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Guerra y paz
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Текст книги "Guerra y paz"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Los pasquines de Rastopchin, que representaban en la parte superior una taberna, el tabernero y el comerciante moscovita Karpushka Chiguirin, que, después de ser reclutado y habiendo bebido una copa de más, al escuchar que Bonaparte quería tomar Moscú, se enfadó y profirió palabras injuriosas contra todos los franceses, salió de la taberna y en la puerta misma, bajo el águila de la bandera, comenzó a arengar al pueblo reunido, se leían y comentaban por doquier, igual que los últimos versos de Vasili Lvóvich Pushkin.

En el Club se reunían para leer esos pasquines y a muchos les gustaba el modo en que Karpushka se burlaba de los franceses diciendo que se hincharían de coles, reventarían de comer tantas gachas, se asfixiarían tomando“schi” que todos eran enanos y que una campesina rusa, con una horca, acabaría con tres franceses. Algunos no aprobaban ese tono, que encontraban vulgar y estúpido.

Se comentaba que Rastopchin había expulsado de Moscú a los franceses y a todos los extranjeros, y que entre ellos había espías y agentes de Napoleón; pero todas esas cosas se contaban sobre todo para tener ocasión de citar las ingeniosas palabras de Rastopchin al despedirlos.

Los extranjeros eran enviados en una barcaza a Nizhni-Nóvgorod, y Rastopchin había dicho: “Rentrez en vous-même, entrez dans la barque et n'en faites pas une barque de Charon”. 398

Se decía que ya habían evacuado de Moscú todas las oficinas públicas y se añadía la broma de Shinshin de que sólo por eso Moscú debía mostrarse agradecida a Napoleón. Contaban también que el regimiento ofrecido por Mámonov le costaría ochocientos mil rublos, y que Bezújov había gastado aún más en sus milicianos; pero lo mejor del gesto de Bezújov —al decir de las gentes– era que él mismo iba a ponerse el uniforme y desfilar a caballo frente a su propio regimiento, sin cobrar nada a los espectadores que lo mirasen.

–No perdonan a nadie– dijo Julie Drubetskói, reuniendo y apretando un puñado de hilas con sus dedos cubiertos de sortijas.

Julie se disponía a salir de Moscú al día siguiente y daba una velada de despedida.

–Bezújov est ridicule, ¡pero es tan bueno y tan simpático! ¿Qué placer hay en ser tan caustique?

–¡Multa!– dijo un joven de uniforme de milicias, a quien Julie llamaba mon chevaliery la acompañaba a Nizhni-Nóvgorod.

En las veladas de Julie, como en tantos otros salones de la capital, se había decidido no hablar más que en ruso; y los que por equivocación lo hacían en francés tenían que pagar multa a favor del comité de socorro.

–Otra multa por el galicismo– dijo un escritor ruso. —"Qué placer hay en ser” no está bien dicho en ruso.

–No perdona usted ni una– sonrió Julie al joven del uniforme, sin prestar atención a la observación gramatical. —Por lo de caustique soy culpable y pagaré; y por el gusto de decirle la verdad estoy también dispuesta a pagar. Pero por el galicismo no respondo– y se volvió al escritor. —No tengo dinero ni tiempo para tomar un profesor y aprender el ruso, como hace el príncipe Golitsin.

Y después exclamó:

–¡Ah! ¡Ahí está él! Quand on... 399¡Oh, no! No me cogerá usted otra vez. ¡Vaya! Cuando hablan del sol, ven sus rayos– y sonrió amablemente a Pierre. —Estábamos hablando de usted– prosiguió con aquella agilidad para la mentira propia de las mujeres mundanas. —Decíamos que su regimiento de milicias será seguramente mejor que el de Mámonov.

–No me hable de mi regimiento– dijo Pierre. —¡Me tiene harto!

Besó la mano de la dueña de la casa y se sentó a su lado.

–Lo mandará usted mismo, ¿no?– dijo Julie, cruzando una mirada de burlona inteligencia con el joven miliciano.

