Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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Rastopchin se daba cuenta de ello y eso lo irritaba.
El jefe de policía, que había sido detenido por la muchedumbre, entró a ver al conde cuando un ayudante pasaba a decirle que los caballos estaban enganchados y el coche dispuesto. Ambos estaban pálidos. El jefe de policía, en su informe sobre la situación, comunicó al conde que en el patio había una enorme muchedumbre que deseaba verlo.
Rastopchin se levantó sin decir una palabra y, con pasos rápidos, entró en un salón lujoso y lleno de luz. Se acercó al balcón, quiso abrirlo, pero lo pensó mejor y se dirigió a una ventana desde la que veía mejor a la multitud. El mozo alto sobresalía en una de las primeras filas; decía algo con rostro serio y movía mucho los brazos. El herrero de la cara ensangrentada lo acompañaba con aire sombrío. A través de las ventanas cerradas llegaba el rumor de las voces.
–¿Está dispuesto el coche?– preguntó Rastopchin, separándose de la ventana.
–Sí, Excelencia, está dispuesto– contestó el ayudante.
Rastopchin se acercó de nuevo al balcón.
–Pero ¿qué quieren?– preguntó al jefe de policía.
–Excelencia, dicen que se han reunido para ir, según sus órdenes, contra los franceses. Gritan no sé qué sobre los traidores. Pero la gente está revuelta, Excelencia. Me ha costado librarme de ellos... Me permito decirle...
–¡Retírese! No tengo necesidad de que me diga lo que debo hacer– gritó colérico Rastopchin.
De pie, junto a la puerta del balcón, miraba fijamente a la muchedumbre.
“¡Eso es lo que han hecho de Rusia! ¡He aquí lo que han hecho de mí!”, pensó; y en su alma se levantó una cólera irrefrenable contra aquel a quien pudiera imputarse lo que estaba sucediendo. Como ocurre frecuentemente a los hombres coléricos, ya no se dominaba y buscaba todavía el objeto de su ira.
“La voilà, la populace, la lie du peuple, la plèbe qu’ils ont soulevée par leur sottise. Il leur faut une victime”, 479pensó mirando al mozo alto que agitaba los brazos. Y pensó así porque su cólera reclamaba una víctima, un objeto.
–¿Está ya el coche?– preguntó por segunda vez.
–Sí, Excelencia... ¿Qué ordena respecto a Vereschaguin? Está esperando en el zaguán– respondió el ayudante.
–¡Ah!– exclamó Rastopchin, como dominado por un recuerdo imprevisto.
Y abriendo rápidamente la puerta salió decidido al balcón. Los gritos cesaron inmediatamente; todos se quitaron los sombreros y gorros y volvieron sus ojos hacia él.
–¡Hola, muchachos!– dijo el conde en voz alta y con rapidez. —Gracias por haber venido. Sólo un momento y estoy con vosotros. Pero antes debemos ocuparnos de un malvado. Debemos castigar al malvado que ha causado la pérdida de Moscú. Esperadme.
Y con la misma vivacidad volvió a entrar, cerrando de golpe el balcón, Por la muchedumbre corrió un murmullo de aprobación. "¡Va a terminar con todos los malhechores! Y tú decías que era francés... Va a poner las cosas en su punto”, decían como reprochándose mutuamente la propia desconfianza.
Unos minutos después se abrió la puerta principal para dar paso a un oficial que dio ciertas órdenes. Los dragones se cuadraron. La muchedumbre se acercó precipitadamente al porche. Rastopchin, con pasos rápidos y expresión iracunda, salió a la puerta y miró alrededor como buscando a alguien.
–¿Dónde está?– preguntó.
Y diciendo eso descubrió junto a la esquina de la casa a un joven de largo y delgado cuello, con media cabeza rasurada y peluda la otra mitad, que avanzaba entre dos dragones. El joven vestía un corto chaquetón de piel de zorro cubierto de paño azul, antaño elegante, pero muy deteriorado, y viejos pantalones de presidiario, metidos en las cañas de unas botas sucias y gastadas. De las piernas, débiles y flacas, colgaban las cadenas, que dificultaban más aún sus vacilantes pasos.
