355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Leon Tolstoi » Guerra y paz » Текст книги (страница 43)
Guerra y paz
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 23:58

Текст книги "Guerra y paz"


Автор книги: Leon Tolstoi



сообщить о нарушении

Текущая страница: 43 (всего у книги 111 страниц)

–No comprendes nada, nada– dijo, por último.

Nikolái calló y le dio la razón.

A menudo la miraba con asombro. Natasha no le parecía una novia enamorada separada de su prometido. Estaba tranquila y alegre, exactamente igual que antes. Eso sorprendía a Nikolái y hasta lo inducía a mirar con desconfianza el compromiso con Bolkonski. No creía que la suerte de su hermana se hubiera decidido ya, tanto más por no haber visto al príncipe Andréi con ella. Le parecía siempre que en aquel futuro matrimonio había algo que fallaba.

“¿Por qué retrasarlo? ¿Por qué no hacer público el compromiso?”, pensaba el joven. Una vez, mientras hablaba con su madre acerca de Natasha, comprendió, extrañado y en parte satisfecho, que su madre, como él, veía con cierta desconfianza aquel matrimonio.

–Ya ves– decía la condesa, enseñando a su hijo una carta del príncipe Andréi, con esa oculta hostilidad de cada madre hacia la futura felicidad conyugal de su hija. —Ya ves, dice que no puede venir antes de diciembre. ¿Qué puede retenerlo tanto? Probablemente su enfermedad. No tiene buena salud. Pero no hables de eso con Natasha. Y no creas en su alegría: son sus últimos días de soltera, yo sé cómo se pone cuando recibe carta de él. Aunque con la ayuda de Dios, todo irá bien– terminaba siempre la condesa. —Es una persona excelente.

II

Desde su vuelta Nikolái andaba serio y hasta triste. La necesidad de intervenir en los enojosos asuntos de la administración, para lo cual lo había llamado su madre, lo agobiaba cada vez más. Y para acabar lo antes posible con semejante carga, al tercer día de su regreso se dirigió, malhumorado y cejijunto, sin responder a su madre, que le preguntaba adonde iba, al pabellón de Míteñka para pedirle cuentas de todo. En qué consistían esas cuentas de todo, Nikolái lo ignoraba tanto como Míteñka, que temblaba de miedo y perplejidad ante el hijo del conde. La conversación y el informe de Míteñka no duraron mucho tiempo. El stárostay los elegidos por la comunidad y el zemstvo, que esperaban en el vestíbulo, escucharon, con una mezcla de placer y temor, primero la voz del joven conde que subía de tono y después las temibles palabras injuriosas que caían seguidas una tras otra.

–¡Ladrón! ¡Bestia desagradecida...! ¡Perro, te haré pedazos!... ¡No estás hablando con mi padre...! ¡Nos has robado...!

Después aquella gente, con no menos placer y temor, vio cómo el joven conde, encendido el rostro, los ojos inyectados de sangre, sacaba a Míteñka por el cuello y, administrándole hábilmente, entre palabra y palabra, un puntapié en las posaderas, lo echaba fuera, gritando:

–¡Fuera! ¡Y que no vuelva a verte por aquí, canalla!

Míteñka bajó rodando los seis escalones y escapó corriendo por un plantío de arbustos. (Ese lugar servía de refugio a todos cuantos cometían en Otrádnoie alguna falta. El propio Míteñka se ocultaba allí cuando volvía borracho de la ciudad, y muchos habitantes del lugar, que se escondían de Míteñka, conocían la fuerza salvadora de aquel lugar.)

Las cuñadas y la mujer de Míteñka aparecieron asustadas en la puerta de una habitación donde hervía el reluciente samovar y se veía la alta cama del administrador; con un cobertor hecho con pequeños trozos de tela.

El joven Rostov, sofocado, sin reparar en ellas, volvió a su casa con paso enérgico.

La condesa, a quien las muchachas informaron inmediatamente de lo sucedido en el pabellón de Míteñka, por un lado se tranquilizó, pensando que la situación económica de la casa iba a mejorar, aunque la inquietó el efecto que el disgusto podía producir en su hijo. Varias veces, de puntillas, se acercó a la puerta de la habitación de Nikolái, oyendo cómo fumaba una pipa tras otra.

