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Guerra y paz
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Текст книги "Guerra y paz"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–Eso no está bien. No está bien. Tome nota– dijo el viejo general de bigotes y cara colorada.

Al cuarto día comenzaron los incendios en la puerta de Zúbovski.

En unión de otros detenidos, llevaron a Pierre a Krimski-Brod, a la cochera de la casa de un comerciante. Al pasar por las calles Pierre sintió que el humo que llenaba toda la capital lo asfixiaba; por todas partes se veían llamas. Pierre no comprendía aún el sentido de Moscú en llamas y contempló el fuego con horror.

Pasó otros cuatro días en la cochera y por los soldados franceses supo que todos los detenidos estaban esperando la decisión de un mariscal, que se produciría de un momento a otro; no pudo saber de qué mariscal se trataba. Evidentemente, para los soldados un mariscal era como el último y un tanto misterioso eslabón de la potestad suprema.

Aquellos primeros días, hasta el 8 de septiembre, fecha del segundo interrogatorio, fueron los más penosos para Pierre.

X

El 8 de septiembre llegó a la cochera donde estaban los prisioneros un oficial muy importante, a juzgar por las muestras de respeto con que lo saludaron los centinelas. Ese oficial, probablemente del Estado Mayor, pasó lista a los detenidos rusos; al llegar a Pierre lo llamó celui qui n'avoue pas son nom. 573Después de contemplar con indolente indiferencia a los presos, ordenó al oficial de guardia que los vistieran decentemente y arreglaran, porque los llevarían a presencia del mariscal. Pasada una hora, llegó una compañía de soldados que condujo a Pierre y a los otros trece detenidos al campo de Dievitchie Polie. Era un día claro y soleado después del chaparrón de poco antes; el aire parecía extraordinariamente puro. El humo del incendio no se pegaba al suelo como el día que Pierre salió del cuerpo de guardia de la puerta de Zúbovski, sino que se elevaba en columnas por el aire transparente. Ya no se veían llamas, pero la humareda subía por todas partes y todo cuanto Pierre podía abarcar con sus ojos estaba reducido a cenizas. Aquí y allá aparecían ruinas, recintos devastados y muros renegridos entre los que a duras penas se mantenían en pie las chimeneas. Pierre no podía reconocer los barrios de la ciudad. De vez en cuando veía alguna iglesia intacta. El Kremlin, que no había sufrido el incendio, brillaba a lo lejos, blanco y enorme, con sus torres y su campanario de Iván el Grande. Más próxima resplandecía alegre la cúpula del monasterio de Novodievichié, cuyas campanas repicaban con especial sonoridad. Pierre recordó que era domingo y fiesta de la Natividad de la Virgen; pero no quedaba nadie para festejarlo. Todo eran ruinas e incendios. De vez en cuando se cruzaban con algunos rusos harapientos y asustados, que trataban de esconderse al ver a los franceses.

Era evidente que el nido ruso estaba destruido y arruinado; pero Pierre advirtió inconscientemente que, deshecha la forma de vida rusa, se instauraba un nuevo orden, un orden francés, completamente distinto y firme. Lo notó en el aspecto animoso y alegre de los soldados que lo custodiaban y por la presencia de un alto funcionario francés que pasó en coche tirado por dos caballos, con un soldado al pescante; lo notó en los jubilosos sonidos de la música de un regimiento que llegaba a ellos desde la izquierda del campo y, sobre todo, por la lista de nombres leída aquella mañana en la cárcel por el oficial francés.

Unos soldados llevaron a Pierre con decenas de otras personas de un lado para otro. Le parecía que así podían olvidarse de él o confundirlo con los demás. Pero no sucedió así: sus respuestas durante el interrogatorio volvían a él cuando lo llamaban celui que n'avoue pas son nom. Bajo aquel nombre, que ahora tenía, lo llevaban a algún sitio con la indiscutible seguridad, manifestada en sus rostros, de que tanto él como los otros prisioneros eran precisamente los que se necesitaban y que los llevaban adonde era preciso. Pierre se veía a sí mismo como una insignificante astilla caída en el engranaje de una máquina desconocida que funcionaba correctamente.

