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Guerra y paz
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Автор книги: Leon Tolstoi



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Y por la descripción de los hombros desnudos de Elena, la primera mujer de Pierre. Y la de la batalla de Borodinó. Y la de las borracheras de la juventud dorada en San Petersburgo. Y la de la estepa nevada durante la noche. Y la de la inolvidable declaración de amor del príncipe Andréi a Natasha —él, solo en el centro del gran salón de baile de los Rostov, oscurecido; ella que entra, se le acerca y, casi sin dejarle decir una palabra, se pone en puntas de pie y le dice... “¡Sí, sí!”.

El café me supo a gloria, esa mañana de mediados de 1998 y, con el espíritu transido, tomé la decisión: editaría Guerra y paz.

Cuatro veces había leído Guerra y pazhasta ese momento, en cuatro traducciones diferentes: una al español, dos al inglés y una al francés. Conocía la obra lo suficiente como para saber que las diferencias de fondo no dependían de la traducción sino de mi propia evolución. Pero a esa altura de mi vida de lector también sabía que toda traducción traiciona el original y que las diferencias formales dependen de la calidad de los traductores. Era consciente de la mediocridad de varias traducciones al castellano y conocía la fama de la de José Laín Entralgo y Francisco José Alcántara, considerada la mejor, publicada en 1979 por Argos Vergara y reeditada (¡hacía menos de un año, en 1998!) en una gruesa edición “de bolsillo” por Planeta.

También tenía constancia de algunas barrabasadas puestas en circulación por ciertas editoriales, algunas de gran prestigio. Me refiero, por ejemplo, a la Guerra y pazde Editorial Juventud, un tomo único de sólo quinientas doce páginas en el que nada indica que se trate de una versión abreviada ni para niños ni para subnormales. Mis amigos de la librería Antonio Machado, de Madrid, se quedaron de piedra cuando les demostré que, para caber en quinientas doce páginas, la novela habría tenido que ser compuesta en caracteres de cuerpo seis, como mucho.

La traducción es un trabajo mal pagado en todo el mundo. Los traductores mejor pagados son los que prestan servicio en organizaciones internacionales, como la ONU o la Unesco. También (y a veces mejor), los que traducen textos altamente técnicos, como manuales de física o de medicina, o los que traducen textos breves, técnicos y muy urgentes, como los que se generan en bufetes de abogados o los que piden las fuerzas armadas, sobre todo en tiempos de guerra.

En el terreno literario los traductores que llegan a vivir de su oficio son los que trabajan bien y rápido y se limitan a textos fáciles, obras por lo general de autores mediocres. Los grandes clásicos no se prestan a ello, seguramente porque son clásicos. Los conceptos que expresan suelen ser sutiles y la forma nunca es pedestre, con lo que un traductor serio debe, por una parte, comprender muy bien el significado de la frase original y encontrar el equivalente en la lengua a la que traduce; y, en segundo lugar, hallar en esta lengua la expresión equivalente sin que sea pedestre. Todo ello, intentando conservar el “sabor” —si se me permite la palabra– de la lengua original. En muchos sentidos el trabajo del traductor de un clásico se asemeja al del autor de la versión original. Lo cual, a su vez, implica que ha de tener la cultura suficiente para ello.

Constance Gamett no debe de haber cobrado mucho por sus traducciones de los rusos al inglés. Es muy probable que no llegara a fin de mes con lo que le pagaban. Pero no tenía mayor importancia: era bibliotecaria y estaba casada con un editor y crítico prestigioso que ganaba bien su vida. Casi todas las grandes traducciones se debieron, como las de Garnett, a que el traductor no estaba apremiado por el dinero.

En cuanto a mi intención de hacer traducir Guerra y paz, hice números. El ruso es una lengua “cara": los traductores son pocos y, con toda razón, tienen tarifas muy superiores a la media. Según mis cálculos, una nueva traducción habría costado, siendo modestos, cerca de treinta mil euros. Ello habría repercutido en el precio de venta del libro que, aun aplicando los métodos de fabricación más económicos, habría alcanzado los sesenta euros.

