Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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VIII
Lo que a veces atormentaba a Nikolái en su trato con los mujiks era su propia irascibilidad, unida a una arraigada costumbre militar de levantar la mano. Al principio no veía en ello nada censurable, pero al segundo año de matrimonio su opinión sobre ese modo de proceder de pronto cambió.
Cierto día de verano hizo llamar al stárostade Boguchárovo, que había sustituido a Dron, ya muerto, y al que acusaban de robos y negligencias. Nikolái salió al porche y, tras la primera respuesta del stárosta, se oyeron en el zaguán ruidos de golpes y gritos. Cuando volvió para desayunar se acercó a su mujer, sentada ante su labor y con la cabeza baja; como de costumbre, comenzó a contar lo que pensaba hacer aquella mañana y, entre otras cosas, habló del stárostade Boguchárovo. La condesa María, ya ruborizada, ya pálida, siempre en la misma actitud y con los labios apretados, no contestaba a las palabras de su marido.
–¡Qué insolente bribón!– decía, enardeciéndose sólo de recordarlo. —Si al menos hubiera dicho que estaba borracho, que no lo vio... Pero, ¿qué te pasa, Mary?– preguntó de pronto.
La condesa levantó la cabeza, quiso decir algo, pero volvió a bajar la vista rápidamente y contrajo los labios.
–¿Qué te pasa? ¿Qué te ocurre, querida?
Las lágrimas embellecían siempre a la fea condesa. Nunca lloraba por dolor o fastidio, sino por tristeza y piedad. Cuando lloraba, sus ojos radiantes adquirían un encanto irresistible.
En cuanto Nikolái tomó su mano, no pudo contenerse más y se echó a llorar.
–Lo he visto, Nicolás... Ese hombre es culpable, pero tú... ¿Por qué lo hiciste?– y ocultó el rostro en las manos.
Nikolái calló, enrojeció intensamente, se apartó de ella y, en silencio, comenzó a caminar por la estancia. Comprendió por qué lloraba su esposa, pero no podía admitir tan de pronto que un acto al que estaba acostumbrado casi desde niño y que hallaba normal fuera malo.
“¿Son tonterías de mujer, un exceso de sensiblería o tiene razón?”, se preguntaba.
Indeciso aún, contempló de nuevo el rostro sufriente de María lleno de amor por él y entonces comprendió de súbito que ella tenía razón y que él era culpable desde hacía bastante tiempo ante sí mismo.
–Mary– dijo a media voz, acercándose a ella. —Eso nunca más volverá a suceder, te doy mi palabra. Nunca más– repitió con voz estremecida, como la de un niño que pide perdón.
Las lágrimas brotaron aún más abundantes de los ojos de la condesa, que tomó la mano de su marido y la besó.
–Nicolás, ¿cuándo has roto el camafeo?– preguntó por cambiar de tema, mirando el anillo de su marido con la cabeza de Laocoonte.
–Hoy, ha sido cuando..., por favor, Mary, no me lo recuerdes...– volvió a enrojecer. —Te doy mi palabra de honor que eso no se repetirá y esto me servirá de recordatorio– dijo, mostrando el anillo roto.
Desde entonces, cada vez que al tomar las cuentas a un stárostao encargado se le subía la sangre a la cabeza y se le crispaban los puños, Nikolái daba vueltas al anillo y bajaba los ojos ante el hombre que lo enfurecía. Sin embargo, un par de veces al año se dejaba llevar por la cólera y entonces confesaba a su mujer lo que había hecho y le prometía que aquélla sería la última vez.
–Mary, tú me desprecias, ¿verdad?– decía. —Me lo merezco.
–Tú vete, vete cuando sientas que eres incapaz de dominarte– decía tristemente la condesa María, tratando de consolarlo.
