Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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No hay novedad, los soldados siguen robando y saqueando, 9 de octubre.
Los robos y el saqueo continúan. Hay en nuestro distrito una banda de ladrones a la que sería necesario detener con la cooperación de una fuerte guardia. 11 de octubre.
El Emperador está muy disgustado porque, a pesar de sus severas órdenes para acabar con el saqueo, no se ven más que grupos de merodeadores de la Guardia que regresan al Kremlin. El desorden y el saqueo entre el personal de la Vieja Guardia se ha reproducido más violento que nunca ayer, durante la noche pasada y hoy. El Emperador ve con sentimiento que los más selectos soldados, destinados a la Guardia de su persona y que deberían dar ejemplo de subordinación, llegan en su desobediencia a robar en las bodegas y los almacenes dispuestos para el ejército. Otros se han relajado hasta tal punto que ya no hacen caso de los centinelas ni de los oficiales de servicio, y llegan a injuriarlos y golpearlos.
El gran mariscal de palacio se lamenta vivamente de que, a pesar de las repetidas prohibiciones, los soldados sigan haciendo sus necesidades en todos los patios y hasta en las ventanas del Emperador.
Aquel ejército, como un rebaño sin pastor, pisoteaba el forraje que podía preservarlo de morir de hambre; se descomponía y avanzaba hacia la muerte a cada nueva jornada que pasaba en Moscú.
Pero no se movía de allí.
Sólo se puso en movimiento cuando, de improviso, cundió el pánico al conocerse la captura de convoyes en el camino de Smolensk y la batalla de Tarútino. La noticia de la batalla, que Napoleón conoció inesperadamente durante una revista, provocó en su ánimo el deseo de castigar a los rusos —como dice Thiers– y ordenó salir de la ciudad, una orden que todo el ejército estaba exigiendo.
Al salir corriendo de Moscú, los soldados de aquel ejército se llevaron consigo todo el producto de los saqueos. También Napoleón llevaba su trésorparticular. A la vista de todo aquel convoy que obstruía el paso —dice Thiers—, Napoleón se horrorizó, pero con su gran experiencia bélica no dio orden de quemar todos los carros sobrantes, como había hecho con los de un mariscal al acercarse a Moscú. Contempló aquella multitud de carretelas y carrozas donde iban sus soldados, dijo que estaba bien y que los carruajes podrían usarse para el transporte de víveres, enfermos y heridos.
La situación del ejército era semejante a la de un animal herido que presiente su fin y no sabe qué hacer. Estudiar las hábiles maniobras de Napoleón y el objetivo perseguido desde su entrada en Moscú hasta el aniquilamiento de su ejército es lo mismo que estudiar el significado de los saltos y convulsiones de un animal herido de muerte. Muy a menudo el animal herido, al oír el más leve ruido, se lanza bajo los disparos del cazador, corre hacia delante, retrocede, y anticipa así su propio fin. Napoleón hizo lo mismo bajo la presión de todo su ejército. El eco de la batalla de Tarútino había espantado a la bestia. Corrió hasta ponerse a tiro, llegó donde estaba el cazador, volvió sobre sus pasos y por último, como todo animal, corrió por el camino más peligroso y difícil, siguiendo un rastro viejo y conocido.
Napoleón, que parece ser el organizador de todo aquel movimiento (así como el mascarón de proa, para el salvaje, es la fuerza que dirige la nave), durante ese período de su actuación fue semejante a un niño que, tirando de los cordones del interior de una carroza, se imagina que la dirige.
XI
El 6 de octubre, muy de mañana, Pierre salió de la barraca y al volver se detuvo junto a la puerta para jugar con la larga perrita violácea, de patas cortas y torcidas, que saltaba en torno a él. El animal vivía en la barraca, pasaba la noche con Karatáiev, a veces iba a la ciudad, pero siempre volvía. Probablemente nunca había tenido dueño, y ahora tampoco lo tenía, como tampoco tenía nombre. Los franceses la llamaban Azor; el soldado de los cuentos, Femgalka; Karatáiev y los demás Grisy a veces Visli. El hecho de no pertenecer a nadie y carecer de nombre, raza y color definido no parecía turbar en nada a la perrita violácea, de rabo empenachado y tieso; sus patas torcidas hacían tan bien su servicio que, a menudo, como desdeñando el uso de las cuatro, levantaba graciosamente una de las traseras y corría veloz con las otras tres. Todo le causaba alegría: unas veces chillando de júbilo se revolcaba en el suelo, otras se calentaba al sol, pensativa y seria, o bien se divertía saltando y jugueteando con una astilla o una paja.
