Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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En contraste con la angustia que se percibía entre los soldados de la infantería de cobertura, en la batería, donde trabajaba un pequeño grupo de hombres, aislados de los demás por la zanja, reinaba una animación común y como familiar, que unía a todos.
La aparición de Pierre, con su figura corpulenta y tan poco militar, tocado con aquel sombrero blanco, al principio sorprendió desagradablemente a los artilleros. Los soldados, al pasar delante de él, lo miraban con extrañeza y hasta con cierto temor. El oficial jefe de la batería, un hombre alto, picado de viruelas y con largas piernas, se acercó a Pierre, como si fuera a examinar un cañón situado al borde, y lo miró con curiosidad.
Otro oficial, muy joven, de cara redonda, casi un niño, recién salido, probablemente, de la academia, que ponía toda su alma en atender los dos cañones que se le habían confiado, se acercó con aire severo a Pierre y le dijo:
–Perdone, señor, pero le ruego que deje libre el paso; aquí no se puede estar.
Los soldados, al principio, lo miraban también con desagrado, pero cuando se convencieron de que aquel hombre de sombrero blanco no hacía nada malo y permanecía tranquilamente sentado al borde del terraplén, o con tímida sonrisa dejaba cortésmente pasar a los soldados, iba y venía por la batería al alcance de las balas, con la misma calma como si estuviera en un parque, aquel sentimiento de hostil perplejidad hacia él fue transformándose poco a poco en una cariñosa y burlona simpatía, semejante a la que sienten los soldados hacia los animales, perros, gallos, cabras, etcétera, que viven en las unidades. Admitieron mentalmente a Pierre en su familia y le dieron el sobrenombre de "nuestro señor”. Hablando de él reían cariñosamente y bromeaban a su costa.
Una granada se hundió a dos pasos de Pierre, quien, sacudiéndose la tierra del traje, miró en derredor sonriendo.
–¿Cómo es que no tiene usted miedo, señor?– le preguntó un soldado de anchos hombros y dientes muy blancos y fuertes que brillaban en medio de su rostro colorado.
–¿Acaso lo tienes tú?– preguntó a su vez Pierre.
–¿Y quién no lo tiene?– respondió el soldado. —Las balas no respetan a nadie. Como acierte, te saca las tripas fuera. ¿Cómo no vas a tenerle miedo?– dijo riendo.
Algunos soldados de rostros alegres y cariñosos rodearon a Pierre. Al parecer, no esperaban que hablara como todos, y ese descubrimiento los alegró.
–¡Nosotros somos soldados! Pero es raro ver a un señor aquí. ¡Vaya con el señor!
El oficial jovencito gritó a los soldados que rodeaban a Pierre:
–¡A vuestros puestos!
Era evidente que aquel joven oficial cumplía sus funciones por primera o segunda vez; de ahí su empeño en mostrarse exacto y formulista ante sus subordinados y superiores.
Sobre toda la extensión del campo se intensificaba el tronar de los cañones y las descargas de fusilería, especialmente a la izquierda, en las posiciones defendidas por Bagration. Pero desde el sitio donde estaba Pierre nada se podía distinguir, por la intensa humareda. Además, el interés de Pierre estaba concentrado en observar al grupo de hombres (separado de todos los demás) que estaban en la batería. La primera excitación alegre e inconsciente que le causó el aspecto y los ruidos del campo de batalla dio paso a otros sentimientos, sobre todo desde que viera al solitario soldado muerto en el pequeño prado. Ahora, sentado en el borde de la fortificación, contemplaba las caras de los hombres que lo rodeaban.
Hacia las diez ya habían tenido que llevarse a unos veinte hombres de la batería y dos cañones estaban destrozados. Los proyectiles caían allí cada vez con mayor frecuencia y llegaban, silbando, balas perdidas; pero los hombres de la batería no les prestaban atención; por doquier seguían las bromas y las conversaciones alegres.
–¡Eh, atención!– gritó un soldado al oír que una granada se acercaba silbando.