–¡Ah!– dijo Rastopchin, apartando en seguida los ojos del joven de la chaqueta de piel de zorro. Indicó la última grada de la escalera y dijo: —Ponedlo aquí.
El joven, arrastrando las cadenas, subió con gran dificultad la grada y sujetó con un dedo el cuello de la pelliza, que le molestaba. Volvió por dos veces el largo cuello y suspiró; después, con gesto dócil, cruzó sobre el vientre sus delicadas manos, no acostumbradas al trabajo manual.
Mientras el joven hacía todo eso, hubo unos segundos de silencio. Sólo en las últimas filas, las de la gente allí apretujada, se oyeron toses, quejidos, exclamaciones y ruido de pisadas. Mientras colocaban al preso en el sitio indicado, Rastopchin permaneció con el ceño fruncido frotándose la cara con la mano.
–Muchachos– dijo después, con voz sonora y metálica. —Este hombre, Vereschaguin, es el miserable por cuya culpa perece Moscú.
El joven del chaquetón de piel permanecía en actitud resignada, con las manos sobre el vientre y la espalda ligeramente encorvada. Los ojos de aquel rostro enjuto, deformado por el cráneo a medio rasurar, de expresión desalentadora, permanecían fijos en el suelo. A las primeras palabras del conde levantó lentamente la cabeza, miró al gobernador de abajo arriba, como si quisiera decirle algo o por lo menos encontrarse con su mirada. Pero Rastopchin no lo miraba. Bajo la piel de su largo y delgado cuello, detrás de la oreja, se veía una vena hinchada y azul. De pronto, su rostro enrojeció.
Todas las miradas estaban fijas en él. Volvió los ojos a la muchedumbre y, como si lo animara la expresión que leía en todos aquellos rostros, sonrió triste y tímidamente, bajó de nuevo la cabeza y acomodó mejor sus piernas.
–Ha traicionado al Zar y a la patria. Se ha vendido a Bonaparte. Es el único entre todos los rusos que ha envilecido su nombre. Sólo por su culpa sucumbe Moscú– decía Rastopchin con voz uniforme y áspera. Mas, de pronto, dirigió hacia abajo una rápida mirada a Vereschaguin, que seguía en su dócil actitud, y como si esa visión lo excitara, gritó volviéndose a la gente y alzando la mano: —¡Haced con él lo que queráis! ¡Os lo entrego!
La muchedumbre guardó silencio y se apretujó aún más. Era insoportable permanecer los unos contra otros, respirar aquel vaho pestífero, no poder moverse y esperar algo desconocido, incomprensible y terrible. Los hombres de las primeras filas, que escuchaban y comprendían todo lo que estaba ocurriendo delante de ellos, con los ojos empavorecidos y la boca abierta, se esforzaban para resistir la presión de los que estaban detrás.
–¡Acabad con él!... ¡Que muera el traidor y no vuelva a manchar el nombre de Rusia!– gritó Rastopchin. —¡Matadlo! ¡Os lo ordeno!
La muchedumbre no entendió las palabras de Rastopchin; sólo percibió el airado sonido de su voz; gimió y se hizo adelante, pero volvió a detenerse.
–¡Conde!...– dijo en medio del silencio la voz tímida y al mismo tiempo bien timbrada de Vereschaguin. —Conde, sólo Dios está sobre nosotros...– levantó la cabeza y de nuevo la gruesa vena de su cuello delicado se llenó de sangre; su rostro palideció. No pudo terminar de decir lo que quería.
–¡Matadlo! ¡Yo lo ordeno!– gritó Rastopchin, palideciendo de pronto igual que Vereschaguin.
–¡Fuera sables!– gritó el oficial a los dragones desenvainando él mismo la espada.
Una oleada aún más fuerte recorrió la muchedumbre y, llegando a las primeras filas, empujó a los que estaban delante y los acercó a las mismas gradas del porche. El mozo alto, como petrificado, se paró con el brazo en alto al lado de Vereschaguin.
