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Guerra y paz
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Текст книги "Guerra y paz"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–¡Hasta la vista, querida sobrina!– gritó en la oscuridad.

Su voz no era la que Natasha conocía de otras veces, sino la que había cantado la canción de la nieve.

En la aldea que cruzaban brillaban luces rojizas y el aire olía alegremente a humo.

–¡Qué encantador es el tío!– dijo Natasha cuando salieron al camino.

–Sí– contestó Nikolái. —¿Tienes frío?– preguntó.

–No. Me encuentro muy bien, estoy perfectamente– respondió Natasha algo perpleja.

Callaron durante largo tiempo. La noche era húmeda y oscura. No se veían los caballos; sólo podía oírse su chapoteo en el fango invisible.

¿Qué estaba ocurriendo en aquel espíritu infantil y sensible, que tan vivamente percibía y asimilaba las impresiones más diversas de la vida? ¿Cómo se acomodaban en su alma todas esas impresiones? Comoquiera que fuese, Natasha se sentía muy feliz. Se acercaban ya a la casa cuando entonó La nieve, por la noche, melodía que había buscado durante todo el camino y logró captar por fin.

–¿Lo conseguiste?– dijo Nikolái.

–¿En qué estabas pensando ahora, Nikolái?– preguntó Natasha.

Les gustaba hacerse esa pregunta el uno al otro.

–¿Yo?– dijo Nikolái procurando recordar. —Mira: primero pensaba que Rugai, el perro rojo, se parece al tío, y que si fuera un hombre tendría consigo al tío no por buen corredor, sino por su buen carácter. ¡Qué fácil es vivir con él! ¿Y tú?

–¿Yo? Espera, espera... Sí, primero pensaba que creemos ir a casa, pero que sólo Dios sabe adonde vamos en medio de esta oscuridad; y que, de pronto, llegamos y no vemos Otrádnoie, sino un país mágico... Luego pensaba que... Pero no, nada más.

–Lo sé, sin duda has pensado en él– dijo Nikolái sonriendo, de lo que Natasha se dio cuenta por el sonido de su voz.

–No– respondió la muchacha, aunque realmente pensaba en el príncipe Andréi y en lo mucho que le habría agradado el tío. —Además, durante todo el camino me vengo diciendo: ¡Qué bien estuvo Anísiushka!– dijo Natasha.

Y Nikolái volvió a oír su risa feliz, sonora, espontánea.

–¿Sabes?– dijo de pronto Natasha. —Creo que nunca seré tan feliz ni estaré tan tranquila como ahora.

–¡Qué tontería! Son estupideces, chiquilladas– exclamó Nikolái; y pensó: “¡Mi Natasha es un encanto! Nunca tendré una amiga como ella. ¿Por qué se casa? ¡Pasearíamos siempre juntos!”.

“¡Qué encanto es Nikolái!”, pensó Natasha.

–¡Ah! ¡Todavía hay luz en la sala!– dijo, señalando las ventanas que brillaban en la oscuridad de la noche, húmeda y aterciopelada.

VIII

El conde Iliá Andréievich había renunciado a su cargo de mariscal de la nobleza porque le imponía demasiados gastos; pero la situación no mejoraba. Con frecuencia, Natasha y Nikolái sorprendían conversaciones secretas e inquietantes de sus padres y oían hablar de la venta de la rica casa patrimonial de los Rostov y de otras propiedades en las cercanías de Moscú. El conde ya no era mariscal de la nobleza ni estaba obligado a grandes recepciones, y la vida en Otrádnoie era más modesta que en años precedentes. Pero la enorme casa de campo y los pabellones estaban siempre llenos de gente y más de veinte personas se sentaban cada día a la mesa. Todos vivían desde hacía tiempo con la familia, unos casi como miembros de ella y otros porque se consideraba que debían vivir en la casa del conde. Tal era el caso de Dimmler, el músico, y su mujer; Vogel, maestro de baile, con su familia; la vieja señorita Bielova y tantos otros; los profesores de Petia, la antigua institutriz de las señoritas y simplemente algunos que creían mejor y más conveniente vivir a expensas del conde que en su casa. No se daban ya las grandes recepciones de antes, pero en la casa se mantenía el tren de siempre, un tren sin el cual los condes no podían imaginarse la vida. Subsistían las partidas de caza, acrecentadas desde la vuelta de Nikolái; subsistían los quince cocheros y los cincuenta caballos, los valiosos regalos para las onomásticas y otras solemnidades, las comidas de gala para todo el distrito, las partidas de whisty de boston, en las que el conde, permitiendo que vieran sus cartas, se dejaba ganar todos los días cientos de rublos, por lo cual los vecinos juzgaban las partidas de juego con él como la renta más lucrativa y saneada.