Al día siguiente el conde llamó aparte a su hijo y sonriendo tímidamente le dijo:

–Sabes, querido, te has acalorado por muy poca cosa. Míteñka me lo ha contado todo.

“Sabía bien que en este mundo imbécil no comprendería nada”, pensó Nikolái.

–Te enfadaste porque no había inscrito setecientos rublos, ¿verdad? Pues estaban apuntados en otra página, que tú no viste.

–Papá, ese hombre es un miserable y un ladrón, lo sé. Lo hecho hecho está; pero, si usted no quiere, no le diré nada más.

–No, no, querido– también el conde estaba turbado. Se daba cuenta de que no había administrado bien los bienes de su mujer y que era culpable con respecto a sus hijos, pero no sabía cómo remediar el mal. —Te ruego que lleves tú esos asuntos. Yo soy viejo, yo...

–No, papá, perdóneme si lo he disgustado. Yo entiendo menos que usted.

“¡Que el diablo se lleve a los mujiks, el dinero y las cuentas! —pensó—. No entiendo ni una palabra de todo eso. En otros tiempos entendía algo de cartas y apuestas pero da páginas con doble registro no sé nada”, se dijo a sí mismo. Y en adelante no volvió a meterse en aquellos asuntos. Sólo una vez la condesa llamó a su hijo para preguntarle qué pensaba hacer con un pagaré de dos mil rublos firmado por Anna Mijaílovna.

–Pues bien– respondió Nikolái rompiendo el papel.

–Usted me dijo que eso dependía de mí. No siento afecto ni por Anna Mijáilovna ni por Borís; pero fueron amigos nuestros y eran pobres. Esto es lo que hay que hacer– y rompió el pagaré.

El gesto de Nikolái provocó lágrimas de alegría en la condesa. Después, el joven Rostov, olvidándose por completo de los asuntos, se aficionó apasionadamente por algo nuevo para él: la caza con perros, un deporte que el viejo conde practicaba por todo lo alto.

III

Empezaban los primeros fríos. Las heladas matinales endurecían la tierra húmeda por las lluvias de otoño y los primeros brotes de las sementeras de invierno apuntaban ya con su verde intenso, destacándose entre los rastrojos amarillos de las siembras veraniegas, pisoteados por los animales, y las franjas rojizas del alforfón. Las copas de los árboles y los bosques, que a fines de agosto eran todavía islotes verdes en medio de los negros campos de cultivo, estaban ahora dorados y rojizos entre el verde de las sementeras de otoño. La liebre gris cambiaba el pelo; las crías de los zorros comenzaban a dispersarse por el campo y los lobos jóvenes eran ya más corpulentos que los perros. Era la estación ideal para la caza. Los perros de Rostov —cazador joven y fogoso– habían quedado flacos, y los ojeadores, reunidos en consejo, decidieron que deberían darles tres días de descanso, hasta el día 16, cuando comenzarían a seguir el rastro de una manada de lobos vista recientemente en Dubrava.

Así estaban las cosas el 14 de septiembre.

Todos permanecieron en casa todo el día. El frío había aumentado, pero al anochecer el aire se hizo más tibio y hasta comenzó a deshelar. El 15 de septiembre, cuando el joven Rostov, en batín, se acercó a la ventana, vio una mañana inmejorable para la caza: el cielo parecía fundirse y descender a la tierra; no soplaba viento. El único movimiento en el aire era el de la lenta caída de las microscópicas gotas de vapor o de niebla. De las ramas desnudas del jardín pendían unas gotas de agua transparentes que iban a caer sobre las hojas recién desprendidas. En la huerta, la tierra mojada y negra brillaba como la semilla de las amapolas y a cierta distancia se confundía con el velo deslucido y húmedo de la niebla. Nikolái salió al porche húmedo y con pisadas de barro. El aire olía a bosque marchito y a perros. Milka, una perra negra con manchas rojas, anchos cuartos traseros y negros ojos, grandes y saltones, se levantó al ver a su dueño, se estiró, se encogió como una liebre y saltó sobre Nikolái, lamiéndole la nariz y el bigote. Otro perro, un galgo, corrió rápidamente con el espinazo curvado desde un sendero del jardín y, alzando la cola, comenzó a restregarse contra las piernas de su Nikolái.

