Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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Así pensaba el príncipe Andréi mientras los otros discutían, y volvió de sus meditaciones cuando Paolucci lo llamó y la gente se iba marchando.
Al día siguiente, en la revista, el Emperador preguntó al príncipe Andréi dónde deseaba prestar servicio. Bolkonski perdió para siempre la estima del mundo cortesano por no solicitar un puesto junto al Zar y pedir permiso para servir en el ejército.
XII
En vísperas de la campaña, Nikolái Rostov recibió una carta de sus padres en la cual le contaban brevemente la enfermedad de Natasha y su ruptura con el príncipe Andréi. La ruptura la había decidido Natasha, y le rogaban que pidiese la baja y volviera a casa. Nikolái no trató de obtener la baja ni un permiso; escribió a los suyos condoliéndose de la enfermedad de su hermana y de la ruptura con Bolkonski, añadiendo que haría lo posible para cumplir sus deseos. Aparte, escribió a Sonia:
"Adorada amiga de mi alma: Nada que no fuese el honor podría retenerme aquí; pero ahora, en vísperas del comienzo de una campaña, me consideraría deshonrado no sólo ante todos mis camaradas, sino ante mí mismo, si prefiriera la felicidad propia al deber y al amor a la patria. Sin embargo, ésta es nuestra última separación; créeme que inmediatamente después de esta guerra, si vivo aún y si continúas amándome, lo abandonaré todo y correré a tu lado para estrecharte, ya para siempre, en mis brazos”.
En realidad, sólo el comienzo de la guerra impidió a Rostov regresar, como había prometido, y casarse con Sonia. El otoño en Otrádnoie, con las cacerías, el invierno con las fiestas navideñas y el amor de Sonia le brindaban perspectivas apacibles y gozosas de una vida de hidalgo, nunca conocidas antes y que ahora lo atraían. "Una mujer excelente, hijos, una buena jauría de lebreles y galgos, la hacienda, los vecinos, los cargos electivos...”, pensaba. Pero ahora llegaba la guerra y había que permanecer en el regimiento. Y porque éste era su deber, Nikolái Rostov, de acuerdo también con su carácter, estaba contento con la vida del regimiento y sabía hacérsela agradable.
De vuelta del permiso, recibido con alegría por sus camaradas, Nikolái fue enviado en busca de caballos a Ucrania, de donde volvió con unos animales magníficos que le valieron grandes alabanzas de sus superiores. Durante esa ausencia lo ascendieron a capitán, y cuando el regimiento se puso en pie de guerra recibió de nuevo el mando de su antiguo escuadrón, cuyos efectivos habían aumentado.
La campaña dio comienzo y el regimiento fue enviado a Polonia. Recibían doble paga, llegaban nuevos oficiales, soldados y caballos y predominaba, sobre todo, un estado de jovial excitación que suele acompañar los comienzos de una guerra. Rostov, sintiéndose seguro en su privilegiada posición militar, se entregaba por completo a los placeres y a los intereses del servicio, aunque sabía que tarde o temprano tendría que abandonarlo.
Las tropas habían retrocedido de Vilna por diversas y complicadas causas: unas estatales, otras políticas y otras tácticas. Cada retroceso iba acompañado en el Estado Mayor General de un complejo juego de intereses, proyectos y pasiones. Mas para los húsares del regimiento de Pavlograd, todos aquellos retrocesos, en el mejor período del estío, con víveres suficientes, era la actividad más sencilla y divertida. Desanimarse, inquietarse o intrigar eran asuntos exclusivos del Cuartel General; en las unidades nadie se preguntaba siquiera el porqué de las marchas y los retrocesos. Si lamentaban la retirada, se debía únicamente al hecho de abandonar el alojamiento al que se habían acostumbrado o a una hermosa muchacha polaca. Y si alguno llegaba a pensar que las cosas no iban bien, entonces, como corresponde a un buen militar, procuraba mostrarse alegre y no pensar en la marcha general de las operaciones, sino en sus quehaceres inmediatos. Al principio, cerca de Vilna, se habían divertido mucho: hacían amistades con los propietarios polacos y tomaban parte en las revistas celebradas ante el Emperador y otros altos jefes. Más tarde llegó la orden de replegarse a Sventsian y destruir todas las subsistencias que no pudieran llevarse. Sventsian quedó en la memoria de los húsares como el campamento de los borrachos, nombre que se le dio en todo el ejército por la cantidad de quejas llegadas contra los soldados, quienes, valiéndose de la orden de aprovisionarse, se llevaban, además de los víveres, los caballos, los coches y hasta las alfombras de los magnates polacos.