Con los demás delincuentes fue llevado a la derecha del campo de Dievitchie Polie, cerca del monasterio, hacia una gran casa blanca rodeada de un amplio jardín. Era el palacio del príncipe Scherbátov, frecuentado por Pierre en otro tiempo, y donde ahora, según dedujo de las conversaciones de los soldados, se alojaba el mariscal duque de Eckmühl.

Los condujeron al porche y allí, uno a uno, fueron introducidos en la casa. Pierre fue el sexto en entrar. Después de atravesar la galería de cristales, el zaguán y la antesala que Pierre conocía bien, lo hicieron pasar a un despacho largo y bajo de techo, en la puerta del cual había un ayudante de campo.

Davout estaba sentado al fondo de la estancia, ante una mesa, con los lentes puestos. Pierre se le acercó. Davout, sin levantar los ojos, parecía consultar los papeles que tenía delante y preguntó en voz baja:

–Qui êtes-vous? 574

Pierre calló: no tenía fuerzas para pronunciar una sola palabra. Para Pierre, Davout no era simplemente un general francés, sino un hombre famoso por su crueldad. Al contemplar aquel rostro frío, que, como el de un severo profesor, tenía a bien esperar cierto tiempo la respuesta, Pierre sintió que cada segundo de dilación podía costarle la vida. Pero no sabía qué decir, ni se atrevía a repetir lo que había manifestado en su primer interrogatorio. Revelar su nombre y posición social era peligroso y humillante. Pierre guardó silencio y, antes de que tuviera tiempo de tomar una decisión, Davout levantó la cabeza, se subió los lentes, entornó los ojos y lo miró con fijeza.

–Conozco a este hombre– dijo con voz monótona y fría con la evidente intención de asustar a Pierre.

El estremecimiento que antes había recorrido la espalda de Pierre se apoderó ahora de su cabeza, atenazándola fuertemente.

–Mon général, vous ne pouvez pas me connaître, je ne vous ai jamais vu... 575

–C'est un espion russe 576– lo interrumpió Davout, volviéndose a un general que estaba con él en la sala y cuya presencia no había advertido Pierre.

Davout apartó la vista. Pierre, con una sonoridad inesperada, comenzó a decir rápidamente:

–Non, monseigneur. Non, monseigneur– dijo, recordando de pronto que Davout era duque, —vous n'avez pas pu me connaître. Je suis un officier militionnaire et je n'ai pas quitté Moscou. 577

–Votre nom?

–Bésouhof.

–Qu'est-ce qui me prouvera que vous ne mentez pas? 578

–Monseigneur!– exclamó Pierre, no con voz ofendida, sino suplicante.

Davout levantó los ojos y miró fijamente a Pierre. Estuvieron mirándose durante unos instantes el uno al otro y aquello salvó a Pierre. En aquella mirada, al margen de las condiciones de guerra y del juicio, se estableció entre ambos hombres una relación humana. En aquel breve instante, los dos sintieron de manera vaga una infinita cantidad de cosas: comprendieron que ambos eran hijos de la humanidad, que eran hermanos.

Antes de levantar los ojos de aquel montón de papeles en los que se clasificaban numéricamente todos los actos y las vidas humanas, Pierre no era para Davout más que una circunstancia; lo habría mandado fusilar sin creer que cometía una mala acción; pero ahora había visto en él al hombre. Se quedó un instante pensativo.

–Comment me prouverez-vous la vérité de ce que vous me dites? 579– volvió a preguntar fríamente.

Pierre recordó a Ramballe, dio su nombre, el de su regimiento y el de la calle donde estaba la casa.

–Vous n'êtes pas ce que vous dites– repitió Davout. 580

Con voz temblorosa y entrecortada, Pierre citó pruebas de la verdad de cuanto decía.

Pero en aquel instante entró en el despacho el ayudante de campo y dijo algo a Davout. La noticia pareció alegrarlo y comenzó a abrocharse la guerrera. Parecía haber olvidado completamente a Pierre.