–¡Dadle!– susurró apenas el oficial de dragones.
Y uno de los soldados, con el rostro alterado por la ira, golpeó a Vereschaguin en la cabeza de plano con el sable.
–¡Ah!– exclamó Vereschaguin sorprendido, sin comprender por qué hacían aquello y mirando asustado en torno.
El mismo gemido de estupor y espanto recorrió la multitud.
–¡Oh, Dios mío!– exclamó tristemente alguien.
Poco después del grito de sorpresa, Vereschaguin lanzó una exclamación de dolor y ese grito lo perdió. El freno del sentimiento humano, tenso hasta el máximo, que aún contenía a la multitud, se rompió instantáneamente. Había empezado el crimen y era preciso concluirlo. El lastimero gemido de Vereschaguin, parecido a un reproche, fue acallado por gritos amenazadores e iracundos. Una nueva oleada, como el último golpe de mar que hunde la nave, avanzó desde filas posteriores, llegó hasta las primeras y las arrastró tragándolo todo. El primer dragón que había golpeado al preso quiso repetir su golpe. Vereschaguin, con un grito de horror y protegiéndose con las manos, se lanzó hacia la muchedumbre. El mozo alto, sobre el cual fue a parar, lo agarró por el cuello con un grito salvaje y ambos cayeron juntos a los pies de la rugiente multitud.
Unos golpeaban y atacaban a Vereschaguin y otros al mozo alto. Los gritos de los aplastados y los de quienes trataban de salvar al mozo alto no hicieron más que excitar la furia de la gente. Durante mucho tiempo los dragones no pudieron sacar al obrero, ensangrentado y medio muerto; y a pesar de la prisa febril con que aquella muchedumbre enfurecida intentaba acabar con Vereschaguin de una vez, los que lo golpeaban, ahogaban y acuchillaban no lograban matarlo. La multitud empujaba desde todas partes y se balanceaba con él formando una masa compacta, lo llevaba de un lado a otro sin dejarlo ni rematarlo.
"¿No será mejor con un hacha?... Lo han aplastado... Es un traidor, ha vendido a Cristo... Está vivo aún... ¡Qué sufra el tormento, se lo merece!... ¿Vive todavía?"
Sólo cuando la víctima dejó de defenderse y sus gritos cesaron para dar paso a un estertor ronco y prolongado, la muchedumbre se separó apresuradamente del cadáver manchado de sangre. Se acercaban, contemplaban lo que habían hecho y se retiraban horrorizados, conmovidos y pesarosos.
–Oh, Dios mío, la gente es cruel, parecen bestias... Era tan joven... debía de ser comerciante... ¡Oh, la gente, la gente!
Otros decían:
–Aseguran que él no era el culpable... Dios mío... Han pisoteado a otro... está medio muerto... ¡Oh, cómo es la gente!... no tienen miedo a pecar.
Así decían los mismos que lo habían hecho, mientras miraban con expresión de piedad y dolor aquel cuerpo muerto, aquella cara manchada de sangre y de polvo, con el fino y largo cuello desgarrado.
Un funcionario de la policía se preocupó de ordenar a los dragones que retiraran el cadáver del patio de Su Excelencia y lo arrojaran a la calle. Dos dragones lo cogieron por las piernas destrozadas y sacaron el cuerpo. La cabeza sanguinolenta, a medio rasurar, manchada de tierra, era arrastrada por el suelo. La gente se apartó del cadáver.
Mientras Vereschaguin caía y el populacho se apretujaba en derredor con gritos salvajes, Rastopchin, pálido y confuso, sin saber adonde iba ni para qué, siguió por el pasillo que lo llevaba a las estancias del piso bajo. El rostro del conde estaba blanco y no podía evitar un estremecimiento febril de la mandíbula inferior.
–¡Excelencia, por aquí...! ¿Adonde va? Por aquí, tenga la bondad...– dijo a sus espaldas una voz estremecida y asustada.