Se me ocurrió que quizás Planeta se aviniera a cederme, por bastante menos dinero, los derechos de la traducción de Alcántara y Laín Entralgo, como para que algún buen conocedor del ruso la revisara por si tenía algún defecto. Comprendí la importancia de este revisor y me dediqué a buscarlo antes de entrar en contacto con Planeta. No quería comprar nada sin estar debidamente preparado.

En la Feria del Libro de Frankfurt de 1993 —entonces yo editaba dentro del Grupo Anaya—, Bertrand Favreul, el director general de la editorial parisiense Robert Laffont, se me acercó y me dijo casi confidencialmente:

–Tengo un libro para ti.

En estos casos o se trata de alguien que se metió en un proyecto que necesita rentabilizar a cualquier costo, o se trata de un amigo. Bertrand era un amigo y me lo había demostrado.

Charles Ronsac, fallecido en 2001 con cerca de 90 años, era uno de los grandes editores franceses, aunque no muchos lo conocían. Ronsac fue el hombre de Opera Mundi, la primera agencia literaria multimedia que supo encomendar libros pergeñados por ellos, diseñarlos, organizar su lanzamiento de prensa y administrar la venta de los derechos internacionales, todo simultáneamente y antes de que el libro saliera de imprenta. Las tiradas de vértigo, la invasión por el autor de todos los medios de comunicación de masas y las pilas en las librerías eran todo uno para Opera Mundi, que prácticamente no conoció fracasos.

En Opera Mundi hasta los años setenta y luego con Robert Laffont, Charles Ronsac supo manejar con insólita habilidad su cualidad más importante: su fogosa y perseverante capacidad de trabajo. Fue un hombre de energía diabólica. Desbordante de ideas, escéptico con todas ellas como ha de serlo cualquier editor serio, reflexionaba antes de actuar. Pero cuando por fin actuaba, lo hacía sin perder tiempo y yendo directamente al corazón de cada proyecto.

Así fue con su idea de obtener los derechos mundiales de los archivos literarios del KGB. No es que el KGB dispusiera de ellos: con la desarticulación del viejo régimen stalinista y la apertura de la Lubianka al público, resultaba claro que el primero en llegar se llevaría el botín. Ronsac se fue a Moscú y montó allí una pequeña oficina. Se daba el caso de que el poeta ruso Vitali Shentalinski estuviera precisamente investigando esos archivos, después de haber vencido las infinitas trabas que los intelectuales, militares y burócratas del viejo régimen sembraron en su camino. El vigor de Ronsac y la meticulosa labor de Shentalinski dieron por resultado un primer volumen, publicado en Francia por Robert Laffont en 1993. Ronsac no se había limitado a financiar el trabajo del autor: lo había diseñado, lo había criticado, lo había cortado, vuelto a redactar una y mil veces, hasta lograr un libro, sí, de Vitali Shentalinski pero no menos, en la sombra, de Charles Ronsac.

En la Feria de Frankfurt de 1993 y de común acuerdo con Ronsac, Bertrand Favreul me confió los derechos del libro de Shentalinski.

El libro salió en 1994 en la traducción de una pareja entrañable. Helena Kriúkova y su marido, Vicente Cazcarra, hoy fallecido prematuramente, trabajaban en tándem. Ella, rusa, dominaba cabalmente no sólo su lengua sino, por igual, el español. Él, militante comunista y antifranquista de cárcel, cuando nos conocimos estaba desesperado por la caída del régimen soviético. Escribía con gran soltura sus memorias, que no progresaban porque la tarea lo sumía en la depresión. Pero tenía un gran estilo.

Mi editorial invitó a Shentalinski y su esposa para el lanzamiento del libro, en noviembre de ese año. Fue una fiesta de más de una semana, sobre todo para una pobre pareja rusa habituada a todo menos a los hoteles, los aviones y las ruedas de prensa. Nicole y yo organizamos una cena en casa, a la que asistió la parejita de traductores.