En la sociedad de la nobleza provinciana estimaban a Nikolái, pero no lo querían. Los intereses de la nobleza le eran indiferentes, y ése era el motivo de que unos lo creyeran orgulloso y otros tonto. Todo su tiempo, desde la siembra de primavera hasta la recolección, lo pasaba absorbido por los asuntos relacionados con el campo. El otoño lo dedicaba a la caza con la misma seriedad que ponía en la agricultura, ausentándose por uno o dos meses con sus jaurías y monteros. En el invierno visitaba otras aldeas y se dedicaba a la lectura.
En su biblioteca abundaban, sobre todo, los libros de historia; los adquiría cada año por una determinada suma. Solía decir que estaba haciendo una biblioteca seria y se obligaba a leer todo lo que compraba. Encerrado en su despacho leía con aire grave; esa dedicación a la lectura fue al principio como un deber, después una ocupación habitual, que le proporcionaba cierto placer por la conciencia de estar entregado a una ocupación seria. A excepción de alguna salida relacionada con su administración, todo el invierno lo pasaba en casa uniéndose más a la familia: le gustaba conocer hasta los más pequeños detalles de la vida de sus hijos y sus relaciones con la madre. Intimaba cada vez más con su mujer y cada día descubría en ella nuevos tesoros morales.
Desde el matrimonio de Nikolái, Sonia vivía en su casa. Antes de la boda, Nikolái —acusándose a sí mismo y alabándola– había contado a María sus antiguas relaciones y le había pedido que fuese cariñosa y buena con su prima. La condesa María comprendía la culpa de su marido y la suya propia ante Sonia; pensaba que su riqueza había influido en la elección de Nikolái, y aunque nada tenía que reprochar a Sonia y deseaba quererla de veras, no sólo no la quería sino que en el fondo de su alma descubría a menudo malos sentimientos hacia ella, que no lograba vencer.
Un día habló a su amiga Natasha de Sonia y de su propia injusticia.
–Tú has leído mucho el Evangelio– dijo Natasha: —pues en él hay un pasaje que se refiere plenamente a Sonia.
–¿Cuál?– preguntó extrañada la condesa María.
–“A quien más tuviere, más se le dará; y a quien tuviere poco, se le quitará”, ¿comprendes? Ella no tiene nada. ¿Por qué? Lo ignoro. Tal vez le falta egoísmo, no lo sé; pero se le quita y se le ha quitado todo. A veces me da mucha pena; en otros tiempos deseé vivamente que Nikolái se casara con ella, pero siempre tuve el presentimiento de que eso no ocurriría. Es como una flor estéril, como las que hay entre los fresales. Unas veces me da lástima y otras pienso que lo siente como lo sentiríamos tú y yo.
A pesar de que la condesa María trataba de explicar a Natasha que era preciso entender de otra manera las palabras del Evangelio, cambiaba de opinión siempre que veía a Sonia, que, en efecto, parecía no sufrir, resignada fatalmente a su destino de flor estéril. Diríase que sentía cariño no tanto por la gente como por la familia en su conjunto. Era como los gatos, que se habitúan antes a la casa que a las personas que habitan en ella. Cuidaba a la vieja condesa, acariciaba y mimaba a los niños y estaba siempre dispuesta a cumplir los pequeños servicios de que era capaz, pero todo eso se aceptaba como debido y con muy poco reconocimiento...
La finca de Lisie-Gori había sido reedificada, pero no con la magnificencia de los tiempos del difunto príncipe.
Las nuevas construcciones, comenzadas en tiempos difíciles, eran más que sencillas. La inmensa casa sobre cimientos de piedra era de madera y estaba enlucida sólo por dentro; los suelos de tablas estaban sin pintar, y la habían amueblado con las más sencillas sillas, mesas y divanes hechos por sus siervos, con madera de abedul de la misma finca. La casa era espaciosa, con dependencias para el servicio y habitaciones para los huéspedes. Los parientes de los Rostov y de los Bolkonski se reunían con frecuencia en Lisie-Gori, llegaban con toda su familia en sus carruajes arrastrados por tiros de dieciséis caballos y con docenas de criados. Y allí quedaban meses enteros. Además, cuatro veces al año, en los cumpleaños y santos de los dueños, se reunían por uno o dos días hasta cien invitados. El resto del tiempo se deslizaba tranquilamente, en medio de las habituales ocupaciones: el té, el desayuno, la comida, la cena, el almuerzo, servido todo ello con los productos de la hacienda.
