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Guerra y paz
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Текст книги "Guerra y paz"


Автор книги: Leon Tolstoi



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El apicultor abre la colmena por la mitad para ver el nido. Y en lugar de los anteriores círculos negros y compactos, acoplados por la espalda, velando los más profundos misterios del propio panal, ve restos de cientos de insectos tristes, medio muertos o adormilados. Casi todos han muerto ya sin saber siquiera que el tesoro que guardaban ya no existe. De todos ellos sale un hedor de putrefacción y muerte. Sólo algunas abejas se mueven, vuelan perezosas, se posan en la mano enemiga sin tener siquiera la fuerza de morir hiriéndola. Las muertas caen fácilmente como escamas de pescado. El apicultor cierra la colmena, la señala con tiza y, cuando tiene un rato libre, la desarma y fumiga.

Así, vacía también, estaba Moscú cuando Napoleón, cansado e inquieto, con el ceño fruncido, iba de un lado a otro a lo largo del baluarte de Kamer-Kolezhki, a la espera de aquella ceremonia que, aunque puramente externa, consideraba necesaria para guardar las apariencias: la llegada de una delegación.

En diversos lugares de Moscú había todavía gente, pero que se movía sin razón alguna, sólo por la vieja costumbre, sin comprender lo que hacía.

Cuando, con todas las precauciones posibles, anunciaron a Napoleón que la ciudad estaba desierta, el Emperador miró enfadado al portador de la noticia, le volvió la espalda y siguió caminando en silencio.

–¡El coche!– dijo.

Se sentó junto al ayudante de campo de servicio y se hizo llevar a los suburbios.

–Moscou déserte! Quel événement invraisemblable! 476– se dijo.

No entró en la ciudad y se detuvo en una posada del barrio de Dorogomílov.

Le coup de théâtre avait raté. 477

XXI

Las tropas rusas pasaron por Moscú entre las dos de la mañana y las dos de la tarde, llevándose con ellas a los últimos habitantes y heridos que salían de la capital.

Durante el paso de las fuerzas fue grande la confusión, sobre todo en los puentes de Kameny, Moskvoretski y Yauza.

Cuando las tropas se dividieron en dos columnas para bordear el Kremlin, fueron detenidas junto al Kameny y el Moskvoretski, y un gran número de soldados, aprovechándose de la parada y la confusión, se volvieron atrás y, a escondidas, en silencio, se deslizaron entre la iglesia de San Basilio y la puerta Borovitski, hacia la plaza Roja, donde confiaban, por intuición, hallar el modo de apoderarse fácilmente de lo ajeno.

Una multitud semejante a la que solía llenar el Gostiny Dvor los días de saldo ocupaba por completo aquel recinto. Pero no se oían las voces almibaradas y amables de los vendedores, no había buhoneros, ni abigarradas muchedumbres de compradoras femeninas. Tan sólo había uniformes y capotes militares de soldados sin armas, que entraban con cargas y salían sin ellas. Mercaderes y dependientes (en escaso número) erraban perdidos entre los soldados, cerraban sus tiendas o transportaban con ayuda de algunos mozos sus mercancías. En la cercana plaza de Gostiny Dvor, el tambor llamaba a filas; pero aquella llamada imperiosa no atraía a los saqueadores, sino que, por el contrario, los impulsaba a alejarse de ella. Entre la soldadesca, en tiendas y callejuelas, había hombres con caftanes grises y la cabeza rapada. En la esquina de Ilinka conversaban dos oficiales; el uno llevaba una banda sobre el uniforme y montaba un delgado caballo gris; el otro iba a pie y vestía capote. Un tercer oficial se acercó a ellos.

–El general ha ordenado que echemos pronto a todos esos sea como sea. ¡Es algo que no tiene nombre! La mitad han huido.

–¿Adonde vas?... ¿Adonde vais?...– gritó el mismo oficial a tres soldados de infantería que, sin fusiles, con los faldones del capote levantados, se dirigían hacia las tiendas. —¡Alto, canallas!

–Pruebe a reunirlos– dijo otro oficial. —Es imposible. ¡Hay que darse prisa para que no se vayan los últimos!