–No es para nosotros. Es para la infantería– gritó otro riendo por encima del parapeto, dándose cuenta de que la granada había pasado de largo y caía entre las tropas de cobertura.
–Qué, ¿la conoces? —preguntó burlón un soldado a un campesino, que se había inclinado al oír el zumbido del proyectil.
Algunos soldados se reunieron junto al terraplén para ver qué ocurría delante.
–Han retirado las avanzadas– dijo uno, señalando por encima del parapeto. —Se están replegando.
–¡Vosotros a lo vuestro!– gritó un viejo suboficial. —Si se repliegan es porque tendrán que hacer algo allí.
Agarró a un soldado por los hombros y lo empujó con la rodilla. Se oyeron risas.
–¡Al quinto cañón! ¡A recuperarlo!– gritó una voz desde el extremo de la batería.
–¡Todos a una! ¡Todos a la vez!– se oyeron las alegres voces de los que cambiaban la posición de la pieza.
–Por poco se llevan el sombrero de nuestro señor– dijo el soldado bromista de rostro colorado, enseñando los dientes. —¡Qué malvada!– añadió enfadado, refiriéndose a una granada que había dado de lleno en una rueda y en la pierna de un compañero.
–¡Eh, vosotros, los listos!– reía otro soldado, señalando a los milicianos que entraban agachados en la batería para llevarse a los heridos. —¿Tenéis miedo, cuervos?
–¡Eh, cuervos!– gritaron otros a los que vacilaban delante de un artillero con la pierna segada por un proyectil. ¿No os gustan nuestras gachas?
–Bien se ve que no les gustan nada– comentaron algunos riéndose de los milicianos.
Pierre se dio cuenta de que después del estallido de cada proyectil y cada baja la animación de los soldados iba en aumento.
Como brotando de una nube borrascosa, se encendía en los rostros de todos aquellos hombres cada vez con mayor frecuencia y mayor claridad (como para contrarrestar lo que estaba sucediendo) la luz de un fuego oculto que se avivaba más y más.
Pierre no contemplaba ya el campo de batalla ni sentía interés por lo que ocurría allí; estaba absorto por completo en la contemplación de ese fuego que iba en aumento y (lo sentía) había prendido también en su ánimo.
A las diez se replegó la infantería que estaba delante de los cañones, entre las matas y a orillas del riachuelo de Kámienka. Desde lo alto de la batería se los veía retroceder llevando a los heridos sobre los fusiles. Un general llegó al túmulo con su séquito y, después de hablar con el coronel y dirigir a Pierre una iracunda mirada, volvió a bajar del altozano y ordenó a las tropas de cobertura situadas detrás de la batería que se echaran al suelo con el fin de no ser tan vulnerables a los proyectiles. A continuación, a la derecha de la batería, se oyeron redobles de tambor, voces de mando, y los soldados avanzaron.
Pierre miró por encima del parapeto. Le llamó especialmente la atención una cara. Se trataba de un oficial, muy pálido y joven, vuelto de espaldas hacia los soldados, que miraba inquieto en torno con la espada bajada en la mano.
La infantería desapareció entre la humareda y se oyeron sus prolongados gritos y continuas descargas de fusilería. Pasados unos minutos sacaron de allí gran número de heridos y parihuelas. Los proyectiles caían en la batería con mayor frecuencia; algunos soldados yacían en el suelo. Junto a los cañones, los servidores se movían con más animación aún; nadie se fijaba ya en Pierre. Un par de veces le gritaron coléricos que se apartara del camino. El jefe de la batería, con las cejas fruncidas, pasaba de una pieza a otra, a grandes zancadas. El oficialito joven, más encendido aún, seguía dando órdenes a los soldados, con mayor celo que antes. Los artilleros se pasaban de unos a otros las cargas y cumplían su misión con tensa bravura. Saltaban como movidos por resortes.