Pero éste ya no se mostraba tan cáustico en presencia de Pierre y su rostro expresó más bien asombro por lo que pudiera significar la sonrisa de Julie. A pesar de sus distracciones y su bonachonería, la personalidad de Pierre paralizaba inmediatamente todo intento de burla en su presencia.

–No– replicó Bezújov riendo, y lanzó una mirada a su cuerpo grande y grueso. —Los franceses harían blanco en mí con facilidad y, además, temo no poder subir a un caballo...

Entre las personas de quienes se hablaba en el salón de Julie se habló también de los Rostov.

–Dicen que sus asuntos van muy mal– comentó Julie. —¡Y el conde es tan poco juicioso! Los Razumovski querían comprar la casa y la hacienda cercana a Moscú, pero la cosa va para largo, porque pide mucho.

–Por el contrario, creo que la venta va a tener lugar uno de estos días– dijo alguien, —aunque me parece una locura comprar algo ahora en Moscú.

–¿Por qué?– preguntó Julie. —¿Cree usted que hay peligro para la ciudad?

–Y ¿por qué se va usted?

–¿Yo? ¡Vaya una pregunta extraña! Me voy porque... porque todos se van y yo no soy ni una Juana de Arco ni una amazona.

–Sí, claro, claro, deme más trapitos.

–Si supiera llevar bien sus asuntos podría pagar todas las deudas– insistió el joven miliciano a propósito de los Rostov.

–Es un buen viejo, pero muy pauvre sire. 400¿Y por qué permanecen en Moscú tanto tiempo? Tenían pensado irse al campo. Natalie parece que ya está bien, ¿no?– preguntó Julie a Pierre, sonriendo maliciosamente.

–Esperan al hijo menor– dijo Pierre. —Ingresó en los cosacos de Obolenski y ha ido a Biélaia-Tzérkov, allí están formando el regimiento. Ahora han conseguido que lo destinen al mío; en su casa lo esperan de un día para otro. El conde quería irse hace tiempo, pero la condesa se empeña en no abandonar Moscú antes de que vuelva el hijo. —Los vi anteayer en casa de los Arjárov. Natalie vuelve a estar muy bella y alegre. Cantó una romanza. ¡Qué fácilmente pasa todo para ciertas personas!

–¿Qué es lo que pasa pronto?– preguntó Pierre, malhumorado.

Julie sonrió.

–¿Sabe, conde, que un caballero como usted no se encuentra más que en las novelas de Mme Suza?

–¿Qué caballero? ¿Por qué?– preguntó Pierre ruborizándose.

–Pero, bueno, querido conde. C'est la fable de tout Moscou. Je vous admire, ma parole d'honneur. 401

–¡Multa! ¡Multa!– exclamó el joven miliciano.

–¡Bueno, bueno! No se puede decir una palabra. ¡Qué aburrimiento!

–Qu'est-ce qui est la fable de tout Moscou?– preguntó Pierre levantándose enojado.

–Bueno, conde, usted bien lo sabe.

–No sé nada– dijo Pierre.

–Sé que es muy amigo de Natalie Rostov y por eso... yo siempre he sido más amiga de Vera. Cette chère Vera...

–Non, madame– dijo Pierre malhumorado. —Yo nunca me he considerado caballero de la señorita Rostov: hace casi un mes que no voy a su casa; pero no comprendo la crueldad...

–Qui s'excuse, s'accuse 402– dijo Julie sonriente, sacudiendo las hilas que tenía en la mano; y para quedar con la última palabra. Cambió de tema: —Fíjese, he sabido hoy que la pobre María Bolkónskaia llegó ayer a Moscú... ¿Sabe usted que perdió a su padre?

–¿Qué me dice? ¿Dónde está? Me gustaría mucho verla– dijo Pierre.

–Ayer fui a visitarla. Hoy o mañana se va con su sobrino a la finca que tiene aquí cerca.

–¿Y cómo está?– preguntó Pierre.

–Muy triste. ¿Y sabe quién la salvó? ¡Toda una novela! Nikolái Rostov. La tenían cercada, querían matarla, hirieron a varios criados. Pero llegó Rostov y la salvó...

