Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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Terminado este párrafo, Kutúzov respiró profundamente y miró con atención y afecto al miembro del Consejo Superior de Guerra de Austria.
–Pero ya conoce, Excelencia, la sabia regla que prescribe suponer siempre lo peor– dijo el general austríaco, quien, evidentemente, deseaba poner fin a las bromas y llevar a término tan grave asunto.
Descontento, lanzó una ojeada al ayudante de campo.
–Perdone, general– lo interrumpió Kutúzov, volviéndose también al príncipe Andréi. —Mira, querido, pídele a Kozlovski todos los informes de nuestros espías. Toma estas dos cartas del conde Nostitz, la carta del archiduque Fernando y esto también– añadió tendiéndole varios papeles —y con todo esto haz en francés un memorándum, reuniendo cuantas noticias tengamos referentes a los movimientos del ejército austríaco. Después se lo entregas todo a Su Excelencia.
El príncipe Andréi inclinó la cabeza, dando a entender que, desde el primer instante, no sólo había entendido cuanto le decía Kutúzov, sino también todo lo que quería decirle con sus palabras, Tomó los documentos, saludó y, caminando sin hacer ruido sobre la alfombra, salió de la estancia.
Aunque el príncipe Andréi había salido hacía poco de Rusia, estaba muy cambiado. En la expresión de su rostro, en los movimientos y en la manera de caminar, ya no se notaba casi el fingimiento de antes, la indolencia y el cansancio de otras veces. Todo su aspecto era el de un hombre que no tiene mucho tiempo para pensar en el efecto que produce en los demás, ocupado como estaba en una obra grata e interesante. Se lo veía más satisfecho de sí mismo y de cuantos lo rodeaban; su sonrisa y su mirada eran más alegres y acogedoras.
Kutúzov, a quien el príncipe Andréi se había unido en Polonia, lo había recibido con gran afecto, prometiéndole que no lo olvidaría; y después, haciendo con él una excepción con respecto a los demás ayudantes de campo, se lo llevó consigo a Viena y le confiaba misiones más importantes. Desde Viena escribió Kutúzov a su viejo compañero, el padre del príncipe Andréi:
“Su hijo promete ser un oficial excepcional por su capacidad de trabajo y firmeza y por el empeño que pone en el cumplimiento de sus deberes. Me considero feliz de tenerlo como subordinado.”
En el Estado Mayor de Kutúzov, entre sus compañeros y en general en el ejército, lo mismo que sucedía en la sociedad petersburguesa, el príncipe Andréi tenía dos reputaciones por completo diversas: unos —la minoría– lo consideraban un ser distinto de los demás, esperaban de él grandes éxitos, lo escuchaban, lo admiraban e imitaban; con ellos, el príncipe Andréi era sencillo y amable. Otros —la mayoría– no lo querían, lo encontraban orgulloso, frío y desagradable. Pero el príncipe Andréi había sabido imponerse a tal punto que aun éstos lo estimaban y hasta lo temían.
Al salir del despacho de Kutúzov, el príncipe Andréi, con los documentos en la mano, se acercó a un compañero, el ayudante de campo de servicio, Kozlovski, quien con un libro entre las manos estaba sentado junto a la ventana.
–¿Qué hay, príncipe?– preguntó Kozlovski.
–Ha mandado que preparemos una nota explicando las razones por las cuales no avanzamos.
–¿Para qué?
El príncipe Andréi se encogió de hombros.
–¿No hay noticias de Mack?– preguntó Kozlovski.
–No.
–Si fuera verdad que lo han derrotado, se sabría algo.
–Probablemente– dijo el príncipe Andréi, dirigiéndose hacia la puerta de salida.
Pero en aquel mismo instante entró rápidamente, después de haber cerrado con fuerza la puerta, un general austríaco alto, con levita, recién llegado al parecer, vendada la cabeza con un pañuelo negro y la cruz de María Teresa al cuello. El príncipe Andréi se detuvo.
–¿El general en jefe Kutúzov?– preguntó de inmediato el general, con marcado acento germano, mirando a izquierda y derecha y avanzando sin detenerse hacia la puerta del despacho.
–El general en jefe está ocupado– dijo Kozlovski acercándose presuroso al desconocido y cerrándole el paso. —¿A quién debo anunciar?