El conde Rastopchin, sin fuerzas para contestar, se volvió dócilmente hacia donde le indicaban. El coche estaba junto a la puerta trasera. El ruido lejano de la muchedumbre llegaba hasta allí. El conde se acomodó con rapidez en el carruaje y ordenó que lo llevaran a su villa de Sokólniki. En la calle Miásnitskaia, al dejar de oír los gritos, comenzó a dolerse de lo hecho. Recordaba ahora con disgusto la emoción y el temor que había dejado traslucir en presencia de sus subordinados. “La populace est terrible, elle est hideuse”, pensaba en francés. “Ils sont comme les loups qu'on ne peut apaiser qu'avec de la chair!” 480
“Conde, sólo Dios está sobre nosotros... —recordó las palabras de Vereschaguin y un desagradable escalofrío le corrió por la espalda. Pero esa impresión duró poco. El conde se rió de sí mismo con desprecio—. J'avais d'autres devoirs. Il fallait apaiser le peuple. Bien d'autres victimes ont péri et périssent pour le bien public 481—se dijo. Y comenzó a pensar en sus deberes familiares, en los que tenía para con la capital (confiada a él) y para consigo mismo, no como Fédor Vasílievich Rastopchin (puesto que pensaba que Fédor Vasílievich Rastopchin se sacrificaba por le bien public), sino como general gobernador, representante del poder y delegado del Zar—. Si yo fuese simplemente Fédor Vasílievich, ma ligne de conduite aurait été tout autrement tracée; 482pero yo debía conservar la vida y la dignidad como gobernador general.”
Mecido levemente por los blandos muelles del carruaje y alejados definitivamente los terribles gritos de la muchedumbre, Rastopchin recobró la serenidad y, como suele ocurrir, con la tranquilidad física su mente le sugirió las razones que habían de traerle la calma espiritual. No era nueva la idea que lo apaciguaba: desde que el mundo es mundo, los hombres se matan unos a otros. Jamás ha dejado de consolarse con semejante idea el hombre que ha cometido un delito contra su semejante. Esa idea es le bien public, el bien público.
Ese bien permanece siempre desconocido; pero el hombre que, dominado por la pasión, comete un delito sabe perfectamente en qué consiste. Y Rastopchin ahora lo sabía.
En sus reflexiones no se reprochaba el acto cometido; antes bien, hallaba en él motivo de satisfacción, por haber sabido aprovechar también lo sucedido à propos: para castigar a un delincuente y, al mismo tiempo, tranquilizar a la plebe.
“Vereschaguin había sido juzgado y condenado a muerte —pensaba (aunque el Senado lo hubiese condenado solamente a trabajos forzados)—. Era un traidor y no podía dejar su delito impune; además, je faisais d’une pierre deux coups; 483para calmar al pueblo les entregué una víctima y, al mismo tiempo, castigué a un malhechor.”
Llegado a su villa, y con la preocupación de sus asuntos familiares, el conde acabó por tranquilizarse.
Media hora después atravesaba con rápidos caballos los campos de Sokólniki, sin acordarse más de lo ocurrido y pensando únicamente en lo que había de suceder. Se dirigía ahora al puente de Yauza, donde, según le dijeron, se encontraba Kutúzov. Preparaba en su mente los reproches violentos y mordaces que haría a Kutúzov por su engaño; haría ver a aquel viejo zorro cortesano que la responsabilidad por todas las calamidades derivadas del abandono de la capital y de la misma pérdida de Rusia —así lo pensaba Rastopchin– caería sólo sobre aquella cabeza senil de mente trastornada. Pensando de antemano en lo que iba a decir, Rastopchin se revolvía furioso en su coche y miraba con enfado a su alrededor.
El campo de Sokólniki estaba desierto; únicamente al final, cerca del asilo y el manicomio, se veían grupos de hombres vestidos de blanco y otros, con la misma vestimenta, que caminaban por el campo gritando y en solitario agitando los brazos.