IX
Era el 5 de diciembre de 1820, víspera de San Nicolás. Natasha, su marido y los niños estaban en casa de Nikolái desde principios de otoño. Pierre había vuelto a San Petersburgo por asuntos particulares, como él decía; pensaba estar ausente tres semanas, pero ya llevaba siete y lo esperaban de un momento a otro.
El 5 de diciembre, además de la familia de Bezújov, los Rostov tenían en su casa a un viejo amigo de Nikolái, el general retirado Vasili Fiodórovich Denísov.
Nikolái sabía que el 6, día de la fiesta, cuando llegaran los invitados, tendría que quitarse su aljuba, ponerse levita y botas de punta estrecha y acudir a la nueva iglesia que había hecho construir; después vendrían las felicitaciones, los entremeses que ofrecería a los invitados, se hablaría de las elecciones de la nobleza y la cosecha. Pero ahora, en la víspera, se creía con derecho a hacer su vida ordinaria.
Antes de comer revisó las cuentas del administrador de la finca de Riazán, propiedad del sobrino de su mujer, escribió dos cartas de negocios y dio una vuelta por la era, los establos y las caballerizas. Después de tomar algunas medidas de previsión ante la borrachera general que se anunciaba para el día siguiente (con ocasión de la fiesta patronal), volvió a la hora de comer y, sin tiempo para hablar a solas con su mujer, ocupó su puesto en la larga mesa de veinte cubiertos, en torno a la cual se habían reunido todos sus familiares. Estaban allí su madre, la anciana señora Bielova (que vivía con la condesa), su mujer con sus tres hijos, la institutriz, el preceptor de sus hijos, el sobrino con su otro preceptor, Sonia, Denísov, Natasha y sus tres pequeños con la institutriz de ellos y el viejo Mijaíl Ivánovich, arquitecto del príncipe, que vivía tranquilamente en Lisie-Gori.
La condesa María estaba en el extremo opuesto de la mesa. En cuanto su marido se hubo sentado, por el gesto con que desdobló la servilleta y desplazó rápidamente el vaso y la copa que tenía delante, advirtió que estaba de mal humor, como solía ocurrirle a veces, sobre todo antes de la sopa, cuando regresaba directamente del campo a la hora de comer. La condesa María conocía perfectamente ese estado de ánimo y, cuando ella misma estaba de buen humor, esperaba tranquilamente a que terminase el primer plato y sólo entonces se dirigía a él y lo obligaba a confesar que estaba de mal humor sin motivo alguno. Pero aquel día olvidó por completo su prudente costumbre. Le disgustaba y entristecía que, sin motivo alguno, su marido estuviese enfadado con ella. Se sintió desgraciada. Le preguntó dónde había estado. Nikolái contestó. Le preguntó de nuevo si iba todo bien en la hacienda. Él frunció el ceño, por el tono forzado de la pregunta, y contestó apresuradamente.
“Así es, no me engañé —pensó la condesa María—. ¿Por qué está enfadado conmigo?” Por el tono de su respuesta, percibió cierta animosidad hacia ella y el deseo de cortar la conversación; se daba cuenta de que sus preguntas parecían poco naturales, pero no pudo contener sus deseos de hacer otras preguntas por el estilo.
Gracias a Denísov, la conversación se hizo pronto general y animada, y la condesa María no habló más con su marido. Cuando se levantaron de la mesa y fueron a dar las gracias a la vieja condesa, María tendió la mano a Nikolái, lo besó y le preguntó por qué estaba enfadado con ella.
–Siempre tienes ideas extrañas, no estoy nada enfadado– contestó.
Pero la palabra siempredecía a la condesa María: “Estoy enfadado, y no quiero explicar el motivo”.