El desconocido general miró despectivo, de arriba abajo, a Kozlovski, que no era alto, sorprendido, al parecer, de que pudieran no conocerlo.
–El general en jefe está ocupado– repitió tranquilamente Kozlovski.
El rostro del general se nubló. Se contrajeron y temblaron sus labios; sacó una libreta de notas y escribió rápidamente con lápiz algunas palabras; arrancó la hoja, la entregó a Kozlovski, se acercó a la ventana, se dejó caer en una silla y pasó revista a los que había en la sala, como preguntándose por qué lo miraban. Luego levantó la cabeza, avanzó el cuello, como disponiéndose a decir algo, pero emitió unos sonidos extraños que se cortaron al instante.
Se abrió la puerta del despacho y apareció Kutúzov. El general de la cabeza vendada, encorvado y con largos y rápidos pasos de sus delgadas piernas, se acercó a Kutúzov, como si huyera de un peligro.
–Vous voyez le malheureux Mack– dijo con voz entrecortada. 149
Kutúzov, detenido en el umbral de la puerta de su despacho, permaneció algunos instantes inmóvil. Una ola pareció recorrer su rostro serenándolo, se alisó su frente, inclinó respetuoso la cabeza, cerró los ojos y en silencio hizo pasar a Mack, cerrando tras él la puerta.
Se confirmaban los rumores sobre la derrota de los austríacos y la capitulación de todo el ejército en Ulm. Media hora después eran enviados aquí y allá ayudantes de campo con órdenes para que las tropas rusas, hasta ahora inactivas, estuvieran preparadas a enfrentarse con el enemigo.
El príncipe Andréi era uno de los pocos oficiales del Estado Mayor que se interesaba de veras por la marcha general de la guerra. Al ver a Mack y escuchar los detalles de la derrota, comprendió que se había perdido la mitad de la campaña, que el ejército ruso quedaba en difícil situación y se imaginó vivamente lo que esperaba al ejército y el papel que a él le correspondía. Sin quererlo, experimentaba un sentimiento de emotiva y gozosa alegría por el oprobio de los altivos austríacos y ante la idea de que, quizá en una semana, tendría lugar el primer encuentro entre rusos y franceses después de Suvórov; encuentro en el que él mismo participaría. Pero temía al genio de Bonaparte, que podía ser superior a todo el valor del ejército ruso; y al mismo tiempo, no podía admitir la vergüenza de una derrota para su héroe.
Emocionado y nervioso por semejantes ideas, el príncipe Andréi se dirigía a su habitación para escribir a su padre, como hacía todos los días. En el corredor encontró a Nesvitski, con quien vivía, y al bromista Zherkov; ambos reían como siempre.
–¿Por qué estás tan sombrío?– preguntó Nesvitski, advirtiendo el pálido rostro y los ojos brillantes del príncipe Andréi.
–No hay motivos para alegrarse– replicó Bolkonski.
Mientras el príncipe Andréi se detenía con Nesvitski y Zherkov, de la otra parte del corredor venían a su encuentro el general austríaco Strauch, agregado al Estado Mayor de Kutúzov para atender al avituallamiento del ejército ruso, y un miembro del Consejo Superior de Guerra de Austria, llegado el día anterior. El corredor era bastante ancho para que ambos generales pudiesen pasar libremente, aun cuando se hallaran allí los tres oficiales. Pero Zherkov, apartando con la mano a Nesvitski, exclamó sofocado:
–¡Ya vienen! ¡Ya vienen!... Apartaos, dejad paso, por favor.
Los generales parecían deseosos de eludir los honores excesivos. En el rostro de Zherkov apareció de pronto una estúpida sonrisa de incontenible júbilo.
–Excelencia– dijo en alemán, avanzando un paso y poniéndose ante uno de los generales austríacos, —tengo el honor de felicitarlo.
E inclinó la cabeza mientras con torpe gesto, como un niño que aprende a bailar, lo saludaba juntando los talones tan pronto de una pierna como de la otra.
El general miembro del Consejo Superior de Guerra de Austria lo contempló severamente; pero al observar la seriedad de aquella risa estúpida no pudo dejar de prestarle un momento de atención. Entornó los ojos en ademán de escuchar.