Durante la estancia de los Shentalinski en España, Helena Kriúkova hizo las veces de intérprete. ¡Y qué intérprete! Esa noche casi no comió. Su capacidad de escuchar e ir traduciendo era tal que la conversación entre los Shentalinski y nosotros fluyó como si hubiéramos estado hablando en la misma lengua. No había esperas entre lo que decía uno y respondía otro.

Fue lógico que, en 1999 y ante el proyecto monstruo de revisar la traducción de Guerra y pazde Alcántara y Laín Entralgo, pensara inmediatamente en Helena, viuda desde hacía poco. Pero Helena se mostró reacia: sin Vicente no se sentía segura. Me sugirió el nombre de otra traductora, traté con ella y finalmente también ella rehusó la tarea. Les sugerí a ambas que unieran fuerzas, que suplieran la ausencia de Vicente con este nuevo tándem, pero no hubo caso. Amables siempre, muy discretas, afirmaron una y otra vez que no era una cuestión de dinero. Y afirmaron una y otra vez que lo que la novela de Tolstói pedía era una nueva traducción.

Una nueva traducción. Me entraron dudas. ¿Tan mala era la traducción de Alcántara y Laín Entralgo? ¿Qué estaba por comprar yo? La buena gente de Planeta, con la que me había puesto en contacto no bien tuve la primera conversación con Helena, me pedía seis mil euros por la utilización de la traducción. Pero ¿y si una vez comprada hubiera debido rehacerla? ¿En qué berenjenal económico me estaba metiendo, sin conocer el ruso y, por ende, no ser capaz de catar debidamente la “mercadería”?

Mi asesora en estas cuestiones siempre fue la célebre traductora Esther Benítez, hoy fallecida pero entonces secretaria de la asociación gremial de traductores.

–Para empezar– me dijo, —debes tener una idea muy clara de la calidad de la traducción que te quieren vender los de Planeta. Después veremos. Y si necesitas una buena traductora del ruso para que te haga la revisión, está Lydia Kúper.

–¿Cooper?

–Kúper, con K y acento en la u. Toma nota de su teléfono. Vive enfrente de tu casa, sobre la Castellana.

Tiene... casi noventa. Es bajita y habla con apenas un deje ruso. Cuando la visito, en verano (vestido todo de blanco ella me dice: “Pareces Tolstói”) me ofrece Vichy Catalán y en invierno té, un té ruso fuerte no menos tonificante que un buen café italiano. Sonríe con facilidad, su mirada es escéptica de nacimiento y ha leído bastante más que uno, y lo ha hecho con el mismo escepticismo de su mirada. No tiene muchos libros, por lo que se puede ver. Probablemente haya dejado bibliotecas enteras a lo largo de su larga vida.

Vivía entonces sola en un noveno piso, modesto y ordenado. Su familia —una hija y un hijo, casados ambos, que le han dado cuatro nietos– la invitaba a pasar los veranos y otras vacaciones con ellos.

Lydia nació en Lodz, que en aquel entonces pertenecía a Rusia, el 21 de agosto de 1914; cuando terminó la guerra, su madre, ya viuda, emigró a España con su hija de seis años y se instaló en Vigo (Galicia), donde vivía su hermano.

Licenciada en Filosofía y Letras por la Universidad de Madrid, Lydia trabajó como ayudante de cátedra en un instituto de segunda enseñanza; y durante la fratricida guerra española fue intérprete de los “consejeros” enviados por la Unión Soviética en ayuda de los mandos españoles. Cuando la Junta de Casado sustituyó el poder legítimo, abandonó el país con los últimos consejeros. A causa de un sabotaje, el avión tuvo que hacer un aterrizaje forzoso y Lydia sufrió la fractura del brazo izquierdo. Detenidos al principio, se les permitió abandonar el país en otro avión con dirección a Orán.