Apresado en su actividad como en una enorme red, el conde se empeñaba en no creer que, a cada paso, se enredaba más y más. Le faltaban fuerzas para romper la red o para desenredarla poco a poco, con paciencia. El corazón amante de la condesa sentía que la ruina amenazaba a sus hijos; sabía que el conde no era culpable, que no podía dejar de ser corno era y que él mismo sufría por ello (aunque lo ocultara cuidadosamente) y buscaba el modo de remediar su propia ruina y la de sus hijos. Desde su punto de vista puramente femenino la única solución posible era el matrimonio de Nikolái con una rica heredera. La condesa comprendía que aquélla era la última esperanza, y que si Nikolái rechazaba el partido que ella le había buscado habría que despedirse para siempre de la posibilidad de remediar el desastre. El partido en cuestión era Julie Karáguina, hija de buenos y virtuosos padres, a quien los Rostov conocían desde la infancia y que, muerto su último hermano, era entonces una de las más ricas herederas.

Así pues, la condesa escribió directamente a la señora Karáguina, a Moscú, proponiéndole el matrimonio de sus hijos, y recibió una respuesta favorable. La señora Karáguina decía que, por su parte, consentía en dicho matrimonio, pero que todo dependía de su hija. La señora Karáguina proponía que Nikolái fuera a Moscú.

Varias veces, con lágrimas en los ojos, la condesa Rostova decía a Nikolái que, tras las bodas de sus dos hijas, todo su deseo era verlo a él casado; sólo entonces moriría tranquila. Después daba a entender que tenía en perspectiva a una muchacha excelente y trataba de conocer la opinión de su hijo sobre el matrimonio.

En otras ocasiones alababa a Julie y aconsejaba a Nikolái que fuera a Moscú a divertirse con ocasión de las fiestas. Nikolái adivinaba los propósitos de su madre y un día se los hizo confesar abiertamente. La condesa explicó a su hijo que la última esperanza de remediar la situación de la familia se fundaba ahora en su matrimonio con la señorita Karáguina.

–Mamá, y si yo amase a una muchacha sin fortuna alguna, ¿me exigiría que sacrificara mi cariño y mi honor al dinero?– preguntó sin calcular la crueldad de su pregunta, deseando tan sólo manifestar su nobleza de espíritu.

–No, no me has entendido– dijo la madre, sin saber cómo justificarse. —No me has entendido, Nikolái. Lo que yo deseo es tu felicidad– añadió, y confusa, comprendiendo que no decía la verdad, comenzó a llorar.

–Mamita, no llore. Dígame solamente que usted lo desea; sabe que yo daría toda mi vida, lo daría todo para que usted esté tranquila– dijo Nikolái. —Lo sacrificaré todo por usted, hasta mis sentimientos.

Mas la condesa no quería plantear así la cuestión. No deseaba sacrificar a su hijo: habría preferido sacrificarse ella misma por él.

–No, no me has comprendido, no hablemos más de ello– dijo enjugándose las lágrimas.

"Sí, tal vez ame a una muchacha pobre —pensaba Nikolái—; pero ¿por qué debo sacrificar mi corazón y mi honor al dinero? Me asombra que mamita haya podido decirme semejante cosa. Entonces, porque Sonia es pobre, no puedo amarla —se decía—, no puedo corresponder a su cariño devoto y fiel. Y con ella sería más feliz que con una Julie cualquiera, que no es más que una muñeca. Yo no puedo mandar en mis sentimientos. Si quiero a Sonia, ese amor es para mí lo más fuerte y para mí está por encima de todo.”