Pierre llevaba ahora una camisa sucia y llena de rotos, único resto de su ropa de otros tiempos, peales de soldado atados al tobillo con cuerdas, según el consejo de Karatáiev, un caftán y un gorro de mujik.
Durante ese tiempo había cambiado mucho físicamente: no estaba tan grueso, aunque se lo veía fuerte y robusto, aspecto propio de su familia. Barba y bigote le cubrían la parte inferior del rostro y los largos y revueltos cabellos, llenos de piojos, se rizaban ahora en su cabeza formando una especie de gorra. Sus ojos nunca habían tenido expresión tan firme, serena, enérgica, como decidida a todo. La dejadez de antes había dado paso a una energía siempre dispuesta a la actividad y a la resistencia. Iba descalzo.
Pierre miraba tan pronto hacia los campos, donde aquella mañana habían aparecido carros y hombres a caballo, como volvía los ojos a la lejanía, al otro lado del río, o a la perrilla que jugaba a morderlo; a veces bajaba la vista hasta sus pies desnudos, que iba poniendo en diversas posturas, y movía los dedos grandes, gruesos y sucios; y siempre que miraba sus pies se dibujaba en su rostro una sonrisa alegre y animada. La vista de aquellos pies descalzos le recordaba todo cuanto había vivido y comprendido en aquellos tiempos, y ese recuerdo le era agradable.
Desde hacía unos días el tiempo era apacible y luminoso, con ligeras heladas por las mañanas; era el llamado veranillo de San Martín.
Fuera, y al sol, el aire era tibio, y esa tibieza, mezclándose con el frescor saludable de las heladas matutinas, aún sensible en el aire, resultaba especialmente grata.
Por encima de todas las cosas, sobre los objetos lejanos y los más próximos, se esparcía una mágica luz cristalina que sólo es posible en otoño. A lo lejos se veían los montes Vorobiovy, con la aldea, la iglesia y una gran casa blanca.
Los árboles desnudos, la arena, las piedras, los tejados, la aguja verde de la iglesia, los ángulos de la lejana casa blanca, se destacaban en el aire transparente con mágica y extraña precisión y finísimos contornos.
Más cerca se veían las conocidas ruinas de una casa señorial medio quemada, ocupada por los franceses, y las matas de lilas, de un verde oscuro, que crecían a lo largo de la valla. La misma casa derruida y sucia, repulsiva bajo un cielo gris, ahora iluminada por aquella luz inmóvil, de fulgor radiante, se veía bella y serenaba el ánimo.
Un cabo francés, ataviado con negligencia, la guerrera desabrochada, un gorro de cuartel en la cabeza y la pequeña pipa entre los dientes, apareció desde una esquina de la barraca y, guiñando amistosamente un ojo, se acercó a Pierre.
–Quel soleil, hein, monsieur Kiril? (todos los franceses llamaban así a Pierre). On dirait le printemps. 589
El cabo se apoyó en la puerta y ofreció a Pierre la pipa, cosa que siempre hacía y que Pierre nunca aceptaba.
–Si l'on marchait par un temps comme celui-là... 590– comenzó.
Pierre le hizo algunas preguntas sobre lo que se decía de la campaña; el cabo contó que casi todas las tropas iban a salir y que aquel día se esperaba la orden referente a los prisioneros.
En la barraca donde estaba Pierre, uno de los soldados, Sókolov, se encontraba muy enfermo y Pierre dijo al cabo que sería preciso hacer algo por él. El cabo le aseguró que podía estar tranquilo, que había ambulancias y hospitales permanentes, que estaba seguro de que se daría una orden a ese respecto y que, en general, todo cuanto pudiera ocurrir ya lo habían previsto los jefes.
–Et puis, monsieur Kiril, vous n'avez qu'à dire un mot au capitaine, vous savez. Oh, c'est un... qui n'oublie jamais rien. Dites au capitaine quand il fera sa tournée, il fera tout pour vous... 591
El capitán de quien hablaba el cabo conversaba frecuentemente con Pierre y lo hacía objeto de muchas muestras de benevolencia.