Rostov se acordaba de Sventsian porque el primer día de la llegada a ese lugar tuvo que reemplazar a un sargento y no pudo reprimir a los soldados del escuadrón, todos borrachos, quienes, sin saberlo él, habían cargado con cinco barriles de cerveza añeja. Desde Sventsian continuaron retrocediendo hasta el Drissa y desde Drissa prosiguió el repliegue, acercándose ya a la frontera rusa.
El 13 de julio los hombres del regimiento de Pavlograd tuvieron por primera vez una seria escaramuza.
El 12 de julio, víspera del combate, se descargó una fuerte tormenta, con lluvia y granizo. Aquel verano de 1812 se distinguió por sus tormentas.
Dos escuadrones del regimiento de Pavlograd vivaqueaban en un campo de centeno ya espigado, que los caballos y el ganado habían arrasado por completo.
Llovía torrencialmente, y Rostov, con Ilín, un joven oficial a quien protegía, estaban al abrigo en una pequeña choza construida a toda prisa. Un oficial de su regimiento, que volvía del Estado Mayor y había sido sorprendido por la lluvia, buscó refugio en la choza.
–Vengo del Estado Mayor. ¿Ha oído hablar, conde, del heroísmo de Rayevski?– y se puso a contar detalles de la batalla de Saltánovka.
Rostov, encogiendo el cuello por el que se colaba el agua de la lluvia, fumaba su pipa sin prestar mucha atención al relato, mirando de vez en cuando a Ilín, el joven oficial, que se acurrucaba a su lado. Ese oficial, un muchacho de dieciséis años, recién llegado al regimiento, era con relación a Rostov lo que Nikolái había sido con relación a Denísov siete años antes. Ilín procuraba imitar en todo a Rostov y estaba enamorado de él como una mujer.
El oficial de los largos bigotes, Zdrjinski, seguía contando con énfasis que el dique de Saltánovka fue para los rusos como el paso de las Termopilas y cómo el general Rayevski había llevado a cabo una hazaña digna de los tiempos antiguos: bajo un fuego muy intenso había llevado a sus dos hijos hasta el dique y, con uno a cada lado, se había lanzado al ataque. Rostov escuchaba el relato sin decir nada, sin unirse al entusiasmo de Zdrjinski; por el contrario, se habría dicho que sentía vergüenza de oír todo aquello, aunque sin intención de objetar nada. Después de su experiencia de Austerlitz y de la campaña de 1807, Rostov sabía muy bien que al contar las peripecias de la guerra se miente siempre, como él mismo había hecho; además, tenía ya la experiencia suficiente para saber que en la guerra nada ocurre como lo imaginamos o contamos. Por esas razones le disgustaba el relato de Zdrjinski, como le disgustaba el propio oficial, quien, con sus largos bigotes que partían de las mejillas, se inclinaba, según una costumbre suya, hasta la cara misma de su interlocutor y lo apretujaba contra la pared de la choza ya de por sí demasiado pequeña. Rostov lo miraba en silencio.
"Ante todo, debía haber tantas apreturas y tanta confusión en la presa atacada que, aunque Rayevski hubiera llevado a sus hijos, no podría influir en nadie, todo lo más en la docena de hombres que estuvieron junto a él. Los demás no verían siquiera cómo y con quién iba Rayevski por el dique —pensaba Rostov—. Y aun aquellos que lo vieran no estarían como para sentirse muy animados, porque ¿qué podían importarles los cariñosos sentimientos paternales de ese hombre cuando su propio pellejo estaba en peligro? Por otra parte, la suerte de la patria no dependía de la pérdida o conquista de ese dique de Saltánovka, como cuentan que pasó en las Termopilas. ¿Para qué, entonces, ese sacrificio? Además, ¿a qué viene eso de llevar a los propios hijos a la guerra? Yo no me llevaría, sin hablar ya de mi hermano Petia, ni siquiera a Ilín, que no es de mi familia, pero que es un buen muchacho, procuraría dejarlo en algún sitio seguro", seguía pensando Rostov mientras el oficial hablaba. Pero no manifestó sus pensamientos; su propia experiencia también se lo impedía. Sabía que el relato del oficial contribuía a la gloria de las armas rusas y que por eso mismo convenía aparentar credulidad. Y eso fue lo que hizo.