Y no fue a Moscú. La condesa no volvió a insistir en el tema del matrimonio, y con tristeza, y a veces con cólera, advertía el acercamiento cada vez mayor entre Sonia, pobre y sin dote, y su hijo. Se lo reprochaba a sí misma, pero no podía evitar su descontento con Sonia, que se manifestaba en inmotivadas reprensiones o en el uso totalmente injustificado del "usted” y "querida”. Lo que más disgustaba a la buena de la condesa era precisamente que Sonia, la pobre sobrina de los ojos negros, fuera tan dulce, tan buena y tan agradecida a sus protectores y amase con un amor tan fiel, constante y abnegado a Nikolái, que nada se le podía reprochar.

Llegaba el término del permiso de Nikolái. Se había recibido desde Roma la cuarta carta del príncipe Andréi en la que decía que ya estaría de camino hacia Rusia si de improviso, con aquel clima cálido de Italia, no se hubiese abierto de nuevo su herida, lo que lo obligaba a retrasar su vuelta hasta comienzos del año próximo. Natasha seguía igual de enamorada de su prometido, tranquila con ese amor y accesible a toda clase de alegrías. Pero al cumplirse los cuatro meses de separación, se vio asaltada por accesos de tristeza que en modo alguno podía vencer. Sentía compasión de sí misma, lamentaba que sin pena ni gloria se perdiera aquel tiempo cuando ella se sentía tan capaz de amar y de ser amada.

La alegría no reinaba en casa de los Rostov.

IX

Llegó la Navidad y, aparte de la misa solemne y de las fastidiosas felicitaciones de convecinos y domésticos y de los trajes nuevos para todos, no sucedió nada de especial. Pero aquel frío de veinte grados bajo cero, la ausencia de viento y el sol resplandeciente y cegador de día y la luz de las estrellas por la noche impulsaban la necesidad de celebrar de algún modo la fecha.

Al tercer día de fiestas, después de comer, toda la familia se dispersó por las habitaciones; eran los instantes más aburridos de la jornada. Nikolái, que por la mañana había visitado a algunos vecinos, se quedó dormido en el saloncito de los divanes; el viejo conde descansaba en su despacho; Sonia permanecía sentada ante la mesa redonda de la sala y copiaba un dibujo; la condesa hacía un solitario; Nastasia Ivánovna, el bufón, con cara triste, se había reunido con dos viejas junto a la ventana. Natasha entró en la sala; se acercó a Sonia, miró lo que estaba haciendo, luego se acercó a su madre y se detuvo, sin decir nada.

–¿Por qué andas como un alma en pena? ¿Qué necesitas?– preguntó la condesa.

–Lo necesito a él... Ahora, en este momento, lonecesito– dijo Natasha gravemente y con los ojos brillantes.

La condesa levantó la cabeza y miró fijamente a su hija.

–No me mire, mamá, no me mire. Acabaré por llorar.

–Ven, quédate un poco conmigo– dijo la condesa.

–Mamá, lo necesito a él. ¿Por qué yo he de consumirme así?

Su voz se cortó. Las lágrimas brotaron de sus ojos y para ocultarlas se volvió bruscamente y salió de la sala. Atravesó el saloncito de los divanes y se detuvo allí; reflexionó unos instantes y se dirigió a la habitación de las doncellas. La criada vieja regañaba a una joven que acababa de entrar corriendo del patio, llena de frío.

–¡Ya está bien de juegos!– decía. —Cada cosa a su tiempo.

–Déjala, Kondrátievna– intervino Natasha. —Ve, Mavrushka, ve.

Y dejando que saliera la muchacha, Natasha se dirigió a la antecámara. Un criado viejo y dos jóvenes estaban jugando a las cartas; interrumpieron la partida y se levantaron cuando entró ella: “¿Qué puedo hacer con ellos?”, se preguntó Natasha.

–Sí, Nikita, ve, por favor... (“¿dónde lo puedo enviar?”). Sí, ve al corral y tráeme un gallo; y tú, Misha, tráeme avena.

–¿Como cuánto?– preguntó Misha alegremente y de buena gana.

–Ve, ve rápido– dijo el viejo.

–Fiódor, tú tráeme un poco de yeso.

Al pasar delante del bufet mandó que se preparase el samovar, aunque no era la hora.