"¡Oh! ¡Hoy!”, se oyó la llamada inimitable de los cazadores, mezcla del bajo más profundo con el más agudo tenor; y Danilo, el montero mayor, apareció en un ángulo de la casa.

Con el pelo canoso cortado a rape, según la usanza ucraniana, el rostro de Danilo, surcado de arrugas, expresaba independencia y desprecio por todo cuanto hubiese en el mundo, expresión innata a los cazadores. Llevaba la fusta enrollada en la mano y se quitó el gorro circasiano delante del amo y lo miró con desdén, un desdén que no ofendía a Rostov. Nikolái sabía que ese Danilo, que despreciaba a todos y se sentía por encima de todos, era uno de sus hombres y cazador.

–¡Danilo!– dijo tímidamente Nikolái, sintiendo que al ver aquel tiempo tan favorable, los perros y el montero, lo invadía ya esa pasión invencible por la caza cuando el hombre parece olvidar todo lo demás, como el enamorado en presencia de su amada.

–¿Qué ordena, Excelencia?– preguntó Danilo con voz de sochantre, ronca a fuerza de excitar a los perros. Los ojos negros del montero miraron de soslayo al amo, que seguía callado. "¿Qué, ya no puedes resistir?”, parecía decirle aquella mirada.

–¡Un día magnífico, eh!– dijo Nikolái, rascando a Milkadetrás de las orejas. —Para perseguir y para correr.

Danilo no contestó, se limitó a parpadear.

–He mandado a Uvarka en cuanto amaneció, para escuchar– dijo con su ronca voz de bajo después de un minuto de silencio. —Dice que se han pasadoal bosque de Otrádnoie y que aúllan por ahí abajo. (Decir “se han pasado” significaba que la loba y sus crías, de la cual ambos tenían referencia, se encontraba en el bosque de Otrádnoie, a dos kilómetros de distancia de la casa en una pequeña reserva de terreno.)

–¿Habrá que ir, eh?– dijo Nikolái. —Llama a Uvarka y subid los dos.

–Como usted mande.

–Mientras tanto no des de comer a los perros.

–Está bien.

Cinco minutos después Danilo y Uvarka estaban en el amplio despacho de Nikolái. A pesar de que Danilo no era muy alto, en la habitación y entre los muebles —un ambiente normal de vida humana– hacía el efecto de un caballo o un oso. Él mismo debía comprenderlo, y de ordinario procuraba quedarse al lado de la puerta, trataba de hablar en voz baja y no se movía, como si temiera romper alguna cosa en las habitaciones señoriales. Procuraba despachar lo más pronto posible para salir al aire libre, bajo el cielo, y perder de vista el techo.

Cuando hubieron terminado las preguntas y conseguida la opinión de Danilo de que los perros estaban dispuestos (el hombre tenía verdaderos deseos de participar en la cacería), Nikolái mandó que ensillaran los caballos. Pero cuando Danilo se disponía a cumplir sus órdenes entró rápidamente Natasha en la estancia, sin arreglar ni peinar, envuelta en una gran toquilla de la niñera. Petia corría tras ella.

–¿Te vas?– preguntó Natasha. —Me lo imaginaba. Sonia decía que no iríais. Pero yo sabía que en un día como hoy era imposible no ir.

–Sí, vamos– replicó Nikolái de mala gana; tenía la intención de emprender una cacería en serio y no quería llevar consigo ni a Natasha ni a Petia. —Pero vamos al lobo y te aburrirías.

–Ya sabes que es lo que más me gusta– dijo Natasha. —Tú te vas, mandas que ensillen y a nosotros no nos dices nada. No está bien lo que hiciste.

–No hay trabas para los rusos. ¡Vamos!– gritó Petia.

–Pero tú no puedes ir. Mamá ha dicho que tú no debes ir– dijo Nikolái, volviéndose a su hermana.

–Iré– replicó Natasha con firmeza. —Iré sin falta. Danilo, da órdenes de que ensillen nuestros caballos y que Mijailo traiga mi jauría.