–¿Cómo podemos ir? Se ha formado un tapón en el puente y no hay quien pueda avanzar. Habría que acordonar aquello, para que los últimos no escapen.

–¡Vayan allá! ¡Échenlos!– gritó el oficial superior.

El oficial de la banda echó pie a tierra, llamó al tambor y se fue con él bajo las arcadas; algunos soldados salieron corriendo todos juntos. Un mercader con granos rojos en las mejillas cerca de la nariz, con una expresión tranquila y calculadora en su rostro bien nutrido, se acercó presuroso y gallardo al oficial, agitando los brazos.

–¡Señoría!– dijo. —¡Tenga la bondad de protegernos! No escatimaremos el género, con mucho gusto le daremos a usted, si quiere... Para un hombre honorable no nos importan aunque sean dos cortes de paño, los daremos de todo corazón... porque comprendemos que... Lo que pasa es un pillaje... ¡Por favor! Si, al menos, pusieran guardia o nos permitieran cerrar.

Otros mercaderes rodearon al oficial.

–No vale la pena hablar– dijo otro, delgado y de rostro serio. —¡Cuando a uno le cortan la cabeza no llora por sus cabellos! ¡Que se lleven lo que quieran!– agitó la mano con energía y se apartó un poco del oficial.

–Tú, Iván Sidórich, puedes hablar– respondió colérico el primer mercader. —Tenga la bondad, Excelencia...

–¿De qué sirven las palabras?– gritó el mercader delgado. —Aquí, en mis tres tiendas, tengo género por valor de cien mil rublos... ¿Puedo, acaso, conservarlo ahora que se fue el ejército? ¡Nada puede hacerse contra la voluntad de Dios!

–Venga, Señoría– insistió el primer mercader haciendo reverencias.

El oficial estaba perplejo y la indecisión se reflejaba en su rostro.

–¡Y a mí qué me importa!– gritó de pronto, y con pasos rápidos se dirigió a las arcadas.

Desde una tienda abierta llegaba el ruido de golpes e insultos, y cuando el oficial se acercó un hombre con chaquetón gris de sayal y la cabeza rasurada salió violentamente despedido de ella. El hombre, encogiéndose, se escabulló entre los mercaderes y el oficial se encaró con los soldados que había dentro, pero en aquel momento se oyeron en el puente Moskvoretski terribles gritos de una muchedumbre inmensa y el oficial corrió a la plaza.

–¿Qué ocurre? ¿Qué pasa?– preguntaba.

Pero su compañero galopaba ya en dirección a los gritos, por delante de la iglesia de San Basilio. El oficial montó a caballo y lo siguió. Cuando llegó al puente vio dos cañones en posición, soldados de infantería caminando por el puente, algunos carros volcados, rostros asustados y sonrientes caras de soldados. Junto a los cañones había un carro tirado por dos caballos; detrás del carro, junto a las ruedas, cuatro galgos con sus collares. El carro llevaba una verdadera montaña de objetos, y, en lo más alto, junto a una silla de niño con las patas hacia arriba, estaba sentada una mujer que lanzaba gritos desesperados y agudos. Algunos compañeros explicaron al oficial que los gritos de la muchedumbre y de la mujer obedecían a que el general Ermólov, que se había encontrado con aquella multitud, al saber que los soldados se metían por las tiendas y los paisanos estorbaban el paso, había ordenado emplazar varios cañones, haciendo ver que se disponían a disparar sobre el puente.

El gentío, entre empujones, carros volcados y gritos, se hizo atrás hasta descongestionar el paso por el puente y las tropas pudieron proseguir su marcha.

XXII

Pero el interior de la ciudad, mientras tanto, estaba vacío. En las calles apenas se veía un alma. Los portales y comercios permanecían cerrados. Alrededor de las tabernas solían oírse gritos o el cantar de los borrachos. No circulaba ningún vehículo y los peatones eran muy escasos. La calle Povárskaia estaba tranquila y desierta. En el enorme patio de los Rostov quedaban restos de heno y estiércol, pero no se veía a nadie. En la gran sala de la casa donde habían dejado todos los muebles y objetos de valor se encontraban el portero Ignat y el pequeño Mishka, nieto de Vasílich, que se había quedado en Moscú con su abuelo. Mishka había abierto el clavicordio y tocaba las teclas con un dedo. El portero, con las manos en las caderas, sonreía mirándose complacido ante el gran espejo.