El mayordomo, Foka, era el hombre más hosco de toda la casa. A Natasha le gustaba probar su autoridad sobre él. Foka no la creyó y fue a preguntar si era verdad.

–¡Vaya con la señorita!– dijo Foka, fingiendo que se enfadaba con ella.

Nadie en la casa daba tantas órdenes ni tanto trabajo como la joven. No podía ver a nadie quieto sin mandarle algo. Parecía querer probar si alguno se resistía, se enfadaba con ella. Pero todos cumplían sus órdenes con más placer que las de cualquier otro.

“¿Qué haré? ¿Adonde puedo ir?”, pensaba Natasha, caminando lentamente por el pasillo.

–Nastasia Ivánovna, ¿qué nacerá de mí?– preguntó al bufón que iba a su encuentro, vestido con la chambra de siempre.

–Pulgas, saltamontes y cigarras– respondió él.

“Dios mío, Dios mío, siempre lo mismo. ¿Adonde ir? ¿Qué puedo hacer?” Subió rápidamente la escalera, en busca de Vogel, que vivía en el piso alto con su mujer. En casa de Vogel estaban dos institutrices y tenían sobre la mesa platos con pasas, nueces y almendras. Las institutrices hablaban sobre dónde era más barato vivir, si en Moscú u Odesa. Natasha se sentó, estuvo un rato escuchando la conversación con rostro serio y pensativo y después se levantó.

–La isla de Madagascar– dijo. —Ma-da-gas-car– repitió, pronunciando distintamente cada sílaba; y sin responder a las preguntas de Mme Schoss acerca de lo que decía, salió de la habitación.

Petia estaba también arriba, con su preceptor, preparando unos fuegos artificiales que iban a encender por la noche.

–¡Petia! ¡Petia!– gritó Natasha. —¡Llévame abajo!

El chiquillo corrió hacia ella y le ofreció la espalda. Natasha montó encima, ciñó con sus brazos el cuello de su hermano y Petia comenzó a correr.

–No, no hace falta... la isla de Madagascar– dijo saltando al suelo y bajó las escaleras.

Como si acabara de recorrer su reino, habiendo probado su poder, convencida de que todos se le mostraban sumisos, pero que, sin embargo, seguía tan aburrida como antes, Natasha volvió a la sala, tomó su guitarra, se sentó en un rincón oscuro, detrás de un pequeño armario, y comenzó a pulsar las cuerdas con una frase de ópera que había oído en San Petersburgo, en compañía del príncipe Andréi. Para los oyentes, los acordes que salían de la guitarra no tenían sentido alguno, pero en la imaginación de Natasha la frase musical hacía revivir numerosos recuerdos. Permanecía sentada detrás del pequeño armario con los ojos fijos en la franja de luz que caía de la despensa y recordaba. Se quedó abstraída en sus recuerdos.

Sonia, con una copa en la mano, atravesó la sala. Natasha la miró, miró la puerta sin cerrar de la despensa y le pareció que ya había visto antes a Sonia, con la copa y la luz que salía de allí. "Sí, todo eso ocurrió antes que ahora y fue exactamente igual”, pensó Natasha.

–Sonia, ¿qué estoy tocando?– gritó Natasha, deslizando su dedo sobre el bordón.

–¡Ah! ¡Estás aquí!– dijo con sobresalto Sonia. —No lo sé. ¿La Tempestad?– preguntó tímidamente, con temor de equivocarse.

“Sí, se estremeció exactamente lo mismo. Se acercó igual que ahora y también sonrió con timidez... ¡Todo eso fue exactamente así! Y yo pensé... entonces, que le faltaba algo.”

–No; es el coro de Los Aguadores, ¿lo oyes?– terminó cantando el tema del coro para que Sonia lo recordara. —¿Adonde ibas?– preguntó después.

–A cambiar el agua de la copa. Me falta poco para terminar el dibujo.

–Tú siempre estás ocupada, yo no sé– dijo Natasha. —¿Dónde está Nikolái?

–Creo que duerme.

–Ve a despertarlo, Sonia. Dile que lo llamo para cantar– y se quedó pensando en el significado que podía tener lo sucedido; y sin resolver el problema y sin mínimamente lamentarlo, se trasladó de nuevo con la imaginación al tiempo en que estaban juntos y él la miraba con ojos de enamorado.