–Vois-tu, Saint-Thomas, qu'il me disait l'autre jour: Kiril, c'est un homme qui a de l'instruction, qui parle français; c'est un seigneur russe qui a eu des malheurs, mais c'est un homme. Et il s'y entend, le... S'il demande quelque chose qu'il me le dise, il n'y a pas de refus. Quand on a fait ses études, voyez-vous, on aime l'instruction et les gens comme il faut. C'est pour vous que je dis cela, monsieur Kiril. Dans l'affaire de l'autre jour, si ce n'était grâce à vous, ça aurait fini mal. 592
El cabo siguió charlando un rato y se fue. Aquel asunto “del otro día" al que había aludido el cabo fue una pelea surgida entre prisioneros y soldados franceses en la que Pierre logró sosegar a sus compañeros. Algunos prisioneros que lo habían visto conversar con el francés se le acercaron para preguntarle qué había dicho. Mientras Pierre contaba las explicaciones del cabo sobre la salida de la ciudad, un soldado francés, delgado, amarillento y desharrapado, se acercó a la puerta de la barraca. Alzó la mano hacia la frente con tímido y rápido gesto de saludo y preguntó a Pierre si en aquella barraca se encontraba el soldado “Platoche”, al que había entregado tela para que le cosiera una camisa.
Una semana antes, los franceses habían recibido tela y cuero y encargaron a los prisioneros que les hicieran botas y camisas.
–Sí, está lista, halconcito– dijo Karatáiev, saliendo con la camisa, cuidadosamente doblada.
A causa del calor, y para trabajar con más comodidad, Karatáiev iba en calzoncillos y se cubría con una camisa rota y negra como el hollín. Llevaba el cabello atado con una cinta, según la costumbre de los artesanos, y su rostro parecía aún más redondo y agradable.
–Lo prometido es deuda– dijo Platón, sonriendo, mientras desdoblaba la camisa que había hecho. —Te dije que estaría para el viernes, y aquí la tienes.
El francés miraba inquieto alrededor; por fin, venciendo su propia indecisión, se quitó rápidamente la guerrera y tomó la camisa. Su cuerpo desnudo, delgado y amarillento, iba sólo cubierto por un mugriento y largo chaleco de seda, con flores estampadas. Parecía temer que se burlaran de él y se apresuró a ponerse la camisa. Ninguno de los prisioneros dijo una palabra.
–Te sienta perfectamente– decía Platón ajustándosela.
El francés, cuando hubo sacado los brazos y la cabeza, sin levantar la vista, se dedicó a mirar su camisa y a examinar las costuras.
–Ten en cuenta, halconcito, que esto no es un taller. No tengo los útiles precisos y sin ellos no se puede matar ni un piojo– dijo Platón con redonda sonrisa, evidentemente satisfecho de su trabajo.
–C'est bien, c'est bien, merci, mais vous devez avoir de la toile de reste 593– dijo el francés.
–Te sentará mejor cuando te la pongas sobre el cuerpo– decía Karatáiev, cada vez más contento de su obra. —Te estará mejor y te sentirás más a gusto...
–Merci, merci, mon vieux, le reste...– repitió el francés sonriente. —Mais le reste... 594
Sacó un billete y lo entregó a Karatáiev.
Pierre se daba cuenta de que Platón no quería entender lo que le decía el francés, y, sin mezclarse en la conversación, siguió mirándolos. Karatáiev dio las gracias por el dinero y siguió admirando su trabajo. El francés insistía en lo de la tela sobrante y rogó a Pierre que tradujera sus palabras.
–¿Para qué querrá los restos?– dijo Karatáiev. —Nos vendrían de primera para unos peales. Bueno, Dios lo perdone– y con rostro triste sacó del pecho un pequeño paquete de retales y lo entregó al francés, sin mirarlo. —Ahí están– dijo. Y se alejó hacia la barraca.
El francés contempló la tela; se quedó pensativo, miró interrogativamente a Pierre y, al parecer, algo le dijo aquella mirada. Enrojeció de pronto y gritó con voz chillona:
–Platoche, dites donc, Platoche! Gardez pour vous. 595
Le dio la tela, volvió la espalda y se fue.