Uno de ellos corrió de través hacia el coche de Rastopchin. El conde, el cochero y los dragones miraban con un vago sentimiento de horror y curiosidad a aquellos locos sueltos y sobre todo al que se les acercaba. El loco, con su vestimenta flotando al aire, se tambaleaba sobre las piernas flacas, corría sin apartar los ojos de Rastopchin gritando algo con voz ronca y hacía señas para que se detuviera. El rostro sombrío y solemne del demente, enmarcado por los mechones irregulares de su barba, era muy delgado y amarillento. Las negras pupilas se movían inquietas en las córneas de sus ojos de color amarillo azafranado.
–¡Alto! ¡Detente! ¡A ti te lo digo!– gritó con voz estridente, y añadió algo más atragantándose y con grandes gestos y voz imperativa.
Alcanzó el carruaje y lo siguió un rato.
–Me han matado tres veces. Tres veces resucité entre los muertos. Me lapidaron... me crucificaron..., pero resucitaré... resucitaré... resucitaré... Martirizaron mi cuerpo. El reino de Dios desaparecerá... Lo destruiré tres veces y tres veces lo levantaré– gritaba elevando cada vez más la voz.
El conde Rastopchin palideció de pronto, lo mismo que había palidecido cuando la muchedumbre se arrojó sobre Vereschaguin; apartó el rostro.
–¡De prisa, más de prisa!– gritó al cochero con voz temblorosa.
El coche se lanzó a todo galope, pero durante largo tiempo oyó el conde a sus espaldas los gritos desesperados del loco, que se alejaban, y tuvo ante sus ojos el rostro sanguinolento, asustado y sorprendido, del joven traidor del chaquetón de piel.
Aunque se trataba de un recuerdo tan reciente, Rastopchin se daba cuenta de que había penetrado en lo más profundo de su corazón. Sentía claramente que la huella sangrienta de ese recuerdo no cicatrizaría nunca, que duraría toda su vida y que cuanto más viviera, más dolorosamente se adentraría en su alma. Oía ahora el sonido de sus propias palabras: “¡Matadlo! ¡Respondéis de él con vuestras cabezas!”.
“¿Por qué dije eso?– se preguntó. —Lo dije sin querer... pude no haberlo dicho, y entonces no habría sucedido nada. ”
Volvía a ver el rostro asustado y enfurecido del dragón que golpeó al joven; y la tímida mirada de mudo reproche que el joven le había dirigido. “Pero no lo hice por mí. Tenía que obrar así. La plebe, le traître... le bien public”, pensaba.
El ejército se agolpaba aún en el puente del Yauza. Hacía calor. Kutúzov, abatido y sombrío, sentado en un banco, junto al puente, jugueteaba con la fusta en la arena cuando un carruaje se acercó a él con estrépito. Un hombre vestido de general, con sombrero de plumas y ojos entre coléricos y asustados, se le acercó y comenzó a hablarle en francés. Era el conde Rastopchin, quien le dijo que se presentaba allí porque ya no existía Moscú ni la capital, sino solamente el ejército.
–Las cosas habrían ocurrido de otra manera si Su Alteza no me hubiese dicho que no abandonaría Moscú sin luchar. No habríamos llegado a esta situación– dijo.
Kutúzov miraba a Rastopchin y, como si no entendiera el sentido de las palabras que le dirigía, trató de leer algo especial en el rostro de su interlocutor. El conde calló azorado. Kutúzov movió lentamente la cabeza y, sin apartar los ojos del rostro de Rastopchin, dijo sin levantar la voz:
–Sí, no entregaré Moscú sin dar batalla.
¿Pensaba el Serenísimo en otra cosa al pronunciar esas palabras o las decía con plena conciencia de su falta de sentido? El conde no contestó y se alejó rápidamente de Kutúzov; y, cosa extraña, el general gobernador de Moscú, el orgulloso conde Rastopchin, tomó un látigo y se acercó al puente para dispersar con sus gritos los carros allí estancados.
XXVI
A las cuatro de la tarde las tropas de Murat entraban en Moscú. A la cabeza marchaba un destacamento de húsares de Würtemberg; detrás, a caballo y rodeado de un gran séquito, iba el rey de Nápoles en persona.