Cuando el ayudante le recordó la presencia del prisionero, Davout frunció el ceño e hizo un movimiento de cabeza indicando que se lo podían llevar. Pierre ignoraba adonde, si a la barraca o al sitio de ejecución, que le habían mostrado sus compañeros cuando pasaban por el campo de Dievitchie Polie. Volvió la cabeza y vio que el ayudante preguntaba algo.

–Oui, sans doute– contestó Davout.

Pero Pierre no sabía qué podía significar ese “sí”.

No recordaría después adonde había ido, cuánto tiempo, ni en qué dirección. En estado de completa inconsciencia y estupor anduvo con los demás prisioneros hasta que todos se detuvieron y él también.

Durante todo aquel tiempo sólo lo preocupaba un pensamiento. Se preguntaba quién era el que, en última instancia, lo había condenado a morir. No eran los hombres que lo habían interrogado primero; ninguno de ellos parecía quererlo y, sin duda, ninguno tenía autoridad para hacerlo. Tampoco podía ser Davout, quien le había dirigido una mirada llena de humanidad. Un minuto más y Davout habría comprendido que obraban mal; la entrada del ayudante de campo lo echó todo a perder. No es que el ayudante le deseara mal alguno, pero no podía dejar de entrar. ¿Quién era, entonces, el que había condenado a Pierre y le arrancaba la vida con todos sus recuerdos, aspiraciones, esperanzas y proyectos? ¿Quién? Y Pierre se daba cuenta de que no era ninguno.

Todo aquello era resultado del orden establecido y de un conjunto de circunstancias.

Un cierto orden era el que lo mataba, le quitaba la vida y lo destruía.

XI

Desde la casa del príncipe Scherbátov llevaron a los presos a través del campo de Dievitchie Polie, a la izquierda del monasterio, hasta una huerta donde había un poste. Detrás del poste se abría una zanja, con la tierra recién removida. Cerca de allí, un nutrido grupo de gente esperaba en semicírculo: pocos eran rusos, la mayoría eran soldados de Bonaparte: alemanes, italianos y franceses uniformados de diversas maneras. A ambos lados del poste formaban soldados de capotes azules, charreteras rojas, polainas y chacos.

Dispusieron a los condenados por el orden de lista (Pierre era el sexto) y los llevaron hacia el poste. Los tambores redoblaron de pronto a ambos lados y Pierre sintió que, a la par de aquel sonido, algo se desgarraba en su alma. Perdió la facultad de pensar y ordenar sus ideas. Sólo podía ver y oír. Su único deseo era que se cumpliese lo antes posible aquello tan terrible que debía hacerse. Pierre, vuelto hacia sus compañeros, los observaba.

Los dos hombres que estaban en el extremo eran presidiarios. Uno era alto y delgado; el otro, moreno, musculoso, velludo y de nariz aplastada. El tercero era un criado de unos cuarenta y cinco años, bien nutrido y de cabellos grises. El cuarto un mujik muy guapo, de barba rubia y amplia y ojos negros. El quinto un obrero fabril como de dieciocho años, delgado y pálido, vestido con un mandil.

Pierre oyó que los franceses cambiaban impresiones acerca de cómo fusilarlos, de uno en uno o de dos en dos.

–De dos en dos– dijo con acento frío e indiferente el oficial superior.

Hubo un movimiento en las filas de soldados y pudo advertirse que todos se apresuraban, no como hace la gente cuando va a llevar a cabo un acto que todos comprenden, sino como para poner fin cuanto antes a una labor necesaria, pero ingrata e incomprensible.

Un funcionario francés con una banda se acercó a la fila por la derecha y leyó la sentencia en ruso y en francés.

Luego, cuatro soldados se llegaron a los prisioneros y, por orden del oficial, condujeron a dos hasta el poste. Eran los presidiarios del extremo de la fila. Mientras traían los sacos, los prisioneros miraron en derredor tal como una fiera acorralada observa a los cazadores que la acosan. Uno no hacía más que santiguarse; el otro se rascaba la espalda y contraía los labios con una mueca semejante a una sonrisa. Los soldados les vendaron los ojos, les echaron encima los sacos y los ataron precipitadamente al poste.