–¡No puedo más!– dijo Ilín, notando que el relato de Zdrjinski desagradaba a Rostov. —Tengo empapados los calcetines y la camisa. Voy a buscar un refugio; parece que no llueve tanto.
Ilín salió y el oficial se fue. Cinco minutos más tarde, Ilín volvía a la carrera, chapoteando en el fango.
–¡Hurra! ¡Vamos de prisa, Rostov! ¡Lo encontré! A doscientos pasos de aquí hay un albergue; los nuestros ya se han metido dentro. Podremos secarnos. También está María Enríkovna.
María Enríkovna era la mujer del médico del regimiento, una joven y linda alemana con quien se había casado en Polonia. El médico, ya fuera por falta de medios, ya porque no quisiera separarse de su joven esposa en los primeros tiempos, la llevaba consigo, siguiendo al regimiento de húsares, y sus celos eran el tema habitual de las bromas de los oficiales.
Rostov se echó sobre los hombros la capa, llamó a Lavrushka para que llevara sus cosas al albergue y se dirigió hacia allí con Ilín, caminando sobre el fango y los charcos, bajo una lluvia que iba amainando en la oscuridad de la tarde, rasgada de vez en cuando por algún lejano relámpago.
–Rostov, ¿dónde estás?
–Aquí... ¡Vaya relámpago!
XIII
En el albergue, a cuya puerta estaba el carruaje del médico, había cinco oficiales. María Enríkovna, una joven alemana rubia y regordeta, estaba sentada en una esquina del ancho banco, en chambra y cofia de dormir; su marido, el doctor, dormía detrás de ella. Rostov e Ilín fueron recibidos con alegres exclamaciones y estallidos de risa.
–¡Vaya! ¡Menuda fiesta tenéis!– dijo Rostov riendo también.
–¿Y vosotros qué, papando moscas?– ¡Cómo se han puesto! ¡Vienen chorreando! No nos manchéis el salón.
–¡Cuidado con el vestido de María Enríkovna!– les respondieron varias voces.
Rostov e Ilín se apresuraron a buscar un rincón donde pudieran cambiarse sin atentar al pudor de María Enríkovna. Quisieron colocarse en un rincón detrás del tabique, pero había allí tres oficiales jugando a las cartas, a la luz de una vela colocada sobre una caja vacía, y se negaron a cederles su sitio. María Enríkovna ofreció una amplia falda y detrás de ella, a modo de biombo, ayudados por Lavrushka, que había traído la carga, se quitaron los trajes mojados por la lluvia y se pusieron otros.
Encendieron una estufa medio rota. Uno trajo una tabla y la apoyaron sobre dos sillas de montar, las cubrieron con una gualdrapa, sacaron el samovar, media botella de ron e invitaron a María Enríkovna a hacer los honores de la casa. Todos se juntaron a su alrededor; uno le ofrecía su pañuelo, para que secara sus bonitas manos, otro colocó a sus pies el propio capote para que los preservara de la humedad, un tercero dispuso su capa en la ventana para que no entrara el viento y otro, por último, se encargó de espantar las moscas del rostro de su marido para que no despertase.
–Déjenlo tranquilo– dijo María Enríkovna con una sonrisa tímida y feliz, —ha pasado la noche en vela y no despertará.
–No, María Enríkovna. Hay que atender bien al doctor; así tendrá lástima de mí cuando haya que cortarme una pierna o un brazo.
No había más que tres vasos. El agua estaba tan sucia que resultaba imposible distinguir si el té estaba fuerte o no, y el samovar no tenía capacidad más que para seis vasos; pero era todavía más agradable recibirlo por turno de mayor a menor graduación de aquellas manos regordetas y pequeñas de uñas no muy limpias. Aquella noche, todos los oficiales parecían estar enamorados de María Enríkovna; hasta los que jugaban a las cartas detrás del tabique acabaron por abandonar el juego para reunirse en torno al samovar, atraídos por el deseo de cortejar también ellos a María Enríkovna. Ella, al verse rodeada de jóvenes tan distinguidos y corteses, estaba radiante de felicidad, por mucho que trataba de ocultarlo y por el temor que despertaba en ella cada movimiento de su dormido consorte.
No había más que una cuchara; el azúcar era abundante, pero no tenían tiempo de disolverlo, y decidieron que María Enríkovna revolviera el azúcar de cada uno. Rostov, después de echar ron en su vaso, rogó a la alemana que lo revolviera.