Estar, sin más, en una habitación le parecía a Danilo incómodo y penoso; pero tener que tratar con la señorita le resultaba imposible. Bajó los ojos y se apresuró a salir como si todo aquello no tuviera ninguna relación con él, procurando no causar involuntariamente ningún daño a Natasha.

IV

El viejo conde siempre había mantenido un gran equipo de caza; últimamente había pasado la dirección a su hijo. Aquel 15 de septiembre se había levantado de muy buen humor y se preparó a salir también él.

Una hora después toda la comitiva se encontraba frente al porche de la casa. Nikolái, serio y severo, como demostrando que en aquellos momentos no estaba para bromas, pasó de largo ante Natasha y Petia, que deseaban contarle algo. Inspeccionó todos los preparativos, envió por delante una jauría y un grupo de ojeadores, montó su alazán del Don y silbando a sus perros, salió a través de las eras al campo, en dirección al coto de Otrádnoie. El caballo del viejo conde, un pequeño bayo oscuro de cola y crin blanquecina, Viflianka, iba conducido por su palafrenero, porque el conde se dirigiría en tílburi hasta el puesto asignado.

Iban cincuenta y cuatro perros de rastreo, conducidos por seis monteros; detrás, con los amos, otros ocho monteros y cuarenta galgos, de manera que, contando las jaurías de los amos, salían para cazar unos ciento treinta perros y veinte jinetes.

Cada perro conocía a su dueño y respondía a su nombre. Cada cazador sabía bien su oficio, conocía su puesto y la misión asignada. En cuanto salieron de la finca, sin ruido y sin hablar, todos, con paso uniforme y tranquilo, se extendieron por el camino y los campos que conducían al bosque de Otrádnoie.

Los caballos iban por los campos como sobre una blanda alfombra, chapoteando a veces en los charcos al atravesar un camino. El cielo, encapotado, seguía descendiendo insensiblemente hacia la tierra. El aire tibio era apacible y silencioso. De vez en cuando se oía el silbido de un cazador, el relincho de algún caballo, un trallazo o el gañido de un perro que no iba en su sitio.

Habrían recorrido un kilómetro cuando en dirección a ellos vieron venir a otros cinco jinetes con sus perros. Por delante cabalgaba un hombre entrado en años, guapo, bien conservado, de grandes bigotes blancos.

–¡Buenos días, tío!– saludó Nikolái cuando el viejo se acercó a él.

–¡Claridad y siempre adelante!– respondió el tío recién llegado con su muletilla predilecta. —Bien sabía yo, bien sabía que no resistirías la tentación; y haces bien. Entra en seguida en el coto, porque mi Guirchik me ha dicho que los Ilaguin están en Korniki. Te van a quitar las piezas en tus propias narices.

–Ahí vamos. ¿Juntamos las jaurías?– preguntó Nikolái.

Los galgos fueron reunidos en una sola jauría y Nikolái y su tío siguieron juntos. Natasha, envuelta en chales, brillantes los ojos y un rostro cada vez más animado, se les acercó, acompañada de Petia, del montero Mijailo y un caballerizo que tenía la misión de cuidar de ella. Petia reía por algo, espoleaba y tiraba de las riendas de su caballo. Natasha montaba con seguridad y elegancia su negro Arabchik, y lo detuvo sin esfuerzo, con mano firme.

El tío miró con reprobación a Petia y Natasha. No le gustaban las bromas en una cosa tan seria como la caza.

–¡Buenos días, tío! ¡También vamos nosotros!– gritó Petia.

–Buenos días, buenos días. Pero tened cuidado, no acabéis con los perros– dijo severamente el viejo.

–Nikóleñka, ¡qué perro tan encantador es Trunila! Me ha reconocido– exclamó Natasha, refiriéndose al perro predilecto de su hermano.

“Ante todo, Trunilano es un perro, sino un rastreador”, pensó Nikolái, y miró severamente a su hermana, tratando de hacerle comprender la diferencia que había entre ellos y la distancia que debía mantener. Natasha lo comprendió.

–Tío, no crea que vamos a molestar– dijo; —nos quedaremos en nuestro puesto y no nos moveremos.

–Y harán muy bien, condesita– contestó el tío, —pero tenga cuidado de no caerse del caballo– añadió, —porque aquí, bien cierto es, no hay donde agarrarse.