Doce soldados armados de fusiles salieron de las filas con ritmo regular y firme y se detuvieron a ocho pasos del poste. Pierre volvió la cabeza para no ver aquello. De pronto sonó una descarga que le pareció más fuerte que el más violento de los truenos. Miró hacia allí: todo aparecía cubierto de humo, y los franceses, pálidos y con manos temblorosas, hacían algo al lado del hoyo. Se llevaron a los dos siguientes. Igual que los anteriores, miraban con la misma expresión a todos, pidiendo silenciosamente y en vano que los defendiesen, sin comprender ni creer, al parecer, lo que les esperaba. No lo podían creer porque sólo ellos sabían lo que sus vidas representaban, y les era imposible creer y comprender que alguien se las arrebatara.

Pierre volvió la cabeza igual que antes, para no ver la ejecución. De nuevo la espantosa descarga hirió sus oídos y volvió a ver el humo, la sangre y los pálidos y asustados rostros de los franceses que se movían junto al poste, empujándose unos a otros con temblorosas manos. Pierre, respirando fatigosamente, miró alrededor como preguntando qué significaba aquello. Todas las miradas con que se encontró hacían la misma pregunta.

En las caras de los rusos y en las de los soldados y oficiales franceses se leía el mismo espanto, el horror y la lucha interior que él sentía. “¿Quién es el autor de todo eso? Ellos sufren igual que yo. Entonces ¿quién lo hace?”, se preguntó Pierre durante un instante.

–Tirailleurs du 86.°, en avant!– gritó alguien. 581

Se llevaron solamente al quinto prisionero, el que hacía pareja con Pierre, quien no comprendió que se había salvado; que a él y a los demás los habían llevado para que presenciaran la ejecución de la sentencia. Contemplaba lo que estaba sucediendo con horror creciente, sin sentir alegría ni tranquilidad alguna. El quinto condenado era el obrero del mandil. Cuando los soldados le pusieron la mano encima, amedrentado, dio un salto hacia atrás y se aferró a su vecino (Pierre se estremeció y se apartó de él). El obrero no podía andar. Se lo llevaron a rastras, mientras gritaba. Cuando hubo llegado al poste cesó repentinamente en sus gritos. Pareció haber comprendido algo. Comprendió, tal vez, que estaba gritando en vano o que era imposible que sus semejantes lo mataran. Quedó quieto ante el poste, y mientras aguardaba a que le pusieran la venda miró en torno con ojos brillantes, como una bestia herida.

Pierre se sentía incapaz de cerrar los ojos y volver la cabeza. Ante aquel quinto asesinato, su curiosidad y su emoción, igual que las de todos los presentes, llegaron al grado máximo. El quinto condenado parecía tan tranquilo como los anteriores. Se sacudió el mandil y frotó uno contra otro sus pies descalzos.

Cuando le vendaron los ojos él mismo se aflojó el nudo, que le hacía daño en la nuca. Mientras lo ataban al poste ensangrentado se echó hacia atrás; esta postura le resultó incómoda y entonces se irguió y, después de enderezar las piernas, se apoyó tranquilamente en el poste. Pierre no dejaba de mirarlo, sin perder uno solo de sus movimientos.

Debió de oírse la voz de mando; debieron de resonar los disparos de ocho fusiles; pero por mucho que se esforzara, Pierre no logró recordar después si había oído algo. Sólo se dio cuenta de que, inesperadamente, se desplomaba el cuerpo del obrero, aparecía sangre en dos sitios, que las cuerdas se aflojaban y cedían bajo el peso del cuerpo y que el condenado se sentaba en el suelo con la cabeza y las piernas en posición forzada. Pierre echó a correr hacia el poste; nadie lo detuvo: unos hombres pálidos y asustados estaban haciendo algo en torno al obrero. A un soldado viejo y bigotudo le temblaba la mandíbula al desatar las cuerdas. El cuerpo cayó. Algunos soldados, con movimientos rápidos, pero torpes, arrastraron el cuerpo tras el poste y lo arrojaron al hoyo.