–Pero si usted no se ha puesto azúcar– dijo ella sonriente, como si sus palabras, así como las de otros, fueran bromas muy divertidas y con doble sentido.
–No necesito azúcar, necesito tan sólo que lo revuelva con su mano.
María Enríkovna buscó la cuchara, de la que ya se había apoderado otro.
–Hágalo con un dedito, María Enríkovna, será más agradable todavía.
–¡Quema!– exclamó ella, enrojecida de placer.
Ilín trajo un cubo lleno de agua, echó en él unas gotas de ron y suplicó a María Enríkovna que lo revolviera con su dedo.
–Ésta es mi taza– dijo, —meta usted un dedo y me lo beberé todo.
Cuando se hubo terminado el samovar, Rostov cogió las cartas y propuso una partida "a los reyes” con María Enríkovna. Se echó a suertes para ver quién formaría pareja con ella; a propuesta de Rostov, se determinó que quien fuera el rey ganaría el derecho de besar su mano y el que perdiera tendría que hervir el samovar para cuando despertara su marido.
–¿Y si María Enríkovna es rey?– preguntó Ilín.
–Ella ya es la reina y sus órdenes son ley.
Acababa de comenzar el juego cuando a espaldas de su mujer se alzó la cabeza enmarañada del médico. Hacía un buen rato que no dormía; estaba escuchando lo que decían los oficiales y evidentemente no encontraba en sus palabras nada alegre, gracioso ni divertido. Su rostro expresaba tristeza y abatimiento.
Sin saludar a los oficiales se rascó la cabeza y pidió permiso para salir de su rincón, porque el paso estaba obstruido. Cuando estuvo fuera todos los oficiales estallaron en una carcajada y María Enríkovna se ruborizó intensamente, lo que la hizo aún más atractiva a los ojos de aquellos jóvenes.
Cuando el médico volvió del patio dijo a su mujer (que ya no sonreía tan alegremente como antes y lo miraba temerosa esperando su sentencia) que la lluvia había cesado y que era preciso dormir en el carruaje, pues de otra manera les robarían todo.
–Enviaré a un asistente... o dos– dijo Rostov. —No sea así, doctor.
–Yo me pondré de guardia– dijo Ilín.
–No, no, señores, ustedes han dormido, pero yo hace dos noches que no duermo– dijo el doctor, y se sentó sombrío al lado de su mujer, esperando que terminara la partida.
Al ver el rostro taciturno del médico, que miraba de reojo a su mujer, los oficiales se sintieron aún más alegres y muchos no pudieron contener la risa, a la que en seguida trataban de hallar un pretexto conveniente. Cuando el médico se fue llevándose a su mujer y se instaló en su coche, los oficiales se tumbaron en el albergue, cubriéndose con sus capotes húmedos: durante largo tiempo no pudieron conciliar el sueño, hablaban unos con otros, recordando la suspicacia del médico y la alegría de su mujer, o se levantaban y salían fuera, volviendo para contar lo que estaba ocurriendo en el coche. Varias veces se tapó Rostov la cabeza para dormir, pero siempre saltaba alguien con una nueva observación, y de nuevo empezaban las conversaciones y las risas alegres, infantiles y sin motivo.
XIV
Cerca de las tres, cuando llegó un sargento con la orden de salir para la aldea de Ostrovna, nadie dormía todavía.
Aunque sin dejar de bromear y reír, los oficiales se prepararon con prisas. De nuevo calentaron el samovar con agua sucia; pero Rostov, sin esperar el té, salió para acercarse a su escuadrón. Comenzaba a clarear; había cesado la lluvia y las nubes se dispersaban. Había humedad y hacía frío, sobre todo por la sensación de los uniformes a medio secar. Al salir del mesón, Rostov e Ilín echaron una mirada al carruaje del médico, con su capota de cuero brillante por las gotas de la lluvia; las piernas del doctor sobresalían del carruaje y en el centro del mismo reposaba en una almohada la cofia de su mujer; se oía la respiración regular de los dormidos.
–Es muy bonita realmente– dijo Rostov a Ilín, que salía con él.
–¡Un encanto de mujer!– comentó Ilín con toda la seriedad de sus dieciséis años.