El coto de Otrádnoie estaba a unos doscientos pasos y los ojeadores habían llegado a sus inmediaciones. Rostov decidió con su tío desde dónde lanzar a los galgos, mostró a Natasha el lugar donde debía quedarse, para evitar la llegada de algún animal, y se dirigió al coto rodeándolo por el barranco.

–Ten cuidado, sobrino, estás en la pista del lobo– dijo el tío. —No te eches muy encima.

–Ya veremos– dijo Nikolái. Y después gritó: – ¡Karai, hey!– respondiendo así a las palabras del tío. Karaiera un viejo perro rojizo, muy feo, capaz de ir solo al encuentro de un lobo viejo. Todos ocuparon sus puestos.

El viejo conde, que conocía el ardor de su hijo en la caza, se dio prisa para no llegar tarde; los ojeadores no estaban aún en su sitio cuando Iliá Andréievich llegaba al lugar señalado. Había hecho el camino alegre con las mejillas sonrosadas y temblorosas al compás de los traqueteos del tílburi tirado por sus caballos negros. Se despojó del abrigo, vistió sus atuendos de caza y montó su Viflianka, animal manso, apacible, bien cuidado y viejo como él. El coche fue enviado hacia atrás. El conde Iliá Andréievich no era un cazador apasionado, pero conocía bien las leyes de la cacería. Llegó al lindero de los matorrales donde tenía su puesto, arregló las riendas, se acomodó en la silla y, ya dispuesto, miró, sonriendo, en derredor.

Junto a él estaba su ayuda de cámara, Semión Chekmar, jinete veterano, pero ahora poco ágil. Sujetaba con una cadena a tres dogos magníficos, adiposos como el amo y el caballo. Otros dos perros, viejos y listos, que no iban con la jauría, se echaron al suelo; cien pasos más allá, en el lindero, estaba otro palafrenero del conde, Mitka, cazador entusiasta y jinete apasionado. Siguiendo su vieja costumbre, el conde bebió vodka en una copita de plata, después tomó unos entremeses y los acompañó con media botella de su burdeos favorito.

Iliá Andréievich estaba algo sonrosado a causa del vino y de la carrera. Sus ojos, húmedos, tenían un brillo especial. Envuelto en la pelliza de piel y montado en su caballo, parecía un niño a quien se saca de paseo.

Terminada su misión, Chekmar, flaco y de mejillas hundidas, lanzaba frecuentes ojeadas a su amo, con quien había convivido treinta años, sin que nada turbase sus relaciones de cariño y entendimiento; se daba cuenta de su buen estado de ánimo y esperaba mantener con él una conversación agradable. Un tercer personaje se acercó con cautela desde el bosque (se notaba que lo tenía bien aprendido) y se detuvo detrás del conde. Era un viejo de barba blanca, con un abrigo de mujer y un alto gorro. Se trataba del bufón, al que todos llamaban Nastasia Ivánovna.

–¡Ten cuidado, Nastasia Ivánovna! Si espantas a la loba, Danilo te hará pasar un mal rato– dijo a media voz el conde, guiñando un ojo.

–Tampoco yo soy manco– replicó Nastasia Ivánovna.

–¡Chitón!– impuso silencio el conde; y volviéndose a Semión. —¿Has visto a Natalia Ilínichna? ¿Dónde está?

–Con Piotr Ilich, cerca de los matorrales de Zhárov– sonrió Semión. —Es una dama, pero entiende mucho de caza.

–Te habrá sorprendido su manera de montar... ¿eh?– dijo el conde. —Nada tiene que envidiar a un hombre.

–¡Ya lo creo! Es muy valiente y diestra.

–¿Y dónde está Nikolái? ¿En Ladov?– siguió preguntando el conde, en voz baja.

–Así es. Él ya sabe dónde ponerse. Conoce tan bien la caza que, a veces, Danilo y yo nos quedamos admirados– comento Semión, sabiendo cómo agradar al amo.

–Monta bien, ¿eh? ¡Y qué apostura la suya!