La nube que amenazaba tormenta se había acercado y en todos los rostros ardía aquel fuego cuyo estallido esperaba Pierre; ahora de pie junto al jefe de la batería oyó que el oficial jovencito, con la mano en la visera, decía:
–Mi coronel, tengo el honor de comunicarle que no tenemos ya más que ocho cargas. ¿Ordena que continuemos el fuego?
–¡Metralla!– gritó el jefe, sin contestar a la pregunta del oficial. Y siguió mirando por encima del parapeto.
De pronto sucedió algo: el joven oficial dio un grito y, encogiéndose, cayó sentado en la tierra, como un pájaro herido en pleno vuelo. Todo le pareció a Pierre extraño, confuso y sombrío.
Los proyectiles zumbaban unos tras otros y hacían blanco en el parapeto, en los soldados y en los cañones. Pierre, que antes no oía aquellos ruidos, no percibía ahora otra cosa. De un lado de la batería, hacia la derecha, corrían unos soldados con “¡hurras!” clamorosos, pero no iban hacia delante, sino que retrocedían, según le pareció a Pierre.
Un proyectil hizo blanco en el borde del parapeto, cerca del sitio donde estaba Pierre, levantando una nube de tierra. Delante de él pasó una bola negra y se incrustó en algo. Los milicianos que habían entrado en la batería retrocedieron corriendo.
El jefe gritó:
–¡Fuego de metralla!
Un suboficial se acercó al coronel y, con un cuchicheo espantado (como hace un mayordomo al anunciar a su señor que ya no queda más vino de la marca que pide), le dijo que se habían acabado las cargas.
–¡Lo que están haciendo esos canallas!– gritó el coronel, volviéndose a Pierre.
Tenía la cara sudorosa y encendida; los ojos le brillaban bajo las cejas fruncidas.
–¡Corre a las reservas!– gritó a un soldado, evitando mirar a Pierre con ira. —¡Trae cajas de municiones!
–Yo iré– dijo Pierre.
Sin contestarle, el coronel avanzó a grandes zancadas hasta el otro extremo de la batería.
–¡No disparéis!... ¡Esperad!– ordenó.
El soldado a quien había mandado en busca de municiones tropezó con Pierre.
–¡Eh, señor, éste no es sitio para usted!– dijo, y emprendió la carrera cuesta abajo.
Pierre corrió tras el soldado, dando un rodeo para evitar el sitio donde yacía el joven oficial.
Tres proyectiles, uno tras otro, volaron encima de él y cayeron delante, por los lados y detrás. Pierre bajó corriendo. “¿Adonde voy?", pensó de pronto cuando llegaba a las verdes cajas. Se detuvo vacilante, preguntándose si debía volver o seguir adelante. De pronto, una sacudida terrible lo tiró al suelo. Al mismo tiempo cegó sus ojos el resplandor de una gran llamarada y un estampido ensordecedor fue seguido de varias explosiones. Cuando volvió en sí, estaba sentado apoyándose con las manos en la tierra; la caja de municiones que tan cerca tenía ya no estaba; sólo quedaban algunas tablas quemadas y trapos sobre la hierba renegrida. Arrastrando los restos de las varas, un caballo salió corriendo; el otro yacía igual que Pierre en la tierra y gañía de modo prolongado y estridente.
XXXII
Pierre, horrorizado, sin darse cuenta de la realidad, se puso en pie de un salto y echó a correr hacia la batería, como el único refugio que podía salvarlo de todos los horrores que lo rodeaban.
Cuando entró en la trinchera se dio cuenta de que allí no sonaban disparos, pero que unos hombres hacían algo. No tuvo tiempo de comprender quiénes eran. Vio al coronel que, de bruces sobre el parapeto, parecía mirar allá abajo. Un soldado, que recordaba de antes, intentaba deshacerse de otros hombres que lo rodeaban sujetándolo por el brazo y gritaba: “¡Hermanos!". Vio también otras cosas extrañas.