Hacia la mitad de la calle de Arbat, cerca de la iglesia de San Nicolás, Murat se detuvo a la espera de noticias del destacamento de vanguardia para saber en qué condiciones se hallaba la fortaleza de Moscú, le Kremlin.
Alrededor de Murat se fue reuniendo un pequeño grupo de personas que se habían quedado en Moscú. Todos miraban con tímida perplejidad a aquel extraño jefe de largos cabellos, adornado con plumas y lleno de joyas.
–¿Es su rey? ¡Pues no está mal!– comentaban en voz baja.
Un intérprete se acercó al grupo.
–Descubríos... descubríos...– se dijeron unos a otros. El intérprete preguntó a un viejo portero si el Kremlin estaba lejos. El portero, estupefacto, escuchó la pregunta hecha con acento polaco, extraño para él. Creyó que no era ruso lo que el intérprete hablaba, no comprendió lo que le decían y se escondió entre el grupo.
Murat se acercó al intérprete y lo mandó que preguntara dónde se hallaban las tropas rusas. Algunos rusos comprendieron la pregunta y varias voces respondieron a la vez.
Un oficial de la vanguardia se acercó a Murat y lo informó de que las puertas de la fortaleza estaban cerradas y era de temer una emboscada.
–Bien– dijo Murat. Y, volviéndose a uno de los señores de su escolta, ordenó que avanzaran cuatro cañones ligeros para disparar contra las puertas.
De la columna que seguía a Murat surgieron velozmente los cañones pedidos y se dirigieron a la calle de Arbat. Al llegar al final de Vozendvízhenka se detuvieron. Algunos oficiales mandaron situar los cañones en la plaza y dirigieron hacia el Kremlin sus anteojos.
En el Kremlin sonó el toque de vísperas y el repique de las campanas desconcertó a los franceses. Supusieron que se trataba de un llamamiento a las armas. Algunos soldados de infantería corrieron con su oficial hacia la puerta de Kutáfiev, obstruida con troncos y tablas. Al acercarse, sonaron detrás de la puerta dos disparos de fusil. El general que se hallaba junto a los cañones dio una orden al oficial y éste retrocedió con sus soldados.
Detrás de la puerta sonaron tres disparos más. Uno de ellos hirió a un soldado francés en la pierna y al otro lado de las tablas resonaron varios gritos. Como obedeciendo a una orden, el gesto alegre y tranquilo de todos los rostros franceses —desde el general hasta los oficiales y soldados– fue inmediatamente sustituido por la expresión atenta y concentrada de quien se apresta a la lucha y al sufrimiento. Para aquellos hombres, del mariscal al último soldado, aquel lugar ya no era la calle Vozendvízhenka, ni la Mojovaia, ni la puerta de Kutáfiev o de la Trinidad: era un lugar nuevo, un nuevo campo de batalla que podría ser sangrienta y a la que todos se preparaban. Los gritos detrás de la puerta cesaron. Se avanzaron los cañones, los artilleros soplaron las mechas encendidas. El oficial ordenó: Feu! y se oyeron, uno tras otro, dos disparos silbantes. La metralla crepitó en la piedra de la puerta, en los troncos y en las tablas; en la plaza se alzaron dos nubes de humo.
Poco después de haber cesado el eco de los disparos en las piedras del Kremlin, un extraño rumor resonó sobre las cabezas de los franceses y una inmensa bandada de chovas se alzó sobre los muros, graznando y batiendo miles de alas, revoloteando en el aire. Al mismo tiempo se oyó un grito humano aislado, y un hombre, sin nada en la cabeza y vestido con un caftán, apareció en la puerta en medio del humo, fusil en mano, apuntando a los franceses.
–Feu!– repitió el oficial de artillería.
Un disparo de fusil y dos cañonazos sonaron al mismo tiempo. Y una vez más, el humo ocultó la puerta.
Detrás de los troncos ya no se movía nadie, y los soldados franceses, con sus oficiales, se acercaron a la puerta, donde yacían tres hombres heridos y cuatro muertos. Dos individuos vestidos con caftán corrían a lo largo del muro hacia la calle Znamenka.
