Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
Жанр:
Классическая проза
сообщить о нарушении
Текущая страница: 80 (всего у книги 111 страниц)
El reloj señalaba las once, pero el día parecía particularmente sombrío. Pierre se levantó, se frotó los ojos y vio la pistola con la culata tallada que Guerasim había vuelto a dejar sobre la mesa. Pierre recordó dónde se encontraba y lo que debía hacer aquel día.
"¿Me habré retrasado? No; élprobablemente no hará su entrada en Moscú antes de las doce”, se dijo. Pero no se permitió pensar en lo que pensaba hacer. Tenía prisa por cumplir su designio.
Se ajustó el traje, tomó la pistola y se dispuso a salir. Pero entonces se preguntó por primera vez cómo iba a llevar el arma por la calle. En la mano, no, desde luego, y aun bajo el amplio caftán era difícil esconder una pistola tan grande; no podía disimularla ni en el cinturón ni bajo el brazo. Además, estaba descargada y Pierre no había tenido tiempo de cargarla. "Da lo mismo un puñal”, pensó, por más que muchas veces, al meditar en sus propósitos, había pensado que el principal error del estudiante en 1809 consistió en querer matar a Napoleón con un puñal. Se habría dicho que el objetivo principal de Pierre no era realizar su proyecto, sino demostrarse a sí mismo que no renunciaba a él y que estaba dispuesto a poner todos los medios para cumplirlo. Pierre tomó con viveza el puñal mellado, metido en una funda verde, que había comprado en la torre de Sújarev, junto con la pistola, y lo ocultó bajo el chaleco.
Se ciñó el caftán con un cinturón, se hundió el gorro hasta los ojos y, procurando no hacer ruido para evitar al capitán, cruzó el pasillo y salió a la calle.
El incendio, que con tanta indiferencia viera la víspera, se había extendido considerablemente. Moscú ardía ya en diversos puntos: ardían a un mismo tiempo la calle Kariétnaia, Zamoskvorechie, Gostini Dvor, Povárskaia, las barcazas del Moskova y el mercado de leña del puente Dorogomílov.
Pierre se dirigió por varias callejas a Povárskaia y desde allí a la calle de Arbat, cerca de la iglesia de San Nicolás, donde, de acuerdo con sus ideas, debía llevar a cabo su plan. Los portales y ventanas de la mayoría de las casas estaban cerrados. Las calles aparecían desiertas. El aire estaba impregnado de olor a humo y a quemado. De vez en cuando se cruzaba con rusos, de rostros atemorizados e inquietos. También pasaban franceses con su aspecto de gente hecha a la vida de campaña, que iban por el centro de la calzada. Unos y otros miraban a Pierre con asombro. Además de su altura y corpulencia, además de su extraño aspecto sombrío y abstraído y la expresión dolorida de su rostro, llamaba la atención de los rusos porque no comprendían a qué categoría social podía pertenecer. Los franceses se fijaban en él porque Pierre, al revés que los demás rusos (que miraban a los invasores con curiosidad y miedo), no les dedicaba atención alguna. Junto a un portal, tres franceses, que trataban de hacer comprender algo a unos rusos, detuvieron a Pierre para preguntarle si sabía francés.
El sacudió negativamente la cabeza y siguió adelante. En otro callejón, un centinela puesto junto a un armón verde le gritó algo. Sólo después de otro grito de amenaza y del ruido del gatillo montado por el centinela comprendió Pierre que debía pasar a la acera de enfrente. No veía ni oía nada en derredor. Como si todas las cosas le fueran extrañas, con prisa y temor llevaba consigo su propio proyecto, cuidando —dada la experiencia del día anterior– de tenerlo siempre presente. Pero no pudo conservar su estado de ánimo hasta el lugar a que se dirigía. Además, aunque nadie lo detuviera, le habría sido imposible cumplir sus propósitos, porque hacía ya más de cuatro horas que Napoleón había entrado en el Kremlin por el barrio de Dorogomílov y Arbat. A esas horas, de peor humor que nunca, estaba en el gabinete imperial del Kremlin y daba detalladas órdenes acerca de las medidas que debían tomarse para extinguir el incendio, acabar con los merodeadores y dar seguridades a los ciudadanos. Pierre ignoraba todo eso. Absorto en su idea, se atormentaba como todos aquellos que emprenden un acto imposible, no por sus dificultades, sino por la incompatibilidad del proyecto con la naturaleza de su ejecutor. Lo atormentaba el temor de ser débil en el instante decisivo y que eso le hiciera perder la estima por su propia persona.