Todos sabían, al parecer, que eran unos criminales que debían ocultar lo antes posible las huellas de su crimen.

Pierre miró al hoyo y vio allí al obrero, con las rodillas levantadas hacia la cabeza y un hombro más alto que otro, y ese hombro bajaba y subía convulsivamente. Pero las paletadas de tierra ya caían sobre aquel cuerpo. Un soldado gritó a Pierre con voz irritada, furiosa y doliente que se marchara de allí, pero éste no lo entendió: se quedó junto al poste y nadie volvió a echarlo.

Cuando el hoyo estuvo cubierto de tierra se oyó una voz de mando. Llevaron a Pierre a su sitio y las tropas que habían formado a ambos lados del poste dieron media vuelta y desfilaron ante él. Los veinticuatro tiradores, con sus fusiles descargados, se incorporaron a paso ligero a sus puestos mientras las compañías desfilaban ante ellos.

Pierre miraba ahora con ojos inexpresivos a los tiradores, que, de dos en dos, salían del círculo. Todos, excepto uno, se unieron a sus compañías. Un joven soldado, pálido como un muerto, con el chacó ladeado y el fusil apoyado en el suelo, se quedó frente al hoyo cubierto, en el sitio desde donde había disparado. Se tambaleaba como un borracho y daba pasos adelante y atrás, para mantener el equilibrio. Un viejo suboficial salió de las filas, lo cogió por el brazo y lo hizo volver con los demás. La muchedumbre de rusos y franceses se fue dispersando. Todos caminaban en silencio con las cabezas bajas.

–Ça leur apprendra à incendier 582– comentó un francés. Pierre se volvió hacia el que había hablado; vio que era un soldado que quería consolarse de algún modo por lo que habían hecho, pero no podía. Sin terminar la frase, el soldado hizo un gesto de desaliento y se fue.

XII

Después de las ejecuciones, separaron a Pierre de los demás y lo dejaron en una pequeña iglesia sucia que había sido saqueada.

Al anochecer, el suboficial de guardia y dos soldados entraron en la iglesia e informaron a Pierre de que había sido indultado y que iba a ser trasladado a la barraca de los prisioneros de guerra. Sin comprender bien lo que le decían, Pierre se levantó y siguió a los soldados. Lo condujeron a unas barracas construidas con tablas chamuscadas, troncos y chillas al fondo del campo y lo metieron en una de ellas.

En la oscuridad una veintena de personas rodearon al recién llegado. Pierre los miró sin comprender quiénes eran, por qué estaban allí y qué pretendían de él. Escuchaba las palabras que le dirigían, pero no las entendía ni sabía explicarlas; no comprendía su sentido. Respondía a las preguntas que le dirigían pero no se daba cuenta de quién lo escuchaba ni cómo entenderían sus respuestas. Miraba aquellos rostros y figuras y todo le parecía igualmente absurdo.

Desde que presenciara aquella matanza, cometida por hombres que no querían matar, sentía como si hubieran arrancado de su ser un resorte que lo sostenía todo y lo hacía vivo y como si todo ello no fuera ahora más que un montón informe y absurdo de desperdicios. Había perdido la fe en la posibilidad de arreglar el mundo y la humanidad —aunque no era consciente de ello– y la fe en su propia alma y en Dios. Ya antes había sentido lo mismo, pero no de manera tan intensa como ahora. Antes, cuando surgía en su alma una duda semejante, el origen era un error propio. Y Pierre sentía en lo más profundo de su alma que el medio de evitar la desesperación y la duda radicaba en sí mismo. Pero ahora no tenía conciencia de ser él la causa de que el mundo se derrumbara ante sus ojos, y se convirtiera en escombros absurdos; sentía que no estaba en su poder recuperar la fe en la vida.

Alrededor de él, en la oscuridad, había algunas personas. Algo en él, sin duda, les interesaba grandemente. Le contaban algo, le hacían preguntas, después lo condujeron al interior y por último se encontró en un rincón de la barraca con otra gente, que hablaba y reía desde todas partes.