–¡Otra novela!– dijo el joven militar. —Decididamente, esta huida general ha sido tramada para que todas las viejas novias se casen: Catiche por un lado, la princesa Bolkónskaia por otro.

–Sabe, yo creo que está un petit peu amoureuse du jeune homme. 403

–¡Multa! ¡Multa! ¡Multa!

–Pero ¿cómo puede decirse eso en ruso?

XVIII

Cuando Pierre volvió a su casa le entregaron dos pasquines de Rastopchin traídos aquel día.

En el primero se decía que el rumor de que el conde Rastopchin prohibía salir de Moscú era falso, y que, por el contrario, el conde estaba contento de que las damas y las mujeres de los mercaderes abandonasen la ciudad. “A menos miedo, menos habladurías —decía un pasquín—. Pero respondo con mi vida que esos malvados no entrarán en Moscú.” Tales palabras hicieron ver claramente a Pierre, por primera vez, que los franceses llegarían a Moscú. El segundo decía que el Cuartel General ruso estaba en Viazma, que el conde Vitgenstein había derrotado a los franceses; pero, ya que muchos ciudadanos deseaban armarse, en el arsenal encontrarían armas preparadas para ellos: sables, pistolas, fusiles, que podrían adquirir a buen precio.

El tono de los dos pasquines no era ya tan burlón como en las anteriores conversaciones de Chiguirin. Ante aquellos dos manifiestos Pierre quedó pensativo: era evidente que aquella terrible nube borrascosa que él anhelaba con toda la fuerza de su alma y que despertaba, al mismo tiempo, un terror involuntario en su ánimo se estaba acercando.

Por centésima vez se hizo la misma pregunta: "¿Debo incorporarme al ejército o esperar?”. Tomó la baraja que había sobre la mesa y se puso a hacer un solitario.

“Si me sale este solitario —se dijo, barajando las cartas y levantando los ojos, —si sale..., quiere decir... ¿qué quiere decir?..."

Pero aún no había terminado de contestarse cuando se oyó la voz de la mayor de las princesas que le preguntaba si podía entrar.

“Entonces significa que debo ir al ejército", concluyó Pierre.

–Entre, entre– agregó volviéndose hacia la puerta.

Sólo la mayor de las princesas, la del talle largo y rostro petrificado, seguía viviendo en la casa de Pierre, las dos menores se habían casado.

–Perdóneme, mon cousin, si vengo a molestar– dijo con un timbre de emoción y reproche. —Pero hay que tomar por fin alguna decisión. ¿Qué va a suceder? Todos se van de Moscú y el pueblo se subleva. ¿Es que nosotros nos quedamos?

–Por el contrario, ma cousine, parece que todo va muy bien– dijo Pierre con el tono bromista que siempre empleaba al hablar con la princesa, para ocultar la confusión que le producía su calidad de bienhechor de aquella mujer.

–Sí, todo va muy bien... ¡Vaya manera de ir bien las cosas! Varvara Ivánovna me ha contado lo bien que se distinguen nuestras tropas. No hay motivos para enorgullecerse. Y el pueblo anda revuelto, deja de obedecer. Hasta mi sierva me contesta groseramente. No tardarán mucho en pegarnos. No se puede andar por las calles; y lo peor es que cualquier día se presentan aquí los franceses. ¿A qué esperamos, pues? Sólo le pido, mon cousin, que dé orden de llevarme a San Petersburgo. Sea yo como sea, pero no puedo vivir sometida a Bonaparte.

–Pero, cálmese, ma cousine. ¿De dónde saca esas noticias? Ocurre todo lo contrario...

–No me someteré a su Napoleón. Los demás, que hagan lo que quieran... Y si usted no quiere hacerlo...

–Claro que lo haré: ahora mismo daré la orden.

La princesa estaba visiblemente fastidiada por no tener con quien enfadarse. Mascullando algo, tomó asiento en una silla.

–No la han informado bien– añadió Pierre. —En la ciudad todo permanece tranquilo y no hay peligro alguno. Mire, acabo de leer esto...– y enseñó a la princesa los pasquines. —Dice el conde que responde con su vida de que el enemigo no entrará en Moscú.