Aunque no veía ni oía nada en derredor, siguió instintivamente su camino, sin equivocarse en el laberinto de callejas que llevaban a Povárskaia.
A medida que se acercaba allí, el humo se hacía cada vez más denso; la temperatura aumentaba a causa del fuego. De vez en cuando las llamas asomaban sobre las casas. Las calles estaban allí más animadas y la gente daba muestras de mayor inquietud. Pero aunque sentía que algo extraordinario estaba ocurriendo a su alrededor, Pierre no se daba cuenta de que se acercaba al corazón del incendio. Al pasar por unos terrenos sin edificar, entre Povárskaia y los jardines del príncipe Gruzinski, oyó de pronto a su lado un llanto desesperado de mujer. Se detuvo y, como si despertara de un sueño, levantó la cabeza.
A un lado del sendero, sobre la hierba seca y polvorienta, yacían amontonados toda clase de enseres domésticos: un samovar, edredones, iconos y baúles. Una mujer ya de cierta edad, delgada, de largos dientes salientes, vestida con un abrigo negro y tocada con una cofia, estaba sentada en el suelo junto a los baúles, llorando desconsoladamente. Dos chiquillas de diez o doce años, con vestiditos cortos, sucios, y abrigos, miraban a su madre con una expresión de asombro y susto en sus caritas pálidas. Un niño de siete años, el menor, con una blusa y una gorra enorme, lloraba en brazos de su vieja niñera. Sentada en uno de los baúles, una criada sucia y descalza había deshecho su trenza rubia, arrancaba el pelo chamuscado y se lo acercaba a la nariz para olerlo. El marido, un hombre con uniforme de funcionario civil, de mediana estatura, pómulos salientes, pequeñas patillas y sienes lisas, separaba impasible los baúles puestos encima unos de otros y sacaba de debajo de ellos más prendas de vestir.
Cuando la mujer vio a Pierre casi cayó a sus pies.
–¡Padrecito! ¡Hermanos! ¡Socorro! ¡Salvadla! ¡Ayuda os pido!– gritó entre sollozos. —¡Mi pequeña! ¡Que me ayuden! ¡Salvadla! ¡Han dejado dentro a la más pequeña!... ¡Se va a quemar! ¡Oh!... ¡Y para eso tanto te cuidé!... ¡Oh, oh, oh!
–Cálmate, María Nikoláievna– dijo en voz baja el marido, seguramente para justificarse delante del extraño. —Nuestra hermana la habrá sacado. ¡Allí no puede estar!
–¡Monstruo! ¡Canalla!– vociferó furiosa la mujer, dejando repentinamente de llorar. —¡No tienes corazón! ¡No tienes piedad de tu hija! ¡Otro la habría sacado del fuego!– y se volvió a Pierre, sollozando de nuevo. —¡Es un monstruo! ¡No es un hombre ni un padre! Usted es bueno, señor. El incendio comenzó en la casa vecina y las llamas llegaron hasta la nuestra. La criada gritó "¡fuego!”, y tuvimos que sacar deprisa y corriendo algunas cosas. Salimos tal como estábamos: esto es lo que hemos logrado salvar: las imágenes y la ropa de cama de la dote, todo lo demás se ha perdido. Buscamos a nuestros hijos, pero Katia, la pequeña, no estaba... ¡Oh, oh, oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!– y rompió en sollozos más fuertes. —¡Mi niña!... ¡Mi querida hija!... ¡Ha muerto en las llamas!
–Pero, ¿dónde? ¿Dónde ha quedado?– preguntó Pierre.