–Y así ocurrió, hermanos... ese mismo príncipe quien... (la palabra quienfue pronunciada con acento especial)– decía una voz al otro extremo de la barraca.

Pierre, silencioso e inmóvil, sentado en un montón de paja junto a la pared, ora cerraba, ora abría los ojos. En cuanto los cerraba, volvía a ver el rostro terrible del obrero, terrible sobre todo por su simplicidad; y los rostros de quienes, a su pesar, habían sido sus asesinos, más terribles todavía a causa de su inquietud. Volvía a abrir los ojos y miraba extraviado en la oscuridad.

Junto a él estaba sentado un hombrecillo encogido cuya presencia advirtió al principio por el intenso olor a sudor que emanaba de él a cada movimiento. Aquel hombre, en la oscuridad, hacía algo con sus pies, y aunque Pierre no veía su rostro adivinó que lo estaba mirando sin quitarle los ojos. Al acostumbrarse a la oscuridad, Pierre comprendió que el hombre se estaba descalzando. Y el modo como lo hacía interesó a Pierre.

Después de soltar la cuerda que cubría una de sus piernas, la enrolló concienzudamente y se dedicó a la otra, mirando de vez en cuando a Pierre. Mientras con una mano colgaba la cuerda, con la otra desataba la segunda. Así, con movimientos seguros, precisos y ágiles, que se sucedían rápidos unos a otros, terminó de descalzarse y colgó todo en unas estaquillas clavadas en la pared, encima de su cabeza; después sacó una navajita, cortó algo, la cerró y la puso bajo su cabecera; se sentó cómodamente, rodeó con los brazos sus rodillas y fijó la mirada en Pierre, quien sentía algo agradable y sedante en todos esos movimientos rápidos, en el orden en que había colocado sus cosas y hasta en el olor de aquel hombre; y también él lo miraba fijamente.

–¿Lo ha pasado usted mal, señor? ¿Eh?– dijo al cabo de un rato el hombrecillo.

Y en su cantarina voz había tanta dulzura y sencillez, que Pierre sintió deseos de contestar; pero le tembló la mandíbula y sintió lágrimas en los ojos. El hombrecillo, sin dar tiempo a Pierre de manifestar su turbación, siguió hablando con la misma voz agradable.

–No te aflijas, palomo...– dijo con esa acariciante modulación de voz con que hablan las viejas campesinas rusas. —No te aflijas, palomito; el sufrimiento es corto y la vida larga. Así es, amigo mío. Vivimos aquí, gracias a Dios, y nadie nos molesta. Son también hombres y los hay malos y buenos.

Y mientras hablaba, se enderezó sobre sus rodillas, se puso en pie y se alejó tosiendo.

–¡Hola! ¿Has vuelto ya, bribona?– sonó en el otro extremo de la barraca la misma voz acariciante. —¡Volvió la bribona! Se acuerda. Bueno, bueno, basta.

Y el soldado, apartando de sí a una perrita que le saltaba al pecho, volvió a sentarse en su sitio. Entre las manos tenía algo envuelto en un trapo.

–Tome, señor, coma– dijo, volviendo al tono respetuoso de antes y ofreciendo a Pierre unas patatas asadas. —Para la comida tuvimos sopa. Pero las patatas son excelentes.

Pierre no había probado bocado en todo el día y el olor de las patatas le pareció gratísimo. Dio las gracias al soldado y se puso a comer.

–Así no se comen– sonrió el soldado, tomando una de las patatas. —Hazlo así.

Sacó de nuevo la navaja, partió la patata en dos mitades, echó sal, que traía en el trapo, y se la ofreció a Pierre.

–Son de categoría– repitió. —Cómelas así.

A Pierre le parecía que nunca había probado manjar tan exquisito.

–Lo mío no es nada– dijo. —Pero ¿por qué han fusilado a esos infelices?... El último tendría veinte años...