Nikolái vivía en tan buena armonía con su esposa que hasta Sonia y la vieja condesa —que, por celos, deseaban verlos en discordia– no podían hallar motivo alguno de reproche. Sin embargo, también entre ellos existían instantes de animosidad. A veces, precisamente después de algún período muy feliz, surgía entre ambos cierto alejamiento y hostilidad; esto era más frecuente durante los embarazos de la condesa María. Ahora se hallaba en uno de esos períodos.
–Bueno, messieurs et mesdames– dijo Nikolái en voz alta y, al parecer, alegremente (cosa que a la princesa le pareció hecho a propósito para ofenderla). —Estoy de pie desde las seis, mañana tendré que sufrir, pero hoy prefiero descansar.
Y, sin decir nada a su mujer, se retiró a un pequeño salón y se echó en un diván.
“Siempre hace lo mismo —pensó la condesa María—, habla con todos menos conmigo. Noto que le repugno, sobre todo en esta situación.” Miró su abultado vientre y contempló en el espejo su rostro amarillento, pálido y delgado, con los ojos más grandes que nunca.
Todo le parecía desagradable: los gritos y las risas de Denísov, la conversación de Natasha y, sobre todo, la rápida mirada que le dirigió Sonia.
Sonia era el primer pretexto que elegía la condesa para justificar su irritación.
Permaneció un rato con sus huéspedes y, sin entender nada de lo que decían, salió disimuladamente y subió a la habitación de los niños, que habían emprendido un viaje a Moscú, montados sobre sillas, y la invitaron a ir con ellos. Se sentó y jugó con los pequeños, pero el recuerdo de la inmotivada irritación de su marido no dejaba de atormentarla. Se levantó y, caminando con dificultad sobre las puntas de los pies, se dirigió al pequeño salón donde dormía Nikolái.
“Quizá no esté dormido y podamos explicarnos”, se dijo.
Andriusha, el mayor de los niños, la siguió también de puntillas, imitándola, sin que ella se diera cuenta.
–Chère Marie, il dort, je crois; il est si fatigué; 629Andriusha podría despertarlo– dijo desde el gran salón Sonia, a quien le parecía a María encontrársela en todas partes.
La condesa se volvió, vio detrás de sí al hijo y comprendió que Sonia tenía razón, y eso precisamente aumentó su ira y, a duras penas, contuvo una palabra hiriente. No contestó nada, pero, por no obedecer a Sonia, hizo un gesto al niño para que la siguiera sin hacer ruido y los dos se dirigieron a la puerta. Sonia salió por el lado contrario. De la estancia donde dormía Nikolái llegaba el rumor de su respiración regular, cuyos más ínfimos matices tan bien conocía. Mientras escuchaba veía la frente despejada y hermosa de su marido, sus bigotes, el rostro todo, que en los largos silencios de la noche, cuando él dormía, le gustaba contemplar. En eso, Nikolái se movió y carraspeó.
En aquel instante, desde el otro lado de la puerta, Andriusha gritó:
–¡Papaíto, mamita está aquí!
La condesa María palideció asustada y empezó a hacer señas al pequeño, quien dejó de gritar, y, durante unos segundos, se hizo un silencio temible para ella; sabía que su marido odiaba que lo despertasen. Se oyó de pronto, tras la puerta, un nuevo carraspeo y la voz descontenta de Nikolái:
–¡No lo dejan a uno descansar un momento!– dijo. —¡Mary! ¿Eres tú? ¿Por qué lo has traído?
–Sólo vine a mirar... no lo he visto... perdóname...
Nikolái tosió y guardó silencio. La condesa se retiró de la puerta y acompañó a su hijo hasta la habitación de los niños. Cinco minutos después, la pequeña Natasha, una criatura de tres años y ojos negros, la preferida de su padre, a quien contó su hermano que papaíto dormía y mamita estaba en la habitación de los divanes, corrió sin ser vista por la condesa adonde estaba el padre. La pequeña abrió la puerta chirriante, se acercó con andar decidido de sus aún torpes piececitos al diván, examinó la postura de su padre, acostado de espaldas a ella, se puso de puntillas y besó la mano de Nikolái sobre la cual apoyaba la cabeza.