–Para que veas– dijo Karatáiev moviendo la cabeza. —Dicen que no son cristianos, pero también tienen alma. No en vano los viejos solían decir: la mano sudada es generosa, la seca es avara. Él está desnudo y, sin embargo, me ha dado la tela...– Karatáiev sonrió pensativo, contemplando los retales, y calló por un momento. Después dijo: —Y los peales, amigo mío, serán de primera– y volvió a la barraca.
XII
Pierre llevaba cuatro semanas detenido. Y aunque los franceses le propusieron pasar de la barraca de los soldados a la de los oficiales, se quedó donde lo habían puesto el primer día.
En la ciudad incendiada y víctima del saqueo, Pierre casi llegó al límite extremo de las privaciones soportables por el hombre; pero gracias a su fuerte constitución, a su salud, de la que nunca hasta entonces se había preocupado, y sobre todo porque esas privaciones se habían producido de forma tan insensible que no podía precisar cuándo comenzaron, soportó su desgracia no sólo sin esfuerzo, sino hasta con alegría. Y precisamente en aquel tiempo alcanzó la serenidad y la satisfacción propia a que tanto había aspirado antes en vano. A lo largo de toda su vida había buscado en todas partes esa tranquilidad, esa conformidad consigo mismo que tanto lo había sorprendido en los soldados durante la batalla de Borodinó. La había buscado en la filantropía, en la masonería, en las distracciones de la vida mundana, en el vino, en el sacrificio heroico y en el romántico amor a Natasha. La buscaba en su mente, en sus pensamientos, mas todas aquellas búsquedas e intentos lo engañaron. Y ahora, sin él mismo pensarlo, hallaba esa serenidad y conformidad consigo mismo a través tan sólo del horror a la muerte, a través de las privaciones y de lo que había comprendido en Karatáiev.
Los terribles momentos vividos durante el fusilamiento de sus compañeros parecieron borrar de su imaginación y recuerdo ideas y sentimientos penosos que antes le parecían importantes. Ahora no se le ocurría pensar en Rusia, ni en la política, ni en Napoleón. Se daba cuenta de que nada de ello lo afectaba, que no lo habían consultado y, en consecuencia, no podía juzgar esos hechos. “Rusia y el verano, ni amigo ni aliado”, repetía las palabras de Karatáiev, palabras que le proporcionaban extraña tranquilidad. Su pasado propósito de matar a Napoleón y sus cálculos sobre el número cabalístico de la Bestia del Apocalipsis le parecían ahora incomprensibles y hasta ridículos. Su cólera anterior contra su mujer y la angustia de ver su nombre arrastrado por el fango se le figuraban pueriles y divertidos. ¿Qué podía importarle que esa mujer, allá en San Petersburgo, llevara la vida que le gustaba? ¿A quién podía interesar, y menos que a nadie a él mismo, que el nombre del prisionero fuese conde Bezújov?
Ahora recordaba a menudo su conversación con el príncipe Andréi y coincidía con el parecer de su amigo, aunque comprendía de manera algo distinta el pensamiento de Bolkonski. El príncipe Andréi pensaba y sostenía que no existe más que la felicidad negativa, pero lo decía con un deje de amarga ironía. Diciéndolo, parecía expresar la convicción de que todas las aspiraciones a la felicidad positiva propias del ser humano no están en él para verse satisfechas, sino para su tormento. Pierre, de buena fe, reconocía la justeza de aquella idea: para él, la felicidad suprema e indiscutible del hombre era entonces la ausencia de sufrimiento, la satisfacción de todas las necesidades y, a consecuencia de ello, la libertad de escoger la propia ocupación, es decir, el modo de vida. Sólo allí, por primera vez, comprendió totalmente el placer de comer cuando se tiene hambre, de beber cuando se tiene sed, de dormir cuando se tiene sueño, de calentarse cuando hace frío y de conversar con alguien cuando se desea hablar y escuchar una voz humana. La satisfacción de las propias necesidades —una buena alimentación, la limpieza, la libertad—, ahora cuando carecía de todo ello, parecía a Pierre la felicidad perfecta, y la elección de ocupaciones, es decir, de su propia vida, cuando esa elección estaba tan limitada, le parecía tan fácil que le hacía olvidar que el exceso de comodidades destruye el placer de satisfacerlas y una gran libertad para elegir una ocupación que él, personalmente, debía a sus conocimientos, riquezas y posición social hacía casi imposible y destruía al mismo tiempo esa necesidad y esas posibilidades.