Pero no le dio tiempo de comprender que el coronel estaba muerto, que quien gritaba "¡hermanos!” era un prisionero y que ante sus ojos habían matado a otro soldado de un bayonetazo en la espalda. En cuanto entró en el recinto de la batería, un hombre delgado, de rostro amarillo, sudoroso, con uniforme azul y con la espada en la mano se adelantó hacia él gritando algo. Con un instintivo movimiento de defensa, procurando evitar el choque, pues ambos corrían sin verse, Pierre agarró a ese hombre (un oficial francés) por el cuello y el hombro. El oficial dejó caer la espada y sujetó a Pierre por el cuello.
Durante varios segundos se contemplaron con ojos asustados y confusos, sin saber qué habían hecho ni qué debían hacer. "¿Soy yo el prisionero o es él?”, pensaba cada uno de ellos. Pero el oficial francés debió de creer que el prisionero era él, porque la mano fuerte de Pierre, impulsada por el involuntario miedo, lo apretaba cada vez más. El francés quiso decir algo cuando un proyectil silbó de manera espantosa a baja altura, por encima de los dos, y Pierre tuvo la sensación de que se había llevado la cabeza del contrario por la rapidez con que éste la inclinó.
También Pierre se agachó y soltó al oficial francés. Sin pensar más en quién era el prisionero, el francés corrió atrás, a la batería; Pierre fue cuesta abajo, tropezando a cada paso con muertos y heridos que, según le parecía, lo agarraban por las piernas. Aún no había llegado al llano cuando se dio cuenta de que venía a su encuentro una compacta masa de soldados rusos; subían rápidamente hacia la batería, caían, tropezaban y lanzaban gritos jubilosos. (Se trataba del famoso ataque cuya gloria se atribuyó Ermólov, asegurando que sólo su valor y la suerte fueron los causantes de un acto tan heroico. En ese ataque, se decía, esparcía sobre el túmulo las cruces de San Jorge que llevaba en el bolsillo.)
Los franceses que se habían apoderado de la batería huyeron. Los rusos, entre clamorosos "¡hurras!”, rechazaron al enemigo tan lejos de la batería que fue difícil contenerlos.
Retiraron de la batería a los prisioneros, entre los cuales había un general francés herido al que rodearon los oficiales. Una muchedumbre de soldados heridos (unos conocidos de Pierre y otros no), rusos y franceses, con las caras desencajadas por el dolor, andaban, se arrastraban o eran llevados en camillas fuera de la batería. Pierre subió al túmulo, donde estuvo más de una hora sin poder encontrar a ninguno de los miembros de aquella familia que poco antes lo había adoptado. Eran muchos los muertos desconocidos, pero pudo identificar a unos cuantos; el joven oficial seguía sentado y encogido como antes, al borde del parapeto, en medio de un charco de sangre. El soldado de la cara colorada se movía aún, pero no lo retiraban.
Pierre corrió hacia abajo.
“Ahora cesará todo; se horrorizarán de lo que han hecho”, pensaba mientras seguía, sin objeto determinado, tras las filas de camillas que se alejaban del campo de batalla.
El sol, velado por la humareda, estaba todavía alto; a la izquierda, sobre todo en dirección a Semiónovskoie, algo ocurría entre el humo. El trueno continuo de las descargas de fusilería y los cañonazos, en vez de disminuir, aumentaba desesperadamente, como un hombre que grita agotando sus últimas fuerzas.
XXXIII
La acción principal de la batalla tuvo lugar en un espacio de dos kilómetros y medio, entre Borodinó y las fortificaciones de Bagration. (Fuera de ese espacio, hacia el mediodía, los rusos pusieron en acción la caballería de Uvárov; por otra parte, más allá de Utitsa, se produjo el choque de Poniatowski con Tuchkov, pero fueron dos acciones aisladas y débiles en comparación con lo que estaba ocurriendo en el centro del campo de batalla.)