–Enlevez-moi ça 484– dijo el oficial, señalando los troncos y los cadáveres.
Los soldados remataron a los heridos y arrojaron los cadáveres a la otra parte de la muralla.
Nadie supo quiénes eran esos hombres. “ Enlevez-moi ça”fue lo único que se dijo de ellos. Los retiraron y arrojaron para que no apestasen. Únicamente Thiers dedicó unas elocuentes líneas a su memoria: “Ces miserables avaient envahi la citadelle sacrée, s’étaient emparés des fusils de l'arsenal et tiraient (ces miserables!) sur les Français.
On en sabra quelques-uns et on purgea le Kremlin de leur présence”. 485
Se informó a Murat de que la vía quedaba libre. Los franceses entraron y acamparon en la plaza del Senado; las sillas que arrojaron por las ventanas del edificio les sirvieron para encender hogueras.
Varios destacamentos atravesaron el Kremlin y se instalaron en la calle Maroseika, en Lubianka y Protovka. Otros ocuparon Vozendvízhenka, Znamenka, Nikólskaia y Tverskaia. En todos los sitios, al no encontrar a los dueños, las tropas francesas no se instalaban como en una ciudad, en los pisos, sino en un campamento situado en la ciudad misma.
Aunque desharrapados, hambrientos, agotados y reducidos a la tercera parte de sus efectivos, los franceses entraron en Moscú en buen orden. Era un ejército agotado, exhausto, pero todavía temible y dispuesto a combatir.
Pero esto fue así hasta que los soldados de ese ejército empezaron a entrar en las casas. En cuanto comenzaron a dispersarse por las estancias vacías de las moradas ricas y abandonadas, el ejército como tal desapareció para siempre; ya no hubo ni soldados ni habitantes, sino algo intermedio que se llama merodeadores. Cuando, cinco semanas más tarde, esos mismos hombres salían de Moscú, ya no formaban un ejército, sino una banda de malhechores, cada uno de los cuales llevaba consigo todo cuanto le parecía valioso y necesario. El objetivo de cada uno, al salir de Moscú, no consistía ya, como antes, en conquistar, sino en conservar lo adquirido. Como el mono que mete la mano en el estrecho gollete de un cántaro, agarra un puñado de nueces y teme abrir el puño para no perder su contenido y obrando así acaba por perder la vida, así los franceses, a la salida de Moscú, debían perecer fatalmente porque se empeñaban en arrastrar consigo todo cuanto habían robado. Abandonar el producto del saqueo les era tan difícil como al mono abrir la mano llena de nueces.
A los diez minutos de entrar los franceses en un barrio ya no quedaban ni soldados ni oficiales. Por las ventanas de las casas se veían hombres vestidos con capotes y polainas que se reían e iban de una sala a otra. En las despensas y bodegas esos mismos hombres disponían de los alimentos; en los patios esos mismos hombres echaban abajo las puertas de hangares y cuadras; en las cocinas encendían fuego y, con las mangas remangadas, amasaban, cocían, asustando, divirtiendo o acariciando a las mujeres y los niños. Hombres así los había por todas partes, en las bodegas y en las tiendas; pero ya no había ejército.
Aquel mismo día el mando francés dictó orden tras orden prohibiendo severamente que las tropas se dispersaran por la ciudad; castigaban todo acto de violencia y robo y disponían que por las noches se pasara lista. Mas a pesar de todas las prohibiciones y de las medidas tomadas, los hombres que antes constituían un ejército se dispersaron por aquella ciudad rica y deshabitada que ofrecía toda clase de comodidades y provisiones. Eran como un rebaño hambriento, que marcha junto y en tropel por un campo yermo pero se dispersa en cuanto llega a un lugar de pastos abundantes.