–¡Ah!– dijo la princesa, furiosa. —Ese conde suyo es un hipócrita, un miserable; él mismo excita al pueblo a la rebeldía. ¿No escribió, acaso, en esos estúpidos pasquines que a cualquiera, fuese quien fuera, había que agarrarlo por el copete y llevarlo a la cárcel? Vaya tontería. La gloria y el honor, dice, serán de quien lo haga. Y mire el resultado de sus buenas palabras. Varvara Ivánovna me ha contado que el pueblo casi la mata porque habló en francés...

–Eso no tiene importancia... Usted toma demasiado a pecho las cosas– dijo Pierre, y se dedicó al solitario.

El solitario salió bien, pero Pierre se quedó en Moscú —en la ciudad casi vacía—, presa de la misma inquietud, indecisión, del mismo temor y alegría, a la espera de algo horrible.

Al atardecer del día siguiente la princesa se fue y el administrador se presentó a Pierre para decirle que no tenía el dinero necesario para equipar el regimiento, a no ser que se vendiera una de las fincas. El administrador trató de hacer ver a Pierre que la empresa del regimiento acabaría por arruinarlo. Pierre, al oír tales palabras, disimuló a duras penas una sonrisa.

–Bueno, véndala– dijo, —¿qué le vamos a hacer? Ahora no puedo volverme atrás.

Cuanto más empeoraba la situación general y la suya propia, más grata le parecía y más inminente veía la catástrofe que esperaba. Casi todas sus amistades se habían ido ya de Moscú. También Julie y la princesa María; de sus amigos más íntimos no quedaban más que los Rostov, pero Pierre no iba a visitarlos.

Aquel día, para distraerse, fue a la aldea de Vorontsovo, con el fin de ver un enorme globo que estaba construyendo Leppich para destruir al enemigo, y otro globo de pruebas que soltarían al día siguiente. El globo no estaba aún terminado, pero Pierre sabía que se construía por deseo expreso del Zar. A ese propósito, el conde Rastopchin había recibido la siguiente carta:

En cuanto Leppich esté dispuesto, prepárenle una buena tripulación para la barquilla, compuesta de hombres seguros e inteligentes, y envíe un correo al general Kutúzov para advertirle. Yo le he avisado ya sobre ello.

Le ruego que recomiende a Leppich que esté bien sobre aviso acerca del lugar en que debe descender la primera vez, para que no se equivoque y caiga en manos del enemigo. Es indispensable que combine sus movimientos con el general en jefe.

Al volver de Vorontsovo, Pierre atravesó la plaza Bolótnaia y vio a una gran muchedumbre reunida en torno al patíbulo. Estaban azotando a un cocinero francés acusado de espionaje. El castigo acababa de terminar y el verdugo desataba del potro a un hombre grueso, de rojizas patillas, medias azules y chaquetón verde, que gemía lastimeramente. El otro criminal, flaco y pálido, estaba a su lado. Ambos debían de ser franceses, a juzgar por sus caras. Con aire asustado y dolorido, semejante al francés flaco, Pierre se abrió paso entre la muchedumbre.

–¿Qué sucede? ¿Quiénes son? ¿Por qué los castigan?– preguntaba.

Pero la atención de la gente, funcionarios, pequeños tenderos y mercaderes, mujiks y mujeres con abrigos y pellizas, estaba de tal manera concentrada en lo que ocurría en el patíbulo, que nadie contestó. El hombre grueso se levantó; frunció el ceño, se encogió de hombros y, sin mirar en derredor, se puso su chaquetón, con el evidente deseo de mostrarse entero. Pero sus labios temblaron de pronto y, reprochándose su propia debilidad, rompió a llorar como lloran los hombres maduros y sanguíneos. La gente comenzó a hablar en voz alta y Pierre creyó que lo hacían para sofocar los propios sentimientos de piedad.

–Es el cocinero de no sé qué príncipe...

–Está visto, musiú, que la salsa rusa les resulta agria a los franceses... Le ha dejado mal gusto de boca– dijo un funcionario de arrugado rostro que estaba junto a Pierre cuando el azotado comenzó a llorar.