Entre Borodinó y las fortificaciones de Bagration, cerca del bosque, en un terreno descubierto y visible por ambas partes, la acción principal de la batalla se desenvolvió del modo más sencillo y sin artificio alguno. La batalla comenzó por un cañoneo recíproco de cientos de cañones.
Luego, cuando el humo se hubo extendido por todo el campo, protegidas por ello, a la derecha (del lado de los franceses), las divisiones de Dessaix y Compans atacaron las fortificaciones izquierdas rusas; y por la izquierda, los regimientos del virrey avanzaron sobre Borodinó.
El reducto de Shevardinó, donde se encontraba Napoleón, estaba a un kilómetro de las fortificaciones rusas y a más de dos, en línea recta, de Borodinó. Por eso, Napoleón no podía ver lo que estaba sucediendo allí, tanto más que el humo de las descargas, confundiéndose con la niebla, lo cubría todo. Los soldados de la división de Dessaix, que avanzaban hacia las primeras posiciones rusas, sólo fueron visibles cuando descendieron al barranco que los separaba de las fortificaciones rusas. Después, el humo de la fusilería y artillería se hizo en esas posiciones tan denso que ocultó por completo la otra vertiente del barranco. A través del humo podía distinguirse algo negro, probablemente soldados, y, a veces, el resplandor de las bayonetas. Pero desde el reducto de Shevardinó era imposible distinguir si avanzaban o estaban inmóviles, si eran rusos o franceses.
El sol se levantó luminoso y lanzaba sus rayos oblicuos directamente al rostro de Napoleón, que miraba las fortificaciones protegiéndose los ojos con la mano. El humo cubría las posiciones contrarias, y tan pronto parecía que era el humo el que se movía como que eran soldados los que avanzaban. De vez en cuando, entre el ruido de las descargas, se oían gritos, pero era imposible comprender lo que ocurría.
Napoleón, de pie en el altozano, miraba a través de un anteojo; por el pequeño objetivo veía humo y hombres: unas veces los suyos y otras los rusos. Pero al mirar a simple vista no se daba cuenta de dónde estaba lo que acababa de ver.
Bajó del túmulo y se puso a caminar de un lado a otro.
De cuando en cuando se detenía a escuchar el cañoneo y volvía los ojos hacia el campo de batalla.
Era imposible comprender lo que sucedía; no ya desde el sitio donde se hallaba Napoleón, ni desde el túmulo donde estaban algunos de sus generales, sino en las mismas avanzadas, donde tan pronto se veían, juntos como separados, rusos y franceses, soldados muertos y vivos, hombres espantados o enloquecidos. Durante varias horas, entre ininterrumpidas descargas de fusiles y cañones, tan pronto aparecían los rusos en aquel lugar como los franceses; bien soldados de infantería como de caballería. Aparecían, disparaban, chocaban unos contra otros, gritaban y retrocedían sin saber qué hacer.
Desde el campo de batalla galopaban continuamente hacia Napoleón los ayudantes que él había mandado y oficiales de órdenes de sus mariscales, que le traían informes sobre la marcha de los acontecimientos. Informes que eran falsos en su totalidad, pues en plena batalla es imposible decir qué ocurre en un momento determinado, además de que muchos de aquellos ayudantes no llegaban al verdadero terreno del combate, sino que transmitían lo que habían oído a otros, y aparte de que, mientras recorrían los dos o tres kilómetros que los separaban de Napoleón, las circunstancias habían cambiado y la noticia que llevaban ya era falsa. Un ayudante llegó de parte del virrey anunciando la caída de Borodinó y el puente de Kolocha en manos francesas. Preguntó a Napoleón si daba la orden de atravesar el río. El Emperador ordenó que sus tropas se situaran en la otra orilla y esperaran allí. Pero no sólo cuando Napoleón daba esa orden, sino también cuando el ayudante salía de Borodinó, el puente había sido recobrado de nuevo por los rusos, que lo habían incendiado, hecho en el cual había participado Pierre al comienzo mismo de la batalla.