Media hora más tarde el escuadrón estaba formado en el camino. Sonó la voz de mando: "¡A caballo!”. Los soldados hicieron la señal de la cruz y montaron. Rostov se puso al frente y ordenó: “¡En marcha!”. En filas de cuatro y en medio del ruido de cascos de caballos en el barro, de los sables y las conversaciones, los húsares avanzaron por el ancho camino bordeado de abedules, detrás de la infantería y la artillería, que abrían la marcha.
El viento barría rápidamente las nubes desmenuzadas, azules y moradas, que se teñían de rojo por el este. Clareaba ya y podían distinguirse bien los rizosos yerbajos que siempre crecen a los lados de los caminos vecinales, mojados aún por la lluvia de la víspera; el viento balanceaba las ramas húmedas de los abedules, que dejaban caer oblicuas gotas de agua clara. Las caras de los soldados comenzaban a distinguirse. Rostov iba acompañado de Ilín, que no se separaba de él, por un lado del camino, entre la doble hilera de abedules. Durante la campaña, Rostov, como buen cazador y experto en caballos, se permitía cabalgar en un caballo cosaco, en vez de montar en el reglamentario; había conseguido un magnífico ejemplar del Don, veloz, alegre, corpulento y de largas crines, al que ningún otro adelantaba en la carrera. Sentía un gran placer al montarlo. Ahora pensaba en su caballo, en la hermosa mañana, en la mujer del médico, y ni una sola vez se paró a considerar el peligro que les aguardaba.
Antes sentía miedo cuando iba al combate, pero ahora no tenía ninguna sensación de temor. Y no era porque se hubiese habituado al fuego (nadie se acostumbra al peligro), sino porque había aprendido a dominarse. Se había acostumbrado, al ir a una acción, a pensar en cualquier cosa menos en lo que era esencial entonces: el peligro inminente. A pesar de todos sus esfuerzos y de los reproches que se hacía por su cobardía, al comienzo del servicio militar le era difícil dominar el miedo, pero con los años lo consiguió con naturalidad.
Ahora cabalgaba al lado de Ilín, entre los abedules, con aire tranquilo y despreocupado, como si se tratara de un paseo. De vez en cuando arrancaba alguna hoja de los árboles que le venían a mano, acariciaba el flanco del caballo o, sin mirar atrás, tendía la pipa, no terminada de fumar, al húsar que lo seguía. Le daba lástima mirar la inquieta cara de Ilín, que hablaba mucho y sin tino. Conocía por experiencia la sensación angustiosa del miedo a morir que sentía Ilín en aquellos instantes, y no ignoraba que el único remedio contra ello era el tiempo.
Cuando el sol apareció en una franja despejada del cielo, saliendo de entre las nubes, el viento se calmó, como si no se atreviera a estropear aquella espléndida mañana veraniega después del temporal. Aún caían gotas, pero ya no oblicuas; todo se apaciguó. El sol salió por completo, apareció en la línea del horizonte y desapareció tras una nube larga y estrecha sobre el horizonte; al cabo de algunos minutos, asomó de nuevo, aún más luminoso, en el extremo superior de la nube, desgajando sus bordes. Todo en torno se iluminó, resplandeció. Y juntamente con la luz, como saludándola, estallaron, delante de ellos, unos cañonazos.
Rostov no había tenido tiempo de calcular la distancia de aquellos disparos cuando se presentó un ayudante de campo del conde Ostermann-Tolstói, que venía de Vítebsk, con la orden de que siguieran por el camino al trote.
El escuadrón rebasó a la infantería y la artillería, que también aceleraron la marcha, bajó una pendiente, atravesó una aldea desierta y volvió a subir otra cuesta. Los caballos estaban cubiertos de espuma y los rostros de los húsares, enrojecidos.
–¡Alto!– ordenó el jefe del grupo que marchaba delante. —¡Alinearse! Cabeza variación izquierda, al paso. ¡March!– sonó de nuevo la voz.
Los húsares pasaron al flanco izquierdo y se situaron detrás de los ulanos rusos, que ocupaban la primera fila. A su derecha quedaba una columna muy compacta de infantería de reserva. Un poco más arriba, en lo más alto de la loma, en el aire límpido y bajo la radiante luz oblicua del sol se destacaban las baterías rusas. Al otro lado de la cañada se veían las columnas y los cañones enemigos y se oía el nutrido tiroteo de las avanzadas rusas, que habían entrado ya en acción.
Aquel ruido, que hacía tiempo no oía, alegró el corazón de Rostov como si fuera una música alegre: Tra, tra, tra, tra, tra... resonaban de vez en cuando algunos disparos, a veces inesperadamente, otras veces rápidos, seguidos. Después todo volvía a un silencio momentáneo, y de pronto se repetía el tiroteo como si fueran petardos que alguien pisara para hacerlos estallar.
Los húsares permanecieron cerca de una hora en el mismo sitio. Empezó el cañoneo. El conde Ostermann pasó detrás del escuadrón con su escolta; se detuvo para hablar brevemente con el comandante del regimiento y salió hacia la loma donde estaban emplazadas las baterías.
Cuando se hubo alejado Ostermann, se ordenó a los ulanos: "¡A formar en columna de ataque!".
La infantería abrió un hueco para dejar paso a la caballería.
Con los banderines flameantes en las puntas de las picas, los ulanos bajaron al trote hacia la izquierda, donde había aparecido la caballería francesa.
Cuando los ulanos llegaron a la vaguada los húsares recibieron la orden de subir para proteger las baterías. Mientras los húsares ocupaban el sitio de los ulanos, pasaron silbando sobre sus cabezas unas balas perdidas que llegaban de lejos.
Ese sonido alegró y excitó aún más a Rostov que el tiroteo. Se irguió para examinar el campo de batalla, que se abría a sus pies, participando en cuerpo y alma en los movimientos de los ulanos, que atacaban de cerca a los dragones franceses. Todo quedó confundido en medio de la humareda y al cabo de cinco minutos los ulanos retrocedieron, pero no hacia donde habían estado antes, sino hacia la izquierda. Entre los uniformes color naranja de los ulanos, que montaban caballos alazanes, y por detrás de ellos, empezaron a surgir las manchas azules de los dragones franceses sobre caballos grises.
XV
Rostov, gracias a su buena vista de cazador, fue el primero en darse cuenta de que aquellos dragones franceses perseguían a los ulanos rusos, cuyas filas se habían roto. Podía verse ya cómo aquellos hombres, que parecían pequeños al pie de la colina, se atacaban, luchaban cuerpo a cuerpo, agitando los brazos y los sables.
Rostov miraba lo que estaba sucediendo como si se tratara de una cacería. Comprendió de inmediato que si lanzaba a sus húsares contra los dragones franceses, éstos no podrían resistir; pero tenía que hacerlo inmediatamente, pues en caso contrario sería tarde. Miró en derredor. El capitán de caballería que estaba cerca de él tampoco quitaba los ojos de lo que ocurría al pie de la colina.
–Andréi Sevastiánich– dijo Rostov, —podríamos arrollarlos...
–¡Sería un buen golpe! En efecto...
Rostov, sin escuchar más, espoleó a su caballo y se puso al frente de su escuadrón. Apenas pudo dar la voz de mando cuando ya todos los hombres, que sentían lo mismo que él, se pusieron a seguirlo. El propio Rostov no sabía por qué lo había hecho; procedía ahora como en la caza, sin reflexionar, sin cálculo alguno. Veía que los dragones estaban ya cerca, que corrían tras los ulanos. Sabía que ellos no resistirían, que aquel instante era único y que, si lo dejaba escapar, no volvería a presentársele otro igual. Las balas lo excitaban con sus silbidos, el caballo tiraba de las riendas y le fue imposible contenerse. Espoleó al potro, lanzó su voz de mando y en aquel mismo instante oyó a sus espaldas el rumor creciente del escuadrón que se desplegaba. Bajaron la pendiente al trote largo. Apenas llegaron al terreno llano pasaron al galope, que se hizo más rápido a medida que se acercaban a los ulanos y a los dragones franceses, que los perseguían y estaban ya muy cerca.
Los que iban delante cuando vieron a los húsares dieron la vuelta; los de atrás empezaban a detenerse. Rostov, con la misma emoción que experimentaba al cortar la retirada a un lobo, abandonó las riendas de su corcel y se lanzó con intención de cerrar el camino a los dragones franceses, cuyas filas estaban en desorden. Un ulano se detuvo; otro, descabalgando, se echó sobre la tierra para no ser aplastado; un caballo sin jinete se confundió entre los húsares. Casi todos los dragones franceses emprendieron la retirada desordenadamente. Rostov se fijó en uno que montaba un caballo gris y se lanzó hacia él. En su carrera, el caballo de Rostov saltó sobre unos arbustos; Nikolái, sosteniéndose con dificultad en la silla, vio que no tardaría en alcanzar al enemigo que había elegido. El francés, un oficial, a juzgar por el uniforme, fustigaba a su caballo con el sable, inclinado sobre el cuello del animal. Un instante después, el caballo de Rostov dio con su pecho en la grupa del caballo del oficial francés y estuvo a punto de derribarlo. Al mismo tiempo, sin pensar por qué lo hacía, Rostov alzó el sable y golpeó al francés.