Por la animada expresión de su rostro, la mujer comprendió que aquel hombre podía ayudarla.
–¡Padrecito! ¡Padrecito!– exclamó abrazándose a sus piernas. —¡Bienhechor mío! ¡Calma mi corazón!... ¡Acompáñalo tú, Aniska, miserable!– gritó airadamente a la criada, mostrando aún más sus largos dientes.
–Llévame, llévame, yo... yo lo haré– dijo Pierre rápidamente, con voz jadeante.
La sucia criada apareció detrás de un baúl, se arregló la trenza, lanzó un suspiro y salió andando descalza por el sendero.
Pierre pareció despertar a la vida después de un profundo desmayo. Levantó la cabeza, los ojos se iluminaron vivamente y con rápidos pasos siguió a la muchacha, la adelantó y salió a la calle Povárskaia. Toda la calle estaba invadida por negras nubes de humo. Aquí y allá, entre la humareda, surgían lenguas de fuego. Una gran muchedumbre se apretujaba delante del incendio. En mitad de la calle un general francés decía algo a los que lo rodeaban.
Pierre, acompañado por la muchacha, trató de acercarse al sitio donde estaba el general, pero unos soldados franceses lo detuvieron.
–On ne passe pas!– gritó una voz.
–Por aquí, venga– dijo la muchacha, —iremos por el callejón, por el patio de los Nikulin.
Pierre la siguió, corriendo de vez en cuando para no quedarse rezagado. La muchacha cruzó la calle, se volvió a la izquierda y tres casas más allá, a la derecha, entró en la puerta cochera.
–Por aquí– dijo. —Ya falta poco.
Atravesó el patio, abrió la puerta de la valla y se detuvo, mostrando a Pierre un pequeño pabellón de madera envuelto en llamas.
Una parte había caído ya; la otra estaba ardiendo y las llamas salían por las ventanas y el tejado.
En la puerta, Pierre se detuvo, ahogado por el calor.
–¿Cuál es la casa? ¿Cuál?– preguntó.
–¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!– chilló la criada, mostrando el pabellón en llamas. —Es aquélla. Se ha quemado nuestra Katia, nuestro tesoro... ¡Mi señorita adorada, oh!– vociferó Aniska que, a la vista del incendio, se creía obligada a exagerar sus sentimientos.
Pierre se acercó al pabellón; pero el calor era tan insoportable que hubo de dar una vuelta, hasta otra casa grande, que no ardía más que por una parte y alrededor de la cual pululaba buen número de franceses. Al principio no se dio cuenta de lo que hacían aquellos hombres, que arrastraban algo, pero al ver a un francés que golpeaba de plano con un machete a un mujik, al que trataban de arrancar un abrigo de piel de zorro, comprendió que estaban saqueando aquella casa. No tenía tiempo de entretenerse en aquel hecho.
Los crujidos y el fragor de las paredes y techos que se venían abajo, el crepitar de las llamas, los gritos excitados de la gente, la visión de aquellas oscilantes nubes de humo, tan pronto densamente negras como aclaradas por salpicaduras de chispas o como lenguas de fuego continuas, rojas, en forma de haces espinosos y dorados que lamían las paredes, el calor y la rapidez de movimientos, acabaron por producir en Pierre la excitación que suele provocar un incendio. Esa influencia fue especialmente intensa en él, porque la visión del fuego pareció liberarlo de las ideas que lo obsesionaban. Se sentía joven, alegre, ágil y enérgico. Trató de acercarse al pabellón por el lado de la casa, y ya se disponía a entrar en la parte que aún se mantenía en pie cuando encima de él resonaron unos gritos, seguidos de un enorme crujido y de la caída de un cuerpo pesado a su lado.
Pierre miró a su alrededor y vio en las ventanas de la casa a algunos franceses que arrojaban el cajón de una cómoda lleno de objetos metálicos. Abajo, otros soldados franceses se acercaron al cajón.
–Eh bien, qu'est-ce qu'il veut, celui-là? 529– gritó uno de los franceses señalando a Pierre.