En Orán conoció a Palmiro Togliatti, y de Orán fueron a París y después a la URSS directamente. En Moscú trabajó como traductora en la Editorial de Lenguas Extranjeras y le tocó hacerlo, vaya coincidencia, en el mismo despacho que José Laín Entralgo.

En 1957 regresó a España en donde, en 1969, falleció su marido. Desde entonces Lydia sólo se ha dedicado a su familia y a traducir.

En mayo de 1999 Lydia y yo nos pusimos de acuerdo en los términos de un contrato que no minara las bases económicas del proyecto. Conté para ello con su debilidad ante la inmensa seducción de la tarea: meterse a fondo, palabra por palabra, en quizá la obra cumbre de la literatura mundial. A ello se agregaba el hecho de sentir que Guerra y pazle devolvía su juventud. A partir de cierta edad eso cuenta.

Le expliqué la naturaleza del trabajo que esperaba de ella y le entregué, en primer lugar, las casi mil seiscientas páginas de la edición de Alcántara y Laín Entralgo, escaneadas e impresas (con amplios márgenes) por mi editorial. Y, en segundo lugar, ejemplares de las traducciones francesa, italiana e inglesa.

Dio manos a la obra. Me llamó al cabo de una semana, me invitó a su casa, me sirvió Vichy Catalán y me dijo algo así:

–La traducción de Laín se deja leer. Pero he encontrado algunos... errores. Hay que corregirlos.

–Para eso hemos firmado un contrato– respondí. —Dame algún ejemplo.

Me miró con su sonrisa escéptica, se calzó las gafas, fue a la tercera página de la novela y me leyó la frase siguiente:

–“Inglaterra, con su espíritu comercial, no comprenderá ni podrá comprender nunca la pobreza de ánimo del emperador Alejandro.”

Alzó la mirada, se quitó las gafitas y me preguntó:

–¿Qué te parece?

Esperó mi opinión, pero yo no la tenía.

–¿Te parece posible? Es Anna Pávlovna la que habla.

Ante mi silencio añadió:

–Alejandro es el Zar. A mí me llamó la atención que una noble rusa se refiera tan luego a la pobreza de ánimo de su Zar.

–¿Qué hiciste?

–Consulté el original ruso y comprobé que Tolstói no pone en su boca eso sino todo lo contrario: la sublime altura moral del emperador Alejandro, no la pobreza de ánimo.

La miré espantado.

–¿Qué dicen las otras traducciones?

–La altura, la altura, las tres dicen la altura moral.

–Pero... ¿por qué crees que Laín y Alcántara pusieron lo contrario?

Esta vez fue ella quien guardó silencio. Nos miramos y comenzamos a reírnos.

–¿Cuestiones políticas, crees?– le pregunté, pensando que en el Moscú soviético, donde Laín había trabajado, tal vez no cayera bien un elogio al Zar.

–No creo– dijo. —Pero no sé por qué puso la pobreza en vez de la altura moral. ¿Descuido?

Miré por un momento unas palomas que se habían posado en la baranda del balcón y luego le pregunté:

–¿Hay más?

–Mucho más, aunque hasta la tercera página esto es lo más llamativo. Y es inexplicable.

Regresé a mi casa y le escribí una carta a los amigos de Planeta diciéndoles que dejaran en suspenso, hasta nueva orden, el contrato de cesión de derechos. Y me puse a leer —por quinta vez en mi vida– Guerra y paz, ahora en la traducción de Laín Entralgo y Alcántara. No me pareció mala, aunque ciertos giros me parecieron burdos. Pero decidí que tenía que esperar a que Lydia progresara en su revisión antes de tomar una decisión con respecto a Planeta. Esto tuvo lugar, por fin, en septiembre, cuando, mediante una carta a Ymelda Navajo, entonces directora editorial de Planeta, me desdije y retiré mi oferta.

Las correcciones “gordas” fueron muchísimas más de lo que entonces preví. Y ello hasta la última página de la novela: al final de uno de los últimos párrafos del Epílogo, antes del Apéndice, la traducción de Laín Entralgo y Alcántara dice “Esa unidad, en la astronomía, era la inmovilidad de la tierra; en la historia es la independencia del universo, la libertad”; pero Tolstói dice: “en la historia es la independencia del individuo, la libertad”. ¿Por qué Laín Entralgo y Alcántara ponen universoen lugar de individuo?