Toda la excitación de Rostov desapareció en el momento mismo de hacerlo. El oficial cayó a tierra; no tanto por el sablazo, que le había producido una pequeña herida encima del codo, como por el empujón del caballo y el miedo. Procurando frenar a su caballo, Rostov miró al herido para ver a quién había vencido. El oficial francés de dragones, con un pie enganchado al estribo, procuraba sostenerse dando saltos sobre el otro. Entornaba asustado los ojos, como si esperase en cualquier momento recibir otro golpe. Con una expresión de terror, miró a Rostov desde abajo. Su rostro pálido y joven, sucio de barro, de rubios cabellos, con un hoyuelo en la barbilla y ojos azules, muy claros, no era desde luego el apropiado para un campo de batalla, el rostro de un enemigo, sino más bien el de un ser pacífico y corriente. Aun antes de que Rostov hubiese pensado lo que iba a hacer, el francés gritó: “Je me rends!” 374. Trataba, apresurándose, pero sin conseguirlo, de desenganchar el pie sujeto en el estribo, y sus asustados ojos azules seguían mirando a Rostov. Algunos húsares lo ayudaron a sacar el pie y montar a caballo. En distintos lugares luchaban húsares y dragones. Uno, herido, con el rostro ensangrentado, defendía su caballo; otro, encaramado sobre el caballo de un húsar, le sujetaba el cuerpo con sus brazos; el tercero, ayudado por un húsar, subía a su caballo. La infantería francesa acudía a la carrera, disparando, al lugar de la acción. Los húsares se replegaron rápidamente con sus prisioneros. Rostov seguía a los demás, con un sentimiento desagradable que le oprimía el corazón. Algo vago y confuso, que no podía explicarse, se había apoderado de él con la captura de aquel oficial y el golpe que le había dado.
El conde Ostermann-Tolstói encontró a los húsares cuando regresaban de la acción. Llamó a Rostov y le agradeció su intervención, anunciándole que expondría al Emperador su valeroso acto y pediría para él la cruz de San Jorge. Cuando Rostov fue llamado por Ostermann recordó que se había lanzado al ataque sin recibir órdenes para ello y estaba convencido de que el jefe lo llamaba para reprocharle su indisciplina; así pues, las halagüeñas palabras de Ostermann y la promesa de una recompensa deberían haberle proporcionado una gran satisfacción. Pero la misma sensación vaga y desagradable de antes lo atormentaba moralmente. “¿Qué es lo que me tortura? —se preguntó cuando dejó al general—. ¿La preocupación por Ilín? No: está sano y salvo. ¿Es que hice algo vergonzoso? ¡No, tampoco es eso!” Pero algo lo seguía torturando, como un remordimiento. “Sí, sí, aquel oficial del hoyuelo en la barbilla. Recuerdo muy bien cómo se detuvo mi brazo cuando lo levanté.”
Al ver a los prisioneros conducidos por los húsares, galopó tras ellos para ver a su francés del hoyuelo en la barbilla, quien, con su extraño uniforme, montaba en un caballo de húsar y miraba inquieto en derredor. La herida del brazo era insignificante. Sonrió forzadamente a Nikolái e hizo con la mano una especie de saludo. Rostov se sintió violento y como avergonzado.
Durante todo el día y el siguiente, sus amigos y camaradas notaron que, aunque no estaba malhumorado ni disgustado, se mostraba retraído, pensativo y concentrado. Bebía sin ganas, procuraba quedarse a solas y reflexionaba.
Rostov seguía pensando en su brillante hazaña, que, con asombro suyo, le iba a valer la cruz de San Jorge y la reputación de valiente. Pero había algo que no alcanzaba a comprender. “Resulta que ellos tienen más miedo que nosotros. Entonces ¿es a eso tan sólo, y nada más que a eso, a lo que se califica de heroísmo? ¿Lo hice acaso por la patria? ¿Y qué culpa tiene ese hombre con sus ojos azules y su hoyuelo en la barbilla? ¡Qué miedo tenía! ¡Creyó que lo iba a matar! ¿Por qué iba a matarlo? La mano me tembló. ¡Y me han dado la cruz de San Jorge! No comprendo nada, nada.”
Y mientras Nikolái se hacía tales preguntas sin comprender claramente el motivo de su turbación, la rueda de la fortuna seguía girando a su favor. La acción de Ostrovna le valió un ascenso. Le dieron el mando de un batallón de húsares, y, cuando era necesario un oficial valeroso para alguna misión importante, lo llamaban a él.
XVI
Cuando recibió la noticia de la enfermedad de Natasha, la condesa Rostova, que aún se sentía débil y no repuesta del todo, se trasladó a la capital con Petia y toda la servidumbre. La familia Rostov abandonó la casa de María Dmítrievna para instalarse en su propia vivienda de Moscú.
Por suerte para Natasha y los suyos, la enfermedad era tan grave que había hecho olvidar los motivos de la misma: su conducta y la ruptura con el príncipe Andréi. Estaba tan enferma que nadie pensaba en la culpa que ella pudiera tener en lo sucedido. No comía ni dormía; tosía y adelgazaba a ojos vista; los médicos daban a entender que estaba en peligro. Todos se ocupaban de cuidarla: los doctores la visitaban por separado y en consulta, hablaban mucho en alemán, en francés y en latín, se criticaban unos a otros y recetaban los remedios más diversos contra todas las enfermedades que conocían. Pero a ninguno de ellos se le ocurrió la simple idea de que el mal de Natasha era tan desconocido como lo son todas las enfermedades humanas, ya que cada ser vivo posee sus peculiaridades y padece una enfermedad nueva y compleja que la medicina desconoce. No se trata de enfermedades pulmonares, del hígado, de la piel, del corazón y los nervios, clasificadas por la medicina, sino de una dolencia en la que se combinan numerosas afecciones de esos órganos. Una idea tan simple no se les ocurría a los médicos (lo mismo que a un brujo no se le ocurre pensar que no puede embrujar), porque su razón de vida es curar, porque cobran por hacerlo y porque para llegar a ser lo que son han invertido los mejores años de su vida. Pero la razón principal, que no se les habría ocurrido, era que se sentían útiles. Efectivamente, los médicos eran útiles para toda la familia Rostov. Y no porque la obligaran a tragar píldoras, en su mayor parte nocivas (aunque, como se administraba en dosis pequeñas, el perjuicio no se dejaba sentir mucho), sino porque así satisfacían una gran necesidad moral de la enferma y de cuantos la querían (tal es la causa de que existan y hayan existido siempre brujos, homeópatas y curanderos). Respondían a la eterna necesidad que tienen los hombres de una esperanza de mejoría o de tener, cuando se sufre, a alguien que los compadezca y ayude, que aparece ya en el niño cuando se frota el sitio que le duele. El niño que se hace daño se arroja en brazos de su madre o de su niñera para que lo besen y acaricien el sitio dolorido, y se siente aliviado cuando lo hacen. No puede creer que personas mucho más fuertes y sabias que él carezcan de recursos para remediar su dolor. La esperanza de hallar un alivio y la cariñosa solicitud de la madre lo consuelan. Para Natasha los médicos eran útiles porque se ocupaban de su mal, y afirmaban que no tardaría en curar si el cochero iba a la farmacia de la calle de Arbat y compraba píldoras y sellos en una preciosa cajita por valor de un rublo y setenta kopeks, y si la enferma tomaba aquellos medicamentos cada dos horas justas con agua hervida. ¿Qué habrían hecho Sonia, el conde y la condesa? ¿Cómo habrían podido estar sin hacer nada, sin aquella obligación de administrar cada dos horas las píldoras a la enferma, sin las bebidas templadas, las croquetas de pollo y demás cuidados prescritos por los médicos cuya fiel observancia ocupa y anima a cuantos rodean al enfermo? ¿Cómo habría podido soportar el conde la enfermedad de su amada hija si no hubiera sabido que esa enfermedad le costaba miles de rublos y que estaba dispuesto a gastar otro tanto para aliviarla; si no se hubiera repetido que, en caso de persistir la enfermedad, llevaría a Natasha al extranjero y celebraría consultas sin reparar en gastos, y si no hubiera podido contar con detalle que Métivier y Feller se habían equivocado, que Frise había comprendido mejor la enfermedad de su hija y Múdrov mejor aún? ¿Qué habría hecho la condesa de no tener la oportunidad de enfadarse a veces con Natasha porque no cumplía rigurosamente las prescripciones médicas?