–Un enfant dans cette maison. N'avez-vous pas vu un enfant?– preguntó Pierre. 530
–Tiens, qu'est-ce qu'il chante, celui-là? 531Va te promenerle gritaron varias voces, y uno de los soldados, con evidente temor de que Pierre quisiera quitarles la plata y el bronce que estaban en el cajón, se adelantó a él con aire amenazador.
–Un enfant?– gritó arriba otro francés. —J'ai entendu piailler quelque chose au jardin. Peut-être c'est son moutard, au bonhomme. Faut être humain, voyez-vous... 532
–Où est-il? Où est-il?– preguntaba Pierre.
–Par ici! Par ici– le contestó desde la ventana el francés, señalando un jardín que estaba detrás de la casa. —Attendez, je vais descendre.
Y, en efecto, un minuto después, el francés, un joven de ojos negros con una mancha en la mejilla y en mangas de camisa, saltó por una ventana de la planta baja y, dando unas palmadas a Pierre en la espalda, corrió con él al jardín.
–Dépêchez-vous, vous autres, il commence à faire chaud 533– gritó a sus camaradas. Llegados al camino enarenado, el francés cogió a Pierre del brazo y le indicó un banco, debajo del cual vio a una niña de tres años con un vestido color de rosa.
–Voilà votre moutard. Ah! une petite, tant mieux. Au revoir, mon gars. Faut être humain. Nous sommes tous mortels, voyez-vous 534– y el francés de la mancha en la mejilla volvió corriendo adonde estaban sus compañeros.
Pierre, rebosante de alegría, se acercó corriendo a la niña y quiso cogerla en brazos. Pero la pequeña, al ver a un desconocido, dio un grito y salió corriendo. Era una niña escrofulosa, feúcha, parecida a su madre. Pierre consiguió alcanzarla y sujetarla. Ella chilló desesperadamente y trató de rechazar con sus manitas el brazo de Pierre; le dio un mordisco y Pierre se sintió invadido por un sentimiento de horror y asco, como si hubiera tocado un animalito repugnante, pero hizo un esfuerzo sobre sí mismo para no abandonar a la pequeña y corrió con ella hacia la casa grande. Ya no se podía volver por el mismo camino; Aniska, la criada, ya no estaba, y Pierre, con una mezcla de repulsión y lástima, abrazaba con la mayor suavidad posible a la niña mojada, que sollozaba lastimeramente mientras él corría por el jardín en busca de otra salida.
XXXIV
Cuando Pierre, después de dar un rodeo por patios y callejones, volvió con la niña al jardín de Gruzinski, en la esquina de la calle Povárskaia, no reconoció al principio el lugar del que había salido para buscar a la pequeña; ahora estaba lleno de gente y de enseres salvados de las llamas. Además de las familias rusas y sus bienes que habían escapado del incendio, se veían algunos soldados franceses vestidos con diversos uniformes. Pierre no les prestó atención. Se daba prisa en localizar a la familia del funcionario para entregarles a la niña y volver a salvar a otro todavía. Le parecía que debía hacer mucho más, y lo antes posible. Enardecido por el fuego y la carrera, Pierre experimentaba más que nunca aquella sensación de juventud, animación y energía que lo había invadido cuando corrió en busca de la niña. Ahora la niña se había calmado; sentada en brazos de Pierre se agarraba con sus manitas a su caftán y miraba en derredor como un animalito salvaje. De tanto en tanto Pierre le echaba una ojeada y le sonreía levemente. Creía descubrir algo conmovedor y cándido en ese pequeño rostro asustado y enfermizo.
El funcionario y su familia ya no estaban en el sitio de antes. Pierre avanzó con presteza entre la gente, sin dejar de mirar a todos cuantos encontraba. Se fijó en una familia georgiana o armenia, compuesta por un hombre muy viejo, guapo, de tipo oriental, que vestía pelliza y botas nuevas, una vieja del mismo aspecto y una mujer joven. Esa mujer, muy joven, pareció a Pierre el tipo perfecto de belleza oriental, con sus arqueadas cejas negras, el hermoso rostro ovalado, de cutis delicadísimo, sin ninguna expresión.