Habían desaparecido los habitantes de Moscú, y los soldados, como ocurre con el agua en la arena, se filtraron por todas partes y se extendieron irradiando desde el Kremlin, donde habían entrado al principio. Los de caballería, al ocupar con todos sus bagajes una casa abandonada por los mercaderes, hallaban cuadras suficientes para las bestias, mas a pesar de ello pasaban a la casa vecina, que les parecía mejor. Muchos escribían con tiza sus nombres en las paredes de varias casas, indicando quiénes las habían ocupado, y disputaban su posesión con miembros de otras unidades hasta llegar a las manos. Una vez instalados, los soldados se desparramaban por las calles para ver la ciudad y, dándose cuenta de que todo estaba deshabitado, iban a los lugares donde podían encontrar de balde objetos de valor. Los jefes acudían a frenar el saqueo, pero hasta ellos mismos se dejaban tentar por los actos de rapiña. En la calle Karétnaia había varios almacenes de coches y los generales se agolpaban allí para escoger carrozas y berlinas a su gusto. Los habitantes que habían permanecido en Moscú invitaban a los jefes a sus casas, para librarse así del saqueo de la soldadesca. Era tal la abundancia y riqueza de la ciudad que parecía no tener fin. Y alrededor de los lugares ocupados por las tropas había otros, desconocidos y desocupados, que, según pensaban los franceses, guardaban riquezas todavía mayores. Moscú los absorbía cada vez más y más. El agua que empapa la tierra seca desaparece y pronto no queda ni agua ni tierra seca: eso ocurrió con aquel ejército hambriento que entraba en una ciudad llena de bienes y vacía; desapareció el ejército y desapareció la rica ciudad. Todo se convirtió en fango, aparecieron los incendios y el saqueo.
Los franceses atribuyen el incendio de Moscú al patriotisme féroce de Rastopchine; los rusos, a la barbarie francesa. En realidad, no había motivos —ni podía haberlos– para atribuir el incendio de Moscú a una o varias personas. Moscú ardió porque fue puesto en unas condiciones en las que cualquier otra ciudad construida de madera habría ardido, tuviera o no ciento treinta bombas de incendios en mal estado. Moscú tenía que arder porque sus habitantes la habían abandonado, y eso era tan inevitable como que termine por arder un montón de virutas sobre el que caen chispas durante varios días. Una ciudad de casas de madera en la que se originaban varios incendios diarios, aun cuando estaban en ella sus habitantes y dueños y la policía, no podía menos de arder ahora que la gente se había ido y en su lugar quedaban soldados que fumaban sus pipas y encendían hogueras en la plaza del Senado, quemando las sillas del edificio, y cocinaban sus dos comidas al día.
En tiempos de paz, basta que las tropas instalen sus cuarteles en una aldea durante unos días para que inmediatamente aumente el número de incendios. ¿Cómo no iban a aumentar las probabilidades de incendio en una ciudad vacía, construida de madera y ocupada por un ejército enemigo? Le patriotisme féroce de Rastopchine 486y la barbarie francesa no tienen culpa de nada. Moscú ardió por culpa de las pipas, de las cocinas, de las hogueras, de la desidia de los soldados enemigos y de unos habitantes que no eran propietarios de las casas en que vivían. Aunque hubiera habido incendiarios (lo que es muy dudoso, puesto que nadie tenía motivo alguno para incendiar y, en todo caso, resultaba complicado y peligroso), no se los puede considerar como causantes, pues de todas maneras habría ocurrido lo mismo.
Por muy halagüeño que resulte a los franceses achacarlo a la ferocidad de Rastopchin y a los rusos a la barbarie de Bonaparte, y después poner una tea heroica en manos de su pueblo, debemos reconocer que tal causa no pudo existir, puesto que Moscú tenía que arder como cualquier aldea, fábrica o casa cuyos dueños se hubieran ido siendo ocupadas por personas extrañas para vivir y cocinar. Moscú fue incendiado por sus habitantes, es verdad, pero por los que se habían ido, no por los que quedaron. Moscú, ocupada por el enemigo, no quedó intacta como Berlín o Viena y otras capitales por la razón de que sus habitantes no ofrecieron el pan y la sal ni entregaron las llaves a los franceses, sino que salieron de la ciudad.