Todos los sueños de Pierre se orientaban ahora hacia el momento de ser nuevamente libre; y sin embargo, durante toda su vida, Pierre recordaría y hablaría con entusiasmo de aquel mes de prisión, de aquellas sensaciones irrepetibles, intensas, fuertes y gozosas; y, sobre todo, de la absoluta serenidad de su ánimo, su plena libertad interna que nunca había sentido antes.
Cuando el primer día de su encierro salió de la barraca al despuntar el alba y contempló las cruces y las cúpulas todavía oscuras del monasterio de Novodievichie, vio el rocío de la helada nocturna sobre la hierba polvorienta, las montañas Vorobiovy y los bosques de la ribera del río que se perdían en la violácea lejanía; cuando sintió la caricia del aire fresco y escuchó el grito de las cornejas que abandonaban Moscú a través del campo, y cuando, de súbito, brotó por oriente la luz del día e hizo su solemne aparición el sol a través de las nubes y refulgieron con las cúpulas, las cruces, el rocío, la lejanía y el río bajo esa radiante luz, Pierre experimentó una nueva sensación de alegría y de fuerza.
Y esa sensación no lo abandonó ya durante todo el tiempo de su encierro, sino que, al contrario, fue creciendo en él a medida que las dificultades de su vida aumentaban.
El sentimiento de estar dispuesto a todo, de estar moralmente alerta, se mantuvo en Pierre más firmemente aún por la elevada opinión que al poco tiempo de su ingreso en la barraca formaron de él todos sus compañeros. Su conocimiento de lenguas, el respeto que le profesaban los franceses, su sencillez, que le hacía dar cuanto le pedían (recibía, como oficial, tres rublos a la semana), la fuerza que demostró ante los soldados clavando clavos en la pared de la barraca con el puño, la bondad que mostraba hacia sus compañeros, su capacidad, incomprensible para ellos, de permanecer sentado e inmóvil, sumido en sus pensamientos, sin hacer nada, lo convertían ante los soldados en un ser algo misterioso y superior. Las mismas cualidades que habían sido un estorbo para él en el ambiente donde antes había vivido —la fuerza, el desprecio de las comodidades de la vida, la distracción y la sencillez– lo convertían ahora, entre aquellos hombres, en una suerte de héroe. Y Pierre se sentía obligado por esa opinión.
XIII
La retirada de los franceses de Moscú comenzó en la noche del 6 al 7 de octubre. Desmontaban cocinas y barracas, cargaban los carros y las tropas y convoyes se ponían en movimiento.
A las siete de la mañana un convoy de franceses con uniforme de campaña, sus chacos, fusiles, mochilas y enormes sacos formó delante de las barracas y por todas partes se extendieron a lo largo del barracón animadas voces hablando en un francés salpicado de insultos.
En la barraca todos estaban dispuestos, vestidos y calzados, esperando la orden de salir. Únicamente Sókolov, el soldado enfermo de disentería, pálido, delgado y ojeroso, no estaba vestido ni calzado; sentado en su camastro, desorbitados los ojos, miraba interrogativamente a sus compañeros, que no le hacían caso, y gemía en voz baja, pero continua. Al parecer no era tanto por dolor como por el miedo y la pena de quedarse solo.
Pierre, calzado con unos zapatos que le había hecho Karatáiev con un trozo de cuero que trajo un francés para que le pusiera medias suelas, sujetos con unas cuerdas, se acercó al enfermo y se puso en cuclillas delante de él.
–¡Eh, Sókolov! ¡No creas que se van del todo! Aquí tienen un hospital y tal vez te vaya mejor que a nosotros– le dijo.
–¡Oh, Dios mío! ¡Es mi muerte! ¡Dios mío!– gimió con más fuerza el soldado.
–Voy a preguntarles ahora mismo– dijo Pierre.
Se levantó y se dirigió a la puerta de la barraca. En aquel momento se acercaba con dos soldados el cabo que, la víspera, había ofrecido a Pierre una pipa. Tanto el cabo como los soldados vestían también uniforme de campaña, con sus mochilas y chacos con el barboquejo debajo, lo que cambiaba bastante sus conocidas facciones.
Iban a cerrar la puerta por orden del comandante, pero antes de iniciar la marcha debían hacer un recuento de los prisioneros.