–¡Natasha! ¡Natasha!– llamó en voz baja y asustada la condesa desde la puerta. —Papá quiere dormir.
–No, mamá, no quiere dormir– contestó con mucha seguridad la pequeña Natasha. —Se está riendo.
Nikolái bajó las piernas del diván, se incorporó y tomó a la niña en brazos.
–Entra, Masha– dijo a su esposa.
La condesa entró en la habitación y se sentó junto a su marido.
–No la vi venir detrás de mí– dijo tímidamente. —Vine por ver...
Nikolái, que tenía en un brazo a la niña, contempló a su mujer y, al ver la expresión de culpa en su rostro, la acercó a sí con el otro brazo y besó sus cabellos.
–¿Puedo besar a mamá?– preguntó a la niña.
Natasha sonrió tímidamente.
–¡Otra vez!– dijo con gesto imperioso, señalando el sitio donde Nikolái la había besado.
–No sé por qué crees que estoy de mal humor– dijo Nikolái, respondiendo a la pregunta que, según sabía, estaba en el ánimo de su mujer.
–No puedes imaginarte lo desgraciada y sola que me siento cuando te pones así. Siempre me parece que...
–Mary, no digas tonterías. ¿Cómo no te da vergüenza?– dijo alegremente.
–Me parece que no puedes quererme por ser tan fea... lo soy siempre... y ahora... en este estado...
–¡Ah, no me hagas reír! La belleza no hace nacer el amor, es el amor quien hace la belleza. Únicamente a las Malvinas y a otras similares se las ama porque son guapas. Pero ¿acaso amo a mi mujer? No, no es amor; ¿cómo te diría?... Sin ti, o cuando algo perturba nuestras relaciones, me siento perdido, no puedo hacer nada. ¿Cómo te lo explicaría? ¿Amo mi dedo? No, no lo amo; pero que traten de quitármelo...
–Yo no pienso lo mismo, pero te comprendo. Entonces, ¿no estás enfadado conmigo?
–¡Terriblemente enfadado!– sonrió Nikolái; y pasándose la mano por el pelo, empezó a pasear. —¿Sabes, Mary, en qué pienso?– dijo, cuando se hizo la paz, empezando a pensar en voz alta ante ella.
No se preguntó si estaba dispuesta a escucharlo; eso no le importaba; se le había ocurrido una idea y su mujer tenía que participar de ella. Y le expuso su intención de convencer a Pierre de que se quedara con ellos hasta la primavera.
La condesa María lo escuchó, hizo algunas observaciones y también comenzó a pensar en voz alta. Se trataba de los niños.
–Ya apunta en ella la mujer– dijo en francés, señalando a la pequeña Natasha. —Vosotros reprocháis a las mujeres la falta de lógica. Pues ahí tienes nuestra lógica. Le digo: “Papá quiere dormir” y ella contesta: “No, se está riendo”.
–Y tiene razón– sonrió feliz la condesa.
–¡Sí, sí!
Nikolái cogió a la pequeña, la levantó en alto, la colocó sobre su hombro sujetando sus piernecitas y paseó por la habitación. Padre e hija tenían la misma expresión de beatífica felicidad.
–¿Sabes?– susurró la condesa en francés, —tal vez seas injusto. La quieres más que a los otros.
–Sí, ya lo sé, pero ¿qué quieres que haga?... Procuro disimularlo...
En aquel instante se oyó en el zaguán y el pasillo un rumor de voces y pasos que delataban la llegada de alguien.
–Alguien ha venido.
–Estoy segura de que es Pierre. Voy a ver– y la condesa salió de la habitación.