Y eso para no hablar de la cantidad de términos, frases y hasta párrafos lisa y llanamente desaparecidos. Ni de los contrasentidos que nacen de errores de sintaxis; ni de los títulos alterados sin la mínima justificación: príncipe por conde, general por coronel; ni de los posesivos ambiguos, esos “su” que no se sabe si se refieren al sujeto o al predicado...

El trabajo de Lydia se prolongó mucho más allá de “finales del año 2000” —de hecho Lydia no puso punto final sino a fines de agosto de 2003. Y ello después de haber hecho una segunda ronda de correcciones sobre pruebas nuevas, en las que ya habíamos aportado todas sus primeras correcciones. Para ello me pidió autorización: la relectura, me dijo, le había permitido comprender que había sido demasiado indulgente, sobre todo al principio. Y sus segundas correcciones resultaron ser casi tantas como las primeras.

De mayo de 1999 a fines de agosto de 2003, son más de cuatro años, cuatro años durante los cuales Lydia y yo estuvimos sumergidos en el universo de Tolstói, reviviendo a la vez la narración y nuestras lecturas de la narración, descubriendo de ese modo detalles minúsculos del genio del autor: maravillándonos de su idioma robusto, audaz; estremeciéndonos ante su conocimiento del alma humana; hallando explicaciones recónditas pero explícitas de muchas actitudes, afirmaciones, gestos y hasta sueños de muchos personajes, explicaciones que, en una lectura normal, pasan desapercibidas; en definitiva, haciendo esa lectura, única, que puede, quizás un tanto abusivamente, compararse con la lectura de su propio creador.

A lo largo de su tarea Lydia me dijo varias veces que, con este trabajo, yo le había regalado años de vida. En un momento surgió ante mí el pavor que, a mis catorce años, me producía el irme acercando al final de la lectura. A lo mejor lo mismo le pasaba a Lydia, al irse acercando al final de su trabajo. A raíz de ello le propuse, a principios de 2002, que fuera pensando, para cuando terminara con Guerra y paz, en traducir tres cuentos de Chéjov, a su libre elección.

Mi propuesta le pareció excelente, pero no se comprometió a nada.

Algunos periodistas que han visto anunciada la edición de Guerra y pazen mi catálogo y en las solapas de mis libros me han interrogado sobre la traductora. Habrían querido entrevistarla. Lydia se negó rotundamente. “Cuando termine, ya veremos”, me dijo.

Ya veremos.

En el otoño de 1999, con Guerra y pazya en manos de Lydia, nuestro amigo Eduardo Arroyo nos invitó a cenar a Nicole y a mí en su casa madrileña. Entonces unido a la prestigiosa fotógrafa italiana Grazia Eminente, habían invitado también a Rosa Pereda y su marido, Marcos Ricardo Bamatán.

Tal vez en 1997, los “bamatanes” habían sido los anfitriones en la cena en que conocimos a Eduardo (si bien aun antes nos habíamos estrechado la mano, en Barcelona, en casa de Frankie Sert).

Fue una cena que selló nuestra amistad de manera extraña. Después de los estrechones de mano habituales y del aperitivo de rigor, pasamos a la mesa para degustar un faraónico pescado al horno, obra de Rosita para desesperación de su carnívoro marido. Con su vaso de vino blanco en la mano, sentado frente a mí, Eduardo me miró y, con algún titubeo, me dijo:

–Oye, yo quizá te deba una explicación, por lo del juicio ese que te gané, ya sabes, el libro de Julián Ríos que editaste...

–Yo nunca edité a Julián Ríos.

Se hizo un silencio de asombro.

–Yo nunca edité a Julián Ríos– repetí, tratando de no perder la sonrisa.