–Caporal, que fera-t-on du malade?– preguntó Pierre. 596
Pero tan pronto como empezó a decirlo ya se preguntaba si aquel hombre era el cabo a quien conocía u otro hombre; tan distinto lo veía en aquellos momentos. Además, al mismo tiempo que Pierre pronunciaba aquellas palabras, resonó por ambos lados un redoble de tambores. El cabo frunció el ceño, masculló insultos sin sentido y cerró de un portazo. La barraca quedó casi a oscuras; el redoblar de los tambores ahogaba los gemidos del enfermo.
“Ahí está... ¡Ahí está otra vez!”, se dijo Pierre, y un súbito escalofrío le recorrió la espalda. En el rostro tan distinto del cabo, en el sonido, en el estruendo excitante y ensordecedor de los tambores, había reconocido esa fuerza misteriosa, despiadada, que obliga a los hombres, pese a su voluntad, a matar a sus semejantes: la misma fuerza brutal que había visto actuar en las ejecuciones. Era inútil tener miedo, tratar de evitar esa fuerza o dirigir súplicas a quienes eran sus instrumentos. Ahora, Pierre lo sabía: era preciso esperar y tener paciencia. No volvió junto al enfermo, ni lo miró siquiera. Silencioso, con el ceño fruncido, se quedó junto a la puerta de la barraca.
Cuando volvió a abrirse la puerta y los prisioneros se amontonaron a la salida, apretujándose unos a otros como un rebaño de carneros, Pierre se abrió camino y se acercó al capitán que, según la afirmación del cabo, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por él. También el capitán vestía el uniforme de campaña y en su rostro impasible se leía también “eso” que Pierre había reconocido en las palabras del cabo y en el redoble de los tambores.
–Filez, filez 597– decía el capitán, mirando de mal humor a los prisioneros que pasaban delante de él.
Pierre sabía que su tentativa sería vana, pero se acercó.
–Eh bien, qu'est-ce qu'il y a? 598– dijo el capitán, mirándolo fríamente, como si no lo conociese.
Pierre habló del enfermo.
–Il pourra marcher, que diable!– refunfuñó el capitán. 599
Y sin mirar a Pierre, siguió diciendo: —Filez, filez.
–Mais non, il est à l'agonie...– comenzó Pierre. 600
–Voulez-vous bien...?– gritó encolerizado el capitán. 601
Tam, tam, tam, tam, tam, tam, tronaban los tambores. Pierre comprendió que la fuerza misteriosa se había apoderado ya completamente de aquellos hombres y que era inútil hablarles.
Los oficiales prisioneros fueron separados de los soldados y se les ordenó ir delante. Los oficiales —entre los que se hallaba Pierre– eran unos treinta; los soldados, cerca de trescientos.
Los oficiales prisioneros, salidos de otras barracas, eran para Pierre personas desconocidas, estaban todos mejor vestidos que él y lo miraban a él y sus zapatos con desconfianza, como a un extraño. No lejos de Pierre caminaba un grueso comandante, que parecía gozar de la estima general de sus compañeros. Vestía un batín tártaro ceñido por una toalla; su rostro, amarillento y tumefacto, expresaba mal humor. Sujetaba con una mano la bolsa del tabaco que llevaba en el pecho y con la otra se apoyaba en un chibuquí turco. El comandante respiraba pesadamente, gruñía y se enfadaba con todos, porque creía que lo empujaban y que tenían prisa cuando no había motivo alguno para ello y que mostraban asombro cuando no había nada de qué asombrarse.
Otro oficial, menudo y enjuto, charlaba con todos y hacía cábalas acerca de dónde los llevaban y qué distancia iban a recorrer aquel día.
Un funcionario con botas de fieltro y uniforme de intendencia iba de un sitio a otro, contemplaba la ciudad incendiada y comentaba en voz alta qué partes de la capital habían ardido y cuál era la que se veía.
Otro oficial, de origen polaco, a juzgar por su acento, discutía con el intendente, demostrándole que se equivocaba al nombrar uno u otro barrio de Moscú.
–¿Para qué discutir?– decía enfadado el comandante. —Da lo mismo que sea el barrio de San Nicolás o el de San Blas. Todo ha ardido y se acabó... ¿Por qué empuja? ¿No tiene bastante sitio?– se volvió colérico a alguien que iba detrás de él y que no lo había tocado siquiera.