En medio de aquella muchedumbre y de los montones de enseres, esa joven, con su abrigo forrado de raso y el pañuelo de color lila con que cubría la cabeza, hacía pensar en una frágil planta de invernadero arrojada a la nieve. Estaba sentada sobre unos bultos, detrás de la vieja, y sus grandes ojos negros, inmóviles, velados por largas pestañas, miraban al suelo. Indudablemente, conocía su propia belleza, y eso era la causa de sus temores. Su rostro impresionó a Pierre, que, a pesar de la prisa, al pasar a lo largo de la valla se volvió varias veces para mirarla. Y como no encontraba a los que iba buscando, se detuvo y miró en derredor.
La figura de Pierre con la niña en brazos se destacaba aún más que antes; a su alrededor se juntaron algunos rusos, hombres y mujeres.
–¿Buscas a alguien, amigo? ¿Es usted un señor? Dinos, ¿de quién es esa niña?– le preguntaban.
Pierre contestó que la niña pertenecía a una mujer de abrigo negro que antes estaba con su familia en aquel sitio. Preguntó si sabían adonde habían ido.
–Deben de ser los Anférov– dijo un viejo diácono, volviéndose a una mujer picada de viruelas. —¡Dios mío, ten piedad de nosotros!– siguió, con voz de bajo y el mismo tono que empleaba en sus rezos.
–No, no son los Anférov– dijo la mujer. —Los Anférov se fueron esta mañana. Debe de ser la hija de María Nikoláievna o de Ivanova.
–Él dice que es una mujer del pueblo, y María Nikoláievna es una señora– objetó un criado.
–Debéis conocerla: es delgada y tiene los dientes largos– dijo Pierre.
–Sí, sí, es María Nikoláievna. Se fueron al jardín cuando llegaron estos lobos– dijo la mujer, señalando a los franceses.
–¡Dios mío, ten piedad de nosotros!– repitió el diácono.
–Vaya allí; están en el jardín. Es ella. No hacía más que llorar. Por ahí puede pasar– dijo la mujer picada de viruela.
Pero Pierre no escuchaba. Desde hacía unos momentos no separaba los ojos de algo que estaba ocurriendo a unos pasos de él. Miraba a la familia armenia y a dos soldados que se les habían acercado. Uno de ellos, un hombrecillo de movimientos vivaces, vestía capote azul, ceñido con una cuerda. Iba tocado con un gorro de dormir y sus pies estaban descalzos. El otro, que llamó especialmente la atención de Pierre, era un hombre delgado y rubio, alto y algo encorvado, de movimientos tardos y expresión estúpida. Llevaba un capote de lana, pantalones azules y botas altas muy estropeadas. El francés más pequeño, descalzo y de capote azul, se aproximó a los armenios diciendo algo; cogió al viejo por las piernas y rápidamente comenzó a quitarle las botas. El otro se había detenido frente a la bella armenia y, silencioso, con las manos en los bolsillos, no dejaba de mirarla.
–Toma, toma la niña– dijo Pierre, con acento autoritario, tendiendo la pequeña a la mujer. —Llévasela a su madre. ¡Dásela!– gritó casi, dejando en el suelo a la criatura, que empezó a chillar.
Y miró de nuevo a la familia armenia. Al viejo ya le habían quitado las botas. El francés pequeño las sacudía ahora una contra otra. El viejo, sollozando, decía algo. Pero Pierre no hizo caso de eso más que de paso, toda su atención se concentró en el otro francés, que, en aquel instante, balanceándose lentamente, se acercaba a la muchacha y, sacando las manos de los bolsillos, se las echaba al cuello.
La bella armenia siguió inmóvil, en la misma postura, con los ojos bordeados de largas pestañas fijos en el suelo; parecía no ver ni sentir lo que el soldado le hacía.
Mientras Pierre cubría los pocos pasos que lo separaban de los soldados, el francés arrancó el collar de la armenia y la mujer, llevándose las manos al cuello, gritaba con voz estridente.
–Laissez cette femme! 535– rugió Pierre con voz rabiosa, agarrando al soldado encorvado y alto por los hombros y tirándolo a un lado.
