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Guerra y paz
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Автор книги: Leon Tolstoi



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–André, déjà? 148– dijo la pequeña princesa, palideciendo y mirando con temor a su marido.

Él la abrazó. Lisa dejó escapar un grito y cayó desvanecida sobre su hombro.

Andréi la separó suavemente, mirándola a la cara, y la depositó con gran cuidado en una butaca.

–Adieu, Marie– dijo a media voz a su hermana. Se besaron estrechándose las manos y con pasos rápidos salió de la habitación.

La princesa Lisa quedó en la butaca, con mademoiselle Bourienne, que le frotaba las sienes. La princesa María sostenía a su cuñada, sin apartar sus bellos y tristes ojos de la puerta que acababa de cerrarse tras el príncipe Andréi, haciendo la señal de la cruz. Desde el despacho se oía —como si fueran disparos– con qué frecuencia y fuerza se sonaba el viejo príncipe. Cuando el príncipe Andréi ya había salido, se abrió bruscamente la puerta del despacho y apareció en el umbral la severa figura del viejo, con su bata blanca.

–¿Se ha ido? Muy bien...– dijo, mirando severamente a la desvanecida princesa. Movió la cabeza con reproche y dio un portazo.

Segunda parte

I

En octubre de 1805 el ejército ruso ocupaba las ciudades y aldeas del archiducado de Austria: y los nuevos regimientos venidos de Rusia, que se establecían junto a la fortaleza de Braunau, constituían una grave carga para los habitantes de aquellas regiones. Braunau era el cuartel general del comandante en jefe Kutúzov.

El 11 de octubre de 1805 uno de los regimientos de infantería, recientemente llegado a Braunau, se encontraba formado a medio kilómetro de la ciudad a la espera de una visita de inspección del comandante en jefe. Aunque el país y el paisaje nada tenían de común con Rusia (huertos de árboles frutales, bardas de piedra, techumbres de tejas, montañas y gentes no rusas que miraban a los soldados con curiosidad), el regimiento tenía todo el aspecto de uno de tantos regimientos rusos que esperan una revista en cualquier sitio de la Rusia central.

Al caer la tarde del día anterior, cuando estaban cubriendo la última marcha, llegó la orden de que el comandante en jefe iba a pasar revista a las tropas en campaña. No pareció muy clara la orden al comandante del regimiento: dudaba del uniforme que debían vestir sus hombres, si el de campaña o no. Pero el consejo de jefes de batallón decidió que todo el regimiento se presentara en uniforme de parada, porque siempre es mejor pecar por exceso que por defecto. Y los soldados, después de una jornada de más de treinta kilómetros sin cerrar ojo, se pasaron la noche limpiando y arreglando sus efectos.

Los ayudantes y jefes de compañía calculaban y disponían todo, de manera que a la mañana siguiente, en vez de una tropa desordenada como la que había llegado allí después de la última marcha, el regimiento era una correcta formación de dos mil hombres; todos conocían su puesto, sus atribuciones, y cada botón, cada correa, estaban en su sitio y brillaban de limpios. Y no sólo era lo exterior, porque si el comandante en jefe hubiera examinado a sus hombres, bajo el uniforme habría encontrado sus camisas limpias y en todas las mochilas los efectos reglamentarios completos: “la lezna y el jabón”, como acostumbraban decir los soldados. Sólo había un motivo de intranquilidad para todos: el calzado. Más de la mitad de los hombres tenían las botas destrozadas. Pero eso no era culpa del jefe del regimiento, puesto que, a pesar de sus repetidas peticiones, la intendencia austríaca no les suministraba lo necesario y el regimiento había recorrido ya más de mil kilómetros.

El jefe del regimiento era un general entrado en años, de temperamento sanguíneo, cejas y patillas grises, corpulento, más ancho del pecho a la espalda que de un hombro a otro. Vestía un uniforme nuevo todavía con los pliegues marcados, macizas charreteras doradas le abultaban los hombros de por sí vigorosos. Su aspecto era el de un hombre que cumple felizmente uno de los actos más solemnes de su vida. Recorría la formación, oscilando a cada paso y curvando un poco la espalda. Era evidente su admiración por el regimiento que mandaba, al que dedicaba todos sus pensamientos; a pesar de ello, su oscilante manera de andar parecía decir que no sólo las preocupaciones militares embargaban su alma, sino que la vida de sociedad y, sobre todo, el sexo femenino ocupaban suficiente espacio en su vida.

–Y bien, mi querido Mijaíl Mitrich– dijo a uno de los jefes de batallón, que se le acercó sonriente (ambos se mostraban felices), —la noche fue dura, pero parece que el regimiento no es de los malos, ¿eh?

Comprendió el jefe del batallón la alegre ironía y se echó a reír.

–No nos echarían ni de la plaza de armas de Tsaritsin.

–¿Qué dice?– preguntó el comandante.

En ese instante, por el camino que venía de la ciudad, donde estaban apostados los señaleros, aparecieron dos jinetes. Era un ayudante de campo seguido de un cosaco.

El ayudante de campo había sido enviado por el Estado Mayor Central para precisar lo que no estaba claro en la orden del día anterior: es decir, que el comandante en jefe deseaba ver al regimiento tal como venía haciendo las marchas: con capote, las armas enfundadas y sin preparativo alguno especial.

El día anterior había llegado de Viena, para entrevistarse con Kutúzov, un miembro del Consejo Superior de Guerra austríaco, con la propuesta y exigencia de que se unieran lo antes posible al ejército del archiduque Fernando y de Mack; pero Kutúzov no creía ventajosa semejante unión. Entre otros argumentos que respaldaban su opinión tenía el propósito de mostrar al general austríaco en qué triste estado llegaban las tropas de Rusia. Precisamente con este fin deseaba salir al encuentro del regimiento, de manera que cuanto peor fuera el aspecto de las tropas, más satisfecho había de mostrarse Kutúzov. Y aun cuando el ayudante de campo ignorara estos detalles, transmitió al jefe del regimiento las órdenes taxativas del comandante en jefe: los soldados debían estar con uniforme de campaña; en caso contrario el comandante en jefe quedaría descontento.

Al oír tales palabras, el jefe del regimiento inclinó la cabeza, se encogió de hombros en silencio y extendió los brazos con gesto nervioso.

–¡Buena la hemos hecho!– comentó. —Ya lo decía yo, Mijaíl Mitrich: uniforme de campaña puesto que en campaña estamos– dijo con tono de reprobación volviéndose aI comandante del batallón. —¡Ay, Dios mío!– murmuró. Y avanzó resueltamente: —¡Señores jefes de compañía!– grito con una voz acostumbrada al mando: —¡Sargentos!... ¿Vendrá pronto?– preguntó al ayudante de campo. Y en sus palabras había el tono cortés y respetuoso debido a la persona a que aludía.

–Creo que dentro de una hora.

–¿Tendremos tiempo para que los hombres cambien de uniforme?

–No lo sé, mi general...

El comandante se dirigió en persona hacia las filas y ordenó el cambio de uniforme. Los jefes de compañía se dispersaron presurosos por las compañías: los sargentos se agitaron frenéticamente (los capotes estaban en bastante mal estado) y, en un abrir y cerrar de ojos, los cuadros de formación, antes silenciosos, empezaron a descomponerse y agitarse con el sordo rumor de las conversaciones y los gritos. Por todas partes iban y venían los soldados, quitándose la mochila por encima de la cabeza y sacando de ella el capote levantaban los brazos empujando con los hombros para meterlos en las mangas.

Media hora después todo estaba lo mismo que antes; sólo que los grandes cuadros de la formación en vez de negros eran grises. El jefe del regimiento, con paso oscilante, se colocó de nuevo delante del regimiento y lo contempló desde lejos.

–¿Y eso qué es?– gritó deteniéndose. —¡Que se presente el jefe de la tercera compañía!

"¡El jefe de la tercera compañía, que se presente al general! ¡El jefe de la tercera compañía, que se presente al general!...”, se oía por las filas; y un ayudante corrió en busca del oficial, que se retrasaba.

Cuando las celosas voces que llamaban al jefe de la tercera compañía llegaron a su destino, convertidas en el "general a la tercera compañía”, apareció el oficial buscado y aunque ya era hombre de edad y no muy habituado a correr se dirigió al trote, tropezando con frecuencia, hasta donde el general se encontraba. El rostro del capitán expresaba la inquietud del escolar a quien se exige que explique una lección mal aprendida. En torno a la nariz rojiza (muestra evidente de falta de sobriedad) aparecieron manchas de idéntico color; sus labios temblaban.

El comandante del regimiento miraba al capitán, de pies a cabeza, mientras el oficial avanzaba, todo sofocado, aminorando la marcha conforme iba llegando.

–¡Dentro de poco vestirá a sus soldados con sarafanes, capitán! ¿Qué significa eso?– gritó el comandante del regimiento, alargando su mandíbula inferior y señalando a un soldado de la tercera compañía, cuyo capote era por su calidad y color diferente del de los otros soldados. —¿Dónde se había metido? ¡Estamos esperando al comandante en jefe y abandona su puesto! ¿Eh?... ¡Ya le enseñaré como deben vestirse los soldados para una revista!...

El capitán, sin apartar los ojos de su superior, apretaba cada vez más los dedos contra la visera de su gorra, como si en ese contacto hallara en aquellos momentos su propia salvación.

–¿Por qué calla? ¿Quién es aquel que va disfrazado como un húngaro?– bromeó enfadado el comandante del regimiento.

–Excelencia...

–¡Déjese de Excelencia! ¡Excelencia, Excelencia! Pero nadie sabe lo que Excelencia quiere.

–Excelencia, se trata del degradado Dólojov...– dijo en voz baja el capitán.

–Bueno, pero ¿se lo ha degradado o se lo ha ascendido a mariscal de campo? Si es soldado, debe vestir como los demás soldados, según el reglamento.

–Excelencia, usted mismo lo autorizó a vestir así durante las marchas.

–¡Autorizado! ¡Autorizado! Siempre pasa lo mismo con los jóvenes– dijo el comandante del regimiento, calmándose un poco. —¡Autorizado! Se les dice cualquier cosa... y– calló un momento. —Se les dice algo ¿y... qué?– se encolerizó de nuevo. —¡Vista a sus soldados de un modo decente!...

Y el jefe del regimiento, mirando de reojo al ayudante de campo, se dirigió con paso saltarín hacia el regimiento. Era evidente que su cólera le agradaba y que iba en busca de cualquier otro pretexto para prolongarla. Después de reprender a cierto oficial porque llevaba un emblema poco limpio y a otro por el mal alineamiento de sus soldados, se acercó a la tercera compañía.

–¡Vaya postura! ¿Dónde está el pie? ¿Dónde?– gritó el comandante de regimiento con voz dolorida a Dólojov, que vestía capote azul, cuando todavía lo separaban de él cinco hombres.

Dólojov enderezó lentamente la pierna doblada y con ojos claros e insolentes miró a la cara del general.

–¿Por qué llevas capote azul? ¡Fuera!... ¡Sargento! ¡Que vuelva a vestirse ese... mi...!– no tuvo tiempo de terminar.

–Mi general, estoy obligado a cumplir las órdenes, pero no a soportar...– lo atajó rápidamente Dólojov.

–¡En las filas no se habla!... ¡No se habla, no se habla!...

–No estoy obligado a soportar ofensas– terminó Dólojov con alta y sonora voz.

Los ojos del general y el soldado se encontraron. El general guardó silencio y tiró enfadado de su apretado fajín:

–Haga el favor de quitarse ese capote... se lo ruego– dijo, alejándose.

II

—¡Ya viene!– gritó un señalero.

El comandante del regimiento, enrojeciendo, corrió a su caballo; sujetó el estribo con mano temblorosa, montó en la silla, se enderezó, desenvainó la espada y con el rostro feliz y resuelto, abierta la boca por un lado se dispuso a dar la voz de mando. El regimiento se movió como un pájaro que sacudiese sus plumas y quedó inmóvil.

–¡Fir... mes!– gritó con voz vibrante, alegre para sí mismo, severa para el regimiento y deferente para el jefe que se acercaba.

Por el ancho camino, bordeado de árboles, avanzaba rápidamente, con ligero chirriar de muelles, una carretela vienesa de color azul claro enganchada de reata. La seguía al galope el séquito y una escolta de croatas. Junto a Kutúzov iba un general austríaco, de uniforme blanco, que resaltaba más entre los negros uniformes rusos. Se detuvo la carretela cerca del regimiento; Kutúzov y el general austríaco hablaban en voz baja y el primero, al apoyarse pesadamente en el estribo del carruaje, sonrió como si no estuvieran presentes los dos mil hombres que, con la respiración contenida, tenían los ojos puestos en él y en el jefe del regimiento.

Sonó de nuevo la voz de mando. Toda la tropa se estremeció otra vez al presentar armas. En medio de un profundo silencio se oyó la débil voz del general en jefe saludando a las tropas. Todo el regimiento rugió: “¡Viva su Excelencia!”, y de nuevo quedó todo en silencio. Kutúzov no se movió del sitio mientras la tropa desfilaba; después, a pie y acompañado del general uniformado de blanco y de todo el séquito, comenzó a recorrer las filas.

Por la manera con que el comandante del regimiento saludaba al general en jefe, sin apartar de él los ojos, por su modo de caminar echado hacia delante entre las filas, conteniendo a duras penas sus movimientos saltarines, atento a los más pequeños gestos de Kutúzov, procurando captar cada palabra y cada movimiento del general en jefe, era evidente que cumplía con más placer aún sus deberes de inferior que los de superior. Gracias a la severidad y al celo de su jefe, el regimiento se mantenía en excelente estado, en comparación con los llegados al mismo tiempo a Braunau. No había más que doscientos diecisiete entre enfermos y rezagados, y todo se hallaba en buen orden, excepto el calzado.

Kutúzov recorrió las filas; de vez en cuando se detenía para decir unas palabras amables a los oficiales que conocía de la guerra de Turquía y también a algún que otro soldado. Al ver el calzado de sus hombres sacudió varias veces con tristeza la cabeza y lo mostraba al general austríaco, como el que no reprocha a nadie pero no puede por menos que advertirlo. Y cada vez el comandante del regimiento se acercaba presuroso, temiendo perder alguna palabra del general en jefe relacionada con sus hombres.

Detrás de Kutúzov, a una distancia que permitía oír cada una de sus palabras, aun las pronunciadas a media voz, caminaban los veinte oficiales del séquito. Charlaban entre sí y reían a veces. El más próximo al general en jefe era un apuesto ayudante de campo, el príncipe Bolkonski, a cuyo lado caminaba su colega Nesvitski, oficial de Estado Mayor, alto y extremadamente grueso, de rostro sonriente y agraciado y ojos siempre húmedos. A duras penas contenía Nesvitski la risa, viendo al moreno oficial de húsares que tenía al lado. El oficial de húsares, muy serio, sin cambiar la expresión de su cara, contemplaba con ojos graves la espalda del comandante del regimiento e imitaba cada uno de sus movimientos. Cada vez que el comandante del regimiento se estremecía y se inclinaba hacia delante, el oficial de húsares hacía otro tanto. Nesvitski reía y llamaba la atención de los demás para que miraran al burlón oficial.

Kutúzov avanzaba con paso lento y cansino ante los miles de ojos que se desorbitaban para mirarlo. Al llegar a la altura de la tercera compañía se detuvo de pronto. El séquito, que no preveía semejante parada, estuvo a punto de echársele encima.

–¡Hola, Timojin!– exclamó el general, dirigiéndose al capitán de la nariz colorada, el mismo a quien reprendiera el comandante del regimiento por el capote azul.

Cuando el comandante del regimiento reprendió a Timojin, éste se había erguido de tal manera que parecía difícil enderezarse más; pero cuando el general en jefe se dirigió a él, el capitán Timojin se estiró de tal forma que, evidentemente, no habría podido permanecer en semejante postura durante mucho tiempo.

Pareció comprenderlo así Kutúzov y, como quería lo mejor para el capitán, se dio prisa en mirar hacia otra parte. En su mofletudo rostro, desfigurado por una cicatriz, se dibujó una sonrisa apenas perceptible.

–Es un compañero de armas de Ismail– comentó, —¡un bravo oficial! ¿Estás contento de él?– preguntó al comandante del regimiento.

Éste, reflejado siempre como en un espejo por el oficial de húsares, avanzó hacia Kutúzov y dijo:

–Sí, muy contento, Excelencia.

–Todos tenemos nuestras debilidades– sonrió Kutúzov, alejándose, —y la suya era la afición a Baco.

El comandante del regimiento se asustó, como si él tuviera la culpa, y no contestó nada. En aquel momento el oficial de húsares observó el rostro del capitán, con la nariz colorada y el vientre hundido, e imitó tan bien su expresión y postura que Nesvitski no pudo contener la risa. Kutúzov se volvió. Pero el oficial de húsares, por lo visto, dominaba bien los músculos de su cara y al volverse Kutúzov tuvo tiempo de hacer un esfuerzo y su rostro expresó la más absoluta seriedad, respeto e inocencia.

La tercera compañía era la última y Kutúzov quedó pensativo, como tratando de recordar algo. El príncipe Andréi se destacó del séquito y, con voz baja, le dijo:

–Me había ordenado que le recordara al degradado Dólojov, que se halla en este regimiento.

–¿Dónde está Dólojov?– preguntó Kutúzov.

Dólojov, vestido ya con su capote gris de soldado, no esperó que lo llamaran. Un soldado apuesto, de claros ojos azules, salió de la línea. Se acercó al general en jefe y presentó armas.

–¿Tienes alguna queja?– preguntó Kutúzov, frunciendo el entrecejo levemente.

–Es Dólojov– aclaró el príncipe Andréi.

–¡Ah!– dijo Kutúzov. —Espero que te corregirá esta lección. Sirve bien: el Emperador es magnánimo y no te olvidará, si te lo mereces.

Los claros ojos azules de Dólojov miraron al general en jefe con la misma audacia con que se había fijado en el comandante del regimiento, pareciendo destruir, con aquella expresión, las distancias que tanto alejaban al general de su soldado.

–Sólo pido una cosa, Excelencia– dijo con su voz sonora, pausada y firme, —que se me dé una ocasión de reparar mi falta y probar mi devoción a Su Majestad el Emperador y a Rusia.

Kutúzov se apartó. En su rostro apareció una leve sonrisa semejante a la que había reflejado al apartarse del capitán Timojin. Arrugó el ceño, como si quisiera decir que desde hacía tiempo sabía cuanto dijera o pudiese decir Dólojov, que todo eso ya lo tenía aburrido y no era, ni mucho menos, lo preciso. Se apartó, pues, y se dirigió hacia el coche.

El regimiento se agrupó por compañías y avanzó hacia los acuartelamientos designados, no lejos de Braunau, donde esperaba recibir calzado y ropa y descansar de las fatigas de la marcha.

–No se habrá enfadado conmigo, ¿verdad, Projor Ignátich?– preguntó el comandante del regimiento, acercándose al capitán Timojin, que avanzaba al frente de la tercera compañía. El rostro del comandante del regimiento expresaba una incontenible alegría después del buen resultado de la revista. —Al servicio del Zar... uno no puede... En filas, a veces se deja llevar uno... Estoy dispuesto a presentar mis excusas el primero, ya me conoce... El comandante en jefe me felicitó.

Y tendió la mano al capitán.

–Pero, mi general, cómo iba yo a atreverme...– replicó el capitán; su nariz enrojeció todavía más y sonrió mostrando el vacío dejado por dos dientes que le saltaron de un culatazo en Ismail.

–Comunique al señor Dólojov que no lo olvidaré, que esté tranquilo. Y dígame, por favor... Siempre quería preguntarle cómo se porta.

–Manifiesta mucho celo en el servicio, Excelencia; pero... su carácter...

–¿Qué quiere decir con eso del carácter?– preguntó el comandante.

–Tiene días, Excelencia– respondió el capitán; —hoy se muestra razonable, inteligente y cortés y mañana es una fiera; en Polonia, para su conocimiento, estuvo a punto de matar a un judío...

–Claro, claro– interrumpió el comandante; —mas, a pesar de todo, la desgracia de ese joven mueve a compasión. Conoce a gente importante... así que usted...

–A sus órdenes, Excelencia– interrumpió Timojin, dejando ver con su sonrisa que comprendía bien el deseo de su superior.

–Bien, bien... Eso es.

El comandante del regimiento buscó entre las filas a Dólojov y detuvo el caballo.

–En la primera acción, las charreteras– dijo.

Dólojov lo miró sin responder nada y sin modificar su expresión sonriente e irónica.

–Bien, bien– dijo el comandante del regimiento. Y añadió para ser oído por los soldados: —Vodka para todos, de mi parte. Gracias a todos. ¡Loado sea Dios!

Y dejando aquella compañía se acercó a otra.

–Es, en verdad, una buena persona– comentó Timojin, volviéndose al oficial subalterno que caminaba a su lado.

–¡Con él se puede servir!

–En una palabra, que tiene “corazón"– rió el oficial subalterno. (El comandante tenía el sobrenombre de “rey de corazones”.)

La buena disposición de los jefes, después de la revista, se comunicó a los soldados. Todos avanzaban alegres, y por doquier se oían las voces de la tropa.

–¿Quién decía que Kutúzov es tuerto de un ojo?

–Pues sí que lo es.

–No..., amigo, ve mejor que tú. Lo ha mirado todo, las botas, los peales, lo miró todo.

–Cuando me miró los pies pensé que...

Y el otro, el austríaco que iba con él, parecía cubierto de yeso, blanco como la harina. ¡Deben limpiarlos, creo yo, como si fueran pertrechos!

–¡Eh, Fedoshka!... ¿Han dicho algo de cuándo empezaran las batallas? Tú estabas cerca. Dicen que el mismo Bonaparte está en Braunau.

–¡Bonaparte! ¡Eso son mentiras! No sabes lo que dices. Ahora son los prusianos quienes luchan, los austríacos parece que quieren someterlos, y cuando lo consigan empezará la guerra contra Bonaparte. ¡Y tú vienes con que Bonaparte está en Braunau! ¡Bien se ve que eres tonto! Más te valdría escuchar lo que se dice.

–¡Malditos furrieles! Los de la quinta ya están entrando en la ciudad; harán las gachas antes de que nosotros lleguemos.

–¡Oye, hermano, dame una galleta!

–¿Y tú, me diste tabaco ayer cuando te lo pedí? Ya lo ves, pero toma, y que Dios te perdone.

–Si por lo menos hicieran un alto...; porque nos esperan todavía cinco kilómetros con el estómago vacío.

–¡Qué bien estábamos cuando los alemanes nos llevaban en carruajes! ¡En coche sí que se va bien!

–Aquí, amigo, la gente es harapienta; antes eran polacos, súbditos de la corona rusa; y ahora no hay más que alemanes.

–¡Adelante los cantores!– gritó el capitán.

Y de las diversas líneas salieron unos veinte hombres que se pusieron a la cabeza de los demás. El tambor, que dirigía el coro, se volvió hacia ellos, hizo una señal con la mano y entonó una lenta canción que los soldados cantaban durante las marchas:

¿No es el sol que amanece?

comenzaba la canción y terminaba así:

Mucha gloria lograremos

con el padrecito Kámenski.

Esa canción, compuesta en la campaña de Turquía, resonaba ahora en Austria, sólo que en vez de “padrecito Kámenski”se decía “padrecito Kutúzov”. Cuando el tambor, un soldado delgado y apuesto de unos cuarenta años, terminó de cantar las últimas palabras con gran brío, miró severamente a los demás cantores con el ceño fruncido. Una vez convencido de que todos los ojos estaban fijos en él, alzó con ambas manos y mucho cuidado algún objeto precioso pero invisible por encima de la cabeza, lo sostuvo así varios segundos y de pronto lo tiró violentamente y rompió a cantar:

¡Ah mi casa, mi hogar!

“Mi casa nueva...”, corearon veinte voces... Y el que repiqueteaba con las cucharas, a pesar de su carga, se volvió de espaldas y avanzó bailando delante de la compañía, sacudiendo los hombros y amenazando con golpear ya a uno, ya a otro con sus cucharas. Los soldados avanzaban a largo paso, moviendo los brazos al son de la canción.

Tras la compañía se oyó un ruido de ruedas, de muelles, de cascos de caballos. Kutúzov y su séquito volvían a la ciudad. El general en jefe ordenó que los soldados prosiguieran su marcha a discreción, y su rostro, lo mismo que el de los oficiales, expresó la satisfacción que le proporcionaba escuchar las canciones, ver al soldado bailarín y el paso alegre de los soldados. En la segunda línea, a la derecha, sobresalía, aun sin quererlo, un soldado de ojos azules, Dólojov, que caminaba con peculiar gracia siguiendo el ritmo de la canción y miraba de frente a los que pasaban como compadeciéndoles de no marchar con la compañía. Un alférez de húsares, del séquito de Kutúzov (el que antes imitaba al comandante del regimiento), se quedó atrás y se acercó a Dólojov.

Este oficial, Zherkov, había pertenecido cierto tiempo al turbulento círculo presidido por Dólojov en San Petersburgo. En el extranjero, Zherkov se había encontrado con Dólojov, ya degradado, pero no creyó necesario reconocerlo. Ahora, después de la conversación de Kutúzov con el degradado, se acercó a Dólojov con el placer que se experimenta al encontrarse de nuevo con un viejo amigo.

–¡Querido amigo! ¿Qué tal estás?– preguntó, acercándose– y poniendo su caballo al paso de la compañía.

–Ya lo ves– contestó Dólojov con frialdad.

La jubilosa canción de los soldados añadía un tono especial a la desenfadada alegría de Zherkov y a la voluntaria frialdad de las respuestas de Dólojov.

–¿Qué tal te llevas con tus superiores?– preguntó de nuevo Zherkov.

–Muy bien; son buena gente. Y tú ¿cómo te has ingeniado para meterte en el Estado Mayor?

–En comisión de servicio, de oficial de guardia.

Callaron los dos.

Dieron suelta al halcón, lanzado con la diestra...

decía la canción suscitando, sin querer, sentimientos alegres y animosos.

La conversación, probablemente, habría sido distinta de no haber hablado con el acompañamiento del canto.

–¿Es verdad que han zurrado a los austríacos?– preguntó Dólojov.

–¡El diablo lo sabe! Eso dicen...

–Pues me alegro– comentó Dólojov, rotundo y claro, como exigía la canción.

–Ven a vernos alguna tarde, echaremos una partida– dijo Zherkov.

–¿Os sobra dinero?

–Tú ven.

–No. Me he dado palabra de no beber ni jugar hasta haber recuperado las charreteras.

–Eso, en la primera acción...

–Ya veremos.

Callaron de nuevo.

–Ven si necesitas algo, en el Estado Mayor te ayudaremos.

–No te preocupes.

Dólojov sonrió irónicamente.

–Si necesito algo, no lo pediré, lo tomaré yo mismo.

–Yo te lo decía... por...

–Y yo también... por...

–Adiós.

–Que te vaya bien...

... A lo lejos, y a lo alto,

hacia el país natal...

Zherkov espoleó el caballo, que, sofocado, batió la tierra con sus patas tres veces sin saber con cuál echar a andar y, al decidirlo, galopó también al ritmo de la canción, se adelantó a la compañía y se unió al séquito de la carretela.

III

Al regresar de la revista, Kutúzov, acompañado por el general austríaco, pasó a su despacho; llamó a un ayudante de campo y le pidió algunos documentos relativos al estado de las tropas que iban llegando y también las cartas recibidas del archiduque Fernando, que mandaba el ejército de vanguardia. El príncipe Andréi Bolkonski entró en el despacho del comandante en jefe con los documentos pedidos. Ante un mapa extendido sobre la mesa estaban sentados Kutúzov y el general austríaco, miembro del mando supremo del ejército austríaco.

–¡Ah...!– dijo Kutúzov mirando a Bolkonski y como invitándolo a esperar; después prosiguió en francés la conversación iniciada.

–Sólo una cosa puedo decirle, general– dijo Kutúzov con una elegancia en el giro de la frase y la tonalidad que obligaba a escuchar con suma atención cada una de sus pausadas palabras. Era evidente que Kutúzov se escuchaba a sí mismo con placer. —Sólo una cosa le diré, general: si las cosas dependieran de mí personalmente, se habría cumplido ya hace tiempo la voluntad de Su Majestad el emperador Francisco; me habría unido hace tiempo al archiduque; y, créame bajo palabra de honor, sería un gran alivio para mí poder transmitir el mando supremo del ejército a un general más experto y hábil que yo, de los que tanto abundan en Austria, y quedar libre de una responsabilidad tan pesada. Pero hasta ahora, general, las circunstancias suelen ser más fuertes que nosotros.

Y Kutúzov sonrió como diciendo: “Tiene perfecto derecho a no creerme, y me es lo mismo que me crea o no; pero no tiene motivo alguno para decírmelo, y esto es lo importante”.

El general austríaco se mostraba descontento, pero estaba obligado a contestar en el mismo tono.

–Al contrario– rezongó con voz irritada, en evidente contradicción con las lisonjeras palabras que decía, —al contrario; la participación de Su Excelencia en la empresa común es muy apreciada por Su Majestad; pero creemos que la actual lentitud priva a los gloriosos ejércitos rusos y a sus jefes de los laureles que acostumbran recoger en los campos de batalla– concluyó con palabras que, desde luego, traía preparadas.

Kutúzov se inclinó sin cambiar su sonrisa.

–Y yo estoy convencido, basándome en la última carta con que me ha honrado Su Alteza el archiduque Fernando, que las tropas austríacas, al mando de un jefe tan hábil como el general Mack, habrán conseguido ya una victoria decisiva y no tendrán necesidad de nuestra ayuda.

El general frunció el ceño. Aunque no se tenían noticias ciertas sobre la derrota de los austríacos, demasiadas circunstancias confirmaban las voces pesimistas que corrían; así, la alusión de Kutúzov a la victoria de los austríacos se parecía más bien a una burla. Pero Kutúzov sonreía apaciblemente, siempre con idéntica expresión, manifestando su irrefutable derecho a presuponerlo. En realidad, la última carta recibida del ejército de Mack anunciaba la victoria y hacía mención de la favorable posición estratégica del ejército.

–Dame esta carta– dijo Kutúzov al príncipe Andréi. —Ahí la tiene; puede leerla– y Kutúzov, con una burlona sonrisa en la comisura de los labios, leyó en alemán al general austríaco el siguiente fragmento de la carta del archiduque Fernando:

Todas nuestras fuerzas, en número de casi 70.000 hombres, han sido concentradas de manera que podamos atacar y destruir al enemigo en caso de que atraviese el Lech. Como además hemos ocupado Ulm, podemos conservar la ventaja de dominar las dos orillas del Danubio y, si no cruza el Lech, pasar el Danubio, lanzarnos sobre sus líneas de comunicación, volver a atravesar más abajo el Danubio y, si el enemigo intentase volver sus fuerzas contra nuestros aliados, impedir sus propósitos. Esperamos, pues, animosamente a que el ejército imperial ruso termine de prepararse y luego hallaremos juntos fácilmente la posibilidad de deparar al enemigo la suerte que se merece.


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