuelta al diván para besarla en la frente.
–¡Alma mía!– dijo (palabras cariñosas que nunca le había dicho). —Dios es misericordioso...
Ella lo miró con reproche infantil, como preguntando.
“Esperaba ayuda de ti. Pero... nada... nada... ni siquiera de ti”, parecía decirle con sus ojos. No se mostraba asombrada por su regreso. No comprendía que hubiera vuelto. Su llegada no tenía relación alguna con sus sufrimientos ni con su alivio.
Los dolores volvieron. María Bogdánovna aconsejó al príncipe Andréi que saliera de la habitación. Entró el médico.
El príncipe Andréi salió y se acercó de nuevo a su hermana. Ambos se pusieron a hablar en voz baja; pero a cada momento interrumpían la conversación: esperaban y aguzaban el oído.
–Allez, mon ami– dijo la princesa María.
El príncipe Andréi se acercó de nuevo a la habitación de su mujer; se puso a esperar en una salita pequeña donde tomó asiento. Una mujer salió de allí con rostro demudado y se paró confusa al verlo. El príncipe escondió la cara entre las manos y permaneció así durante algunos minutos. A través de la puerta llegaban gritos desgarradores y quejidos lastimeros de animal indefenso. Se levantó; se acercó a la puerta y quiso abrirla. Alguien se lo impidió.
–No se puede, no se puede– dijo una voz atemorizada desde la habitación.
El príncipe empezó a pasear por la sala. Los gritos cesaron. Pasaron algunos segundos. De pronto resonó en la habitación vecina un grito terrible —no era suyo, ella no podía gritar así.
El príncipe corrió a la puerta. El grito cesó y se oyeron los vagidos de un niño.
“¿Por qué han traído aquí a un niño? —pensó el príncipe Andréi en el primer instante—. ¿Un niño? Pero ¿cuál?... ¿Es que ya ha nacido?”
Y de pronto comprendió todo el jubiloso sentido de aquel grito. Las lágrimas lo sofocaron. Se apoyó en el alféizar de la ventana y rompió en sollozos; lloró como lloran los niños. Se abrió la puerta. De la habitación salió el médico, con la camisa remangada, pálido, tembloroso. El príncipe Andréi se volvió a él. El médico lo miró turbado y, sin decir palabra, pasó de largo. Después salió una mujer. Al darse cuenta de la presencia del príncipe se detuvo, perpleja, en el umbral de la puerta. El príncipe Andréi entró en la habitación de su mujer: estaba muerta. Yacía echada, como la viera cinco minutos antes, y en su rostro infantil, con el pequeño labio levantado, aparecía la misma expresión, a pesar de la inmovilidad de los ojos y la palidez de las mejillas.
"Os amo a todos y no hice mal a nadie... ¿qué me hacéis a mí?”, parecía decir aquel bello rostro infantil sin vida. En un rincón de la habitación chillaba y gimoteaba un diminuto ser rojizo, al que sostenían las manos blancas y temblorosas de María Bogdánovna.
Dos horas después, el príncipe Andréi entraba con paso lento en el despacho de su padre. El anciano ya lo sabía todo. Se mantenía erguido, cerca de la puerta, y en cuanto ésta se abrió, en silencio, con manos seniles y duras como tenazas, se echó al cuello de su hijo y rompió a llorar como un niño.
A los tres días se celebraron las exequias de la pequeña princesa, y el príncipe Andréi subió las gradas del catafalco para darle su último adiós. En el féretro, a pesar de los ojos cerrados, aquel mismo rostro decía aún: "Oh, ¿qué habéis hecho conmigo?”. Y el príncipe Andréi sintió que algo se desgarraba en su alma y que era culpable de una falta que jamás podría reparar ni olvidar. No podía llorar. También el viejo príncipe subió al féretro y besó una de las pequeñas y frías manos de cera, que reposaba tranquila en lo alto, una sobre la otra. También a él pareció decirle el rostro: "¿Qué y por qué habéis hecho esto conmigo?”. Y al darse cuenta de aquella expresión, el viejo Bolkonski se apartó enojado.
Cinco días después era bautizado el joven príncipe Nikolái Andréievich. La niñera sujetó los pañales con la barbilla mientras el sacerdote ungía con una pequeña pluma de oca las diminutas palmas rojizas y arrugadas de las manos y pies del recién nacido. El abuelo —el padrino del pequeño—, temeroso de que se le cayera, dio con él la vuelta a la pila abollada de hierro y lo entregó en seguida a la princesa María, que era la madrina. El príncipe Andréi, temblando de que pudieran ahogar al niño, esperaba sentado en otra sala a que concluyera la ceremonia. Cuando la niñera le llevó al niño, lo miró sonriente y movió la cabeza en señal de aprobación al escuchar que el pedacito de cera con cabellos del recién nacido había flotado sin hundirse en el agua de la pila.