El soldado cayó, se levantó y salió corriendo; pero su compañero, dejando las botas, sacó el machete y arremetió amenazador contra Pierre.
–Voyons, pas de bêtises!– gritó. 536
Pierre estaba en uno de esos accesos suyos de cólera cuando se olvidaba de todo y sus fuerzas se decuplicaban. Se arrojó sobre el francés descalzo y, antes de que éste tuviera tiempo de manejar el machete, lo derribó y empezó a aporrearlo con los puños.
La muchedumbre que se había arremolinado a su alrededor lanzaba gritos de aprobación, pero en aquel momento una patrulla montada de ulanos desembocó en la calle. Los ulanos se acercaron al trote hacia Pierre y el francés y los rodearon. Pierre no supo lo que había ocurrido después. Recordaba que había golpeado a alguien, que le pegaron a él y que después se había visto con las manos atadas y rodeado por un grupo de soldados franceses que lo registraban.
–Il a un poignard, lieutenant 537– fueron las primeras palabras que entendió.
–Ah! une arme– dijo el oficial; y añadió volviéndose al soldado descalzo: —C'est bon, vous direz tout cela au conseil de guerre– y seguidamente, preguntó a Pierre: —Parlez-vous français, vous? 538
Pierre miró en derredor con los ojos inyectados en sangre y no respondió. Su rostro debía de tener una expresión terrible, porque el oficial susurró algo y otros cuatro ulanos se separaron de la patrulla y rodearon a Pierre.
–Parlez-vous français?– repitió el oficial, sin aproximarse. —Faites venir l'interprete.
Un hombrecillo salió de las filas vestido de paisano a la rusa. Por su traje y su acento Pierre comprendió que sería un francés, dependiente de algún comercio de Moscú.
–Il n'a pas l'air d'un homme du peuple 539– dijo el intérprete mirando atentamente a Pierre.
–Oh, oh! Ça m'a l'air d'un de ces incendiaries– dijo el oficial.– Demandez-lui ce qu'il est. 540
–¿Quién ser tú?– preguntó el intérprete. —Tú debes responder a la autoridad.
–Je ne vous dirai pas qui je suis. Je suis votre prisonnier. Emmenez-moi 541– dijo de pronto en francés Pierre.
–Ah! ah! Marchons!– contestó el oficial, frunciendo el ceño.
La muchedumbre había rodeado a los ulanos. Muy cerca de Pierre estaba la mujer picada de viruelas con la niña. Cuando la patrulla se puso en marcha, avanzó unos pasos.
–¿Adonde te llevan, querido? ¿Y la niña? ¿Dónde dejo a la niña si no es de ellos?– dijo.
–Qu'est-ce qu'elle veut, cette femme?– preguntó el oficial.
Pierre estaba como borracho. Su excitación se acentuó más aún al ver la criatura que había salvado.
–Ce qu'elle dit? Elle m'apporte ma fille que je viens de sauver des flammes. Adieu! 542– dijo, y, sin saber cómo se le había ocurrido aquella mentira, echó a andar con paso firme y solemne entre los franceses.
La patrulla era una de las mandadas por orden de Durosnel a las calles de Moscú para detener a los merodeadores y, sobre todo, a los incendiarios, quienes, en opinión del mando francés, eran los autores del fuego. La patrulla recorrió varias calles más y detuvo a otros cinco rusos sospechosos: un tendero, dos seminaristas, un mujik y un criado, y a varios merodeadores. Pero entre los sospechosos, el más peligroso parecía Pierre. Cuando llegaron al caserón de la puerta de Zúbovski, donde estaba la prisión militar, lo encerraron incomunicado bajo severa vigilancia.