–¡Ay... ay...!– dijo el hombrecillo. —¡Cuántos pecados, cuántos pecados...!– añadió rápidamente; y como si las palabras estuvieran siempre prontas en sus labios y salieran involuntariamente, prosiguió: —¿Cómo fue, señor, que se quedó en Moscú?

–Nunca creí que fueran a llegar tan pronto. Me quedé por casualidad– contestó Pierre.

–Pero, ¿cómo te han cogido, palomo? ¿En tu casa?

–No, fui a ver el incendio y allí me cogieron y me juzgaron por incendiario.

–Donde hay tribunales hay injusticia– sentenció el hombrecillo.

–Y tú, ¿hace tiempo que estás aquí?– preguntó Pierre, terminando de comer la última patata.

–¿Yo? El domingo anterior me sacaron del hospital en Moscú.

–¿Eres soldado?

–Sí, del regimiento de Apsheron. Me consumía la fiebre. Nada nos habían dicho. En el hospital seríamos unos veinte hombres. No sabíamos nada, nada sospechábamos.

–Y qué, ¿te aburres aquí?– preguntó Pierre.

–¡Claro que me aburro, palomito! Me llamo Platón. Karatáiev es un mote– añadió, sin duda para facilitar la conversación con Pierre. —En el regimiento me llamaban “Halconcito”. ¿Cómo quieres que esté? Moscú es la madre de todas las ciudades. ¡Cómo no voy a sentir tristeza al ver todo esto! Pero el gusano se come la berza y perece antes que ella: eso dicen los viejos– añadió rápidamente.

–¿Cómo, cómo has dicho?– preguntó Pierre.

–¿Yo?– respondió Karatáiev. —Digo que no se hacen las cosas según nuestro deseo, sino según la voluntad de Dios– sentenció, creyendo repetir lo que había dicho antes; y en seguida prosiguió. —Entonces, señor, ¿usted posee patrimonio? ¿Y casa? Es decir, que vive en la abundancia. ¿Y tiene mujer? ¿Sus padres viven?– siguió preguntando.

Y aunque Pierre no viera en la oscuridad, advirtió por el tono de la voz que los labios del soldado se plegaban en una sonrisa acariciante mientras le hacía aquellas preguntas. Lo disgustaba, al parecer, que Pierre no tuviera padres, y sobre todo madre.

–La mujer para el consejo, la suegra para el respeto, pero nada hay mejor que una madre– dijo. —¿Tiene hijos?– continuó preguntando.

La respuesta negativa de Pierre pareció entristecerlo, y se apresuró a decir:

–No importa, es usted joven... Dios se los dará, ya vendrán. Lo principal es vivir de acuerdo...

–Ahora me da lo mismo– dijo involuntariamente Pierre.

–¡Eh! ¡Querido amigo!– repuso Platón. —Nadie puede estar a salvo de la pobreza y la cárcel.

Se sentó cómodamente y carraspeó como preparándose para un largo discurso.

–Yo vivía en mi casa, amigo mío– comenzó. —La hacienda de los señores era rica; tenía muchas tierras; los mujiks vivían bien, no podíamos quejarnos. Mi padre trabajaba en su propia parcela. Vivíamos bien, como verdaderos cristianos. Pero un buen día...

Y Platón Karatáiev contó una larga historia de cómo un buen día fue a un bosque vecino para cortar leña y el guardabosque lo había sorprendido en plena faena. Lo azotaron y condenaron a servir en el ejército.

