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Guerra y paz
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 23:58

Текст книги "Guerra y paz"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Desde que se sintió abandonada por la princesa María y sola con su pena, Natasha pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación, sobre un diván, con las piernas recogidas, revolviendo y rompiendo cualquier cosa con sus dedos finos y nerviosos, fija la mirada en lo primero que detuviera sus ojos. Ese aislamiento la fatigaba, la atormentaba, pero le era necesario. En cuanto alguien entraba en su habitación se ponía rápidamente en pie, cambiaba de actitud y expresión, tomaba un libro o una labor de costura y parecía esperar impaciente a que el importuno se marchara.

Creía estar siempre a punto de comprender aquel problema superior a sus fuerzas en el cual estaba concentrado su espíritu.

A fines de diciembre, con un vestido de lana negra, la trenza recogida de cualquier modo, el rostro enflaquecido y pálido, Natasha, tendida en el diván, contemplaba la puerta, arrugando y desarrugando la punta del cinturón.

Miraba al otro lado de la vida, adonde él se había ido.

Y la otra vida, en la que antes nunca había pensado y que hasta entonces le pareciera tan lejana e increíble, era ahora lo más próximo, entrañable y comprensible de esta existencia, donde sólo quedaba el vacío y la destrucción, o el sufrimiento y la angustia.

Miraba hacia el sitio donde, como sabía, había estado él; pero sólo podía recordarlo, tal como lo había visto en Mitischi, en Troitsa, en Yaroslavl.

Veía su rostro, oía su voz, repetía sus palabras y las que ella misma le había dicho, y aun otras inventadas que entonces podían haber sido dichas.

Lo veía, tendido en un butacón, su chaqueta de terciopelo, la cabeza apoyada en la mano delgada, pálida, con el pecho hundido y los hombros erguidos. Veía sus labios firmemente apretados, sus ojos brillantes y una pequeña arruga que aparecía y desaparecía de su frente blanca.

Una pierna le tiembla casi imperceptiblemente. Natasha sabe que él lucha con un dolor terrible. “Pero, ¿cómo es ese sufrimiento? ¿Por qué? ¡Cómo debe de dolerle! ¿Qué siente?”, piensa. Él advierte que lo mira con atención, levanta los ojos y, sin sonreír, dice:

“Lo peor de todo es ligarse para siempre a alguien que sufre. Es un martirio perpetuo”. Y posa en ella una escrutadora mirada. Natasha, como siempre, contesta sin reflexionar: “Eso no puede durar siempre. No ocurrirá. Usted curará del todo”.

Ahora vuelve a verlo y experimenta de nuevo los sentimientos de entonces. Recuerda la mirada intensa, triste y severa en respuesta a sus palabras y comprende el reproche y la desesperación que había en sus ojos.

“Reconocí —piensa Natasha– que habría sido terrible si tuviese que sufrir siempre. Entonces contesté aquello, porque habría sido horrible para él, y él lo entendió de otra manera: pensó que iba a ser horrible para mí. Entonces aún quería vivir, tenía miedo a la muerte. ¡Y lo dije de aquella manera brutal y estúpida! No lo pensaba, pensaba todo lo contrario. ¡Si hubiera dicho lo que pensaba le habría dicho que si estuviera muriéndose siempre ante mis ojos sería feliz si lo comparo con lo que soy ahora! ¡Ahora!... y ahora ya no hay nada, ni nadie. ¿Lo sabía él? No, no lo sabía y no lo sabrá nunca. Y ahora eso ya nunca, nunca podrá remediarse.” Otra vez repetía él las mismas palabras, pero ahora Natasha respondía, en su imaginación, de distinta manera. Lo interrumpía y decía: “Es terrible para usted, pero no para mí. Sabe que sin usted nada hay para mí en la vida y sufrir a su lado es mi mayor felicidad”. Y él tomaba su mano, se la estrechaba como lo había hecho aquella terrible tarde, cuatro días antes de su muerte. Y en su imaginación repetía Natasha otras tiernas palabras, palabras de amor que entonces podría haber dicho: “Te amo... Te amo a ti, te amo...”, y se retorcía las manos, apretando los dientes en un esfuerzo convulsivo.

Una dulce tristeza la invadía y los ojos se le llenaban ya de lágrimas. Pero, de súbito, se preguntaba: “¿A quién digo esto? ¿Dónde está? ¿Y quiénes él ahora?”. Una cruel y dura perplejidad velaba de nuevo su visión: con el ceño fruncido miraba intensamente hacia donde él había estado. Le parecía que de un momento a otro desentrañaría aquel misterio... Pero en el justo instante en que se le iba a revelar lo incomprensible, el ruido violento del picaporte de la puerta al abrirse hirió dolorosamente su oído. Rápidamente, sin precauciones, con aire asustado, entró la doncella Duniasha.

–Pronto. Venga usted...– dijo Duniasha con una expresión de susto en el rostro. —Vaya a ver a su padre... Una desgracia. Piotr Ilich... una carta...– dijo sollozando.

II

Además del deseo de apartarse de todos, Natasha experimentaba entonces un sentimiento especial de alejamiento que la distanciaba en especial de los suyos. Sus padres, Sonia, le eran tan próximos, tan familiares, estaba tan acostumbrada a ellos, que sus palabras y sus sentimientos le parecían una ofensa al mundo en el que vivía últimamente. No sólo se mostraba indiferente, sino que llegaba a mirarlos con hostilidad. Escuchó las palabras de Duniasha, que hablaba de una desgracia, y de Piotr Ilich, pero no llegó a comprenderlas.

“¿Qué desgracia puede haberles ocurrido? —pensó—. Para ellos todo sigue como antes, habitual, inmutable y tranquilo.”

Cuando entró en la sala su padre salía rápidamente de la habitación de la condesa con el rostro contraído y bañado en lágrimas. Buscaba refugio en otra estancia para dar plena libertad al llanto que lo ahogaba. Al ver a Natasha movió desesperadamente las manos y estalló en sollozos convulsivos que deformaban su cara redonda de rasgos suaves.

–¡Pe... Petia!... Entra, entra... ¡ella... ella te llama!...

Y llorando como un niño se acercó a una silla, todo lo rápidamente que le permitían sus débiles piernas, se dejó caer en ella y escondió el rostro entre las manos.

Natasha sintió de pronto como si una sacudida eléctrica recorriera su cuerpo. Algo oprimió su corazón con dolor insoportable. Le pareció que algo se rompía en ella y se moría. Pero sintió también que aquel sufrimiento la liberaba en el acto de la prohibición de vivir que pesaba sobre ella. A la vista de su padre, al oír a través de la puerta los terribles e inhumanos gritos de su madre, se olvidó al instante de su propio dolor y de sí misma. Corrió hacia su padre, pero él, agitando débilmente la mano, señaló la puerta de la habitación de su mujer. La princesa María salió de aquella estancia, muy pálida, la mandíbula temblorosa; tomó la mano de Natasha y le dijo algo. Natasha no la veía ni escuchaba nada. Con paso rápido llegó a la puerta, se detuvo un momento, como luchando consigo misma, y corrió hacia su madre. La condesa, tumbada en un sillón, contraída de manera extraña e incómoda, golpeaba su cabeza contra la pared. Sonia y varias doncellas la sujetaban por el brazo.

–¡Que venga Natasha! ¡Natasha!– gritaba la condesa. —Es mentira, mentira... Él miente– gritaba rechazando a cuantos la rodeaban. —¡Marchaos todos, es mentira! ¡Que lo han matado!... ¡Ja, ja, ja!... ¡Es mentira!

Natasha apoyó una rodilla en la butaca, se inclinó hacia su madre, la abrazó y, con una fuerza inesperada, la levantó, volvió hacia sí el rostro de su madre, abrazándola estrechamente.

–¡Mamita!... ¡Cariño!... ¡Estoy aquí, mamá..., querida mía!– susurraba, sin detenerse un segundo.

No soltaba a su madre, luchaba tiernamente con ella: pidió unos almohadones y agua; desabrochó y desgarró el vestido de la condesa.

–Querida, mamita, querida mía, palomita...– murmuraba sin descanso, besándole la cabeza, las manos, el rostro y sintiendo correr las lágrimas a raudales, haciéndole cosquillas en la nariz y las mejillas.

La condesa apretó la mano de su hija, cerró los ojos y se calmó por un momento. De pronto, con inesperada rapidez, se puso en pie, miró en derredor con ojos extraviados y, viendo a Natasha, apretó su cabeza con toda su fuerza: después, volvió hacia sí aquel rostro deformado por el dolor, lo contempló largamente.

–Natasha, tú me quieres– preguntó en voz baja y confiada. —Natasha, ¿no me engañarás? ¿Me dirás toda la verdad?

Natasha la miraba con los ojos llenos de lágrimas; en su rostro no había más que una súplica de perdón y de amor.

–Querida mía, mamita– repetía, desplegando todas las fuerzas de su amor hacia ella para aliviar de algún modo el exceso de dolor que la oprimía.

Y una vez más en aquella estéril lucha contra la realidad, la madre se negaba a creer en la posibilidad de seguir viviendo ahora que su hijo predilecto había muerto en la flor de la edad. Prefería huir de esa realidad y refugiarse en el mundo de la locura.

Natasha no recordaría después cómo transcurrieron ese día y la noche siguiente. Durante la noche no durmió, no se apartó de su madre. Aquel amor de Natasha, paciente, tenaz, que no era una explicación ni un consuelo sino un llamamiento para seguir viviendo, rodeaba constantemente a la condesa por todas partes. A la tercera noche la condesa se calmó un rato y Natasha, apoyada en el brazo de la butaca, cerró los ojos.

Hubo un crujido en el lecho de su madre. La joven abrió los ojos; la condesa, sentada en la cama, hablaba dulcemente:

–¡Qué contenta estoy de que hayas venido! Estarás cansado. ¿Quieres té?

Natasha se acercó.

–Te veo más alto y más hombre– proseguía la condesa, tomando la mano de su hija.

–Mamita, ¡qué dice!...

–¡Natasha, él ya no está, ya no está más!...– y abrazando a su hija, la condesa rompió a llorar por primera vez.

III

La princesa María aplazó su viaje. Sonia y el conde trataban de sustituir a Natasha, pero en vano. Veían que sólo ella podía evitar que su madre cayera en una desesperación rayana en la locura. Durante tres semanas, sin salir de aquella estancia, Natasha vivió junto a su madre; dormía en su misma habitación, en un sillón, la hacía comer y beber, hablaba con ella continuamente, porque sólo su voz tierna y acariciante la tranquilizaba.

La herida en el corazón de la madre no podía cicatrizar. La muerte de Petia se llevó la mitad de su vida. Al mes de recibida la noticia, aquella mujer, hasta entonces enérgica y animosa a sus cincuenta años, salió de su habitación convertida en una vieja medio muerta y sin interés ninguno por la vida. Pero la misma herida que casi mató a la condesa resucitó a Natasha.

Una vez que cicatriza la herida profunda y se juntan sus bordes, tanto la psíquica como la física, por extraño que parezca, cicatrizan también interiormente gracias al empuje de la fuerza vital.

Así curó la herida de Natasha. Ella creía terminada su vida. Pero el amor hacia su madre le hizo ver que la esencia de su vida, el amor, estaba aún viva en su alma. El amor despertó y con él la vida.

Si los últimos días del príncipe Andréi la habían acercado a la princesa María, esta nueva desgracia las unió todavía más. La princesa, que había retrasado su marcha, cuidó durante tres semanas a Natasha como si fuera una niña enferma. Las últimas semanas transcurridas junto a su madre habían minado sus fuerzas.

Una vez, a media tarde, la princesa María, al observar que Natasha temblaba de fiebre, la llevó a su propia habitación y la hizo acostar en su lecho. Echó las cortinas y se dispuso a salir, pero Natasha la llamó.

–No tengo sueño. Quédate conmigo, Marie.

–Estás cansada. Procura dormir.

–No, no. ¿Por qué me has traído aquí? Mamá preguntará por mí.

–Está mucho mejor. Hoy estuvo hablando también de él– repuso la princesa.

En la penumbra de la habitación Natasha se quedó mirando su rostro.

“¿Se parece a él? —pensaba—. Sí y no. Pero es especial: ajena, nueva, completamente desconocida. Y me quiere. ¿Qué hay en su alma? Es todo bondad. Pero... ¿cómo es, qué piensa, qué opina de mí? Sí, es maravillosa."

–Masha– dijo atrayéndola tímidamente por la mano. —Masha... no pienses que soy mala. ¿Verdad que no? ¡Cuánto te quiero! Seamos amigas, muy amigas.

Y abrazándola, comenzó a besar las manos y el rostro de la princesa, avergonzada y contenta por esas manifestaciones de cariño.

Desde ese día fue creciendo en ellas esa amistad apasionada y tierna que sólo se encuentra entre mujeres. Se besaban sin cesar, se decían palabras cariñosas, pasaban juntas la mayor parte del tiempo. Si una de ellas salía, la otra quedaba inquieta y la buscaba sin tardanza. Juntas estaban más de acuerdo consigo mismas que solas, separadas la una de la otra. El sentimiento que las unía era excepcional, más fuerte que la amistad, porque admitían la posibilidad de vivir si estaban juntas.

A veces permanecían horas enteras en silencio; otras, ya acostadas, hablaban hasta la mañana. Y sus conversaciones giraban, sobre todo, en torno al pasado. La princesa contaba su infancia: hablaba de su madre, de su padre y de sus sueños; Natasha, que antes no entendía, ni se interesaba por aquella vida de fidelidad y sumisión, la poesía de la abnegación cristiana, ahora, gracias a su cariño por ella, amó también su pasado y comprendió ese aspecto de la vida que antes le parecía incomprensible. No pensaba aplicar a su existencia esa sumisión y ese sacrificio, porque estaba acostumbrada a buscar otras fuentes de alegría, pero comprendía y estimaba en otro ser toda aquella virtud, antes incomprendida. A su vez, para la princesa María los relatos de la infancia y adolescencia de Natasha eran como la revelación de un aspecto de la vida antes incomprensible: la fe en la vida y en los placeres de la existencia.

Nunca hablaban de él para no perturbar, según les parecía, con palabras los nobles sentimientos que las unían.

Y ese silencio tuvo por resultado que, poco a poco, sin sospecharlo siquiera, comenzaran a olvidarlo.

Natasha estaba tan delgada, tan pálida y débil que todos hablaban de su salud, y eso le agradaba. Pero a veces se apoderaba de ella no ya el miedo a la muerte sino a la enfermedad, a la debilidad y a la pérdida de su belleza; en ocasiones examinaba atentamente sus brazos, asombrada de su delgadez, o bien, por las mañanas, contemplaba en el espejo aquel rostro alargado que le parecía digno de lástima. Pensaba que así tenía que ser, y al mismo tiempo tenía miedo y se sentía triste.

En cierta ocasión subió rápidamente las escaleras, respirando fatigosamente, y acto seguido, sin ser consciente de ello, inventó un pretexto y volvió a bajarlas y a subirlas corriendo, para medir sus fuerzas y observarse.

Otra vez llamó a Duniasha y su voz vibró. Siguió llamándola, aunque la doncella ya acudía; era la misma voz de timbre grave con la cual había cantado en otros tiempos, y se escuchó a sí misma.

Natasha no sabía, ni habría creído, que bajo la impenetrable capa de légamo que taponaba su alma iban abriéndose paso los jóvenes, delicados y tiernos brotes de yerbas que, una vez arraigados, ocultarían con sus retoños llenos de vida el dolor sufrido, haciéndolo casi invisible e imperceptible. La herida cicatrizaba por dentro.

A fines de enero la princesa María partió para Moscú y el conde insistió en que Natasha fuera con ella a fin de consultar a los médicos.

IV

Después del encuentro de Viazma, cuando Kutúzov no pudo contener el deseo de sus tropas de abatir, cortar el movimiento ulterior de los franceses que huían y de los rusos que los perseguían, no hubo batalla alguna hasta Krásnoie. La huida era tan rápida que el ejército perseguidor no podía alcanzarlo; la artillería y la caballería se detenían exhaustas y las informaciones sobre los movimientos franceses eran siempre inexactas.

Los soldados rusos estaban tan fatigados por aquella ininterrumpida marcha de hasta cuarenta kilómetros diarios, que ya no podían avanzar más de prisa.

Para hacerse una idea de ese grado de agotamiento bastará decir que, habiendo perdido, entre muertos y heridos en la acción de Tarútino, no más de cinco mil hombres, conservando a centenares de prisioneros, el ejército ruso, que había salido de esa posición con cien mil soldados, llegó a Krásnoie con sólo cincuenta mil.

Tan destructiva era para los rusos la persecución de los franceses como para éstos la huida. La única diferencia estaba en que el ejército ruso avanzaba voluntariamente, sin la amenaza del total descalabro que pendía sobre el ejército francés; y los rezagados franceses caían en manos del enemigo, mientras que los rezagados rusos quedaban en casa. La razón principal del decremento del ejército napoleónico era la rapidez con que se movían: prueba indiscutible de ello es el correspondiente decremento de las tropas rusas.

Toda la actuación de Kutúzov, tanto en Tarútino como en Viazma, estaba dirigida —siempre que de él dependía– a no frenar esa huida funesta para los franceses (como querían San Petersburgo y los generales rusos), sino facilitarla y aligerar el movimiento de sus propias tropas.

Pero aparte del cansancio y de las enormes pérdidas ocasionadas por la rapidez del movimiento, Kutúzov tenía otra razón para retardar la marcha de las tropas y no apresurarse. El objetivo del ejército ruso era la persecución de los franceses; el camino que seguían era desconocido y, por tanto, cuanto más cerca siguieran los rusos a los franceses, tanto más trayecto recorrían: sólo manteniéndose a cierta distancia se podía tomar el camino más corto y evitar el zigzag de los franceses. Todas las hábiles maniobras propuestas por los generales consistían en aumentar el recorrido de las marchas, cuando el único plan razonable era disminuirlo. Y durante toda la campaña, de Moscú a Vilna, la actuación de Kutúzov tendió a ese fin; no por casualidad ni provisionalmente, sino de modo tan consecuente que ni una sola vez se apartó de él.

Sabía Kutúzov —no en virtud del razonamiento o el estudio, sino gracias a su espíritu ruso—, sabía y sentía lo que sentía cada soldado: que los franceses estaban vencidos, que el enemigo huía y había que dejarlo marchar. Mas, al mismo tiempo, como todos los soldados, sentía el agobio de aquella marcha, inaudita por su rapidez y por la estación en que se llevaba a cabo.

Pero los generales, sobre todo los que no eran rusos, que deseaban ante todo distinguirse capturando a un duque o a un rey cualquiera, creían llegado el momento de presentar batalla y vencer al contrario, cuando precisamente toda batalla habría resultado tan brutal como estúpida. Kutúzov se limitaba a encogerse de hombros siempre que le presentaban, uno tras otro, aquellos proyectos de maniobras con soldados descalzos, sin ropa de abrigo, hambrientos y reducidos en un mes —aun sin haber combatido– a la mitad, y con los cuales, en las mejores circunstancias, habría debido recorrer hasta llegar a la frontera una distancia mayor aún de la cubierta.

Esa tendencia a distinguirse, a maniobrar, a desbaratar e interceptar el camino se manifestaba especialmente cuando los rusos alcanzaban al enemigo.

Así ocurrió en Krásnoie, donde pensaban encontrar una de las tres columnas francesas y tropezaron con Napoleón en persona al frente de dieciséis mil hombres. A pesar de todos los medios empleados por Kutúzov para evitar aquel encuentro peligroso y conservar íntegras sus fuerzas, durante tres días los extenuados soldados rusos prosiguieron en Krásnoie el aniquilamiento de las vencidas bandas enemigas.

Toll había escrito en la orden de operaciones: Die erste Colonne marschirt, etcétera. Y como siempre, nada se hizo de acuerdo con la disposición. El príncipe Eugenio de Würtemberg disparaba desde un altozano sobre los franceses que huían y exigía refuerzos que nunca llegaban. Por la noche los franceses, evitando todo encuentro con los rusos, se dispersaban, se escondían en los bosques y escapaban —cada cual como podía– lo más lejos posible.

Milorádovich, quien decía que no deseaba saber nada sobre la intendencia de su cuerpo de ejército y al que no se podía localizar cuando más necesario era, el que se titulaba a sí mismo chevalier sans peur et sans reproche 621y era partidario de negociar con los franceses, a los que enviaba parlamentarios para exigirles la rendición, perdía el tiempo y no hacía nada de cuanto se le ordenaba.

“Muchachos: os regalo esa columna”, decía a sus jinetes indicando las tropas contrarias. Y los jinetes, incitando a sus caballos, que apenas podían moverse, con las espuelas y los sables, después de grandes esfuerzos se acercaban al trote a la columna regalada, es decir, a un grupo de franceses ateridos, hambrientos y helados: la columna regalada deponía las armas y se entregaba, cosa que venía deseando desde hacía mucho tiempo.

Veintiséis mil franceses fueron capturados en Krásnoie; cayeron también en poder de los rusos cientos de cañones y cierto bastón, al que llamaban “bastón de mariscal". Se discutió largamente acerca de quién se había distinguido en la acción y con ello quedaron satisfechos, aunque lamentaban no haber apresado a Napoleón o, al menos, a algún héroe, un mariscal, por ejemplo. Se lo reprochaban recíprocamente; pero, sobre todo, a Kutúzov.

Aquellos hombres, arrastrados por sus pasiones, no eran sino ciegos ejecutores de la más triste ley de la necesidad; pero se creían héroes e imaginaban que cuanto hacían era la acción más digna y noble del mundo. Acusaban a Kutúzov de haberles impedido, desde el principio de la campaña, vencer a Napoleón, de pensar sólo en la satisfacción de sus pasiones y de no haber salido de Polotnianie Zavodyi porque allí estaba más tranquilo. Decían también que detuvo el movimiento de las tropas en Krásnoie cuando supo que Napoleón estaba allí; se decía que tenía tratos con él, que lo había sobornado, etcétera. Sus coetáneos, arrastrados por sus pasiones, afirmaban que la posteridad y la historia habrían reconocido la grandeza de Napoleón, que era grand, mientras que Kutúzov, según los extranjeros, no pasaba de ser un viejo cortesano astuto, depravado y débil, incomprensible para los rusos, una especie de títere útil no más que por su nombre ruso...

V

Por los años de 1812 y 1813 se acusaba abiertamente a Kutúzov de toda clase de errores. El Emperador estaba disgustado con él. En una historia escrita recientemente por orden del Zar se decía que Kutúzov era un cortesano embustero y astuto, que tenía miedo hasta del nombre de Napoleón y que sus equivocaciones en Krásnoie y el Berezina habían privado a las tropas rusas de la gloria de una victoria completa sobre los franceses.

Así es el destino de hombres no grandes, no grands hommes, que los rusos, por su mentalidad, no reconocen, pero sí el de aquellos hombres solitarios, singulares, que, una vez comprendida la voluntad de la Providencia, someten a ella su voluntad personal. El odio y el desprecio de la masa castigan a esos hombres por su clara visión de las leyes superiores.

Para los historiadores rusos (¡es extraño y terrible tener que decirlo!), Napoleón —ese ínfimo instrumento de la historia—, que nunca, ni siquiera en el destierro, mostró dignidad alguna, es objeto de admiración y entusiasmo, es grand. Y Kutúzov, el hombre que desde el principio hasta el fin de su actuación en 1812, desde Borodinó hasta Vilna, no se traicionó una sola vez ni de palabra ni de obra y es en la historia un extraordinario ejemplo de sacrificio, de comprensión de la importancia futura de los acontecimientos, ese Kutúzov es presentado como un ser indefinido y digno de lástima; hasta tal punto que, cuando los historiadores hablan de él y de 1812, parecen sentir cierta vergüenza.

Y, sin embargo, resulta difícil imaginar un personaje histórico cuya actuación dirigida a la consecución de un único fin se haya desarrollado de modo tan invariable y constante. Es difícil imaginarse una meta más digna y que coincidiera mejor con la voluntad de todo el pueblo. Aún es más difícil encontrar en la historia otro ejemplo de un objetivo tan perfectamente logrado como el que propuso Kutúzov en 1812, y hacia el cual orientó todos sus esfuerzos.

Kutúzov no habló nunca de los cuarenta siglos que les contemplan desde las pirámides, ni de los sacrificios hechos por él en bien de la patria, ni de los que pensaba hacer o había hecho. En general, nunca hablaba de sí mismo, no pretendía ser lo que no era; parecía siempre el hombre más sencillo y corriente; y decía las cosas más sencillas y corrientes. Escribía cartas a sus hijas y a Mme de Staël, leía novelas, le gustaba la compañía de mujeres bellas, bromeaba con los generales, oficiales y soldados y no contradecía nunca a quienes se acercaban a él para demostrarle algo. Cuando el conde Rastopchin, en el puente de Yauza, se acercó al galope y acusó a Kutúzov de ser el culpable de la pérdida de Moscú diciéndole: “Usted había prometido no abandonar la ciudad sin presentar batalla”, él contestó: “Sí, no dejaré Moscú sin dar batalla”, aunque Moscú ya había sido abandonada. En otra ocasión, Arakchéiev fue a comunicarle de parte del Emperador que sería necesario nombrar a Ermólov jefe principal de artillería, a lo que Kutúzov respondió: “Eso decía yo ahora mismo”, aunque un minuto antes sostuviera lo contrario. ¿Qué podía importarle a él, el único que comprendía entre aquella masa insensata que lo rodeaba el enorme significado de los acontecimientos? ¿Qué le importaba que el conde Rastopchin le atribuyera a él o a otro las penurias de la capital? Menos aún podía interesarle el nombramiento del jefe principal de artillería.

No sólo en esas ocasiones, sino siempre, ese hombre viejo solía decir frases carentes de sentido, las que primero se le ocurrían, porque la experiencia de la vida le había demostrado que los pensamientos y las palabras que se utilizan para expresarlos no son los motores que mueven a la gente.

Pero ese mismo hombre, que tanto descuidaba sus propias palabras, no dijo una sola, a lo largo de su actuación, que estuviera en desacuerdo con el único objetivo que persiguió durante toda la campaña. Al parecer, en contra de su voluntad y con la penosa seguridad de no ser comprendido, expresó su pensamiento repetidas veces y en las más diversas circunstancias. De la batalla de Borodinó, de la que partía el desacuerdo con cuantos lo rodeaban, fue el único en afirmar que era una victoria, y lo repitió hasta la muerte, de palabra y en sus informes y despachos. Sólo él dijo que la pérdida de Moscú no suponía la pérdida de Rusia. En respuesta a las propuestas de paz hechas por Lauriston, contestó: La paz no es posible porque el pueblo no la quiere. Y solamente él, durante la retirada francesa, afirmaba que no necesitamos maniobra alguna, todo se irá haciendo por sí mismo mejor de lo que deseamos, y que debemos ofrecer al enemigo puente de plata, que las batallas de Tarútino, Viazma y Krásnoie no eran necesarias, que debíamos llegar con algo a la frontera, que no daría un ruso por diez franceses.

Sólo él —ese cortesano, según nos lo pintan, ese hombre que miente a Arakchéiev para agradar al Emperador– fue capaz de decir que es dañoso e inútil proseguir la guerra en el extranjeroganándose así la enemistad del Zar.

Pero las palabras, por sí solas, no serían suficientes para demostrar que Kutúzov comprendía entonces el significado de los hechos. Sus actos, todos sin excepción, tienden a este triple fin: 1) tensar todas las fuerzas para enfrentarse a los franceses; 2) vencerlos y 3) expulsarlos de Rusia, aliviando en lo posible las calamidades del pueblo y del ejército.

Kutúzov, ese calmoso Kutúzov, cuyo lema era “paciencia y tiempo”; ese Kutúzov, enemigo de las acciones decisivas, da la batalla de Borodinó y rodea sus preparativos de una solemnidad extraordinaria. Kutúzov, que había pronosticado antes de la batalla de Austerlitz que sería una batalla perdida, en Borodinó, en contra de todo cuanto opinan los generales que daban por perdida la batalla, a pesar del ejemplo, inaudito en la historia, de que, tras una batalla ganada, el ejército vencedor debía retirarse, él solo, contra todos, afirmó hasta la muerte que la batalla de Borodinó fue una victoria. Sólo él insistió durante la retirada del enemigo en no dar batallas ya inútiles, no empezar una guerra nueva y no cruzar las fronteras de Rusia.

Hoy es fácil comprender toda la importancia de aquel acontecimiento, siempre que no se atribuya a la actuación de las masas el objetivo que sólo defendía una decena de hombres, porque ahora lo vemos íntegro, con todas sus consecuencias.

Pero entonces, ¿cómo pudo adivinar aquel hombre viejo, solo contra todos, con tamaña exactitud, la importancia y el sentido popular del acontecimiento, sin traicionarse ni una vez a lo largo de toda su actuación?

El origen de esa extraordinaria perspicacia estaba en el sentimiento popular que llevaba en sí, con toda su pureza y todo su vigor.

Solamente porque el pueblo reconocía en él tal sentimiento pudo darse el caso de que contra la voluntad del Zar se eligiera a un viejo caído en desgracia como figura máxima de la guerra nacional. Y fue únicamente ese sentimiento el que lo colocó en la altura suprema desde la cual, como general en jefe, hizo cuanto pudo no para matar y aniquilar a los hombres, sino para salvarlos y compadecerlos.

Su figura sencilla, modesta —y por ello realmente majestuosa– no podía encajar en el falso molde del héroe europeo, presunto conductor de hombres, inventado por la historia.

Para el lacayo no puede haber hombres grandes, porque el lacayo tiene su propio concepto de la grandeza.

VI

El 5 de noviembre fue el primer día de la así llamada batalla de Krásnoie. Al anochecer, después de muchas discusiones y errores de los generales que habían llevado a sus tropas donde no era necesario, tras enviar repetidas veces a los ayudantes de campo con órdenes y contraórdenes, cuando era evidente que el enemigo huía por doquier y no podía darse la batalla, Kutúzov salió de Krásnoie hacia Dóbroie, donde se había trasladado aquel día el Cuartel General.

El día era claro y frío. Kutúzov, rodeado de su enorme séquito de generales que, descontentos de él, murmuraban a sus espaldas en voz baja, iba a Dóbroie en su pequeña y bien alimentada yegua baya. A lo largo del camino se agrupaban en derredor de las hogueras los prisioneros franceses capturados aquel día (que ascendían a siete mil). En las proximidades del pueblo una multitud de prisioneros harapientos, cubiertos con toda clase de trapos, descansaba en el camino, junto a una larga fila de cañones franceses desenganchados de sus tiros; de aquella turba procedía un confuso clamor de voces y conversaciones.


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