El funcionario miró en derredor para comprobar el efecto que hacía su broma; algunos rieron, otros siguieron mirando asustados al verdugo, que estaba desnudando al segundo condenado.

Pierre resopló, frunció el ceño y se volvió a toda prisa al coche sin dejar de murmurar palabras sin sentido. A lo largo del camino se estremeció varias veces y lanzó algunas exclamaciones en voz alta, hasta que el cochero le preguntó:

–¿Manda algo, Excelencia?

–Pero, ¿adonde vas?– gritó Pierre al cochero, que entraba en la Lubianka.

–¿No me ordenó que fuéramos a la residencia del general gobernador?

–¡Idiota! ¡Bruto!– gritó Pierre, llenando de insultos al cochero, cosa que hacía raras veces. —¡Te dije que a casa! ¡Y deprisa, estúpido! Tengo que salir hoy mismo– añadió ya para sí mismo.

El espectáculo de los franceses azotados y de la muchedumbre, que presenciaba el castigo, lo había llevado a la conclusión de que no podía permanecer más tiempo en Moscú; estaba decidido a salir cuanto antes para el ejército y le parecía haber dicho al cochero sus intenciones o que el cochero debería haberlas adivinado.

Al llegar a casa avisó a Eustáfíevich, el otro cochero que lo sabía todo, lo entendía todo y era conocido por todo Moscú, de que aquella misma noche iba a salir para Mozhaisk, al ejército, y que debía mandar allí sus caballos de silla. No era posible hacerlo todo en el mismo día y, siguiendo el consejo de Eustáfievich, Pierre hubo de retrasar la partida para el día siguiente, a fin de preparar los tiros de repuesto.

Después de unos días de mal tiempo, el 24 amaneció sereno y, después del almuerzo, Pierre salió de Moscú. Por la noche, al cambiar los caballos en Perjúshkovo, Pierre supo que esa misma tarde tuvo lugar una importante batalla. Contaban que allí, en Perjúshkovo, la tierra había temblado con el estruendo de los cañonazos. Pierre preguntó quién había sido el vencedor, pero nadie le supo responder. (Se trataba de la batalla de Shevardinó, librada el día 24.) Al amanecer Pierre llegó a Mozhaisk.

Todas las casas de Mozhaisk estaban ocupadas por las tropas, y en la posada, donde encontró a su caballerizo y al cochero, no quedaba sitio: todo estaba lleno de oficiales.

En Mozhaisk y más allá no se veían más que soldados por todas partes, a pie o montados: cosacos, infantería, carros, armones y piezas artilleras. Pierre tenía prisa en avanzar, y cuanto más se alejaba de Moscú y más se sumergía en aquel mar de tropas, más crecía su inquietud, su impaciencia y una sensación nueva, jubilosa, no experimentada antes. Era un sentimiento parecido al que había experimentado en el palacio de Slobodski el día de la llegada del Emperador: el sentimiento de que era preciso emprender algo y sacrificar algo. Le resultaba agradable ahora comprender que todo cuanto hace la felicidad humana, las comodidades de la vida, las riquezas y la vida misma no era nada en comparación con... ese algo. Pierre no podía darse cabal cuenta. No trataba de buscar explicación por quién y para qué se sentía tan inclinado a sacrificarlo todo. No lo preocupaba el móvil del sacrificio, sino el sacrificio en sí era el que despertaba aquel sentimiento jubiloso y nuevo.

XIX

El día 24 tuvo lugar la batalla del reducto de Shevardinó: el 25 no se cruzó ni un solo disparo y el 26 se libró la batalla de Borodinó.

¿Para qué y cómo se dieron y aceptaron las batallas de Shevardinó y Borodinó? ¿Para qué tuvo lugar esta última? Carecía de todo sentido tanto para los franceses como para los rusos. Su inmediato resultado fue y tenía que ser la próxima caída de Moscú (lo que temían los rusos más que ninguna otra cosa en el mundo); y para los franceses, la cercana pérdida de todo su ejército (lo que también temían más que nada). Ese resultado era evidente ya entonces; y, sin embargo, Napoleón no evitó la batalla y Kutúzov la aceptó.