–¡Para pintar un cuadro! Hace poco, cuando perseguía un zorro en los matorrales de Zavárzino, aventajó a todos. ¡Era una maravilla mirarlo! El caballo vale mil rublos, pero el jinete no tiene precio. ¡Habría que buscar mucho para encontrar un caballero como él!

–Como él...– repitió el conde, visiblemente descontento de que el discurso de Semión se hubiera terminado tan pronto. —Como él...– y levantando el faldón de su pelliza sacó la tabaquera.

–Y cuando salía de misa con su uniforme de gala, Mijaíl Sídorovich...

Semión no terminó. Se oyeron en el aire tranquilo los ladridos de dos o tres perros y el grito de los cazadores.

Semión inclinó la cabeza, se quedó a la escucha e hizo una señal al amo.

–Han dado con ella– murmuró. —La llevan a Ladov.

El conde se olvidó de borrar de su rostro la sonrisa y miró hacia el lugar de los ruidos, con la tabaquera en la mano y sin tomar rapé. Después del ladrido de los perros se oyó el ronco cuerno de caza de Danilo, que avisaba la presencia del lobo. Toda la jauría se había unido a los tres primeros perros y un prolongado aullido les dio a conocer que ya iban cerca. Los ojeadores ya no buscaban la fiera, se limitaban a gritar, excitando a los perros. Todas las voces eran dominadas por la de Danilo, tan pronto grave como aguda y estridente, que parecía llenar el bosque y extenderse a lo lejos por el campo.

El conde y su palafrenero escucharon en silencio unos segundos y comprendieron que la jauría se había dividido en dos grupos: uno grande, que aullaba con un ardor inusitado y se alejaba cada vez más, mientras que el otro corría a lo largo del bosque, enfrente de donde ellos estaban; en este segundo grupo se oía la voz de Danilo. Esa voz, así como los ladridos de ambos grupos, se confundieron en la lejanía. Semión suspiró y se inclinó para arreglar una correa en la que se había enredado un perro joven. También el conde suspiró; después, dándose cuenta de que tenía en la mano la tabaquera, la abrió y tomó rapé.

–¡Atrás!– gritó Semión a un perro que había salido del lindero.

El conde dio un respingo y dejó caer la tabaquera. Nastasia Ivánovna corrió a cogerla.

El conde y Semión se le quedaron mirando.

De pronto, el ruido y los gritos se acercaron con inusitada rapidez; los ladridos de los perros y las voces de Danilo parecían resonar delante de ellos mismos.

El conde se volvió y vio a su derecha a Mitka, que lo miraba, con los ojos desorbitados, y le indicaba con el gorro que mirase adelante, hacia la otra parte.

–¡Cuidado!– exclamó sin poderse contener más. Y aguijó al caballo, lanzando los perros en dirección al conde.

El conde y Semión abandonaron la linde y vieron a la izquierda al lobo, que, a pequeños saltos, se acercaba a ellos. Los perros aullaron furiosos soltándose de las correas y se lanzaron hacia el lobo pasando entre las patas de los caballos.

La fiera detuvo un instante su carrera. Volvió pesadamente, como si padeciese angina de pecho, su alargada cabeza hacia los perros y después, con el mismo balanceo, dio un salto, seguido de otro, y, moviendo la cola, desapareció en el bosque. Simultáneamente, con un aullido quejumbroso, surgieron uno, dos, tres perros, y toda la jauría corriendo a través del campo detrás de la bestia. A continuación de los perros se abrieron las matas de avellanos y apareció el caballo ennegrecido por el sudor. Danilo iba hecho una pelota, inclinado hacia adelante, sin gorro, con los blancos cabellos alborotados sobre un rostro encendido y sudoroso.

–¡Busca! ¡Busca!– gritaba. Cuando se dio cuenta de la presencia del conde, sus ojos relampaguearon.

–¡Mié...!– gritó, amenazándolo con la fusta en alto. —¡Han dejado escapar al lobo! ¡Menudos cazadores!

Y sin dignarse seguir hablando con el contuso y asustado conde con más palabras, descargó, con toda la rabia concentrada contra el amo, un fustazo sobre el flanco bañado en sudor de su cabalgadura y salió al galope detrás de los perros. El conde, como un niño castigado, miró en derredor, tratando de provocar con una sonrisa la compasión de su montero. Pero Semión no estaba allí. Daba la vuelta a los arbustos tratando de sacar fuera al lobo. Los ojeadores acosaban también a la bestia por otras partes, pero el fiero animal se escabulló entre los matorrales y ningún cazador consiguió cortarle el paso.