LIBRO CUARTO
Primera parte
I
En las altas esferas petersburguesas era más encarnizada que nunca la complicada lucha entre los partidarios de Rumiántsev, de los franceses, de María Fiódorovna, del príncipe heredero y de otros personajes, aunque, como siempre, oscurecida por el zumbido de los zánganos cortesanos. Pero la vida de San Petersburgo, tranquila y lujosa, sin otra preocupación que los reflejos distorsionados de la realidad, seguía su curso ordinario. Y quienes se encontraban en esa vida debían hacer grandes esfuerzos para comprender el peligro y la difícil situación en que se hallaba el pueblo ruso. Se celebraban las mismas fiestas, idénticos bailes y espectáculos del teatro francés; continuaban los mismos intereses de las diversas cortes, los mismos intereses del servicio, las mismas intrigas. Sólo en los círculos más elevados se esforzaban por hacer comprender la difícil situación. Se contaba en voz baja la reacción tan distinta de las dos Emperatrices en tales circunstancias. La Emperatriz madre, María Fiódorovna, preocupada por el bienestar de las instituciones educativas y benéficas de las que era presidenta, había ordenado llevarlas a Kazán, y sus bienes estaban embalados y dispuestos. La Emperatriz Elisabetha Alexéievna, con el patriotismo que la caracterizaba, había contestado a quienes le preguntaban qué se dignaba disponer que no podía dar órdenes atinentes a las instituciones estatales porque dependían del Emperador; pero en lo que se refería personalmente a ella, manifestó que sería la última en salir de San Petersburgo.
El 26 de agosto, el mismo día de la batalla de Borodinó, Anna Pávlovna ofrecía una velada cuya atracción principal era la lectura de una carta de Su Eminencia escrita con ocasión del envío de la imagen de San Sergio al Emperador. Esta carta se juzgaba un modelo de elocuencia patriótica y religiosa. El mismo príncipe Vasili, que tenía fama de excelente lector (se la había leído a la Emperatriz), iba a leer aquel documento.
Se consideraba un arte pronunciar las palabras en voz alta, cantarina, mezclando alaridos angustiosos con tiernos susurros, totalmente al margen de su significado, de modo que por casualidad una palabra coincidía con el alarido y otra con el susurro. Esta lectura, como todas las veladas de Anna Pávlovna, tenía significado político. Acudirían a ella algunos personajes importantes a los que había que avergonzar por su asistencia al teatro francés y avivar sus sentimientos patrióticos. Muchos invitados ya habían llegado. Pero Anna Pávlovna aún no veía en su salón a las personas que necesitaba; de manera que, aplazando la lectura, promovía conversaciones generales.
En San Petersburgo la novedad del día era la enfermedad de la condesa Bezújov. Unos días antes la condesa había caído repentinamente enferma, faltó a varias reuniones de las que era ornato, y corría la voz de que no recibía a nadie y que en vez de los célebres doctores de San Petersburgo, que ordinariamente la visitaban, se había confiado a un médico italiano que la estaba tratando con un nuevo y extraordinario método.
Nadie ignoraba que la enfermedad de la bella condesa se debía a la incomodidad de casarse al mismo tiempo con dos hombres, y que los cuidados del italiano consistían en evitar esa incomodidad. Pero en presencia de Anna Pávlovna ninguno se habría atrevido a pensar en tal cosa; es más, nadie parecía saberlo.
–On dit que la pauvre comtesse est très mal. Le médecin dit que c'est l'angine pectorale. 543
–L'angine? Oh, c'est une maladie terrible! 544
–On dit que les rivaux se sont réconciliés grâce à l'angine... 545
La palabra angineera repetida con gran placer.
–Le vieux comte est touchant à ce qu'on dit. Il a pleuré comme un enfant, quand le médecin lui à dit que le cas était dangereux. 546
–Oh! Ce serait une perte terrible. C'est une femme ravissante. 547
–Vous parlez de la pauvre comtesse– dijo Anna Pávlovna, acercándose. —J'ai envoyé savoir de ses nouvelles. On m’a dit qu'elle allait un peu mieux. Oh! Sans doute, c'est la plus charmante femme du monde!– continuó, sonriendo de su propio entusiasmo. —Nous appartenons à des camps différents, mais cela ne m'empêche pas de l'estimer, comme elle le mérite. Elle est bien malheureuse– añadió. 548
Suponiendo que con semejantes palabras Anna Pávlovna había levantado ligeramente el velo del misterio que cubría la enfermedad de la condesa, un joven imprudente se permitió manifestar su extrañeza por no haber sido llamados médicos famosos y que la condesa se hubiera puesto en manos de un charlatán que podía administrarle remedios peligrosos.
–Vos informations peuvent être meilleures que les miennes– dijo de pronto Anna Pávlovna con venenosa acritud al joven inexperto. —Mais je sais de bonne source que ce médecin est un homme très savant et très habile. C'est le médecin intime de la Reine d'Espagne. 549
Y, después de aniquilar al atrevido con aquellas palabras, Anna Pávlovna se volvió a Bilibin, que, en otro grupo, frunciendo la frente y preparándose evidentemente a desarrugarla para soltar un mot, hablaba de los austríacos.
–Je trouve que c'est charmant– decía refiriéndose a una nota diplomática con la que habían sido devueltas a Viena las banderas austríacas tomadas por Wittgenstein, le héros de Petropol, como se lo llamaba en San Petersburgo.
–¿Qué dice?– preguntó Anna Pávlovna, provocando así un silencio para que escucharan le mot, que ella ya conocía.
Bilibin repitió las palabras textuales del despacho diplomático que él había escrito:
–L’Empereur renvoie les drapeaux autrichiens, drapeaux amis et égarés qu'il a trouvé hors de la route 550– dijo Bilibin, desarrugando la frente.
–Charmant! Charmant!– exclamó el príncipe Vasili.
–C’est la route de Varsovie, peut-être 551– dijo de pronto y en voz alta el príncipe Hipólito.
Todos se volvieron hacia él, sin comprender lo que pretendía decir. El príncipe Hipólito miró alrededor con alegre sorpresa. Tampoco él, como los demás, comprendía el significado de sus palabras. Durante su carrera diplomática había observado más de una vez que las frases dichas sin venir a cuento resultaban muy ingeniosas; y precisamente por ello había dicho ahora lo primero que le vino a la lengua. “Tal vez resulte bien, y si no, ya sabrán arreglarlo", pensó. Y, en efecto, en medio del silencio embarazoso que se produjo, entró en la sala aquel personaje no lo suficientemente patriótico a quien Anna Pávlovna deseaba convertir. Sonriendo a Hipólito y amenazándolo con el dedo, invitó al príncipe Vasili a venir a la mesa, le llevó dos candelabros, el manuscrito y le rogó que comenzara a leer. Todos guardaron silencio.
–“Muy augusto Soberano y Emperador– comenzó severamente el príncipe Vasili, mirando a todos como para asegurarse de que nadie tenía nada que objetar. No se oyó ni una sola palabra. —La primera capital del reino, Moscú, la nueva Jerusalén, recibe a suCristo– subrayó la palabra su—como una madre que, teniendo en brazos a sus fieles hijos, prevé a través de las tinieblas la espléndida gloria de tu imperio y canta entusiasta: ¡Hosanna! ¡Bendito seas!"
El príncipe Vasili pronunció estas últimas palabras con voz llorosa. Bilibin examinaba atentamente sus uñas; otros parecían turbados y se preguntaban en qué consistiría su culpa. Anna Pávlovna anticipó en un susurro, como las viejas hacen con las preces de la comunión: “Que ese Goliat arrogante y audaz...".
El príncipe Vasili siguió leyendo:
–“Que ese Goliat arrogante y audaz, llegado de las fronteras de Francia, rodee las tierras de Rusia con los horrores de la muerte. La humilde fe, como la honda del David ruso, derribará de improviso la cabeza de su orgullo sanguinario. Ofrendamos a Vuestra Majestad esta imagen de San Sergio, el secular defensor del bien de nuestra patria. Lamento que mis exiguas fuerzas me priven del placer de contemplar y admirar vuestro augusto rostro. Elevo al cielo fervientes plegarias para que el Omnipotente dé fortaleza a la generación de los justos y cumpla todos los deseos de Vuestra Majestad.”
–Quelle force! Quel style!– dijeron todos, en alabanza del lector y del autor del mensaje.