Diríase que para Napoleón, después de haber recorrido dos mil kilómetros por el interior del país, debía de ser evidente que, aceptando la batalla, corría el riesgo de perder una cuarta parte de su ejército e ir a una derrota segura. Para Kutúzov debía de ser igual de evidente que al aceptar la batalla y arriesgar él también otra cuarta parte de su ejército, la pérdida de Moscú era indudable. Para Kutúzov, era una evidencia matemática, la misma evidencia que tendría si jugando a las damas tuviera un peón de menos y siguiera cambiando: en este caso la derrota sería segura y, por tanto, no debería cambiar.

Cuando mi adversario tiene dieciséis fichas y yo catorce, sólo soy más débil que él en la proporción de un octavo; pero cuando hayamos cambiado ambos otras trece piezas, él será tres veces más fuerte que yo.

Antes de la batalla de Borodinó, las fuerzas rusas estaban, aproximadamente, en la proporción de cinco a seis con respecto a las del enemigo; después de la batalla quedaron en la proporción de uno a dos: es decir, antes de la batalla eran cien mil contra ciento veinte mil; después, cincuenta contra cien. Y, sin embargo, el inteligente y experto Kutúzov aceptó la batalla y el genial adalid —así llaman a Napoleón– la libró, perdiendo la cuarta parte de su ejército y alargando aún más su línea de comunicaciones. Si dijeran que ocupando Moscú, como ocurrió con Viena, Napoleón pensaba poner fin a la campaña, las pruebas que se pueden oponer son muchas. Cuentan los historiadores que Napoleón, ya en Smolensk, quiso detenerse, que comprendía el peligro de alargar sus comunicaciones y sabía que la ocupación de Moscú no significaba el término de la campaña, porque después de lo de Smolensk veía en qué estado le dejaban las ciudades rusas y tampoco recibía respuesta alguna a sus repetidas manifestaciones de que deseaba iniciar conversaciones.

Dando y aceptando la batalla de Borodinó, Napoleón y Kutúzov procedían de un modo insensato, no eran dueños de sus actos; y los historiadores, basándose en hechos consumados, han aportado pruebas hábilmente trenzadas para demostrar la previsión y el genio de los caudillos que, de todos los instrumentos inconscientes de los acontecimientos mundiales, fueron los más dóciles y menos conscientes.

Los antiguos nos dejaron modelos de poemas heroicos en los que los héroes acaparan todo el interés de la historia; y no acabamos de habituarnos a que en nuestros tiempos carezca de sentido ese tipo de historia.

Para la otra pregunta: ¿cómo se libraron las batallas de Borodinó y la de Shevardinó, que la precedió?, también existe una explicación definida, conocida de todos y absolutamente falsa. Los historiadores se muestran unánimes en describir los acontecimientos de la siguiente manera:

Después de su retirada de Smolensk, el ejército ruso buscaba la posición más ventajosa para la batalla campal y la encontró, al parecer, en las cercanías de Borodinó.

Los rusos, al parecer, fortificaron con anterioridad tal posición, a la izquierda del camino de Moscú a Smolensk, casi en ángulo recto, entre Borodinó y Utitsa, en el mismo lugar donde se desarrolló la batalla.

Delante de esta posición se dispuso, al parecer, una avanzada sobre la altura de Shevardinó, con el fin de vigilar al enemigo; el día 24 Napoleón atacó y tomó esa avanzada; el 26 se lanzó contra todo el ejército ruso dispuesto en el campo de Borodinó.

Eso es lo que escriben los historiadores, y todo es absolutamente inexacto, como podrá comprobarlo fácilmente quien desee penetrar en el sentido de la acción.

Los rusos no buscaron la mejor posición: todo lo contrario, durante la retirada abandonaron posiciones mucho mejores que la de Borodinó; y no se detuvieron en ninguna de ellas porque Kutúzov no quería aceptar una posición que él no habría escogido y porque la batalla campal no parecía aún inevitable; además no tenía fuerzas suficientes, ya que Milorádovich se retrasaba con sus milicias, aparte de otras innumerables causas. El hecho es que ciertas posiciones anteriores a la de Borodinó (donde se libró la batalla) no sólo eran mejores sino que ni siquiera podían llamarse posiciones; no eran ni más ni menos que cualquier otro lugar del Imperio ruso que pudiera señalarse por casualidad con un alfiler sobre el mapa.

Los rusos, lejos de fortificar las posiciones del campo de Borodinó, a la izquierda y en ángulo recto del camino (es decir, donde tuvo lugar la batalla), no pensaron siquiera, hasta el 25 de agosto de 1812, que el encuentro pudiera ocurrir en aquel lugar. Una prueba de ello, en primer lugar, es que al día 25 no había obras de defensa en aquel punto y las que se iniciaron el 25 no estaban terminadas el 26; otra prueba es la situación del reducto de Shevardinó, situado delante del lugar donde se libró la batalla, elección carente de todo sentido. ¿Por qué fue mejor fortificado ese reducto que cualquier otro lugar? ¿Por qué lo defendieron el día 24 hasta muy avanzada la noche, realizando los máximos esfuerzos y perdiendo seis mil hombres? Para observar al enemigo era más que suficiente una patrulla de cosacos. La tercera prueba de que no se había previsto la posición donde tuvo lugar la batalla y de que el reducto de Shevardinó no era su punto avanzado es que Barclay de Tolly y Bagration estaban convencidos, hasta el día 25, de que ese reducto constituía el flanco izquierdode la posición y que el propio Kutúzov, en su informe escrito bajo la impresión de la batalla, calificó el reducto de Shevardinó como flanco izquierdo de la posición. Sólo mucho más tarde, cuando, ya con tiempo, se escribieron circunstanciados partes de la batalla, se inventó (seguramente para justificar los errores del general en jefe, que siempre debe ser infalible) la extraña y errónea afirmación de que el reducto servía de puesto avanzado (cuando era un punto fortificado del flanco izquierdo) y que la batalla de Borodinó había sido aceptada por los rusos en una posición fortificada y escogida de antemano, cuando en realidad ocurrió en un lugar imprevisto y apenas fortificado.

De hecho, las cosas ocurrieron del siguiente modo: la posición se eligió a lo largo del Kolocha, río que divide el camino general no en ángulo recto, sino agudo, de manera que el flanco izquierdo estaba en Shevardinó y el derecho en las cercanías de la aldea de Novóie; el centro se hallaba en Borodinó, en la confluencia de los ríos Kolocha y Voina. Esta posición, cubierta por el Kolocha, corresponde a un ejército cuyo objetivo es detener a un enemigo que avanza sobre Moscú por el camino de Smolensk. Cosa evidente para quien mire el campo de Borodinó, como dicen, olvidando cómo se desarrolló la batalla.

Napoleón, que había alcanzado el día 24 la aldea de Valúievo, no descubrió (dicen las historias) las posiciones rusas de Utitsa a Borodinó (no podía verlas, puesto que no existían). No descubrió tampoco el puesto avanzado del ejército ruso, pues, persiguiendo la retaguardia rusa en el flanco izquierdo, se encontró con el reducto de Shevardinó y, de un modo completamente inopinado para los rusos, hizo pasar sus tropas al otro lado del Kolocha. Los rusos, sin tiempo para disponer la batalla campal, retiraron su ala izquierda de la posición que tenían el propósito de ocupar y en cambio ocuparon otra que no estaba ni prevista ni fortificada. Con su paso a la orilla izquierda del Kolocha, siempre a la izquierda del camino, Napoleón desplazó toda la futura batalla de derecha a izquierda (con respecto a los rusos) y la situó entre Utitsa, Semiónovskoie y Borodinó (en un campo que nada tenía de ventajoso como posición y donde iba a desarrollarse toda la batalla del día 26).

Si en la tarde del día 24 Napoleón no hubiera llegado al Kolocha y no hubiera aplazado el ataque hasta la mañana siguiente, nadie habría puesto en duda que el reducto de Shevardinó era el flanco izquierdo de la posición rusa, y la batalla se habría producido tal como se esperaba. En ese caso se habría defendido, probablemente, con mayor tesón aún el reducto de Shevardinó, como flanco izquierdo ruso; se habría atacado a Napoleón en el centro o en la derecha y la batalla campal habría tenido lugar el día 24 en una posición fortificada y prevista. Pero como el ataque al flanco izquierdo ruso se produjo por la tarde, tras el repliegue de la retaguardia, es decir, inmediatamente después del combate de Gridnieva, y como los jefes rusos no podían o no tuvieron tiempo de librar la batalla decisiva en la tarde del 24, la primera y principal fase de la batalla de Borodinó estaba ya perdida desde el 24 y había de llevar a la derrota, que tuvo lugar el día 26.

Tras la pérdida del reducto de Shevardinó, en la mañana del día 25, había quedado al descubierto el flanco izquierdo y los rusos se vieron obligados a replegar el ala izquierda y fortificarla precipitadamente, estuviera donde estuviese.

Pero, además, el 26 de agosto las tropas rusas estaban al abrigo de fortificaciones débiles y no acabadas. El inconveniente de esa situación se agravó porque los generales rusos no tuvieron en cuenta un hecho ya consumado (la pérdida de la posición en el flanco izquierdo y el desplazamiento de todo el futuro campo de batalla de derecha a izquierda) y mantuvieron sus extendidas posiciones desde la aldea Novóie hasta Utitsa, que los obligó, en plena batalla, a mover sus tropas de derecha a izquierda. Así pues, la batalla de Borodinó no se produjo como se ha descrito (con intención de ocultar los errores de los generales y disminuyendo, por lo mismo, la gloria del ejército y del pueblo ruso). La batalla de Borodinó no se dio en una posición escogida y fortificada, con fuerzas muy inferiores por parte de los rusos; la batalla de Borodinó, debido a la pérdida del reducto de Shevardinó, tuvo que ser aceptada por los rusos en campo abierto, en un lugar apenas fortificado, con fuerzas dos veces inferiores a las francesas, es decir, en unas condiciones en que resultaba inconcebible no sólo combatir durante diez horas y dejar la batalla indecisa, sino evitar durante tres horas la derrota completa y la desbandada del ejército.

XX

El 25 por la mañana Pierre salió de Mozhaisk. En la abrupta y empinada cuesta que llevaba fuera de la ciudad, y ante la catedral, situada a la derecha de la cumbre, cuyas campanas anunciaban los oficios religiosos, Pierre descendió del coche y siguió a pie. Detrás bajaba un regimiento de caballería precedido de sus cantores. A su encuentro subía un convoy de carros con los heridos de la acción del día anterior. Los conductores, todos mujiks, gritaban y fustigaban a los caballos, pasando de un lado a otro. Los carros, cada uno con tres o cuatro heridos, unos echados y otros sentados, saltaban sobre las piedras que hacían de aceras en la acentuada pendiente. Los heridos, envueltos en trapos, pálidos, con los labios apretados y el ceño fruncido, se sujetaban al borde de los carros, saltaban y chocaban en los carros unos contra otros. Casi todos se quedaban mirando con curiosidad infantil e ingenua el sombrero blanco y el verde frac de Pierre.

El cochero de Pierre increpaba enfadado a los convoyes de heridos para que se mantuviesen unos tras otros. El regimiento de caballería, que bajaba desde la montaña con sus cantores, alcanzó el carruaje de Pierre, estrechando todavía más el paso. Pierre se detuvo, pegándose al borde mismo del camino excavado en la montaña. El sol no llegaba por la vertiente abrupta, hacía frío y el ambiente era húmedo. Sobre la cabeza de Pierre brillaba una clara mañana de agosto y se oía el alegre repicar de las campanas. Un carro de heridos se detuvo en el borde del camino, al lado mismo de Pierre. El carretero, un mujik calzado con lapti, acudió resoplando a su carro, puso una piedra bajo las ruedas traseras sin llantas y se dedicó al arreglo de los arreos de su caballejo. Un viejo soldado herido, con el brazo vendado, que iba tras el carro, se agarró con la mano sana y se volvió a Pierre.


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