Otro ayudante, pálido y asustado, anunció a Napoleón que el ataque de las fortificaciones había sido rechazado, que Compans fue herido y Davout muerto. En realidad, mientras comunicaban esto al ayudante ese sector fue conquistado por otra unidad y Davout no estaba más que ligeramente herido. Guiándose por esos falsos informes, Napoleón daba órdenes que ya habían sido cumplidas antes de que él las hubiera dado o que no podían llevarse a cabo.
Los mariscales y generales que estaban más cerca del campo de batalla pero que, como Napoleón, no intervenían en ella y sólo raras veces se ponían al alcance de las balas tomaban decisiones sin consultar para nada al Emperador hacia dónde y desde dónde debían disparar, hacía dónde debía dirigirse la caballería y en qué dirección debían huir los soldados. Pero esas órdenes, igual que las de Napoleón, se ejecutaban pocas veces y muy parcialmente. De ordinario, ocurría lo contrario de lo que habían ordenado. Los soldados a los que se mandaba avanzar, al verse bajo el fuego de metralla retrocedían rápidamente; los que tenían orden de permanecer en sus puestos, cuando veían aparecer inesperadamente a los rusos, unas veces retrocedían y otras se echaban adelante, y la caballería francesa perseguía al enemigo sin haber recibido orden de hacerlo. Así, dos regimientos de caballería atravesaron el barranco de Semiónovskoie y, apenas subieron la pendiente opuesta, volvieron grupas a todo correr y regresaron a sus posiciones. Lo mismo hacían los soldados de infantería, avanzando a veces hacia un punto completamente distinto del que se les había ordenado.
Todas las órdenes para mover los cañones, desplazar las tropas de infantería, disparar o lanzar la caballería contra los rusos procedían de los jefes de unidad, que no pedían consejo, no ya a Napoleón, sino ni siquiera a Ney, Davout o Murat.
No tenían miedo al castigo por no cumplir una orden o haberla dado por su propia iniciativa, puesto que en un combate está en juego lo que el hombre más aprecia: su propia vida, y unas veces parece que la salvación está en la fuga y otras en el avance. Esos hombres procedían de acuerdo con el momento presente en el ardor de la pelea; y, en realidad, todos esos movimientos hacia delante y hacia atrás no mejoraban ni empeoraban la situación. Todas aquellas incursiones y choques recíprocos apenas los perjudicaban, ya que el daño, la muerte y la mutilación los causaban los proyectiles y las balas que volaban por todo el espacio donde esos hombres se movían alocadamente. Tan pronto como salían del espacio donde volaban proyectiles y balas, los jefes que estaban detrás de ellos los reorganizaban, recurriendo a la disciplina, y por el influjo de dicha disciplina los introducían de nuevo en la zona del fuego en la cual (debido al miedo a morir) olvidaban la disciplina y se movían por el casual estado de ánimo de la muchedumbre.
XXXIV
Los generales de Napoleón, Davout, Ney y Murat, se hallaban próximos al fuego y, en ocasiones, intervenían en la batalla y hacían entrar en acción enormes masas de soldados disciplinados. Pero, al revés de lo que había ocurrido en todas las batallas precedentes, en vez de la esperada noticia de la huida del enemigo, las ordenadas masas volvían de allíen desorden y asustadas. Se reorganizaban de nuevo, pero sus filas iban cada vez más diezmadas.
Hacia mediodía Murat envió un ayudante a Napoleón para pedir refuerzos.
Napoleón estaba sentado al pie del túmulo y bebía un ponche cuando el ayudante de Murat se acercó, asegurando que los rusos serían aniquilados si Su Majestad utilizaba otra división.