–Tengo el honor de felicitarlo. El general Mack ha llegado sin novedad, con sólo una ligera herida– sonrió de nuevo, llevándose la mano a la cabeza.
El general frunció el ceño, le dio la espalda y continuó su camino.
–Gott, wie naïv! 150– exclamó colérico después de apartarse unos pasos.
Nesvitski abrazó riendo al príncipe Andréi, pero Bolkonski, aun más pálido, más iracundo el semblante, lo rechazó y se volvió hacia Zherkov. La irritación nerviosa producida por la vista de Mack, la noticia de su derrota y la idea de lo que aguardaba al ejército ruso desembocaron en un estallido de cólera contra la inoportuna broma de Zherkov.
–Si usted, señor mío– dijo con voz cortante y con un leve temblor en su mandíbula inferior, —quiere ejercer de bufón, no puedo impedírselo; pero le advierto que si se atreve a portarse como un payaso en mi presencia le enseñaré cómo debe portarse.
Nesvitski y Zherkov quedaron tan estupefactos que se limitaban a mirarlo con ojos de asombro.
–¡Pero si no hice más que felicitarlo!– dijo Zherkov.
–¡Cállese, por favor, no estoy bromeando con usted!– gritó Bolkonski; y tomando por un brazo a Nesvitski se alejó de Zherkov, que quedó sin saber qué decir.
–Pero ¿qué te pasa, hermano?– preguntó Nesvitski, tratando de calmarlo.
–¿Qué me pasa?– dijo el príncipe Andréi, a quien la agitación impidió seguir adelante. —Compréndelo: o somos oficiales al servicio del Zar y de la Patria, y tenemos que alegrarnos con el éxito común y entristecemos con el fracaso común, o somos lacayos a quienes no importan nada los asuntos de su señor. Quarante mille hommes massacrés et l’armée de nos alliés détruite, et vous trouvez là le mot pour rire– añadió en francés, como si con ello reforzara cuanto decía. —C'est bien pour un garçon de rien comme cet individu dont vous avez fait votre ami, mais pas pour vous, pas pour vous... 151Sólo unos chiquillos pueden divertirse de ese modo– continuó en ruso el príncipe Andréi, aunque pronunció la palabra “chiquillos” con acento francés, pues se dio cuenta de que Zherkov podía aún escucharlo.
Esperó a que el alférez contestara algo, pero Zherkov se volvió y salió del pasillo.
IV
El regimiento de húsares de Pavlograd estaba acuartelado a dos millas de Braunau. El escuadrón donde Nikolái Rostov servía como cadete ocupaba la aldea alemana de Saltzeneck. El mejor alojamiento estaba reservado para el capitán del escuadrón, Denísov, a quien en toda la división de caballería se conocía con él nombre de Vaska Denísov. Desde que el cadete se unió al regimiento en Polonia, vivía con el comandante del escuadrón.
El 11 de octubre, el mismo día en el que el Cuartel General fue puesto en conmoción por la noticia del desastre de Mack, la vida de campaña se desenvolvía en el escuadrón tan tranquila como siempre. Denísov, que se había pasado toda la noche jugando a las cartas, no había aparecido aún cuando Rostov, muy de mañana, volvía a caballo de un servicio de aprovisionamiento de forraje. Rostov, con uniforme de cadete, se acercó al zaguán y con un movimiento diestro y juvenil enderezó las piernas apoyándose en los estribos, como si no quisiera separarse de su cabalgadura, permaneció así unos instantes, desmontó por fin de un salto y llamó al asistente.
¡Eh, Bondarenko, mi buen amigo!– dijo al húsar que se precipitaba ya hacia el caballo. —Dale un paseo.
Hablaba con el afecto fraternal, tierno y amistoso propio de jóvenes de buen corazón cuando se sienten dichosos.
–A sus órdenes, Excelencia– replicó el ucraniano, sacudiendo alegremente la cabeza.
–¡Mira bien, un buen paseo!
Otro húsar se había precipitado también hacia el caballo, pero Bondarenko sujetaba ya las bridas. Era evidente que el cadete daba propinas abundantes para el vodka y que era provechoso hallarse a su servicio. Rostov acarició la crin de su caballo, después la grupa, y se detuvo en el porche.