Aprovechando su ausencia, Nikolái, con la niña en brazos, se permitió dar unas vueltas por la habitación a pleno galope, hasta que rendido, jadeante, se detuvo, bajó rápidamente a la riente niña y la estrechó contra su pecho. Los saltos que acababa de dar le recordaron el baile y, contemplando la carita redonda y radiante de su hija, pensó en cómo sería cuando él, ya viejito, la acompañara al baile; y lo mismo que su difunto padre, que bailaba con Natasha el Danilo Cooper, él bailaría la mazurca con ella.
–¡Nikolái! ¡Es él! ¡Está aquí!– dijo al poco rato la condesa entrando. —Ahora revivirá nuestra Natasha. Era de ver su alegría, y menuda bronca se llevó Pierre por el retraso. Vamos, vamos de prisa. Separaos ya de una vez– añadió sonriendo, mirando a su hija, que se pegaba al padre.
Nikolái salió con la pequeña de la mano.
La condesa se quedó en el salón de los divanes.
–Jamás, jamás pensé que se pudiera ser tan feliz– susurró.
Una sonrisa iluminó su rostro; pero al mismo tiempo suspiró y su profunda mirada expresó una apacible tristeza. Como si además de la felicidad que experimentaba existiera otra, inaccesible en esta vida, que en aquel momento recordó involuntariamente.
X
Natasha se había casado en la primavera de 1813 y en 1820 tenía ya tres hijas y un hijo muy deseado, a quien ella misma criaba.
Era difícil reconocer en aquella madre gruesa y en pleno florecer a la inquieta y revoltosa Natasha de antes. Los rasgos de su cara se habían determinado y expresaban una paz reposada y serena. Su rostro no tenía ya, como antaño, aquella constante animación que constituía su mayor atractivo. Ahora, a menudo, sólo se veía el rostro y el cuerpo, pero ya no se traslucía el alma; se veía una hembra hermosa, fuerte y fecunda. Raras veces se encendía en ella el antiguo fuego; sólo sucedía en algunas ocasiones, cuando regresaba su marido, o cuando sanaba alguno de sus hijos o cuando, con la condesa María, recordaba al príncipe Andréi (con su marido nunca lo hacía, suponiéndolo celoso de aquel recuerdo), y, más raramente aún, cuando algún azar la impulsaba a cantar, placer que había abandonado por completo después de su boda. En aquellos raros instantes, cuando el antiguo fuego parecía encenderse de nuevo en su hermoso cuerpo florecido, era todavía más atractiva que entonces.
Desde que se casó, Natasha vivía con su marido en Moscú o en San Petersburgo, en la casa de campo próxima a Moscú o con su madre, es decir, con Nikolái. Frecuentaba poco la vida social y cuantos conocían a la joven condesa Bezújov quedaban decepcionados, no era ni afable ni amable. No es que amase la soledad (en realidad, Natasha ignoraba si le gustaba o no, y aun le parecía que no le gustaba), pero los embarazos, los partos y la crianza de sus hijos, además de una participación muy intensa en cada minuto de la vida de su marido, la obligaban a no frecuentarla. Cuantos conocían a la Natasha de antes quedaban asombrados, como de algo extraordinario, del cambio que se había operado en ella; sólo la vieja condesa, que instintivamente había comprendido que todas las inquietudes de su hija no tenían otra causa que la falta de un marido y de una familia (como decía medio en broma medio en serio, en Otrádnoie), sólo la madre se mostraba sorprendida del asombro de la gente que no la comprendía y repetía que siempre había sabido que su hija sería una esposa y una madre modelo.
–Pero lleva hasta el extremo el amor a su marido y a sus hijos, lo que resulta hasta estúpido– añadía la condesa.