X
La participación del joven Rostov en el duelo de Dólojov y Bezújov no tuvo trascendencia gracias a los esfuerzos del viejo conde Rostov; en vez de ser degradado, como él esperaba, fue nombrado ayudante del general gobernador de Moscú. Por esa razón no pudo salir al campo con su familia y tuvo que permanecer todo el verano en Moscú, en su nuevo cargo. Dólojov se restableció y Rostov estrechó más aún los lazos de amistad que los unían. Dólojov permaneció, durante su curación, en casa de su madre, que lo amaba tierna y apasionadamente. La anciana María Ivánovna, que había tomado cariño a Rostov porque era amigo de Fedia, le hablaba con frecuencia del hijo.
–Sí, conde, es demasiado puro y noble para este mundo de hoy, tan depravado– decía. —Nadie ama la virtud, a todos les molesta. Dígame, ¿le parece justo y honesto lo que hizo Bezújov? Fedia, con su noble carácter, lo quería como a un amigo, y aún ahora no dice nada malo de él. La broma que gastaron al guardia de San Petersburgo la hicieron juntos, ¿no? Pues ya lo ve: Bezújov no sufrió castigo alguno y Fedia cargó con todo. ¡Cuánto sufrió! Verdad es que lo han rehabilitado, ¿pero cómo no iban a hacerlo? No creo que hubiera muchos allí tan valerosos como él y tan leales hijos de la patria. ¡Y ahora ese duelo! ¿Es que esa gente tiene sentido del honor? ¡Provocarlo, sabiendo que es hijo único, y disparar tan directamente! Por fortuna Dios tuvo piedad de nosotros. ¿Quién no tiene hoy día sus aventurillas? ¿Qué hacer si es tan celoso? Podía haberlo dado a entender, porque la cosa venía de largo. Además, provocó a Fedia pensando que no se batiría porque le debía dinero. ¡Qué bajeza! ¡Qué infamia! Ya sé que usted comprende a Fedia, querido conde. Por eso lo amo con toda mi alma, créame. Hay pocas personas que lo comprendan. ¡Es un alma tan grande, tan elevada!
Muchas veces, durante la convalecencia, el mismo Dólojov decía cosas que Rostov no habría esperado nunca de él.
–Me consideran un malvado, lo sé– decía. —No me importa; sólo deseo conocer a los que aprecio; los quiero tanto que por ellos daría mi vida. A los demás, los aniquilaría a todos si se me cruzaran en el camino. Tengo una madre a la que adoro, como ella no hay otra, y dos o tres amigos; uno de ellos tú. De los demás, sólo me fijo en los que pueden serme útiles o perjudiciales. Y casi todos son nocivos, sobre todo las mujeres. Sí, amigo mío, he conocido hombres de buen corazón, de sentimientos nobles; pero nunca he conocido a una mujer que no se venda, ya sea condesa o criada. No he hallado aún esa pureza celestial, esa devoción que busco en la mujer. Si la encontrara, daría mi vida por ella. En cuanto a las demás...– hizo un gesto de desprecio. —Créeme: si estimo aún la vida es sólo porque espero encontrar a esa criatura divina que me purifique, me regenere y me eleve. Pero tú no lo comprendes.
–Te comprendo bien, muy bien– replicó Rostov, que estaba bajo la influencia de su nuevo amigo.
En otoño, la familia Rostov regresó a Moscú. Denísov, que había vuelto a principios del invierno, se hospedó en su casa. Los primeros meses invernales de 1806, que Rostov pasó en Moscú, fueron los más felices y alegres para él y toda su familia. Nikolái traía a muchos amigos suyos a la casa de sus padres. Vera era una bella muchacha de veinte años; Sonia, a los dieciséis, ofrecía todo el encanto del capullo que se convierte en flor. Natasha, ni mujer ni niña, a veces era traviesa y divertida como una criatura de poca edad y otras, seductora como una joven.
En aquella época, la casa de los Rostov estaba saturada de una atmósfera de amor, como ocurre en los hogares donde hay muchachas muy bonitas y muy jóvenes. Cada joven que entraba en la casa de los Rostov, al contemplar aquellos rostros frescos y abiertos a todas las emociones, que sonreían posiblemente a la propia felicidad, al oír la charla deshilvanada, pero siempre afectuosa, dispuesta y esperanzada, escuchando aquella mezcolanza de sonidos, bien de canto o de música, experimentaba el mismo sentimiento de predisposición para el amor y la dicha que animaba a todas las muchachas de la casa.
Entre los jóvenes a quienes Rostov llevó a su casa, uno de los primeros fue Dólojov, que agradó a toda la familia menos a Natasha. A causa de él estuvo a punto de reñir con su hermano. Natasha insistía en que Dólojov no era bueno y que, en el duelo con Bezújov, Pierre había tenido razón sobrada y Dólojov era culpable, además de antipático y afectado.