"¡Excelente! ¡Será un buen caballo!", se dijo; y con una sonrisa de satisfacción, sujetando el sable, subió al zaguán con ruido de espuelas. El alemán dueño de la casa, con chaleco de franela y gorro en la cabeza, contemplaba la escena desde el establo, sosteniendo en la mano la horca con que había recogido el estiércol. El rostro del alemán se aclaró al ver a Rostov. Sonrió alegremente y le guiñó un ojo:
–Schön gut’ Morgen, schön gut’ Morgen! 152– repitió, visiblemente satisfecho de saludar al joven.
–Schön fleissig! 153– dijo Rostov con la cordial sonrisa que nunca abandonaba su rostro animado. —Hoch Östreicher! Hoch Russen! Kaiser Alexander Hoch!– dijo al alemán, repitiendo las palabras que este último acostumbraba pronunciar con frecuencia.
El alemán se echó a reír, salió del establo y, quitándose el gorro, lo agitó sobre su cabeza, gritando:
–Und die ganze Welt hoch! 154
–Und vivat die ganze Welt!– contestó Rostov, también quitándose la gorra y agitándola sobre su cabeza.
Aunque no hubiese motivo especial de alegría, ni para el alemán, que limpiaba su cuadra, ni para Rostov, que venía de hacerse cargo del forraje para el escuadrón, aquellos dos hombres, con alegre entusiasmo y amor fraternal, se miraron el uno al otro, agitaron la cabeza en señal de recíproco afecto y se separaron sonriendo: el alemán para volver a la cuadra y Rostov para entrar en la isba donde vivía con Denísov.
–¿Dónde está tu amo?– preguntó a Lavrushka, el asistente de Denísov, conocido por sus granujerías en todo el regimiento.
–No volvió esta noche. Seguro que ha perdido– respondió Lavrushka. —Lo conozco bien: cuando gana, vuelve en seguida para presumir, y cuando no vuelve hasta la mañana siguiente es señal de que lo han pelado y viene de mal humor. ¿Desea tomar café?
–Sí, dámelo.
Diez minutos después Lavrushka traía el café.
–Ya viene dijo. ¡Buena me espera!
Rostov miró por la ventana y vio a Denísov que se acercaba a la casa. Denísov era pequeño, de rostro colorado, ojos negros y brillantes, alborotados los cabellos y bigotes negros. Llevaba la guerrera desabrochada, calzones bombachos y el gorro de húsar chafado e inclinado hasta la nuca. Se acercaba con el rostro serio y la cabeza gacha.
–¡Lavrushka!– gritó con voz fuerte y gangosa. —¡Quítame ya eso, imbécil!
–¡Es lo que estoy haciendo!– respondió Lavrushka.
–¡Ah! ¿Ya estás levantado?– dijo Denísov, entrando en la habitación.
–Y no hace poco– replicó Rostov. —Fui ya por el forraje y he visto a Fräulein Mathilde.
–¡Vaya! Pues yo, hermano, toda la noche estuve perdiendo como un hijo de perra– gritó Denísov. —¡Una desgracia! ¡Una verdadera mala suerte!... En cuanto te fuiste, todo empezó a ir mal. ¡Eh, trae té!
Denísov, con un gesto que parecía una sonrisa, dejando ver sus dientes pequeños y fuertes, hundió los cortos dedos de ambas manos entre sus cabellos negros e hirsutos como un bosque.
–¡Es el diablo quien me llevó a casa de aquella rata!– añadió, refiriéndose a cierto oficial y pasándose las manos por la frente y la cara. —¡Figúrate que ni un solo naipe, ni uno solo me ha venido en toda la noche!
Tomó la pipa encendida que le daba el ordenanza, la apretó en el puño, dejando caer el fuego, golpeó con ella el suelo y siguió gritando:
–¡Simples ganas, dobles pierdes! ¡Te cede los simples, te mata a los dobles!
Se le cayó el resto del tabaco, rompió la pipa y la tiró.
Luego cesó en sus gritos y con sus brillantes ojos negros miró alegremente a Rostov.
–¡Si por lo menos hubiera mujeres! ¡Pero lo único que uno puede hacer aquí es beber! Si al menos nos batiésemos pronto... —¡Eh! ¿Quién está ahí?– gritó al oír unas pisadas fuertes, ruido de espuelas y una respetuosa tosecilla.