–¿Refuerzos?– dijo Napoleón con serio estupor, como si no comprendiera semejante palabra, mirando al ayudante, un gallardo joven que lucía sus largos cabellos negros rizados igual que Murat. “¡Refuerzos! —pensó—. ¿Qué refuerzos pueden pedir cuando tienen en sus manos a medio ejército lanzado contra el flanco débil y no fortificado de los rusos?" —Dites au roi de Naples qu’il n'est pas midi et que je ne vois pas encore clair sur mon échiquier. Allez...– dijo gravemente. 433
El gallardo ayudante de los largos cabellos, sin separar su mano de la visera, lanzó un profundo suspiro y volvió al galope hacia el sitio donde mataban hombres.
Napoleón se levantó; hizo llamar a Caulaincourt y Berthier y se puso a charlar con ellos sobre cosas que no tenían relación alguna con la batalla.
En plena conversación, que empezaba a interesar al Emperador, los ojos de Berthier se detuvieron en un general que, con su séquito, galopaba sobre un sudoroso caballo hacia el túmulo. Era Bélliard. Desmontó, se acercó rápidamente a Napoleón y en voz alta, con tono enérgico, le expuso la necesidad de refuerzos. Juraba por su honor que los rusos serían destruidos si el Emperador empeñaba una división más.
Napoleón se encogió de hombros y, sin contestar palabra, siguió paseando. Bélliard, con voz alta y animada, hablaba ahora con los generales del séquito imperial que lo habían rodeado.
–Es usted muy vehemente, Bélliard– dijo Napoleón acercándose de nuevo al general. —Es fácil engañarse en el calor del combate. Vaya a mirar y vuelva para informarme.
Apenas hubo marchado Bélliard, llegaba de otro sector del frente un nuevo enviado.
–Eh bien! qu'est-ce qu'il y a? 434– preguntó Napoleón, con el tono de un hombre irritado por los repetidos impedimentos.
–Sire, le prince...– comenzó el ayudante.
–¿Pide refuerzos?– preguntó Napoleón colérico.
El ayudante inclinó afirmativamente la cabeza y se dispuso a exponer su informe. Pero el Emperador se apartó de él, dio unos pasos, se detuvo y se volvió, llamando a Berthier.
–Hay que dar reservas– dijo, separando un poco los brazos. —¿A quién mandamos? ¿Qué piensa usted?– preguntó a Berthier (a ese oison que j'ai fait aigle, 435como había de llamarlo después).
–Majestad, ¿enviamos a la división de Claparède?– sugirió Berthier, que se sabía de memoria todas las divisiones, regimientos y batallones.
Napoleón asintió con un gesto de la cabeza.
Un ayudante galopó hasta donde se hallaba la división de Claparède. Poco después, la joven Guardia, que se encontraba detrás del túmulo, se puso en movimiento. Napoleón miró en silencio.
–¡No!– dijo inesperadamente a Berthier. —No puedo enviar la división de Claparède. Que vaya la de Friant.
Aunque no existía ventaja alguna en que fuera la división de Friant en vez de la de Claparède, y aun cuando causaba evidentemente una pérdida de tiempo detener a una división ya puesta en marcha para enviar otra, la orden se cumplió fielmente. Napoleón no se daba cuenta de que para sus tropas desempeñaba el papel de un doctor que daña con sus medicinas, papel que él comprendía y censuraba con todo acierto en los demás.
La división de Friant, como las demás, desapareció en la humareda del campo de batalla. De todas partes llegaban ayudantes al galope, y todos, como si se hubiesen puesto de acuerdo, decían lo mismo. Pedían refuerzos porque los rusos no abandonaban sus posiciones y hacían un feu d’enfer 436que mermaba las tropas francesas.
Napoleón permanecía sentado en una silla plegable, sumido en sus pensamientos.
M. de Beausset, aficionado a los viajes y hambriento desde la mañana, se acercó al Emperador y se atrevió a proponerle, con todo respeto, que fuera a almorzar.
–Confío en que ya puedo felicitar a Su Majestad por la victoria– dijo.
Napoleón, sin hablar, negó con la cabeza. Suponiendo que tal gesto se refería a la victoria y no al almuerzo, M. de Beausset se permitió observar con tono frívolo, no falto de respeto, que no hay motivo alguno en el mundo que impida comer cuando hay posibilidad de hacerlo.