–Hombre, tu editorial publicó mis grabados, los que hice para el Círculo de Lectores, sin mi autorización y sin pagarme un duro. Y yo os puse pleito y lo gané, porque a mí me encanta poner pleitos y además siempre los gano.

–Yo nunca edité a Julián Ríos– afirmé por tercera vez. —¿No será mi ex editorial?

–¿Tu editorial no es Muchnik Editores?– dijo Eduardo, afirmándolo más que preguntándolo.

–Lo era, lo fue hasta 1990...

–¿Y ahora tú...?

–Ahora yo estoy en el Grupo Anaya y con mi ex editorial no tengo nada que ver.

Con una estruendosa carcajada Eduardo se alzó, dio la vuelta a la mesa, me dio un abrazo y apuró su copa de blanco seco.

–¡Qué alivio!– exclamó con una risotada.

A mi vez alcé mi copa de blanco seco y pronuncié un brindis:

–Brindo por que le ganes muchos otros pleitos a mi ex editorial; brindo por este exquisito pescado; brindo por la amistad de nuestros anfitriones; y brindo por la amistad que de ahora en adelante nos une a ti y a mí.

Volvamos a la cena en casa de Eduardo, en el otoño de 1999. Yo acababa de publicar mis memorias de editor, Lo peor no son los autores, que habían divertido mucho a Eduardo. Pero lo que más le había hecho gracia era mi resurrección como editor, después de que el Grupo Anaya me dejara en la calle en noviembre de 1997. Mis andanzas por el terreno abrupto de los grandes grupos y mis angustias como reincidente aunque tardío editor independiente tenían para Eduardo algo que le causaba a la vez admiración y cariño. Nunca dejaba de preguntarme acerca de mis “cosas” ni de celebrar mis logros. Así es que, ya en la sobremesa, me preguntó qué estaba preparando. Y yo hablé de los clásicos, que mis distribuidores decían que se estaban poniendo “de moda” —¡cuánto nos reímos de que un clásico se pudiera poner “de moda”!—, y hablé de Guerra y paz. Eduardo manifestó inmediatamente su entusiasmo. Y para demostrarlo en los hechos, dijo:

–Yo te hago las cubiertas. Lo digo ante testigos: te hago las cubiertas de todos los clásicos que publiques, y no te cobro nada.

Nuestro asombro se tradujo en un silencio que interrumpió Eduardo:

–Lo digo ante testigos: yo te hago las cubiertas gratis. Tú me dices cuándo necesitas la primera y yo te la hago.

Le dije que la primera sería la de Guerra y paz, le conté mis tribulaciones para encontrar traducción y le hablé de Lydia Kúper. Inmediatamente Eduardo se entusiasmó. Todo le encantaba del proyecto.

Le expliqué que lo que me habría gustado era que la cubierta fuera muda, sólo su retrato de Tolstói, cosa que le pareció bien. Le expliqué que el nombre del autor y el título irían sólo en el lomo, y también le pareció bien. Todo le parecía bien. Tan bien que cambiamos de tema y la velada terminó entre alcoholes y risas.

Todo le parecía bien a Eduardo Arroyo pero, ay, no todo estaba bien, en particular la economía de mi editorial. Por barato que resultara ser el trabajo de revisión hecho por Lydia, por muy gratis que me saliera la cubierta, por mucha paciencia que pusieran los correctores y compaginadores para cobrar, yo veía con desánimo que me estaba acercando al momento de la verdad: el papel, la impresión y la encuadernación.

Diario

15 de febrero de 2002

Eduardo nos invitó a cenar anoche en casa de Isabel Azcárate. Conocimos a varias personas muy simpáticas. Una pareja nos cayó particularmente bien, aunque no logramos entender del todo sus nombres —a ella la llamaremos Natasha y estaba emparentada con un viejo amigo nuestro. El marido de Natasha se sentó en el salón a mi lado y me sorprendió porque había leído mi libro de memorias. Hablamos de literatura y el hombre demostró ser no sólo un notable bibliófilo sino un ávido lector —cosa mucho más rara en nuestra sociedad teleadicta.