“¡Oh, que venga! ¡Que venga cuanto antes! Tengo tanto miedo de que no llegue... y lo principal es que me hago vieja. Ya no encontrará en mí lo que hay ahora. Puede suceder que llegue hoy, que llegue ahora. A lo mejor ha llegado ya y está en la sala, esperándome. Quizá llegara ayer y lo he olvidado.” Se levantó, dejó la guitarra en su sitio y pasó a la sala. Toda la familia estaba sentada en torno a la mesa de té, con los preceptores, las institutrices y los huéspedes.

Los criados permanecían en pie, atentos al servicio, pero no estaba el príncipe Andréi.

–¡Ahí tenemos a Natasha!– dijo Iliá Andréievich al verla entrar en la sala. —Ven, siéntate a mi lado.

Pero Natasha se detuvo junto a su madre y miró a su alrededor, como si buscara algo.

–Mamá, démelo, démeloen seguida– y una vez más se esforzó por contener las lágrimas.

Se sentó en su sitio, prestando oído a la conversación de las personas mayores y de Nikolái, que también había acudido a la mesa. “Dios mío, Dios mío, las mismas caras, las mismas conversaciones, papá sostiene su taza como siempre y sopla de la misma manera", pensaba, sintiendo con horror la repulsión que nacía en ella contra la familia por ser todos como eran siempre.

Después del té, Nikolái, Sonia y Natasha pasaron al saloncito de los divanes, a su rincón favorito, donde, como siempre, se iniciaban las conversaciones más íntimas.

X

—¿No te sucede a veces– preguntó Natasha a su hermano cuando se hubieron acomodado —que piensas que todo lo hermoso ha pasado y ya no queda nada, nada más? ¿Y que sientes, no diría tedio, sino tristeza?

–¡Ya lo creo!– dijo él. —A veces todos están contentos, todo va bien, y se me ocurre pensar que todo es aburrido y que todos tendrían que morir. Un día, en el regimiento no salí de paseo, fuera tocaba la música... y me sentí tan triste...

–¡Oh! Lo sé, lo sé– confirmó Natasha. —También me sucedió a mí, cuando era muy niña. ¿Te acuerdas? Una vez me castigaron por unas ciruelas; todos vosotros estabais bailando, yo me quedé en el gabinete de estudio, sola, y lloré mucho. No lo olvidaré nunca. Estaba triste y sentía lástima de todos, de todos, y de mí misma. Y lo principal es que yo no tenía la culpa. ¿Te acuerdas?

–Sí, lo recuerdo– dijo Nikolái. —Me acuerdo de que fui a verte; quería consolarte, ¿sabes? Sentía remordimiento. Éramos tan ingenuos. Yo tenía un juguete, un payaso, y quise dártelo. ¿Recuerdas?

–¿Y recuerdas hace aún más tiempo– dijo Natasha con pensativa sonrisa, —cuando éramos muy, muy pequeños; el día en que nos llamó el tío a su despacho, en la vieja casa todavía? Todo estaba oscuro, llegamos y había allí...

–Un negro– terminó Nikolái con alegre sonrisa, —¿Cómo no voy a recordarlo? Y aun ahora no sé si era negro, o si lo soñamos, o si es que nos lo contaron.

–Era gris y tenía los dientes blancos. Estaba de pie y nos miraba.

–¿Se acuerda, Sonia?– preguntó Nikolái.

–Sí, sí, algo recuerdo– respondió Sonia tímidamente.

–A veces he preguntado a mamá y a papá por aquel negro– dijo Natasha. —Dicen que no había ningún negro... ¡Pero tú lo recuerdas!

–¡Ya lo creo! Como si ahora estuviera viendo sus dientes blancos.

–¡Qué raro! Es como un sueño. Me gusta recordar.

–¿Y te acuerdas de cuando empezamos a jugar con unos huevos de Pascua en la sala y de pronto entraron dos viejas y se pusieron a rodar por el suelo también? ¿Ha sucedido esto, sí o no? ¿Te acuerdas de lo bien que lo pasábamos?

–Sí. ¿Y cuando papá, con su abrigo azul, disparó la escopeta en el porche de la casa?