–Pues ya ves, querido– dijo con una voz transfigurada por la sonrisa. —Creíamos que aquello era una desgracia y resultó una suerte. De no ser así, habría tenido que ir mi hermano al ejército, si yo no hubiese pecado; y mi hermano menor tenía cinco hijos, a cual más pequeño, mientras que yo no tenía más que a mi mujer. Nos nació una niña, pero Dios se la llevó antes de que me castigaran. Cuando estuve con permiso me encontré con que vivían mejor que antes, las cuadras llenas de ganado; las mujeres en casa, los dos hermanos ganando fuera; sólo el menor, Mijailo, estaba en casa. El padre dijo: “Para mí todos los hijos son iguales. Cualquiera que sea el dedo mordido, siempre duele; y si no hubieran llevado a Platón, habría tenido que ir Mijailo". Nos llamó a todos, la verdad te digo, y nos puso delante de los iconos. “Mijailo —dijo mi padre—, ven aquí, híncate de rodillas ante él, y también tú, mujer, y también los nietos. ¿Lo habéis entendido?", dijo. Así es, querido amigo mío. El destino escoge y nosotros juzgamos siempre: eso no está bien. Nuestra felicidad, amiguito, es como el agua en una nasa; parece que está llena, pero cuando la sacas no queda nada. Así es– y Platón pasó a su montón de paja.

Después de unos instantes de silencio se levantó.

–Creo que ya tendrás ganas de dormir, ¿verdad?– y se persignó rápidamente mientras murmuraba: —Señor mío Jesucristo, santos Nicolás, Frol y Lavr, Señor mío Jesucristo, perdónanos y sálvanos– concluyó. Se inclinó hasta tocar el suelo, se irguió, suspiró y se sentó en la paja. —Dios mío, haz que duerma como una piedra y me levante hecho un pimpollo– murmuró aún mientras se acostaba y se cubría con su capote.

–¿Qué plegaria has rezado?– preguntó Pierre.

–¿Eh?– preguntó Platón (casi estaba dormido). —¿Qué recé? He rezado a Dios. ¿Tú no rezas?

–Sí, también yo rezo. ¿Qué decías de Frol y Lavr?

–¡Pues cómo!– contestó con vivacidad Platón. —Son los patronos de las caballerías. También hay que tener piedad de las bestias. ¡Ah, bribona!, ¿has vuelto? Ya te has calentado, hija de perra...– dijo pasando la mano por el lomo de la perra, que se había acurrucado a sus pies.

Y volviéndose, se quedó dormido.

Fuera, a lo lejos, se oían gritos y sollozos; entre las rendijas de la barraca era visible el incendio. Dentro todo era silencio y oscuridad. Pierre tardó mucho en dormirse. Con los ojos abiertos escuchaba los mesurados ronquidos de Platón, echado junto a él, y sentía que todo aquel mundo antes destruido resurgía ahora en su alma con nueva belleza, sobre nuevos fundamentos inquebrantables.

XIII

En la barraca a la que Pierre fue conducido y en la cual permaneció cuatro semanas había veintitrés soldados, tres oficiales y dos funcionarios.

Más tarde los recordaba a todos como envueltos en una especie de neblina; tan sólo Platón Karatáiev quedó para siempre en su memoria como el recuerdo más vivo y querido, como la personificación de todo cuanto es ruso, bondadoso y redondo. A la mañana siguiente, cuando Pierre pudo ver a su vecino, la primera impresión de algo redondo se confirmó plenamente. Toda la persona de Platón, con el capote francés ceñido con una cuerda, la gorra y los lapti, era redonda. Su cabeza era completamente redonda, los hombros, hasta los brazos, que mantenía siempre en posición de abrazar algo, eran redondos. La misma impresión producían su sonrisa agradable y sus ojos, grandes, castaños y cariñosos.

Platón Karatáiev pasaba probablemente de los cincuenta a juzgar por sus relatos de las campañas en que había tomado parte como soldado. No sabía a ciencia cierta su edad ni sabía precisarla, pero sus hileras de dientes fuertes y blancos, que mostraba cuando reía (lo que hacía con frecuencia), estaban sanas y bien conservadas. Ni en la cabeza ni en la barba tenía un solo pelo blanco, su cuerpo parecía elástico y, sobre todo, firme y resistente.

Su rostro, a pesar de las arrugas pequeñas y redondas, conservaba una expresión inocente y juvenil; su voz era agradable y melodiosa; pero la peculiaridad de su conversación era la franqueza y la facilidad para expresarse. Al parecer, nunca pensaba lo que había dicho o iba a decir y, por ello, en su manera de hablar —rápida y sincera– había una irresistible capacidad de persuasión.


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