–Allez vous... 437– exclamó Napoleón taciturno.
Y le volvió la espalda.
Una feliz sonrisa de sincera pena, contrición y entusiasmo iluminó el rostro de M. de Beausset, que con paso ondulante se retiró hacia el grupo de los generales.
Napoleón experimentaba un penoso sentimiento parecido al que siente un afortunado jugador que dilapida locamente su dinero, ganando siempre, y de improviso —precisamente cuando ha calculado todos los riesgos del juego, todas sus posibilidades– comprende que cuanto más pensada es la jugada, más segura es su pérdida.
Las tropas eran las de siempre; los generales, los preparativos, la orden de operaciones, eran los mismos de otras veces; idéntica la proclamation courte et énergique; y él era el mismo, lo sabía, como sabía que ahora tenía más experiencia y habilidad que en otro tiempo; el enemigo también era el de siempre: el de Austerlitz y Friedland. Pero el temible impulso del brazo alzado caía sin fuerza como por arte de magia.
Todos los procedimientos anteriores, siempre coronados por el éxito: la concentración de baterías sobre un mismo punto, el ataque de la reserva para romper la línea enemiga, la carga de caballería des hommes de fer, 438todo había sido empleado ya; y lejos de proporcionar la victoria, de todas partes llegaban las mismas noticias: generales muertos o heridos, necesidad de refuerzos, imposibilidad de echar a los rusos de sus posiciones y desorganizar sus filas.
Otras veces, después de dos o tres órdenes y unas cuantas frases, los mariscales y edecanes corrían con sus felicitaciones y alegres rostros, anunciándole la captura de cuerpos de ejército completos, des faisceaux de drapeaux et d’aigles ennemies, 439cañones y trenes regimentales; Murat no pedía más que el permiso para lanzar la caballería y apoderarse de todos los servicios de retaguardia. Así había ocurrido en Lodi y en Marengo, en Arcola, en Jena, Austerlitz y Wagram, etcétera. Pero ahora en sus ejércitos estaba sucediendo algo extraño.
A pesar de las noticias que anunciaban la conquista de las fortificaciones rusas, Napoleón veía que aquello era algo muy distinto de lo ocurrido en otras batallas. Se daba cuenta de que todos quienes lo rodeaban, hombres duchos en el arte militar, tenían el mismo sentimiento. Todos esos rostros estaban tristes; evitaban mirarse unos a otros. Sólo De Beausset podía no comprender la importancia de lo que estaba sucediendo; pero Napoleón, con su prolongada experiencia bélica, conocía bien el significado de una batalla no ganada, después de ocho horas de esfuerzo, por el ejército que ataca. Sabía que era un encuentro perdido y, tal como estaban las cosas, la más pequeña casualidad podía significar el fin para él y todo su ejército.
Cuando recordaba aquella extraña campaña de Rusia, en la que no se había ganado una sola batalla, en la cual durante dos meses no se habían tomado ni banderas, ni cañones, ni cuerpos de ejército, cuando veía los rostros preocupados de todos cuantos lo rodeaban y escuchaba sus informes —diciendo que los rusos seguían resistiendo—, se apoderaba de él un terrible sentimiento, semejante al que solía experimentar en sueños. Acudían a su mente todos los desgraciados incidentes que podían acabar con él. Los rusos podían atacar su ala izquierda; podían destruir el centro, una bala perdida podía matarlo a él. Todo era posible. En batallas precedentes no había pensado más que en la posibilidad del éxito; mas ahora imaginaba numerosas probabilidades desgraciadas y no podía por menos de esperarlas todas. Ocurría como en un sueño en el cual un hombre ve a un malhechor que se arroja sobre él y este hombre descarga un golpe terrible sobre el agresor, un golpe, y él lo sabe, capaz de matarlo; pero su mano inerte y sin fuerzas cae como un trapo mientras el horror de una muerte inevitable lo deja indefenso.