Se interrumpían sonrientes, felices al evocar —no tristes recuerdos propios de la vejez– los recuerdos poéticos de la infancia; esas impresiones de un pasado bastante lejano cuando la fantasía se entrelaza con la realidad. Y reían los tres dulcemente con íntimo gozo.

Aun cuando sus recuerdos fueran comunes, Sonia, como siempre, no llegaba tan lejos. No recordaba muchas cosas, que ellos guardaban en su memoria, y las que recordaba no despertaban en ella aquel sentimiento poético que embargaba a los dos hermanos. Se complacía de su júbilo y trataba de participar en él.

Únicamente intervino cuando Natasha y Nikolái recordaron la llegada de Sonia. Contó entonces que había tenido miedo de Nikolái porque éste llevaba cordones en la chaqueta y la niñera le decía que la coserían dentro.

–Yo recuerdo que me dijeron que tú habías nacido debajo de una col– dijo Natasha. —No me atrevía a dudarlo, pero sabía que no era verdad y me sentía incómoda.

En la puerta del fondo apareció una sirvienta.

–Señorita, ya han traído el gallo– anunció en voz baja.

–Ya no hace falta, Paulina; di que se lo lleven.

Dimmler entró después, cuando estaban en plena conversación: se acercó al arpa, colocada en un ángulo del salón, la desenfundó y del instrumento salió un sonido discordante.

–Edvard Kárlich, toque, por favor, mi Nocturnofavorito del señor Field– dijo desde la otra sala la voz de la condesa.

Dimmler inició unos acordes y, volviéndose a Natasha, Nikolái y Sonia, dijo:

–¡Qué tranquilos están los jóvenes!

–Sí. Estamos filosofando– contestó Natasha, volviéndose por un segundo, y prosiguió la conversación.

Ahora hablaban de sueños.

Dimmler comenzó a tocar. Natasha, sin hacer ruido, se acercó a la mesa, tomó el candelero, lo sacó de la habitación y volvió a su sitio. La habitación, y especialmente el rincón donde estaban sentados, quedó en la oscuridad, pero por las amplias ventanas entraba la luz plateada de la luna llena.

–¿Sabéis qué pienso?– murmuró Natasha acercándose a Nikolái y a Sonia, mientras Dimmler, terminada la canción, permanecía sentado, pulsando débilmente las cuerdas y preguntándose si debería dejarlo o tocar algo nuevo. —Cuando uno comienza a recordar pasa el tiempo recordando todo y se llega a recordar lo que se era antes de nacer.

–Eso es la metempsicosis– aseguró Sonia, que siempre fue buena estudiante y lo recordaba todo. —Los egipcios creían que nuestras almas eran de los animales y volvían a ellos.

–No, no creo que estuviesen en algún animal– dijo Natasha, siempre en voz baja, aunque la música había cesado. —Estoy segura de que éramos ángeles, que debíamos de estar en alguna parte y también aquí, y que por eso lo recordamos todo...

–¿Puedo unirme a ustedes?– preguntó en voz baja Dimmler, sentándose al lado de ellos.

–Si hubiésemos sido ángeles, ¿por qué íbamos a caer en un estado inferior? No; no es posible– dijo Nikolái.

–No inferior, ¿quién ha dicho que habíamos caído en un estado inferior? ¿Por qué sé lo que era antes?– replicó Natasha persuadida. —El alma es inmortal... Entonces, si he de vivir siempre, también he vivido antes, he vivido toda la eternidad.

–Sí, pero es difícil representarse la eternidad– aseguró Dimmler, que se había acercado a los jóvenes con una sonrisa afable y despreciativa pero que ahora hablaba con el mismo tono serio y velado de los jóvenes.

–¿Por qué?– intervino Natasha. —Hoy es, mañana será, siempre será; y ayer y anteayer eran...

–¡Natasha! Ahora te toca a ti. Cántame algo– se oyó la voz de la condesa. —Estáis sentados ahí como unos conspiradores.

–¡Mamá, tengo tan pocas ganas de cantar!– replicó Natasha. Pero se levantó en seguida.

Nadie, ni siquiera Dimmler, que ya no era joven, deseaba interrumpir la conversación y salir de aquel rincón del saloncito. Pero Natasha se levantó y Nikolái se sentó al clavicordio. Como siempre, Natasha se colocó en el centro de la sala escogiendo el punto más conveniente para el sonido, y entonó la romanza preferida de su madre.