–Suena bien, ¿verdad, tío Ignat?– decía el muchacho, poniéndose de pronto a golpear el teclado con las dos manos.

–¡Vaya!– repuso Ignat, asombrado de que su rostro sonriera cada vez más en el espejo.

–¡No tenéis vergüenza! ¡De verdad, no tenéis conciencia!– dijo, detrás de ellos, la voz de Mavra Kuzmínishna, que había entrado silenciosamente en la sala. —¡Puedes presumir con esa cara! ¡No vales para otra cosa! Ahí está todo sin recoger y Vasílich no puede más. ¡Ya te llegará tu hora!

Ignat se ajustó el cinturón, dejó de reír y salió dócilmente de la sala con la cabeza baja.

–Tita, ¡no haré ruido!– dijo el muchacho.

–¡Ya te daré yo ruido!– gritó Mavra Kuzmínishna, amenazándolo con la mano. —Vete a preparar el samovar para el abuelo.

Mavra Kuzmínishna limpió el polvo del clavicordio y lo cerró. Después, suspirando profundamente, salió de la sala y cerró la puerta con llave.

Al llegar al patio se quedó pensando adonde ir, si tomar el té en el pabellón con Vasílich o poner en orden lo que aún quedaba revuelto en la despensa.

En la silenciosa calle sonaron unos pasos rápidos, que se detuvieron junto a la cancela. El picaporte chirrió bajo la presión de una mano que intentaba abrirla.

Mavra Kuzmínishna se acercó a la puerta.

–¿Por quién pregunta?

–Por el conde, el conde Iliá Andréievich Rostov.

–¿Y quién es usted?

–Un oficial. Necesito verlo– dijo una voz agradable, rusa y señorial.

Mavra Kuzmínishna abrió la puerta y un joven oficial de unos dieciocho años, de cara redonda, parecida a la de los Rostov, entró en el patio.

–Se fueron ayer tarde– dijo ella afablemente.

El joven oficial se detuvo en el umbral, indeciso sobre si entrar o no, y chasqueó la lengua.

–¡Qué fastidio!– exclamó. —Debí venir ayer... ¡Qué lástima!

Mientras tanto, Mavra Kuzmínishna examinó atentamente y con simpatía los rasgos de los Rostov, que parecían renovarse en el rostro del joven; miró también su capote roto y las botas desgastadas.

–¿Para qué quería ver al conde?– preguntó.

–¿Sabe?– dijo de pronto—, soy pariente del conde y siempre fue muy bueno conmigo. Y ahora– miró sonriente y divertido su capa y botas, —mire qué andrajoso voy, y, además, no tengo dinero, pensaba pedir al conde...

Mavra Kuzmínishna no lo dejó concluir.

–¿Quiere esperar un momento? Sólo un momento.

Y en cuanto el oficial separó su mano de la puerta, dio media vuelta y, con su andar senil, Mavra Kuzmínishna se dirigió a su pabellón, a la parte trasera del patio.

Mientras hacía esto, el oficial contemplaba las botas rotas y paseaba sonriendo. "Lástima no haber encontrado al tío. ¡Qué simpática es la viejita! ¿Adonde habrá ido? ¿Y cómo enterarme de por qué calles puedo alcanzar antes a mi regimiento, que ahora debe de estar llegando a la Rogozhkaia?”, pensaba el joven.

Mavra Kuzmínishna volvió con el rostro a un tiempo indeciso y resuelto: traía en la mano un pañuelo a cuadros plegado. Unos pasos antes de acercarse al oficial desenvolvió el pañuelo y sacó un billete blanco de veinticinco rublos, que entregó precipitadamente al joven.

–Si Su Excelencia estuviera en casa, procedería como un buen pariente... pero... ya lo ve... ahora...– Mavra Kuzmínishna se sentía confusa y tímida.

El oficial, sin rechazar lo que le ofrecían y sin apresurarse, tomó el billete y dio las gracias.

–Si el conde estuviera en casa...– seguía excusándose Mavra Kuzmínishna. —¡Que Cristo lo proteja! ¡Que Dios lo salve!– decía inclinándose y acompañándolo.

Como burlándose de sí mismo, el oficial movió la cabeza sonriendo y salió a buen paso para unirse a su regimiento en el puente del Yauza. Mientras se alejaba casi al trote por las desiertas calles, Mavra Kuzmínishna se quedó largo rato ante la puerta cerrada, con la cabeza baja y pensativa, invadida por un repentino sentimiento de ternura maternal y de piedad hacia aquel joven oficial al que nunca había visto.

XXIII

De una casa a medio construir de la calle Varvarka, que tenía una taberna en los bajos, salían gritos, risas y canciones de borrachos. En una habitación sucia y reducida, alrededor de diez obreros ocupaban los bancos en varias mesas. Embriagados, sudorosos, con los ojos turbios, cantaban esforzándose, abrían mucho la boca y cada uno lo hacía a su manera; se veía que no tenían ganas de cantar y que sólo lo hacían para demostrar que estaban borrachos y contentos. Uno de ellos, alto y rubio, vestía una limpia camisa azul, y se notaba que era el jefe. Su rostro, de nariz recta y fina, habría parecido hermoso de no ser por los labios delgados y apretados, que se movían sin cesar, y los ojos sombríos, turbios e inmóviles. Debía, al parecer, imaginarse algo, pues movía, por encima de aquellas cabezas, con cierta solemnidad y torpeza, una mano cuyos sucios dedos separaba de modo poco natural. La manga de la camisa le resbalaba con frecuencia y él la levantaba con la mano izquierda, como si fuera muy importante tener descubierto su brazo blanco y nervudo. En medio de aquella canción se oyó en el zaguán y el porche el alboroto de una pelea. El alto hizo un gesto con la mano.

–¡Basta!– exclamó imperiosamente. —¡Ahí están peleando, muchachos!

Y, sin dejar de subirse la manga, corrió al porche.

Los demás lo siguieron. Aquella mañana habían ido a la taberna para beber, animados por el mozo alto; el tabernero les había servido vino a cambio de pieles sacadas de la fábrica. Los herreros de la forja cercana oyeron el alboroto de la taberna y, creyendo que la habían asaltado, trataron de irrumpir allí por la fuerza. Ésa era la causa de la pelea.

El dueño de la taberna luchaba con uno de los herreros. Cuando los obreros salían a la puerta, el herrero caía de bruces en la calle y otro empujaba al tabernero tratando de entrar.

El joven de la camisa remangada dio un puñetazo al herrero, que intentaba entrar, y gritó con voz salvaje:

–¡Muchachos, pegan a los nuestros!

El herrero derribado se levantó y, tocándose la cara cubierta de sangre, vociferó con voz lastimera:

–¡Socorro! ¡Me han matado!... ¡Han matado a uno! ¡Hermanos!...

Una mujer que salía de una casa próxima gritó con voz chillona:

–¡Ay, Dios mío! ¡Han matado a un hombre!

Varias personas rodearon al ensangrentado herrero.

–¡Canallas! ¿No te basta con robar a la gente y quitarle hasta la camisa?– dijo alguien al tabernero. —¿Por qué has matado a ese hombre? ¡Bandido!

El mozo alto seguía en la puerta; pasaba sus ojos turbios del tabernero a los herreros, como dudando con quién pelear.

–¡Asesino!– gritó de pronto mirando al tabernero. —¡Atadlo, muchachos!

–A ver quién es el que me ata– exclamó el tabernero, empujando a los que se abalanzaban sobre él. Se arrancó la gorra, la tiró al suelo y, como si ese gesto tuviera un sentido misterioso y amenazador, los obreros se detuvieron indecisos.

–¡Conozco muy bien la ley, hermano! Iré a la comisaría. ¿Crees que no me atreveré? No está permitido el saqueo– gritó, volviendo a coger la gorra. —¡Iré a la comisaría, lo verás...!

–También yo iré. ¿Qué te imaginas?– repetían uno tras otro el tabernero y el mozo alto.

El tabernero y el mozo alto, los dos juntos, se fueron calle adelante discutiendo. Junto a ellos caminaba el herrero ensangrentado. Los seguían los otros obreros y un buen número de curiosos, todos hablando a gritos.

En la esquina de la calle Moroseika, frente a una casa grande con las contraventanas cerradas, en la que había un rótulo de maestro zapatero, tropezaron con un grupo de veinte obreros, tristes, flacos y agotados, vestidos con batas andrajosas.

–¡Que nos pague lo que debe!– decía un obrero ceñudo de escasa barba. —Bien que nos ha chupado la sangre y cree que estamos en paz. Lleva engañándonos toda la semana y ahora, cuando estamos ya en las últimas, ¡se larga!

Al ver el grupo que venía con el hombre ensangrentado, el zapatero calló y todos se incorporaron, con ávida curiosidad, al grupo en marcha.

–¿Adonde van?

–A la comisaría para hablar con la autoridad, ya se sabe.

–¿Es verdad que los nuestros han perdido?

–¿Y tú qué pensabas? No tienes más que oír lo que dice la gente.

Se cruzaban preguntas y respuestas. El tabernero aprovechó que había más gente, se fue rezagando y volvió a su taberna.

El mozo alto, sin notar que su rival había desaparecido, seguía charlando sin descanso, agitaba el brazo desnudo y atraía la atención de todos. La gente lo rodeaba, como si esperara de él la solución de todos sus problemas.

–¡Las autoridades deben poner orden, enseñar la ley, para eso están. ¿Digo bien, hermanos?– seguía diciendo el mozo alto con leve sonrisa. —Él piensa que no hay autoridades. ¿Acaso se puede vivir sin autoridad, con la de bandidos que hay?

Entre la multitud no cesaban los comentarios:

–¡Basta ya de hacer el tonto!– decían en la muchedumbre. —¿Cómo puedes creer que abandonen Moscú? Te lo dijeron en broma y tú te lo creíste. No son pocas las tropas que han llegado. No dejarán que entren como si tal cosa. Las autoridades están para eso. Más vale que escuches lo que dice el pueblo– comentaban señalando al mozo alto.

Junto a las murallas de Kitai-Górod, otro grupo rodeaba a un hombre con un capote de lana que llevaba en la mano un papel.

–¡Están leyendo un ucase! ¡Van a leer un ucase!– gritaron algunos.

Y todos se apretujaron alrededor del hombre que leía un pasquín del 31 de agosto. Cuando todos lo rodearon, pareció turbarse, y accediendo a la petición del mozo alto, que se había abierto paso hasta él, volvió a leerlo desde el principio con voz ligeramente temblona.

–“Mañana temprano iré a ver al Serenísimo («al Serenísimo», repitió solemnemente el mozo alto, sonriendo con la boca y frunciendo el ceño) para entrevistarme con él sobre el modo de ayudar a las tropas a exterminar a los malvados. También nosotros ayudaremos a liquidarlos...el lector se detuvo. (—¿Lo veis?– gritó triunfalmente el mozo alto. —Él lo va a solucionar todo...) —“Los aplastaremos y los mandaremos al diablo. Volveré mañana a la hora del almuerzo y pondremos en seguida manos a la obra: lo haremos, acabaremos de hacerlo y a los malvados listos dejaremos.”

Un silencio absoluto siguió a las últimas palabras. El mozo alto inclinó abatido la cabeza. Era evidente que ninguno comprendía las últimas palabras. Sobre todo, aquellas de “volveré mañana a la hora del almuerzo” parecieron disgustar al mismo lector y a los oyentes. El pueblo, que esperaba algo grandilocuente, trataba de comprender, pero esas palabras eran demasiado sencillas, demasiado comprensibles. Todos podían decir lo mismo, y, por tanto, era inoportuno hablar así en un ucase que procedía de las autoridades superiores.

La gente quedó descorazonada y silenciosa. El joven alto movía los labios y se balanceaba.

–Habría que ir a preguntarle... ¿Es aquel que viene? Pues se le podía preguntar... De otra manera... Él nos explicará...– se oyó en las últimas filas. Y la atención general se vio atraída por el coche del jefe de policía, que apareció entonces en la plaza acompañado por dos dragones a caballo.

El jefe de policía había salido aquella mañana, mandado por el gobernador, a quemar unas barcazas (y con tal motivo había ganado una respetable suma, que entonces llevaba en el bolsillo); al ver a toda aquella gente que venía a su encuentro, ordenó al cochero que se detuviera.

–¿Qué queréis?– gritó a los hombres que tímidamente, y por separado, se acercaron al coche. —Os pregunto qué queréis– repitió el jefe de policía, sin recibir respuesta.

–Señoría– dijo por último el hombre del capote gris de lana. —Señoría, ellos, según el llamamiento del excelentísimo conde, quieren luchar hasta la muerte, no piensan en sublevarse. Quieren hacer como ha dicho el excelentísimo conde...

–El conde no se ha ido. Está aquí y recibiréis sus órdenes– dijo el jefe de policía; y después gritó al cochero: —¡Adelante!

La muchedumbre se detuvo, rodeó a los que habían oído las palabras de la autoridad y siguió con los ojos al coche que se alejaba, mientras el jefe de policía miraba hacia atrás asustado. Dijo algo al cochero y el carruaje se alejó con más rapidez todavía.

–¡Nos está engañando, compañeros! ¡Vamos a ver al conde!– gritó el mozo alto.

–¡Vamos a que nos digan lo que pasa!– repitieron algunas voces.

–¡No dejéis, muchachos, que se vaya! ¡Que nos rinda cuentas! ¡Detenedlo!

La gente se lanzó a la carrera detrás del coche y, con gran alboroto, se encaminaron todos a Lubianka.

–¡Los señores y los mercaderes se han ido, y nosotros por culpa de ellos estamos perdidos! ¿Es que somos perros?– se oía cada vez con mayor frecuencia entre la muchedumbre.

XXIV

El 1 de septiembre, por la tarde, después de su entrevista con Kutúzov, el conde Rastopchin volvió a Moscú, dolorido y molesto porque no lo hubieran invitado al Consejo Superior de Guerra y el Serenísimo no prestara atención alguna a su propuesta de tomar parte en la defensa de la capital. Le había producido también asombro la nueva opinión recogida en el ejército; según ella, la seguridad de la capital y sus propios sentimientos patrióticos eran no sólo secundarios, sino absolutamente inútiles e insignificantes.

Disgustado, molesto y sorprendido por todo ello, el conde Rastopchin regresó a Moscú.

Después de cenar se tumbó en un diván sin desnudarse. A la una, lo despertó un correo que le traía una carta de Kutúzov. Considerando que el ejército retrocedía al camino de Riazán, más allá de Moscú, decía la carta, el conde debía mandar fuerzas de policía para guiar a las tropas en su paso por la ciudad. Eso no era una novedad para Rastopchin. No sólo a raíz de la entrevista con Kutúzov el día anterior en Poklónnaia, sino desde la batalla de Borodinó, cuando todos los generales que llegaban a Moscú opinaban unánimemente que aún no se podía presentar batalla, y desde que, con su permiso, todas las noches evacuaban de la ciudad los bienes estatales y la mitad de los habitantes de Moscú se habían marchado, el conde Rastopchin sabía que la capital sería abandonada. Sin embargo, esa noticia, comunicada por Kutúzov como una orden en forma de simple nota y recibida de noche, en pleno sueño, extrañó e irritó al conde.