V

Entretanto, Nikolái Rostov seguía en su puesto esperando al lobo. Comprendía lo que estaba sucediendo en el bosque por el ladrido de los perros y las voces de los ojeadores, que indicaban la cercanía o lejanía del animal. Sabía que en el coto había lobos jóvenes y viejos, que los perros estaban divididos en dos jaurías y perseguían a la bestia por algún sitio y que había ocurrido algo desagradable. A cada momento esperaba la aparición del lobo. Hacía mil suposiciones sobre la dirección que traería y sobre el modo de atacarlo. La esperanza sucedía a la desesperación. Pidió a Dios varias veces que el lobo se pusiera a su alcance; lo imploró con una mezcla de fervor y vergüenza, como hacen las personas que rezan en un instante de gran emoción pero por un motivo ínfimo. "¿Qué te costaría concederme este favor? —decía a Dios—. Hazlo por mí. Sé que eres grande y que cometo un pecado al pedírtelo; pero, Dios mío, haz que un lobo viejo venga hacia aquí y que, ante los ojos de mi tío que nos está mirando desde allá, Karaile salte al cuello y lo mate.” Mil veces, en esa media hora, recorrieron los ojos de Rostov, obstinados, tenaces e inquietos, la linde del bosque, con sus dos solitarios robles que extendían las ramas sobre un macizo de pobos, el barranco, con sus orillas erosionadas por el agua, el gorro del tío, que sobresalía apenas entre los arbustos de la derecha.

“No, no tendré esa suerte —pensaba—. ¡Y sería tan fácil! No, no ocurrirá. Ni en el juego ni en la guerra he tenido nunca suerte.” Austerlitz y Dólojov, uno tras otro, cruzaron vivamente por su mente. “No pido más: poder matar, una vez en la vida, a un lobo viejo”; y aguzaba el oído y la vista, tratando de percibir hasta el más pequeño rumor. Miró una vez más a la derecha y vio, en el campo desierto, algo que corría hacia él. “No, no es posible”, pensó Rostov suspirando profundamente, como el hombre que ve cumplirse lo que tanto tiempo deseara. La ventura más grande se presentaba así, simplemente, sin ruido, sin trompetería, sin señal alguna especial. Rostov no creía lo que estaba viendo; su vacilación duró un segundo. El lobo seguía corriendo y saltó pesadamente una zanja que se interponía en su camino. Era un animal viejo, de lomo gris, vientre repleto y rojizo. Corría sin prisa, como convencido de que nadie lo veía. Rostov, conteniendo la respiración, miró a los perros. Unos estaban echados en el suelo; otros permanecían de pie; pero ninguno había visto al lobo ni sospechaba nada. El viejo Karai, con la cabeza vuelta hacia sus patas traseras, buscaba con rabia una pulga castañeando los dientes amarillentos.

–¡Hululu, hululu!– dijo en voz baja Rostov entreabriendo los labios. Los perros se pusieron en pie tirando de sus traíllas y las orejas tiesas. Karaidejó de rascarse la pata, se levantó también con las orejas tiesas y movió la peluda cola con mechones de pelo.

“¿Los suelto o no los suelto?”, se preguntó Nikolái, mientras el lobo, ya fuera del bosque, avanzaba hacia él. De pronto la expresión de la bestia cambió del todo; dio un salto, como si por primera vez en su vida viera unos ojos humanos fijos en él, y, volviendo ligeramente la cabeza hacia el cazador, se detuvo. “¿Atrás o adelante? ¡Bah! ¡Es lo mismo! ¡Adelante!”..., pareció decirse, y, sin mirar, siguió avanzando a saltos tranquilos, seguros y decididos.

–¡Hululu, hululu!– se desgañitó Nikolái; y su caballo por sí mismo se lanzó cuesta abajo y saltó unos charcos, tratando de cortar el camino al lobo.