Cuando se marcharon, al final de la velada, le pregunté a Eduardo quién era ese señor.

–Pierre Bezújov [llamémoslo así]. Fue presidente de una gran empresa multinacional– dijo, muy sigiloso.

Mi silencio debe de haber delatado a la vez sorpresa y vergüenza. En algún momento le había preguntado cuál era su ocupación y Bezújov me había dicho: “Nada importante”, y yo no indagué más.

26 de mayo de 2002

Hace unos días me llamó Natasha para invitarnos a cenar anoche, sábado. Nicole está en París, pero Natasha insistió y acudí solo a la cena. Entre los distinguidos contertulios estaba Eduardo Arroyo quien, como quien no quiere la cosa, en un momento de silencio me preguntó qué tal iba la traducción de Guerra y paz.

Sin premeditación, en mi caso, con el ánimo de polemizar sobre los altos anticipos que se pagan por libros malos y la indigencia en la que se producen los buenos, bebí un largo sorbo de whisky y respondí:

–Mal, bastante mal.

–¿Y eso?– inquirió Eduardo.

Describí la situación sin ahorrar detalles. Conté todo sobre Lydia, sobre la traducción de Laín Entralgo y Alcántara, sobre la cubierta de Eduardo.

–Y ahora– terminé no sin patetismo, —me encuentro con que no tengo dinero para financiar el fin de la traducción ni la fabricación del libro.

–¡Hay que organizar una cena, un fund-raising dinner!– exclamó Natasha en el silencio de la desazón general.

20 de enero de 2003

Bezújov me citó hoy en su despacho para presentarme a Nikolái Rostov [digamos], un ejecutivo joven que quiere unírsele en la financiación de mi proyecto, ahora paralizado por falta de fondos. Rostov es director para España y Portugal de una multinacional muy conocida.

La reunión fue para mí fascinante. Tenía ante mí a dos potencias económicas indiscutibles que, por las razones que fueran, querían financiar mi edición de la novela de Tolstói. Les presenté un presupuesto, una maqueta y una estimación de precio de venta y de punto muerto. Quedamos en que haríamos una cena rusa en mi casa. Y yo me marché con nuevos ánimos —casi como para librar mi batalla de Borodinó...

13 de marzo de 2003

Primera reunión con Lydia Kúper, al cabo de algunos meses de convalecencia: se había caído en su casa y tuvo no sé qué fractura. Se la ve muy bien, repuesta pero muy desorientada porque ya no sabe qué es lo que tradujo y lo que no tradujo. Me pregunta, de entrada: “Dime quién es mi alter ego”: está convencida de no haber traducido todo lo que Ricardo le entrega para que haga su segunda lectura. Le digo dos cosas: primero, que el trabajo está quedando extraordinariamente bien; segundo, le explico el “funcionamiento” de quienes vamos detrás de ella para ajustar el texto. Le demuestro, además, que ya ha traducido en primera versión todo el texto. (Es fácil: me basta con mostrarle los apuntes marginales que hizo en su edición rusa de la novela... ¡y poco a poco va recordando!). Se queda tranquila y retoma el trabajo.

5 de abril de 2003

La cena rusa fue anoche: Natasha y Pierre Bezújov, María y Nikolái Rostov, Isabel Azcárate y Eduardo Arroyo, Edgardo Cantón y Nicole y yo (que habíamos regresado de Moscú en febrero cargados de caviar, arenques y vodka; Nicole tuvo el coraje de preparar una sabrosa aunque ectópica polenta). Discutimos acerca del “mecanismo” para que el Taller recibiera los dineros necesarios y, en medio de intervenciones e interrupciones fogosas por parte de Eduardo (“¡Estoy harto de los ricos, que siempre prometéis y nunca dais!” —y otras lindezas) y una que otra réplica burlona de Pierre a Arroyo (“¡Quien te seduce es Ana de Palacio! ¡A éste le gusta la de Palacio!”), Natasha, sentada a mi vera, me susurró: “Tú comienza a pasar facturas, y ya verás como pagan”. Arroyo señaló que también él quería entrar en la financiación, lo cual fue aprobado por aclamación con vodka. Se decidió que Nikolái sería el “administrador titular” y que yo debía entenderme directamente con él por e-mail.