Más tarde, explicando lo que entonces había hecho durante aquel tiempo, el conde Rastopchin escribió en sus memorias, repetidas veces, que se preocupaba entonces de objetivos importantes: de maintenir la tranquillité à Moscou et den faire partir les habitants. 478Admitida esa doble finalidad, todos los actos del gobernador son irreprochables. Pero, ¿por qué no se sacaron los objetos sagrados? ¿Por qué quedaron los depósitos de armas y municiones, la pólvora y los graneros? ¿Por qué se engañó a miles de ciudadanos, que se vieron arruinados, afirmándoles que Moscú no sería abandonada al enemigo? “Para mantener la tranquilidad en la capital”, responde el conde Rastopchin. ¿Por qué se sacaron de Moscú las oficinas administrativas llenas de papeles inútiles, el globo de Leppich y tantos otros objetos? “Para dejar vacía la ciudad”, contesta el conde Rastopchin. Basta con admitir que algo amenazaba la tranquilidad pública y todo acto resulta justificado. Todos los terribles excesos del Terror se cometieron con el pretexto de la tranquilidad pública.

¿En qué se basaba, pues, el temor del conde Rastopchin respecto a la tranquilidad de los moscovitas en 1812? ¿Qué le hacía suponer que la ciudad tendía a sublevarse? Los habitantes se iban; las tropas, en plena retirada, llenaban las calles. ¿Por qué iba a rebelarse el pueblo?

No sólo en Moscú, sino en toda Rusia, la entrada del enemigo no había provocado nada que se pareciera a una revuelta. Los días 1 y 2 de septiembre quedaban en Moscú más de diez mil habitantes y, excepto la aglomeración en el patio de la casa del general gobernador (aglomeración provocada por él mismo), no se produjo nada. Menos aún se habría podido temer un motín popular si después de la batalla de Borodinó, cuando el abandono de Moscú parecía inminente o al menos probable, en vez de soliviantar al pueblo con la distribución de armas y pasquines, el gobernador hubiera tomado medidas oportunas para hacer evacuar los objetos sagrados de las iglesias, las municiones y el dinero, y hubiese anunciado abiertamente al pueblo que la ciudad iba a ser abandonada.

Rastopchin, hombre exaltado y sanguíneo, que siempre había vivido en las altas esferas de la administración, a pesar de sus sentimientos patrióticos no conocía en absoluto al pueblo que creía gobernar. Desde la entrada del enemigo en Smolensk, Rastopchin creyó ser el rector de los sentimientos populares, ser el corazón de Rusia. No sólo le parecía (como ocurre a todo jefe de administración) que gobernaba los actos externos de los habitantes de Moscú, sino que orientaba también sus estados de ánimo por medio de sus proclamas y pasquines, escritos en aquel lenguaje artificioso que el pueblo desprecia en su medio y no entiende cuando procede de las altas esferas. Ese hermoso papel de dirigente de los sentimientos populares agradaba tanto a Rastopchin, se había identificado tanto con él, que la necesidad de abandonarlo y entregar la ciudad sin hecho heroico alguno lo cogía de sorpresa; perdió de pronto el terreno en que se asentaba y quedó sin saber qué hacer. Aunque sabía que Moscú iba a ser abandonado al enemigo, hasta el último instante creyó profundamente que ese hecho no se produciría y no se preparó para los acontecimientos inevitables.

Los habitantes salían de la capital en contra de los deseos de Rastopchin; las oficinas fueron evacuadas, por insistencia de los funcionarios, a cuyas peticiones cedió el conde de muy mala gana; por su parte, el general gobernador no se preocupó más que del papel que él mismo se había atribuido. Como es frecuente en personas dotadas de exaltada imaginación, sabía desde mucho antes que Moscú iba a ser entregado, pero llegó a tal conclusión tan sólo en virtud del razonamiento; en el fondo de su alma no lo creía y su imaginación era incapaz de llevarlo a la nueva situación.

Toda su enérgica actuación (hasta qué punto fue útil y se reflejaba en el pueblo es otra cuestión) estaba encauzada a suscitar en la población el sentimiento que él mismo experimentaba: el odio patriótico a los franceses y la confianza en sí mismo.

Pero cuando los acontecimientos alcanzaron proporciones verdaderamente históricas, cuando las palabras resultaron insuficientes para expresar tan sólo el odio a los franceses, cuando este aborrecimiento no podía manifestarse ni siquiera en el campo de batalla, cuando la confianza en sí mismo se hizo inútil con relación a Moscú únicamente, cuando toda la población, como un solo hombre, abandonó sus bienes y huyó de la ciudad, mostrando con ese acto negativo toda la fuerza de sus propios sentimientos nacionales, el papel escogido por Rastopchin se vio falto de sentido. Y el general gobernador se sintió muy solo, débil y ridículo, sin terreno firme bajo sus pies.

Al recibir, tan pronto como despertó, la fría e imperiosa nota de Kutúzov, Rastopchin se sintió tanto más irritado cuanto más culpable se reconocía. En Moscú quedaba todo aquello que se le había encargado evacuar: todos los bienes públicos, que debería haber sacado de la ciudad. Y sacarlo todo ahora era imposible.

"¿Quién tiene la culpa de que hayamos llegado a esta situación? Yo no, desde luego. Por mí, todo estaba preparado. ¡He mantenido Moscú en un puño! ¡Y he aquí adonde nos han llevado! ¡Miserables! ¡Traidores!", pensaba sin llegar a definir bien quiénes eran los miserables y traidores, pero sintiendo la necesidad de odiar a esos ignorados culpables de la situación falsa y ridícula en que se hallaba.

Toda aquella noche la pasó el conde Rastopchin dando órdenes. Venían a recibirlas desde todos los puntos de Moscú. Los que lo rodeaban no lo habían visto nunca tan sombrío e irritado.

"Excelencia, han venido del Departamento del Patrimonio... en nombre del director, a recibir órdenes... Vienen del Consistorio, de la Universidad, de los tribunales, del asilo... El vicario... pregunta... ¿Qué órdenes hay que dar a los bomberos?... También pregunta el director de la cárcel... y del manicomio..."

Y así durante toda la noche. A todas esas preguntas contestaba con frases breves e irritadas, que mostraban la inutilidad de aquellas órdenes y que toda su obra, preparada con tanto cuidado, se había venido abajo por culpa de alguien; ese alguien era el que cargaría con toda la responsabilidad de cuanto iba a suceder ahora.

–Di a ese imbécil– respondió a la pregunta del Departamento del Patrimonio– que se quede él guardando sus documentos. ¿Qué tonterías preguntas sobre los bomberos? Tienen caballos, pues que se vayan a Vladimir. No los vamos a dejar a los franceses...

–Excelencia, está aquí el director del manicomio. ¿Qué le ordena?

–¿Qué le ordeno? ¡Que se vayan todos! Que suelte a los locos en la ciudad... ¡Si nuestro ejército lo mandan locos, es señal de que Dios lo ha dispuesto!

Cuando le preguntaron qué había que hacer con los presos encadenados, el conde respondió airado al director de la cárcel:

–¿Qué quiere usted? ¿Que le dé dos batallones de escolta, que no tengo? ¡Póngalos en libertad, y se acabó!

–Excelencia, hay delincuentes políticos: Meshkov, Vereschaguin...

–¿Vereschaguin? ¿Todavía no lo han ahorcado?– gritó Rastopchin. —¡Tráigamelo!

XXV

Hacia las nueve de la mañana, cuando las tropas atravesaban la ciudad, nadie acudía a pedir órdenes al conde. Quien podía marcharse se iba de Moscú; los que se quedaban decidían por sí mismos lo que debían hacer.

El conde ordenó enganchar el coche para ir a Sokólniki. Seguía en su despacho con el ceño fruncido, cruzados los brazos, pálido y silencioso.

En días de paz, todo administrador cree que sólo gracias a sus desvelos viven sus administrados y halla en esa creencia de sentirse indispensable la mejor recompensa a sus esfuerzos y trabajos. Mientras se mantiene sereno el mar de la historia, el gobernante, en su mísera barca, cree que es él quien hace avanzar la nave del pueblo en que apoya la pértiga. Pero si se levanta un huracán, si se agitan las olas, la nave comienza a moverse y el error se hace inevitable. El barco avanza con su marcha propia, independiente, la pértiga ya no lo alcanza, y el dirigente, antes dueño y manantial de toda fuerza, se convierte en un ser inútil, insignificante y débil.


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