–El sargento anunció Lavrushka.
Denísov crispó aún más el rostro.
–¡Mal vamos!– dijo, echando a Rostov una bolsita con algunas monedas de oro. —Haz el favor de contar lo que hay ahí dentro y ponlo debajo de la almohada.
Salió a ver al sargento. Rostov cogió la bolsa y, apilando maquinalmente las monedas de oro nuevas y viejas, se puso a contarlas.
–¡Hola, Telianin! ¡Buenos días! ¡Me han desplumado esta noche!– oyó decir a Denísov desde la otra habitación.
–¿Dónde? ¿En casa de Bikov, en casa de la rata?... Me lo imaginaba– respondió una voz aguda; seguidamente en la habitación donde estaba Rostov entró un oficial de su escuadrón, el teniente Telianin.
Rostov guardó la bolsita bajo la almohada y estrechó la mano pequeña y húmeda que le tendía el recién llegado. Telianin, poco antes de la campaña, fue expulsado de la Guardia por razones que se desconocían. Su comportamiento en el regimiento era excelente, pero no lo querían, especialmente Rostov no podía vencer ni ocultar la repulsión inmotivada que aquel oficial le producía.
–¿Qué tal joven caballero? ¿Qué tal con mi Grachik– preguntó ( Grachikera un caballo de silla vendido por Telianin a Rostov).
El teniente no miraba nunca de frente a su interlocutor; sus ojos vagaban sin descanso de un objeto a otro.
–Lo he visto cuando pasaba...
–No está mal, es buen caballo– respondió Rostov, aunque aquel caballo, por el cual había pagado setecientos rublos, no valía ni la mitad. —Empieza a cojear un poco de la izquierda delantera– añadió.
–Se le habrá agrietado el casco, pero no es nada; le enseñaré a poner el remache.
–Sí, sí, por favor– aceptó Rostov.
–Lo haré, lo haré, no es ningún secreto. Y del caballo quedará usted contento.
–Voy a decir que lo traigan– dijo Rostov, impaciente por librarse de Telianin. Y salió para dar la orden.
En el zaguán, Denísov, con otra pipa en la boca, permanecía sentado en el umbral, escuchando el informe del sargento.
Al ver a Rostov, Denísov frunció el ceño y, señalando la habitación donde había quedado Telianin, hizo una mueca de disgusto y repulsión.
–No puedo aguantar a ese tipo– dijo sin hacer caso de la presencia del sargento.
Rostov se encogió de hombros como diciendo: “Tampoco yo, pero ¿qué le vamos a hacer?”, y después de dar las órdenes volvió a reunirse con Telianin.
Telianin mantenía la misma postura indolente de antes, cuando salió Rostov, y se frotaba sus pequeñas y blancas manos.
“Hay fisonomías repulsivas”, pensó Rostov al entrar.
–¿Qué, ha mandado que traigan el caballo?– preguntó Telianin levantándose y mirando en derredor con desenfado.
–Sí.
–Vamos entonces. Me había acercado para preguntar tan sólo a Denísov sobre la orden de ayer. ¿La ha recibido, Denísov?
–No, todavía no. ¿Adonde va?
–Quiero enseñar a este joven cómo se pone un remache– replicó Telianin.
Salieron al patio y pasaron a la cuadra. El teniente ensenó a Rostov la manera de hacerlo y se fue.
Cuando Rostov volvió a la habitación, había sobre la mesa una botella de vodka y embutidos. Denísov estaba sentado y escribía haciendo chirriar la pluma sobre el papel. Miró a Rostov con aire sombrío.
–Le escribo a ella– dijo.
Apoyó los codos en la mesa, con la pluma en la mano, y, contento de poder explicar de palabra cuanto pensaba escribir, expuso detalladamente a Rostov el contenido de su carta.
–Ya ves, amigo– comentó, —estamos como dormidos cuando no amamos. Somos hijos de la nada... Pero cuando nos enamoramos somos dios, puros como el primer día de la creación... ¿Quién es ahora? ¡Mándalo al diablo! ¿No tengo tiempo?– gritó a Lavrushka, que se le acercaba sin temor alguno.
–Pero... ¡lo mandó venir usted mismo! Es el sargento que viene por el dinero.
Denísov frunció el ceño, quiso gritar algo, pero no llegó a hacerlo.
–Mal asunto– dijo para sí. —¿Qué dinero ha quedado en la bolsa?– preguntó a Rostov.
–Siete monedas nuevas y tres viejas.
–¡Mal asunto! ¿Qué haces ahí, mamarracho? ¡Di al sargento que pase!– gritó Denísov a Lavrushka.
–Denísov, hazme el favor de aceptar algún dinero, yo tengo– dijo Rostov ruborizándose.
–No, no me gusta tomar prestado de los amigos– refunfuñó Denísov.
–Si no aceptas este dinero, como buen amigo, me ofenderé. Yo no lo necesito, te lo aseguro– repitió Rostov.
–Te digo que no– y Denísov se acercó a la cama para sacar la bolsita debajo de la almohada.
–¿Dónde la has puesto, Rostov?
–Debajo de la segunda almohada.
–Pues no está.
Denísov tiró las dos almohadas al suelo. La bolsa no aparecía.
–¡Qué raro!
–Espera, ¿no se te habrá caído?– Rostov cogió las almohadas una tras otra y las sacudió.
Lo mismo hizo con la colcha, pero la bolsa no aparecía.
–¿Habré olvidado dónde la puse? Pero no, hasta pensé que la colocabas bajo tu cabeza como si fuese un tesoro– dijo Rostov. —La puse aquí, ¿sabes?
–preguntó a Lavrushka:
–¿Dónde está?
–Yo ni siquiera entré aquí... Tiene que estar donde la pusiera.
–Pues no está.
–Siempre hacen lo mismo; dejan las cosas en cualquier parte y después se olvidan. Mírense los bolsillos.
–No, si no hubiese pensado en lo del tesoro, tal vez; pero me acuerdo bien de haberla dejado aquí– aseguró Rostov.
Lavrushka deshizo toda la cama, miró debajo, buscó por toda la habitación y por último se detuvo en medio de la estancia. Denísov seguía en silencio los movimientos de Lavrushka, y cuando éste hizo un gesto de asombro, como explicando que la bolsa seguía sin aparecer, miró fijamente a Rostov.
–Rostov, deja ya de jugar...
Rostov, que sentía sobre sí la mirada de Denísov, levantó los ojos, pero los bajó en seguida. Toda la sangre que le afluía a la garganta le invadió los ojos y el rostro. Apenas podía respirar.
–En esta habitación sólo estuvo el teniente y usted. Tiene que estar aquí, en alguna parte– dijo Lavrushka.
–¡Y tú, mala bestia, muévete y busca!– gritó de pronto Denísov frenético, echándose con gesto amenazador sobre el asistente. —¡Encuentra la bolsa o te haré azotar hasta que mueras! ¡Os azotaré a todos!
Rostov, sin mirar a Denísov, se abotonó la guerrera, tomó el sable y se puso la gorra.
–¡Te digo que encuentres la bolsa!– gritaba Denísov, sacudiendo por los hombros a su asistente y empujándolo contra la pared.
–Déjalo, Denísov. Yo sé quién la ha cogido– dijo Rostov, acercándose a la puerta sin levantar los ojos.
Denísov se detuvo; reflexionó un instante y, comprendiendo a quién aludía Rostov, lo retuvo del brazo.
–¡Tonterías!– y las venas del cuello y la frente se le tensaron como cuerdas. —Te digo que te has vuelto loco, no lo permitiré. La bolsa está aquí, arrancaré el pellejo a este canalla y aparecerá.
–Sé quién la ha cogido– repitió Rostov con voz temblorosa, acercándose a la puerta.
–Y yo digo que no te atrevas– gritó Denísov, lanzándose tras el cadete para impedirle salir.
Pero Rostov se deshizo de él con el mismo furor con que rechazaría a su peor enemigo y lo miró fijamente a los ojos.
–¿Comprendes lo que dices?– exclamó con la misma voz temblorosa. —Nadie estuvo aquí más que yo. Así pues, si estoy equivocado...
No pudo concluir, y salió de la habitación.
–¡Que el diablo os lleve a ti y a todos!– fueron las últimas palabras que oyó Rostov.
De allí se dirigió a la casa de Telianin.
–El señor no está en casa; ha ido al Estado Mayor– dijo el asistente. Y añadió, mirando con asombro el demudado rostro del joven oficial: —¿Ha pasado algo?
–No, nada.
–Por poco lo encuentra aquí– comentó el asistente.
El Estado Mayor estaba a unos tres kilómetros de Saltzeneck. Sin pasar por casa, Rostov montó a caballo y partió hacia allí. En la aldea donde se había instalado el Estado Mayor había una hostería que solía ser frecuentada por los oficiales; Rostov se encaminó hacia allí y junto al porche vio el caballo de Telianin.
En una sala reservada estaba el oficial sentado a la mesa ante un plato de salchichas y una jarra de vino.
–¡Hola! ¿También usted por aquí, joven?– sonrió arqueando mucho las cejas.
–Sí– dijo Rostov, pronunciando con gran esfuerzo esa palabra. Y se sentó a la mesa vecina.
Ambos guardaron silencio. En la misma sala había dos alemanes y un oficial ruso. Todos callaban y no se oía más que el ruido de los cuchillos sobre los platos y el de las mandíbulas del teniente al masticar.
Terminada su comida, Telianin sacó del bolsillo una bolsa doble. Separó los anillos con sus pequeños dedos blancos vueltos en las puntas, sacó una moneda de oro y, alzando con aire despreocupado las cejas, se la entregó al mozo.
–Dale prisa, por favor le dijo.
La moneda era nueva. Rostov se levantó y se acercó a Telianin.
–Permítame ver su bolsa– dijo con voz apenas perceptible.
Con su huidiza mirada, pero siempre con las cejas arqueadas, Telianin le tendió la bolsa.
–Sí, es una bonita bolsa... Sí... sí– dijo, palideciendo de pronto. —Mírela usted, joven– añadió.
Rostov tomó la bolsa; la examinó y miró el dinero que había dentro. Después levantó los ojos hacia Telianin. El teniente, como de costumbre, miraba a su alrededor y parecía repentinamente muy contento.
–Si llegamos a Viena, allí se quedará todo; pero aquí, en estas aldeas miserables, no sabe uno qué hacer con el dinero. Bueno, démela, joven, que me voy.
Rostov guardó silencio.
–¿Ha venido también a comer? No se come mal– continuó Telianin. —Ea, démela.
Alargó la mano y cogió la bolsa. Rostov la soltó; Telianin lomó la bolsa y empezó a guardarla en el bolsillo de sus pantalones; sus cejas se alzaron negligentes y entreabrió la boca como si fuera a decir: “Sí, me guardo mi bolsa, esto es muy sencillo y no le importa a nadie”.
–Bien, joven– dijo suspirando; y sus ojos, bajo el marco de las alzadas cejas, se posaron en Rostov.
Una luz, como una chispa eléctrica, pasó de las pupilas de Telianin a las de Rostov y de las de Rostov a las de Telianin; y así, una y otra vez, todo en un instante.
Venga aquí– dijo Rostov, agarrando a Telianin por el brazo, arrastrándolo casi hacia la ventana. —Ese dinero es de Denísov: ¿usted lo ha cogido?...– le susurró casi en el oído.
–¿Qué?... ¿Qué?... ¿Cómo se atreve?– exclamó Telianin.
Pero sus palabras sonaron como una desesperada súplica que imploraba perdón. Apenas hubo oído Rostov la voz de Telianin, desapareció de su alma la enorme duda que lo agobiaba. Se sintió feliz y compadeció al mismo tiempo al desgraciado que tenía delante; pero era necesario llegar hasta el fin.
–¡Qué va a pensar la gente, Dios mío!– balbuceaba Telianin, cogiendo su gorra y dirigiéndose hacia un cuartito vacío. —Debemos tener una explicación...
–Sé bien lo que digo y puedo probarlo– dijo Rostov.
–Yo...
Temblaba todo el rostro pálido y asustado de Telianin; sus ojos vagaban más que nunca, pero miraban al suelo, sin levantarse hasta el rostro de Rostov; el cadete lo oyó sollozar.
–¡Conde!... No arruine mi vida, soy joven... Ahí tiene ese maldito dinero... tómelo– y lo arrojó sobre la mesa. —Mi padre es ya viejo... mi madre...
Rostov tomó el dinero, evitando la mirada de Telianin, y sin decir una palabra se dirigió a la puerta; pero ya a punto de salir se volvió al teniente:
–¡Dios mío!– dijo con los ojos llenos de lágrimas. —¿Cómo ha podido hacer una cosa así?
–¡Conde!– dijo Telianin acercándose a él.
–¡No me toque!– exclamó Rostov retrocediendo. —Si necesita dinero, tómelo.
Y arrojándole la bolsa, salió de la hostelería.
V
Aquella misma noche, en la habitación de Denísov, los oficiales del escuadrón discutían animadamente.
–Pues yo le digo, Rostov, que debe presentar sus excusas al coronel– dijo un capitán segundo de caballería a Rostov, que estaba rojo como la grana y nervioso.
Este capitán segundo era Kirsten, hombre muy alto, de cabellos canosos, enormes bigotes y facciones muy acentuadas en un rostro lleno de arrugas. Dos veces degradado por cuestiones de honor, las dos veces había recobrado las charreteras.
–¡No permitiré que nadie me diga que miento!– gritó Rostov. —Me ha llamado embustero y yo le dije que el embustero era él. Así quedarán las cosas. Puedo ponerme de servicio todos los días, arrestarme, pero nadie me obligará a pedirle excusas, porque si él, como jefe de regimiento, considera indigno darme satisfacción, entonces...
–Veamos, amigo, espere... escuche– lo interrumpió el capitán con voz de bajo, acariciándose tranquilamente los largos bigotes. —Delante de otros oficiales le dice al coronel que un oficial ha robado...
–¿Tengo yo la culpa de que estuvieran los demás delante? Es posible que no fuera oportuno hablar delante de otros oficiales, pero yo no soy diplomático. Entré en los húsares porque pensaba que aquí no le importarían las sutilezas; y él me dice que miento... Me debe, pues, una satisfacción...
–Todo eso está muy bien. Nadie piensa que usted es un cobarde, pero no se trata de eso. Pregúntele a Denísov si es conveniente que un cadete pida satisfacción al jefe del regimiento.
Denísov, taciturno, se mordisqueaba los bigotes, atento a la conversación. Era notorio que no deseaba intervenir. A la pregunta del capitán segundo, sacudió negativamente la cabeza.
–Usted fue a hablar de esa canallada al jefe del regimiento delante de otros oficiales– siguió el capitán segundo, —y Bogdánich —así llamaban al coronel– lo llamó al orden.
–No, no me llamó al orden. Me dijo que mentía.
–Sí, y usted le dijo muchas tonterías y debe excusarse.
–¡Por nada del mundo!– gritó Rostov.
–No esperaba eso de usted– replicó con seriedad el capitán. —No quiere excusarse, amigo, y es culpable no sólo ante él, sino ante todo el regimiento, ante todos nosotros. Si lo hubiese pensado o hubiese pedido consejo antes de obrar... Pero no, soltó cuanto le vino en gana delante de un grupo de oficiales. ¿Qué debe hacer ahora el coronel? ¿Mandar a un oficial ante el Consejo de Guerra y deshonrar así a todo el regimiento? ¿Hay que cubrir de fango a un grupo de hombres por culpa de un miserable? ¿Es eso lo que usted quiere? Nosotros no pensamos así. Bogdánich hizo bien en decirle que mentía. Es desagradable pero ¿qué le vamos a hacer? Usted mismo se metió en el lío. Y ahora que todos quieren echar tierra al asunto, usted, por orgullo, se niega a presentar excusas y pretende contarlo todo. A usted le ofende que, como castigo, le impongan servicios complementarios, pero ¿qué le impide excusarse ante un oficial viejo y honrado? Sea como fuere, Bogdánich es un viejo húsar y un valeroso coronel; usted se ofende, pero no le importa deshonrar al regimiento– la voz del capitán segundo empezaba a temblar. —Usted, amigo, acaba de llegar al regimiento; hoy está aquí y mañana será ayudante en cualquier otro sitio. Poco le importará que se diga: “Entre los oficiales del regimiento de Pavlograd hay ladrones”. Pero a nosotros nos importa. ¿Verdad, Denísov? No nos da lo mismo.