Natasha no seguía aquella regla de oro propuesta por la gente sabia, y sobre todo por los franceses, según la cual una mujer joven no debe descuidarse ni abandonar las artes de la seducción después de casarse, sino que, por el contrario, debe realzar aún más que antes sus atractivos para seguir cautivando al marido como antes del matrimonio. Ella, por el contrario, había abandonado sus artes de seducción, y entre ellos, el más poderoso, su voz. Precisamente por ser el más fuerte, había dejado el canto. Natasha no cuidaba sus modales, ni refinaba su lenguaje ni pensaba en su adorno personal; no trataba de presentarse ante su marido atractiva, bien vestida y peinada, evitando cansarlo con sus exigencias. Se daba cuenta de que todos los atractivos que antes utilizaba por instinto ahora sólo serían ridículos ante su marido, a quien se había entregado toda por entero, desde el primer momento, con toda el alma, sin dejar ni un sólo rincón cerrado para él. Sabía que los vínculos que la unían a su marido no se mantenían por los sentimientos poéticos que lo habían atraído hacia ella, sino por algo distinto, indefinido, pero tan firme como la unión de su alma con el cuerpo.
Rizarse el cabello, vestir a la moda, cantar una romanza, y hacerlo para cautivar al marido, le parecía tan extraño como adornarse para gustarse a sí misma. Hacerlo por gustar a los demás acaso le atrajera (Natasha lo ignoraba); pero le faltaba tiempo para ello: la causa principal de que hubiera olvidado el canto, su propia persona y no pensara en lo que iba a decir era su falta absoluta de tiempo.
Sabido es que el ser humano puede concentrar toda su atención en un objeto, por insignificante que parezca; y se sabe también que todo objeto en el cual se concentra la atención crece hasta lo infinito aunque sea insignificante.
Natasha se dedicó por entero a la familia, es decir, al marido a quien debía manejar para que sólo fuera suyo y de la casa; y a los hijos, a quienes debía llevar en su seno, alimentar y educar.
Y cuanto más se entregaba —no sólo con la inteligencia, sino con su alma entera, con todo su ser– al objetivo elegido, tanto mayor éste se hacía para ella gracias a su atención, y sus fuerzas le parecían más débiles, más insignificantes, de manera que procuraba concentrarlas, y ni aun así conseguía hacer todo lo que le parecía necesario.
No comprendía en absoluto las discusiones y conversaciones referentes a los derechos de la mujer, a las relaciones entre cónyuges, sus libertades y recíprocas obligaciones, que entonces no fueron llamados problemascomo ahora, aunque eran los mismos que en nuestra época.
Esas cuestiones, entonces como ahora, no existían más que para personas que sólo ven en el matrimonio el placer que mutuamente se procuran los esposos, es decir, tan sólo el principio del matrimonio, y no toda su importancia, que radica en la familia.
Aquellos razonamientos y las cuestiones de hoy, parecidas a la pregunta de cómo conseguir el mayor placer comiendo, no existían de hecho, ni existen hoy para quienes piensan que la finalidad de la comida es alimentarse, y la finalidad del matrimonio es la familia.
Si lo que se pretende conseguir con la comida es nutrir el cuerpo, quien come de una vez lo correspondiente a dos comidas obtiene tal vez un mayor placer, pero no cumple la finalidad perseguida, porque el estómago no puede digerir dos comidas al mismo tiempo.
Si la finalidad del matrimonio es la familia, quien desee tener mujeres o maridos conseguirá tal vez mayor placer, pero en ningún caso tendrá familia.
Si el objetivo de comer es la alimentación y el del matrimonio la familia, todo se reduce a no comer más de lo que el estómago pueda digerir y a no tener más mujeres o maridos de los necesarios para la familia, es decir, no más de uno o de una.
Natasha necesitaba un marido. Lo tuvo. El marido le proporcionó la familia. Y no veía la necesidad de un marido mejor, porque todas sus energías estaban encaminadas al servicio de ese marido y de aquella familia; no podía siquiera imaginar, ni tenía el menor interés en ello, lo que habría ocurrido si fuera de otra manera.
En general, no le gustaba la sociedad; tanto más valoraba la compañía de sus deudos: la condesa María, su hermano, su madre y Sonia. Estaba a gusto entre aquellas personas con las cuales, sin necesidad de peinarse ni mudarse de bata, podía salir de la habitación de los niños con el rostro feliz para mostrar el pañal manchado de amarillo y no de verde y escuchar las afirmaciones consoladoras de que el niño estaba ahora mucho mejor.
Natasha se había abandonado tanto que sus vestidos, su peinado, sus palabras fuera de lugar, sus celos —sentía celos de Sonia, de la institutriz, de cualquier mujer, fuera guapa o no– eran el tema habitual de las burlas de todos sus familiares. La opinión general era que Pierre estaba dominado por su mujer, y era verdad. Ya desde los primeros días de matrimonio Natasha expuso sus pretensiones. Pierre quedó asombrado de aquellas ideas, nuevas para él, según las cuales el marido pertenecía a su mujer y a su familia en cada instante de su existencia. Se asombró de tales exigencias, pero se sintió lisonjeado y las aceptó.
Pierre se sometió a las diversas prohibiciones impuestas por su mujer, entre las cuales figuraba no sólo la de no cortejar a otra mujer sino la de no atreverse a hablar afablemente con ninguna; se le prohibía comer en el Club ni en ningún otro lugar como simple pasatiempo, gastar dinero en caprichos, ausentarse durante mucho tiempo, excepto para sus ocupaciones, entre las cuales incluía Natasha sus trabajos científicos, de los que ella nada entendía, aunque las juzgaba importantísimas. En compensación, Pierre era en su casa dueño de disponer no sólo de sí mismo, sino de toda la familia. Dentro de casa, Natasha se convertía en la esclava del marido y todos caminaban de puntillas cuando Pierre leía o escribía algo en su despacho. Bastaba que mostrase alguna preferencia por cualquier cosa para que se tuviese inmediatamente en cuenta. Si expresaba algún deseo, Natasha corría presurosa para satisfacerlo.
Toda la casa se regía por las imaginarias órdenes del marido, o sea, según los deseos de Pierre, que Natasha trataba de adivinar. El modo de vida, las relaciones sociales, las actividades de Natasha, la educación de los niños, todo se hacía según la voluntad de Pierre, puesto que la esposa procuraba deducirlas de las ideas y las conversaciones que mantenía con su marido, y sus deducciones eran certeras; una vez convencida de cuáles eran sus deseos, los mantenía firmemente. Y cuando Pierre mudaba de parecer, ella luchaba contra el cambio con sus mismas armas.
Así, durante el penoso tiempo, siempre presente en la memoria de Pierre, que siguió al nacimiento del primero de sus hijos, demasiado débil, hasta el punto de tener que cambiar tres veces de nodriza, cosa que desesperó a Natasha haciéndola enfermar, Pierre, cierto día, habló de las ideas de Rousseau (que él aceptaba) sobre la lactancia materna y los peligros de una nodriza. Cuando llegó el segundo hijo, a pesar de la oposición de la vieja condesa, de los médicos y del mismo marido (que se oponía por considerarlo como algo insólito y perjudicial), ella insistió y desde entonces corrió con la crianza de todos.
Con harta frecuencia, y en momentos de mal humor, discutían marido y mujer; pero aún mucho tiempo después de la discusión, Pierre, con asombro y alegría, hallaba en las palabras y en los actos de Natasha las mismas ideas que antes se negaba a aceptar. Y no sólo encontraba sus ideas, sino que las veía depuradas de todo lo superfluo, provocado por la discusión y el acaloramiento.
Tras siete años de matrimonio Pierre tenía la sólida y gozosa conciencia de no ser una mala persona; y lo sentía porque se veía reflejado en su mujer. Dentro de sí veía el bien y el mal confundidos uno con otro ocultándose mutuamente: pero en su mujer se reflejaba lo bueno de verdad, todo lo que no era bueno del todo quedaba relegado; aquel reflejo no era el producto de un razonamiento lógico, se originaba de manera distinta, misteriosa y directa.
XI
Dos meses antes, cuando estaban ya en casa de los Rostov, Pierre había recibido una carta del príncipe Fiódor que lo llamaba a San Petersburgo para discutir cuestiones importantes que preocupaban a los miembros de cierta sociedad, uno de cuyos principales fundadores era Bezújov.