Aparte de Guerra y paz, desde luego, se discutió de Irak y Eduardo tuvo una frase memorable: “Odio lo americano, odio a los americanos, detesto su comida y su arte, pero lo que me gusta de ellos son los GI's. Durante la Segunda guerra mundial, durante la guerra del Golfo, en Serbia y ahora en Irak... ¡los adoro!”.

24 de abril de 2003

Por medio de un fiel colaborador y amigo me enteré hace unas semanas de que una señora está traduciendo Guerra y pazpara otro editor español. La noticia me quitó el sueño. Mi amigo me consiguió las señas de esta señora y así supe que se llama Gala Arias.

La invité a mi casa y acaba de marcharse. Lo que en realidad está traduciendo es nada menos que la “nueva” versión de la novela, un borrador que Tolstói había desechado. El editor, que al parecer es Mondadori, le ha dado a Gala apenas un año para entregar el trabajo y a todas luces ella no se siente cómoda. No le parece un original fiable, comprende que la novela de Tolstói no es “eso” —según me dijo, Pierre Bezújov tiene mal aliento a lo largo del texto: huele a ajo—, pero ha firmado contrato y quiere cumplir su compromiso.

Esto me lleva atrás en el tiempo. Durante la Feria del Libro de Frankfurt, en octubre de 2001, nos cruzamos, Nicole y yo, con Karin Brown. Vieja conocida de nuestros años de París y navegante veterana en las procelosas aguas de los derechos de autor, Karin tenía “algo” para nosotros. Nos propuso un café en uno de los desangelados mostradores diseminados por el vasto pabellón estadounidense y estaba por abordar el asunto cuando yo mismo tomé la iniciativa.

–¿Qué te parece el atentado del 11 de septiembre?

La pregunta era ineludible. Eran las cuatro de la tarde del 11 de octubre, estábamos a un mes exacto del atentado y acabábamos de guardar tres minutos de silencio en memoria de las víctimas. Hay que haber vivido, haber oído y, más que oído, escuchadoel silencio catedralicio de esa feria descomunal —cómo el murmullo incesante se fue acallando en pocos segundos, cómo los miles de profesionales dejaron sus bolígrafos y sus papeles sobre las mesas y salieron a los pasillos, cómo miles y miles de ojos brillantes iban de unas caras a otras intentando transmitir a la vez la indignación y la solidaridad—; hay que haber sentido crecer en pocos segundos la conciencia colectiva de la fuerza editorial, y el irse formando miles de nudos en miles de gargantas, una emoción compuesta de desafío y orgullo, quizás mechada de vanidad, en cualquier caso nacida en lo más hondo de cada uno y por eso mismo sincera; hay que haber vivido ese momento para comprender la desesperación que anidaba en todos, el sentido de impotencia ante la ciega tecnología y el radicalismo del laico terrorismo posmoderno, la capacitación de que quizás estábamos ante el fin de nuestra civilización, el fracaso de nuestros ideales, el punto final del universo mundo.

–Espantoso– repuso Karin, —espantoso además porque los americanos no lo dejarán así.

–¿Habrá guerra?

–Algo habrá, ¿lo dudas?

Sorbimos nuestros cafés, suspiramos.

Karin nos contó acerca de algunos autores rusos que representaba y tomó nota para enviamos resúmenes de algunos libros de escritores jóvenes.

–Nunca me dijiste nada de Guerra y paz.

—¿Guerra y paz?

La verdad es que lo había olvidado. Karin se refería a una propuesta que me había hecho en la misma Feria de Frankfurt un año antes: me había ofrecido los derechos para el español de “otra” versión de la novela de Tolstói, “hallada hace muy poco”, inédita, un “verdadero scoop”.


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