Había dicho que no tenía deseos de cantar, pero hacía tiempo que no cantaba tanto ni tan bien como aquella noche. El conde Iliá Andréievich la escuchaba desde el despacho donde estaba conversando con Míteñka y, como un alumno que se apresura a concluir sus lecciones para correr a jugar, dio las últimas órdenes a su administrador y guardó silencio. También Míteñka escuchaba callado y sonriente, de pie ante el conde.

Nikolái no apartaba los ojos de Natasha; respiraba al mismo ritmo que ella. Sonia pensaba en la gran diferencia que había entre ella y su amiga y comprendía que le era imposible ser, por poco que fuera, tan encantadora como su prima. La condesa escuchaba con su sonrisa feliz y triste; las lágrimas le asomaban a los ojos y de vez en cuando movía la cabeza. Pensaba en su hija, en su propia juventud y en que había algo ilógico y temible en el matrimonio de Natasha con el príncipe Andréi.

Dimmler, sentado junto a la condesa, escuchaba con los ojos cerrados.

–¡Oh, condesa!– dijo, por fin. —¡Tiene talento para cantar en cualquier escena europea! Tanta suavidad, tanta dulzura y vigor...

–Temo por ella, tengo miedo– dijo la condesa, sin pensar en quién la escuchaba. Su instinto maternal le decía que en Natasha había algo excesivo que impediría su felicidad.

No había concluido Natasha su canción cuando en la sala irrumpió, con su entusiasmo de catorce años, el pequeño Petia, que anunciaba la llegada de los disfrazados.

Natasha se detuvo en seco.

–¡Estúpido!– gritó y corrió hacia una silla, se dejó caer y estalló en sollozos y durante largo rato no pudo detener sus lágrimas. —No es nada, mamá, nada; es que Petia me ha asustado– decía intentando sonreír; pero sus lágrimas seguían fluyendo y los sollozos oprimían su garganta.

Los criados, disfrazados de osos, turcos, posaderos y grandes señoras, terribles y cómicos, aparecieron en la sala, trayendo consigo el frío y la alegría. Al principio se escondían unos detrás de otros en la antecámara; después fueron entrando tímidamente hasta que, cobrada cierta confianza, comenzaron sus canciones, sus danzas y sus juegos de Navidad.

La condesa fue reconociendo los rostros; después de reírse un rato de sus disfraces, se retiró al salón. El conde, con una sonrisa resplandeciente, se quedó en la sala animando a los disfrazados. Los jóvenes habían desaparecido.

Media hora después entraron nuevos disfrazados; una vieja señora con miriñaque, que era Nikolái; una turca, el disfraz de Petia; Dimmler se había vestido de clown, Natasha de húsar y Sonia de circasiano, con bigote y cejas pintados con corcho quemado.

Fueron acogidos por los no disfrazados con indulgente asombro, fingiendo no reconocerlos y alabando sus disfraces; los jóvenes consideraban que sus disfraces eran tan buenos que debían enseñarlos a más gente.

Nikolái quería, aprovechando el excelente estado del camino, dar un paseo a todos en su troika, y propuso ir con diez criados disfrazados a la casa del tío.

–No, no... molestarías al viejo– dijo la condesa; —además allí no hay sitio. Si queréis ir a alguna parte id a casa de la Meliúkova.

La señora Meliúkova era una viuda con varios hijos de diversa edad, también con sus institutrices, que vivía a cuatro kilómetros de los Rostov.

–¡Eso sí que está bien pensado, ma chère!– aseguró animado el conde. —Ahora mismo me disfrazo y voy con vosotros. Divertiré a Pachette.

Pero la condesa se opuso: durante aquellos días le había dolido una pierna. Se decidió que Iliá Andréievich no podía salir; pero que si Luisa Ivánovna, es decir, Mme Schoss, quería acompañarlas, las jóvenes podían ir también a casa de Meliúkova. Sonia, tímida y vergonzosa como siempre, fue la más tenaz en suplicar a Luisa Ivánovna.