Los perros eran más veloces y se le adelantaron. Nikolái no oyó su propio grito, ni sintió el galope, ni vio a los perros ni el lugar por donde iba. No veía más que al lobo que, acelerando su carrera, saltaba sobre la cañada, sin variar de dirección. La negra Milka, perra de fuertes flancos, apareció la primera al lado de la bestia; comenzó a acosarla. Más cerca, más cerca... Casi tocaba al lobo con su cabeza; pero la fiera apenas si la miró de reojo, y la perra, en vez de acelerar su carrera, como hacía siempre, levantó la cola y frenó apoyándose en las patas delanteras.

–¡Hululu, hululu!– gritaba Nikolái.

El rojo Liubimpasó delante de Milkade un salto, se arrojó rápido sobre el lobo y le clavó los dientes en los muslos; pero inmediatamente, asustado, se echó a un lado. El lobo se detuvo, rechinó los dientes, se levantó de nuevo, volvió a saltar y corrió adelante, seguido a un metro de distancia por todos los perros, que no se acercaban a él.

“¡Va a escaparse! ¡No, eso es imposible!”, pensó Nikolái; y siguió gritando con voz ronca:

—¡Karai!¡Hululu!– y buscó con los ojos a Karai, su última esperanza.

Con todas sus viejas fuerzas, extendido al máximo su cuerpo y sin perder de vista al lobo, corría Karaipesadamente con el fin de cortarle el paso. Pero teniendo en cuenta la velocidad del lobo y la de Karaiera evidente que su cálculo fallaba. Nikolái advirtió que el lobo estaba ya cerca del bosque, donde desaparecería seguramente. Por delante de él aparecieron otros perros y un cazador, que iban casi a su encuentro. Había aún esperanza. Un perro largo, negro y joven, de una jauría que Nikolái desconocía, se lanzó rapidísimo sobre el lobo y estuvo a punto de derribarlo. La bestia, más rápidamente de lo que podía esperarse, se repuso y se echó sobre el perro, castañeó los dientes y el perro, sangrando y con el flanco destrozado, lanzó un penetrante aullido y cayó al suelo de cabeza.

—¡Karai!¡Querido!– gimió Nikolái.

El viejo Karaise hallaba ya a cinco pasos del lobo, cortando, gracias a aquella detención, el paso a la fiera.

El lobo, sintiendo el peligro, miró a Karaide reojo, escondió aún más el rabo y aceleró su carrera. Nikolái, que sólo seguía los movimientos del perro, vio que éste se lanzaba sobre el lobo y que ambos caían revueltos en una charca que había delante de ellos.

El momento en que Nikolái vio en la charca a los perros junto al lobo y el pelo gris de una pata de la fiera, que se revolvía jadeante, y a Karaiapresando su cuello, fue el más feliz de su vida. Se agarraba ya al arzón para echar pie a tierra y rematar al lobo cuando de entre la masa de perros sobresalió la cabeza del furioso animal; después, sus patas delanteras se apoyaron en el borde de la charca. El lobo rechinó desesperado los dientes ( Karaiya no lo sujetaba del cuello); sacó las patas traseras y, con el rabo entre las piernas, se apartó nuevamente de los perros y siguió adelante. Karai, con la piel erizada, tal vez herido o maltratado, salió con trabajo de la charca.

–¡Dios mío! ¿Por qué?...– gritó desesperado Nikolái.

Desde la otra parte, un montero de los que acompañaban al tío galopaba para cortar la retirada al lobo; sus perros lo detuvieron de nuevo y volvieron a cercarlo.

Nikolái, su ojeador, el tío y el montero del tío daban vueltas en torno al lobo, azuzando a los perros, gritando y dispuestos a descabalgar cada vez que el lobo se paraba, y lanzándose adelante cuando conseguía dar unos pasos hacia el bosque que debía salvarlo.

Danilo, al comienzo de la cacería, al oír los gritos de los cazadores, había aparecido en la linde del bosque. Vio que Karaihacía presa en el lobo y creyó que todo había concluido. Detuvo su caballo; pero, al ver que los cazadores no desmontaban y que el lobo conseguía salir de nuevo, Danilo se lanzó de través, siguiendo la línea del bosque, para impedirle la huida. Así pudo alcanzar al lobo cuando los perros del tío lo detuvieron por segunda vez.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю