Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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–Mire lo que pienso– dijo Bolkonski cuando entraron en la gran sala del clavicordio. —Es inútil que acuda al general en jefe; le dirá un montón de gentilezas, lo invitará a cenar– (“no estaría del todo mal, desde el punto de vista de esta subordinación”, pensó Borís), —pero no pasará de ahí. Dentro de poco seremos un batallón entero de ayudantes de campo y oficiales de órdenes. Vamos a hacer lo siguiente: tengo un buen amigo, el general ayudante príncipe Dolgorúkov, hombre excelente; y aunque tal vez usted lo ignore, ni Kutúzov con todo su Estado Mayor ni ninguno de nosotros significamos ahora algo; todo está concentrado en las manos del Emperador. Así que vamos a ver a Dolgorúkov; también yo necesito entrevistarme con él. Ya le he hablado de usted; veremos si hay posibilidad de colocarlo con él o en algún otro sitio, más cerca del sol.
El príncipe Andréi se animaba de manera muy particular cuando tenía la ocasión de orientar y dirigir a un joven a triunfar socialmente. Con el pretexto de esa ayuda para otro que, por orgullo, él jamás habría aceptado para sí, se hallaba cerca de aquel medio social que proporcionaba el éxito, medio por el cual se sentía atraído. Se ocupaba muy gustosamente de Borís y juntos fueron en busca del príncipe Dolgorúkov.
Atardecía ya cuando llegaron al palacio de Olmütz, residencia de los Emperadores y sus séquitos.
Aquel mismo día se había reunido el Consejo Superior de Guerra con asistencia de todos sus miembros y los dos Soberanos. En ese Consejo, contra el parecer de todos los viejos, Kutúzov y el príncipe Schwarzenberg, se había decidido comenzar inmediatamente la ofensiva y presentar batalla general a Bonaparte. Acababa de terminar el Consejo cuando el príncipe Andréi y Borís llegaron al palacio para entrevistarse con Dolgorúkov. Todos los personajes del Cuartel General estaban aún bajo la grata impresión del Consejo, favorable al partido de los jóvenes. Las voces de los que aconsejaban esperar, antes de tomar la ofensiva, habían sido sofocadas con tal unanimidad y sus objeciones rechazadas con argumentos tan evidentes sobre las ventajas de una acción inmediata que la cuestión tratada en el Consejo —la futura batalla y la victoria indudable– parecía no pertenecer ya al porvenir, sino al pasado. Los aliados disponían de todas las ventajas. Fuerzas enormes, que seguramente superaban a las de Napoleón, habían sido concentradas en un solo punto. Las tropas se sentían animadas por la presencia de los Emperadores y ardían en deseos de batirse. El lugar estratégico en que debía darse la batalla era perfectamente conocido por el general austríaco Weyrother, que dirigía los ejércitos (una feliz coincidencia había hecho que las fuerzas austríacas hicieran el año anterior sus maniobras precisamente en el lugar escogido para presentar batalla a los franceses); la región estaba señalada en los mapas hasta con sus más nimios detalles y Bonaparte, visiblemente debilitado, no emprendía acción alguna.
Dolgorúkov, uno de los más ardientes partidarios de la ofensiva, acababa de volver del Consejo, exhausto, rendido, pero rebosando ánimo y orgulloso por el éxito. El príncipe Andréi presentó a su protegido y Dolgorúkov le dio un apretón de manos fuerte y cortés, sin decirle nada: evidentemente era incapaz de contenerse y no exponer las ideas que ocupaban su mente en aquel instante.
–¡Qué batalla acabamos de mantener!– dijo en francés al príncipe Andréi. —Quiera Dios que la que va a ser consecuencia de ella sea igual de victoriosa. Sin embargo, querido– añadió animadamente, con palabras entrecortadas, —debo confesar mi culpa ante los austríacos y especialmente ante Weyrother. ¡Qué exactitud, qué precisión, qué conocimiento del terreno! ¡Qué manera de prever todas las posibilidades, todas las condiciones, hasta los ínfimos detalles! Desde luego, amigo mío, ni aun haciéndolo a propósito podríamos inventar nada más ventajoso que la situación en que nos hallamos. Tenemos la exactitud germana unida al valor ruso, ¿qué más podemos desear?
–Entonces, ¿la ofensiva está definitivamente decidida?– preguntó Bolkonski.
–¿Sabe, amigo? Me parece que Bonaparte ha perdido su sapiencia. Acaba de llegar una carta suya para el Emperador– y Dolgorúkov sonrió con picardía.
–¡Vaya! ¿Y qué dice?– preguntó el príncipe Andréi.
–¿Qué quiere que diga? Que si esto, que si lo otro y que si lo de más allá; todo para ganar tiempo. Le aseguro que está en nuestras manos. Pero lo más divertido del caso– rió bonachonamente Dolgorúkov —es que nadie sabía a quién dirigir la respuesta. Poner cónsul no venía al raso y, claro, mucho menos emperador; a mi parecer se debía dirigir al general Bonaparte.
–Pero, entre no reconocerlo como emperador y tratarlo de general Bonaparte, a mi juicio hay diferencia– dijo Bolkonski.
–De eso se trata– interrumpió riendo Dolgorúkov. —Usted conoce a Bilibin, ¿verdad? Es un hombre inteligentísimo. Pues bien: proponía que dirigiéramos la respuesta "al usurpador y enemigo del género humano”.
Dolgorúkov rió alegremente.
–¿Nada menos?– observó Bolkonski.
–Bilibin, sin embargo, ha encontrado una fórmula seria. Es un hombre ingenioso e inteligente.
–¿Cuál es?
–Au chef du gouvernement français 225– dijo serio y complacido el príncipe Dolgorúkov. —¿Verdad que eso está bien?
–Bien sí; pero a él no le gustará nada– objetó Bolkonski.
–Ni lo mínimo. Mi hermano lo conoce, ha comido varias veces con él en París, antes de que fuera Emperador, y según él, nunca vio diplomático más sagaz y astuto, ya sabe: la habilidad francesa unida al histrionismo italiano. ¿Conoce sus anécdotas con el conde Markov? Sólo el conde Markov sabía tratarlo. ¿Conoce la historia del pañuelo? Es estupenda.
Y el locuaz Dolgorúkov, volviéndose bien a Borís, bien al príncipe Andréi, contó cómo Bonaparte, deseoso de poner a prueba al embajador ruso, conde Markov, dejó caer a propósito el pañuelo delante de él y se detuvo mirándolo, esperando seguramente que el conde lo recogiese. Pero Markov dejó caer el suyo casi junto al del Emperador y lo recogió dejando el de Bonaparte.
–Charmant!– dijo Bolkonski. —Pero yo he venido, príncipe, en solicitud de un favor para este joven. Es que...
El príncipe Andréi no pudo concluir; un ayudante de campo acababa de entrar para llamar a Dolgorúkov de parte del Emperador.
–¡Oh, qué fastidio!– dijo Dolgorúkov, levantándose rápidamente y estrechando las manos de Bolkonski y Borís. —Haré gustosamente cuanto dependa de mí por usted y por este simpático joven, ya lo sabe– y estrechó de nuevo la mano de Borís con una expresión cordial, bondadosa, sincera, pero superficial. —Pero ya ve... ¡Hasta la próxima!
Borís estaba emocionado de sentirse en aquellos momentos tan cerca del poder supremo. Se veía en contacto con los resortes que regían todos los enormes movimientos de las masas de la que él, en su regimiento, era una parte ínfima y dócil. Salieron al pasillo detrás del príncipe Dolgorúkov y se encontraron con un hombre de talla poco elevada que acababa de salir de la misma estancia en que Dolgorúkov entraba. El hombre que salía de la cámara del Emperador iba vestido de paisano, tenía aspecto inteligente y su prominente mandíbula, lejos de dar a su rostro una apariencia desagradable, le proporcionaba rara vivacidad y una expresión de astucia. Saludó a Dolgorúkov como a un hombre de la casa y, con mirada fija y fría, avanzó hacia el príncipe Andréi, esperando visiblemente a que éste lo saludara o le cediera el paso. Pero Bolkonski no hizo ni una cosa ni otra; el rostro del desconocido no pudo reprimir una expresión de cólera y, desviándose, siguió pasillo adelante.
–¿Quién es?– preguntó Borís.
–Uno de los hombres más notables y, a mi juicio, más antipáticos. Es el ministro de Asuntos Exteriores, príncipe Adam Chartorizhky. Ésos son los hombres que deciden la suerte de los pueblos– dijo Bolkonski, con un suspiro que no pudo contener, cuando salían de palacio.
Al día siguiente las tropas se pusieron en camino y, antes de la batalla de Austerlitz, Borís ya no pudo ver de nuevo al príncipe Andréi ni a Dolgorúkov; por el momento siguió en el regimiento Izmailovski.
X
Al amanecer del día 16, el escuadrón de Denísov, en el cual servía Nikolái Rostov y que se hallaba agregado al destacamento del príncipe Bagration, levantó el campo para dirigirse, según se decía, hacia la línea de combate. Iras avanzar cerca de un kilómetro, detrás de otras columnas, recibió la orden de detenerse en la carretera general. Rostov vio desfilar a los cosacos, al primero y segundo escuadrones de húsares, y varios batallones de infantería con artillería; pasaron a caballo los generales Bagration y Dolgorúkov, con sus ayudantes. Todo el miedo que, como en la otra ocasión, sintiera ante el combate, todo el esfuerzo interior para vencerlo y todos sus sueños de cómo se distinguiría en la acción fueron en vano. Su escuadrón quedó en reserva y la jornada pasó triste y aburrida. Hacia las nueve de la mañana oyó a lo lejos descargas de fusilería y “¡hurras!” de los soldados; vio algunos heridos, muy pocos, que eran evacuados, y finalmente, entre una centuria de cosacos, un destacamento completo de caballería francesa. La acción, evidentemente de poca importancia, pero coronada por el éxito, había concluido. Los soldados y oficiales, de regreso, hablaban de una victoria brillante, de la conquista de la ciudad de Wischau y de la captura de todo un escuadrón francés. Después de la leve helada nocturna la mañana era clara y soleada, y la alegre luz de otoño coincidía con la noticia de la victoria, confirmada no sólo por el relato de cuantos habían participado en el encuentro, sino también por la feliz expresión de los soldados y los oficiales, de los generales y ayudantes de campo que pasaban en una y otra dirección por delante de Rostov. El dolor de Nikolái era más intenso por haber experimentado en vano todo el miedo que precede a la batalla y ver transcurrir toda aquella alegre jornada en la inactividad.
–Ven aquí, Rostov. Beberemos para ahogar las penas– le gritó Denísov, que se había sentado al borde del camino con la cantimplora y unos bocadillos.
Los oficiales hicieron corro en derredor de Denísov, comiendo y charlando animadamente.
–Mirad, ahí traen a otro– dijo un oficial, señalando a un dragón francés, al que conducían a pie dos cosacos.
Uno de ellos llevaba de la brida a un espléndido caballo francés, que era del prisionero.
–¡Véndeme el caballo!– gritó Denísov al cosaco.
–Con mucho gusto, Excelencia.
Los oficiales se levantaron y rodearon al cosaco y al dragón, un joven alsaciano que hablaba el francés con acento alemán. Parecía sofocado por la emoción; su rostro estaba enrojecido y al oír hablar en francés explicó rápidamente a los oficiales, ya a uno, ya a otro, que no lo habrían cogido, que no era suya la culpa de que lo aprisionaran, sino del caporalque lo había enviado en busca de unos arreos, aunque él mismo le había dicho que los rusos estaban allí. A cada palabra añadía: “Mais qu’on ne fasse pas de mal à mon petit cheval”, 226al tiempo que lo acariciaba. Era evidente que no comprendía su situación. Unas veces se excusaba de haber sido hecho prisionero; otras, imaginando hallarse delante de sus superiores, alardeaba de su diligencia en el cumplimiento del deber. Llevaba consigo, a la retaguardia rusa, la atmósfera propia del ejército francés, tan extraña para las tropas rusas.
Los cosacos vendieron el caballo por dos luises, y Rostov, que con dinero fresco era el más rico de los oficiales, lo adquirió.
–Mais qu’on ne fasse pas de mal à mon petit cheval!– dijo bonachonamente el alsaciano a Rostov, cuando el animal pasó a manos del húsar.
Rostov, con una sonrisa, tranquilizó al dragón y le entregó algún dinero.
–Allez, allez– dijo el cosaco, tocando en el brazo al prisionero para hacerlo andar.
–¡El Emperador! ¡El Emperador!– se oyó en esto entre los húsares.
Todos corrieron presurosos; Rostov vio que por el camino se acercaban algunos jinetes con penacho blanco en el sombrero. En un abrir y cerrar de ojos todos esperaban colocados en sus puestos.
Rostov corrió a su puesto y montó en su caballo casi sin darse cuenta de lo que hacía. La pena por no haber participado en la batalla, el mal humor por encontrarse siempre con las mismas gentes, todo pensamiento sobre sí mismo había desaparecido. Lo absorbía ahora el sentimiento de felicidad por la cercanía del Emperador: sólo eso lo recompensaba de la pérdida de la jornada; se sentía feliz como un amante que acabara de conseguir la cita deseada. En filas, sin atreverse a volver los ojos, su apasionada exaltación le hacía sentir la proximidad del Soberano no por el ruido de los cascos de los caballos, sino porque, a medida que se acercaba, en derredor todo se le hacía más claro, más alegre, grande y solemne; era como si se acercara el sol derramando rayos de luz apacible y espléndida, en los cuales ya se sentía envuelto. Iba a oír su voz, esa voz acariciante, tranquila, majestuosa y al mismo tiempo tan sencilla. Se hizo un silencio de muerte, como Rostov presentía que iba a suceder, y en ese silencio resonó la voz del Emperador:
–Les hussards de Pavlograd?– preguntó. 227
–La réserve, sire! 228– respondió una voz tan humana después de la voz sobrehumana que había preguntado antes.
El Emperador se detuvo al llegar a la altura de Rostov.
El rostro de Alejandro era aún mucho más bello que tres días antes, durante la revista. Resplandecía en él la alegría y la juventud, una juventud tan inocente que recordaba la vivacidad de un muchacho de catorce años, sin dejar de ser, al mismo tiempo, el mayestático rostro de un emperador. Recorriendo con la mirada el escuadrón, los ojos del Emperador se detuvieron por casualidad en los de Rostov, apenas dos segundos. ¿Comprendió el Soberano lo que ocurría en el ánimo del joven húsar? (Rostov creyó que lo comprendía todo.) Comoquiera que fuese, los ojos azules se detuvieron en el rostro de Rostov. Fluía de ellos una luz grata. Después, inesperadamente, alzó las cejas, espoleó al caballo con un golpe brusco del pie izquierdo y siguió adelante al galope.
El joven Emperador no pudo renunciar al deseo de asistir al combate; y a pesar de las observaciones de los cortesanos, a mediodía abandonó la tercera columna con la que avanzaba y galopó hacia la vanguardia. Antes de acercarse a los húsares, algunos ayudantes de campo le habían traído la noticia del feliz éxito de la acción.
La batalla, limitada a la captura de un escuadrón francés, fue presentada como una brillante victoria sobre el enemigo; por ello, tanto el Emperador como el ejército entero creyeron, sobre todo antes de que se disipara el humo de la batalla, que los franceses habían sido derrotados y retrocedían en contra de su voluntad. Minutos después de que pasara el Emperador se hizo avanzar a la unidad de húsares de Pavlograd. Rostov volvió a ver al Emperador en Wischau, una pequeña ciudad alemana. En la plaza, donde poco antes de llegar el Soberano tuvo lugar un tiroteo bastante intenso, yacían algunos muertos y heridos a los que no habían tenido tiempo de recoger. El Emperador, rodeado de su séquito militar y civil, montaba un caballo alazán distinto del que montara en la revista militar y levemente inclinado, llevando con gracia el monóculo de oro a sus ojos, miraba a un soldado caído de bruces, sin chacó y con la cabeza ensangrentada. El soldado estaba tan sucio y repugnante que Rostov se sintió ofendido de que estuviera tan cerca del Emperador. Vio que los hombros del Soberano se estremecían como si, de pronto, sintiera frío y su pie izquierdo espoleaba convulsivamente al caballo, que, bien adiestrado, miraba las cosas con indiferencia, sin moverse.
Un ayudante de campo echó pie a tierra, se acercó al herido y sosteniéndolo por debajo de los brazos lo colocó en una camilla. El soldado lanzó un gemido.
–Despacio, despacio... ¿No puede hacerlo más suavemente?– preguntó el Emperador, que parecía sufrir más que el propio soldado moribundo; seguidamente se alejó.
Rostov se dio cuenta de que los ojos del Emperador estaban llenos de lágrimas y le oyó decir a Chartorizhky mientras se alejaba:
–Quelle terrible chose que la guerre! 229
Las fuerzas de vanguardia se hallaban desplegadas por delante de Wischau, a la vista de las avanzadas enemigas, que, durante todo el día, habían ido cediendo terreno a la más pequeña escaramuza. Se les hizo llegar el agradecimiento del Emperador, se prometieron condecoraciones y los soldados recibieron doble ración de vodka. Las hogueras del vivac brillaron más que las de la noche precedente y las canciones de los soldados sonaron con mayor alegría. Aquella noche Denísov festejaba su ascenso a comandante, y Rostov, que ya había bebido bastante al final del festín, propuso un brindis a la salud del Emperador; pero “no de Su Majestad el Emperador, como se dice en los banquetes oficiales —dijo—, sino a la salud del Soberano bueno, encantador y grande. Bebamos a su salud y por la victoria segura sobre los franceses”.
–Si ya nos hemos peleado antes– prosiguió, —si no hemos cedido ante los franceses, como en Schoengraben, ¿qué ocurrirá ahora que él va al frente? ¡Todos moriremos gustosamente por él! ¿Verdad, señores? Tal vez no me expreso bien, he bebido mucho, pero lo siento así, y todos vosotros lo mismo. ¡A la salud de Alejandro Primero! ¡Hurra!
–¡Hurra!– repitieron las voces entusiastas de los oficiales.
Y el viejo Kirsten, jefe del escuadrón, gritó con el mismo entusiasmo e igual sinceridad que aquel joven oficial de veinte años.
Cuando los oficiales hubieron bebido y roto los vasos, Kirsten llenó otros y, en mangas de camisa, el vaso en la mano, se acercó a las hogueras de los soldados y en postura majestuosa, en alto la mano, se detuvo ante una hoguera, con sus largos bigotes grises y la camisa abierta, que a la luz del fuego dejaba ver un pecho blanco.
–¡Muchachos! ¡A la salud de Su Majestad el Emperador! ¡Por la victoria sobre los enemigos! ¡Hurra!– gritó el viejo húsar con su voz de barítono ya no tan joven, pero vibrante a pesar de los años.
Los húsares lo rodearon y respondieron estruendosamente.
Entrada la noche, cuando todos se hubieron separado, Denísov golpeó con su corta mano la espalda de su favorito, Rostov.
–En campaña no hay de quién enamorarse y tú te enamoras del Zar– dijo.
–No bromees con eso, Denísov– exclamó Rostov. —Es un sentimiento tan sublime, hermoso, tan...
–Te creo, te creo, amigo. También yo lo siento y lo apruebo...
–¡No, tú no comprendes!
Y Rostov se levantó y anduvo de una hoguera a otra, soñando con la felicidad de morir, no para salvar la vida del Emperador (no se atrevía a soñar con ello), sino simplemente para morir ante sus ojos. Estaba efectivamente enamorado del Zar, de la gloria de las armas rusas y de la esperanza en un próximo triunfo. No era el único en experimentar semejante sentimiento en aquellos memorables días que precedieron a la batalla de Austerlitz. Las nueve décimas partes del ejército ruso estaban igualmente enamorados, aunque con menor exaltación, de su Zar y de la gloria de las armas rusas.
XI
Al día siguiente el Emperador se detuvo en Wischau. El médico de cámara, Villiers, fue llamado varias veces. En el Cuartel General y entre las fuerzas más próximas corrió la noticia de que el Emperador se sentía indispuesto. Los más allegados a Su Majestad aseguraban que no había comido nada y había dormido mal aquella noche. La indisposición del Emperador se debía a la fuerte impresión que produjo en su alma sensible la vista de los heridos y muertos.
Al amanecer del día 17 fue llevado a Wischau un oficial francés que, protegido por la bandera blanca, se había acercado a las avanzadas pidiendo ser recibido en audiencia por el Emperador de Rusia. El oficial era Savary. El Emperador acababa de dormirse y Savary hubo de esperar. A mediodía fue introducido a presencia del Emperador y una hora después volvía a las avanzadas francesas acompañado por el príncipe Dolgorúkov.
Se decía que Savary había venido para proponer al Emperador una entrevista con Bonaparte. La entrevista había sido denegada, para júbilo y orgullo de todo el ejército. Y en lugar del Emperador, se enviaba a Dolgorúkov, el vencedor de Wischau, para negociar con Napoleón, si es que estas negociaciones, contra toda esperanza, respondían a un deseo real de paz.
Por la tarde, volvió Dolgorúkov y pasó directamente a ver al Emperador, con quien permaneció a solas largo rato.
El 18 y 19 de noviembre las tropas rusas avanzaron otras dos etapas y, tras ligeras escaramuzas, las vanguardias enemigas retrocedieron. En las altas esferas del ejército se produjo, hacia el mediodía del 19, una vivísima agitación que duró hasta la mañana del día siguiente, el 20, fecha de la memorable batalla de Austerlitz.
Hasta el mediodía del 19, el movimiento y las conversaciones animadas, el ir y venir y el envío de ayudantes de campo se habían limitado al Cuartel General de los emperadores; pero a partir de ese momento la agitación pasó al Cuartel General de Kutúzov y a los estados mayores de los jefes de columna. Al anochecer, la conmoción, a través de los ayudantes, se propagó a todas las unidades del ejército y en la noche del 19 al 20 aquella masa de ochenta mil hombres del ejército aliado abandonó sus campamentos, se llenó de voces y emprendió la marcha extendiéndose, ondulante, como un lienzo enorme de noventa kilómetros.
El concentrado movimiento, que había comenzado por la mañana en el Cuartel General de los Emperadores y había dado impulso a ulteriores oleadas, se parecía al primer movimiento de la rueda central de un reloj de torre. Lentamente se mueve una rueda, después la segunda y la tercera y por fin todas comienzan a moverse cada vez con mayor rapidez, igual que los pesos, los piñones y los ejes; empiezan a sonar los carillones, saltan las figuras y las agujas inician su peculiar avance, indicando el resultado de todo aquel movimiento.
Como el mecanismo de un reloj, la máquina militar, una vez iniciado el movimiento, no puede ser detenida hasta que llegue a su término; e igualmente, antes de que les llegue el turno, las piezas que no han sido puestas en marcha permanecen inmóviles. Traquetean en sus ejes las ruedas, se traban sus dientes; los pesos chirrían y giran rápidamente, pero la rueda vecina permanece quieta e inmóvil, y se diría que puede seguir así cientos de años; pero, si una palanca hace presa en ella, la rueda, obediente a ese girar sucesivo, se pone en marcha ruidosamente y acaba incorporándose a una acción común cuyos fines y resultados ignora. Y como en el reloj, cuyo complicado movimiento de incontables ruedas y ejes no produce más que el deslizamiento imperceptible y regular de la aguja que indica el tiempo, el resultado de todos los complicados movimientos humanos de aquellos ciento sesenta mil rusos y franceses —con todas sus pasiones, deseos, arrepentimientos, humillaciones, sufrimientos, exaltaciones de orgullo, de miedo y entusiasmo vino a ser tan sólo la pérdida de la batalla de Austerlitz, llamada la batalla de los tres Emperadores: es decir, un lento desplazamiento de la aguja de la historia universal sobre la esfera de la historia de la humanidad.
El príncipe Andréi estaba aquel día de servicio y no se había apartado del general en jefe.
Poco después de las cinco de la tarde llegó Kutúzov al Cuartel General de los emperadores y, tras una breve audiencia con su Soberano, pasó a entrevistarse con el gran mariscal de la Corte, conde Tolstói.
Bolkonski aprovechó la oportunidad para acercarse a Dolgorúkov y obtener noticias detalladas de la situación. El príncipe Andréi se daba cuenta de que Kutúzov estaba malhumorado y decepcionado y de que en el Cuartel General estaban descontentos de él; veía que todos los personajes próximos al Zar le hablaban con el tono propio de quienes saben algo que los demás ignoran; por eso deseaba hablar con Dolgorúkov.
–Hola, mon cher– dijo Dolgorúkov, que estaba tomando el té en compañía de Bilibin. —La fiesta es para mañana. ¿Y su viejo? ¿Está de mal humor?
–No es que esté de mal humor, pero me parece que le gustaría ser escuchado.
–Ya lo escucharon en el Consejo de Guerra y volverán a escucharlo cuando hable sensatamente. Pero es imposible dar largas y esperar no sabemos qué, cuando lo que más teme Bonaparte es una batalla general.
–Usted lo ha visto, dígame, ¿cómo es Bonaparte? ¿Qué impresión le ha causado?– preguntó el príncipe Andréi.
–Sí, lo he visto y estoy convencido de que teme más que nada en el mundo una batalla general– repitió Dolgorúkov, que al parecer daba gran importancia a esa conclusión suya a raíz de su entrevista con Bonaparte. —Si no tuviese miedo, ¿a qué viene pedir esa entrevista con el Emperador, iniciar negociaciones y, sobre todo, a qué viene esa retirada tan contraria a su manera de hacer la guerra? Créame, tiene miedo; teme una batalla general. Ha sonado su hora, se lo aseguro.
–Pero dígame, ¿cómo es él?– preguntó una vez más el príncipe Andréi.
–Es un hombre de levita gris, a quien le gustaría mucho que se lo llamara “majestad” y a quien, con gran disgusto suyo, no di título alguno mientras hablábamos. Así es ni más ni menos– dijo, mirando a Bilibin con una sonrisa.
–A pesar de mi profunda estima por el viejo Kutúzov– continuó, —buena la haríamos si esperásemos, dándole así ocasión de retirarse o de engañamos, mientras que ahora está seguro en nuestras manos. No nos conviene olvidar a Suvórov y su regla: no ponerse nunca en la situación de atacado, sino atacar. Créame, en la guerra, la energía de los jóvenes es con frecuencia una guía mejor que toda la experiencia de los viejos tardones.
–Pero ¿en qué posición atacaremos a los franceses? He ido hoy a las avanzadas y resulta imposible saber dónde está el grueso de sus tropas– dijo el príncipe Andréi.
Sentía deseos de exponer ante Dolgorúkov el plan de ataque que él había diseñado.
–¡Bah! Eso no tiene ninguna importancia– dijo rápidamente Dolgorúkov, mientras se levantaba y extendía un mapa sobre la mesa. —Están previstos todos los casos; si está cerca de Brünn...
Y el príncipe Dolgorúkov, con palabras rápidas pero confusas, explicó el movimiento del flanco de Weyrother.
Bolkonski hizo algunas objeciones y expuso su propio plan, que podía ser tan bueno como el de Weyrother, aun cuando tuviera el defecto de que el plan de Weyrother estaba ya aprobado. En cuanto el príncipe Andréi comenzó a exponer los inconvenientes del plan de Weyrother y las ventajas del suyo, el príncipe Dolgorúkov dejó de escucharlo y miró distraído, no al mapa, sino al rostro de su interlocutor.
–Por lo demás, hoy se reunirá el Consejo de Guerra en el cuartel de Kutúzov; puede exponer allí sus ideas– dijo.
–Así lo haré– contestó Bolkonski, apartándose del mapa.
–¿De qué se preocupan, señores?– intervino Bilibin, que con una alegre sonrisa había seguido la conversación de ambos y que al parecer se disponía a bromear. —Que el día de mañana nos depare una victoria o una derrota, la gloria del ejército ruso está asegurada. Excepto su Kutúzov, no hay ni un solo ruso entre los jefes de columna. Los comandantes son: Herr General Wimpien, le comte de Langeron, le prince de Lichtenstein, le prince de Hohenlohe, et enfin Prsch... Prsch... et ainsi de suite, comme tous les noms polonais. 230
–Taisez-vous, mauvaise langue 231– dijo Dolgorúkov. —Eso es falso, puesto que ya hay dos rusos: Milorádovich y Dojtúrov, y habría un tercero, el conde Arakchéiev, pero tiene los nervios débiles.
–Creo que Mijaíl Ilariónovich ha salido ya– dijo el príncipe Andréi. —Les deseo éxito y buena fortuna, señores.
Y salió, después de estrechar las manos de Dolgorúkov y Bilibin.
Durante el trayecto de vuelta el príncipe Andréi no pudo contenerse y preguntó a Kutúzov, que estaba sentado a su lado en silencio, qué pensaba sobre la batalla del día siguiente.
Kutúzov miró con severidad a su ayudante de campo y, después de un silencio, respondió:
–Pienso que perderemos la batalla; así se lo dije al conde Tolstói y le he rogado que se lo haga saber al Emperador. ¿Sabes lo que me ha contestado? “Eh, mon cher général, je me mêle du riz et des côtelettes, mêlez-vous des affaires de la guerre.” Ésa ha sido su respuesta. 232
XII
A las diez de la noche Weyrother llegó con sus planos al cuartel de Kutúzov, donde había de reunirse el Consejo de Guerra. Estaban allí, a la hora indicada, todos los jefes de columna, excepto el príncipe Bagration, que se negó a acudir.
Weyrother, que era el gran organizador de la futura batalla, ofrecía, por su animación e impaciencia, un fuerte contraste con Kutúzov, disgustado y soñoliento, que, muy a su pesar, debía hacer de presidente y director del Consejo de Guerra. Era evidente que Weyrother se sentía al frente de un movimiento ya incontenible. Era como un caballo enganchado a una carreta que corre cuesta abajo. ¿Arrastraba él o era empujado? Lo ignoraba, pero seguía avanzando a una velocidad vertiginosa, sin tiempo ya para pensar adonde lo conduciría aquel movimiento. Por dos veces había ido Weyrother aquella tarde a inspeccionar las avanzadas enemigas y por dos veces se había entrevistado con los Emperadores, el ruso y el austríaco, a fin de comunicarles sus impresiones; luego fue a su despacho para dictar en alemán la orden de operaciones. Rendido, llegaba ahora al cuartel de Kutúzov.
Estaba tan preocupado que olvidaba el mismo respeto debido al general en jefe. Lo interrumpía y hablaba con rapidez y confusión, sin mirar a la cara de su interlocutor y sin responder a las preguntas que le hacían. Lleno de barro, tenía un aspecto lastimoso: sucio, nervioso, exhausto por la fatiga, pero, al mismo tiempo, presuntuoso y soberbio.
Kutúzov ocupaba un pequeño castillo en las cercanías de Ostralitz. En el gran salón, habilitado para despacho del general en jefe, estaban Kutúzov, Weyrother y los miembros del Consejo de Guerra. Bebían té y no esperaban más que la llegada de Bagration para comenzar. Un oficial de órdenes del príncipe Bagration trajo a las ocho la noticia de que el general no podía acudir. El príncipe Andréi entró para comunicárselo a Kutúzov y, haciendo uso del permiso que antes le diera el general en jefe, se quedó en el salón.