Era la mejor disfrazada; el bigote y las cejas pintadas le sentaban muy bien. Todos aseguraban que estaba muy guapa y aquel día se sentía, contra lo habitual, animada y enérgica. Una voz interior le decía que si su destino no se decidía aquel día, no se decidiría nunca, y con su traje de hombre parecía otra persona. Luisa Ivánovna consintió y media hora más tarde se acercaban al porche cuatro troicas con campanillas y cascabeles, haciendo chirriar sus patines sobre la nieve helada.

Natasha fue la primera en dar el tono alegre que corresponde a la festividad navideña; alegría que, al pasar de unos a otros, fue en aumento y llegó al máximo cuando salieron todos de la casa al frío glacial para ocupar los trineos, entre conversaciones, risas y gritos.

Había dos trineos de servicio; el tercero era la troika del conde, con su caballo de Orel en el centro, y el cuarto, la de Nikolái, que llevaba de guía un caballo pequeño de pelo largo y negro. Nikolái, con su traje de señora, cubierto con su capa de húsar, permanecía de pie sobre el trineo y sostenía las riendas.

La noche era tan clara que a la luz de la luna se veían brillar los herrajes y los ojos de los caballos que miraban temerosos el ruidoso grupo reunido bajo el tejadillo oscuro del porche.

Natasha, Sonia, Mme Schoss y dos muchachas tomaron asiento en el trineo de Nikolái; en el trineo del viejo conde iba Dimmler con su esposa y Petia; en los otros, los criados disfrazados.

–¡Ve delante, Zajar!– gritó Nikolái al cochero de su padre, con la intención de pasarlo después en el camino.

El trineo del viejo conde, en el cual tomó asiento Dimmler y otros disfrazados, arrancó haciendo crujir los patines, que parecían haberse pegado a la nieve, entre el sonoro tintineo de su campanilla. Los caballos de repuesto se apretaban a las varas y removían una nieve dura y brillante como azúcar.

Lo siguió Nikolái y a continuación se pusieron en marcha los otros dos. Primero avanzaron a un trote corto por el camino estrecho. Mientras pasaban a lo largo del jardín, los altos árboles desnudos proyectaban su sombra sobre el camino y ocultaban la clara luz de la luna, pero en cuanto salieron de la finca, la llanura nevada, totalmente inundada por el resplandor nocturno, se extendió inmóvil ante ellos brillando como un diamante de reflejos azulados. El primer trineo experimentó una sacudida; otro tanto ocurrió al que guiaba Nikolái y a los siguientes. Y rompiendo el silencio petrificado de la noche, siguieron corriendo en fila.

–¡Huellas de liebre! ¡Hay muchas!– resonó la voz de Natasha en el aire frío e inmóvil.

–¡Qué bien se ve, Nikolái!– dijo Sonia.

Nikolái se inclinó hacia Sonia para ver mejor su rostro: era una cara nueva, graciosa, con bigotes y cejas pintadas, iluminada por la luna, la que emergía próxima y lejana de las pieles de marta.

"Antes era Sonia”, pensó. Y la miró más de cerca, sonriendo.

–¿Decía algo, Nikolái?

–No, nada– y se volvió de nuevo hacia los caballos.

El amplio camino trillado, que los patines de los trineos habían dejado como aceitoso, estaba socavado por huellas de lañas, visibles a la luz de la luna; los mismos caballos tiraban de las riendas y aceleraban el paso. El caballo de la izquierda, con la cabeza doblada, sacudía los tirantes; el caballo de tiro se balanceaba y levantaba las orejas como preguntando: “¿Hay que empezar ya o es pronto todavía?”. Delante, ya lejos, se distinguía, precisa, en medio de la nieve, la negra troika de Zajar, que se alejaba entre el repiqueteo de su pesada campanilla. Se oían los gritos, las risas y las voces de los disfrazados.

–¡Ea, amigos!– gritó Nikolái, tirando de las riendas con una mano y apartando el látigo con la otra.

Sólo por el aire que les azotaba con más fuerza el rostro y por el acelerado galope de los caballos podía advertirse la velocidad a que volaba la troika. Nikolái volvió el rostro. Entre gritos, risas y chasquidos de los látigos, se acercaban los otros trineos. El caballo de tiro, bajo su arco, no acortaba el paso y prometía apretar más cuando fuese necesario.


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