–¡Oh! ¡Oh! ¡Lo que han hecho! ¡Es horrible!– se oía decir a los prisioneros por todas partes, que veían ahora las destrucciones del incendio. —Zamoskvorechie, Zúbovo, el Kremlin... ¡No queda ni la mitad de Moscú! Ya les decía yo que ardía todo Zamoskvorechie. Ahí lo tienen.
–Pues si saben que ha ardido, ¿a qué hablar más sobre el asunto?– refunfuñaba el comandante.
Al cruzar el barrio de Jámovniki (uno de los pocos que no habían ardido en Moscú) y pasar ante la iglesia, todo el grupo de prisioneros se hizo a un lado entre exclamaciones de horror y repulsión.
–¡Qué canallas! ¡Menudos herejes! Es un muerto, sí, un muerto... lo han ensuciado con algo.
También Pierre se acercó a la iglesia donde estaba el objeto de tales exclamaciones, y vio confusamente algo apoyado en el muro. Por las palabras de sus compañeros, que veían mejor que él, comprendió que se trataba de un cadáver puesto de pie cuyo rostro estaba tiznado con hollín.
–Marchez, sacré nom!... Filez... trente mille diables!... 602– vociferaron coléricos los convoyes franceses y, a bastonazos, dispersaron el grupo de prisioneros que miraba al hombre muerto.
XIV
Por las callejuelas de Jámovniki, los prisioneros avanzaron solos con sus guardianes y detrás venían los furgones y carros que les pertenecían. Pero al acercarse a los almacenes de intendencia se encontraron en medio de una gran columna de artillería que avanzaba con dificultad y entremezclada con vehículos de particulares.
A la entrada del puente se detuvieron todos, esperando que abrieran paso los que iban delante. Los prisioneros veían, lo mismo delante de ellos que detrás, hileras interminables de otros convoyes. A la derecha, en el sitio donde el camino de Kaluga tuerce a lo largo de Neskuchni para perderse en la lejanía, se alineaban incontables filas de soldados y carros. Eran las fuerzas del cuerpo de Beau-harnais, que habían salido en primer lugar. Detrás, a lo largo de la orilla del río y sobre el puente Kámmeni, avanzaban las tropas y los convoyes del mariscal Ney.
Las tropas de Davout, entre las cuales iban los prisioneros, pasaron Krimski-Brod, se detuvieron y volvieron a avanzar: por todas partes se iban acumulando cada vez más carruajes y hombres. Después de emplear más de una hora en recorrer los pocos centenares de pasos que separaban el puente de la calle de Kaluga, cuando llegaron a la plaza donde la calle Zamoskvorétskaia se junta con Kalúzhskaia, los prisioneros, apretujados, tuvieron que detenerse y permanecer así algunas horas. Por todas partes se oía el estrépito confuso y continuo, parecido al oleaje del mar, en que se mezclaban el chirriar de ruedas, el pataleo de caballos y los incesantes gritos y juramentos de los hombres. Pierre, apretado contra el muro de una casa quemada, escuchaba aquel estruendo, confundido en su imaginación con el redoble de los tambores.
Algunos oficiales prisioneros, para ver mejor, subieron al muro de la casa junto a la cual se hallaba Pierre.
–¡Cuánta gente! ¡Cuánta gente!... ¡Hasta encima de los cañones!– decían. —Fíjate, llevan pieles... ¡Canallas! Lo han robado todo... Mira, mira a ese que viene detrás, en el carro... Trae unos iconos, seguro. Deben de ser alemanes. Y nuestro mujik no le va a la zaga. ¡Qué canallas! Han cargado tanto que apenas pueden avanzar. Llevan hasta un cabriolé. ¡Y aquel que va sentado en los baúles! ¡Dios mío! ¡Se están peleando!...
–¡Dale en los hocicos, en los hocicos! A este paso vamos a estar aquí todo el día. ¡Mirad, mirad! Seguramente es del mismo Napoleón... ¡Vaya caballos! Llevan blasón y corona. Es como una verdadera casa sobre ruedas. Se le ha caído un saco y no se dan cuenta. Otra vez vuelven a pelearse... Ahí va una mujer con un niño... y no es fea. Cómo no, a ti te van a dejar pasar. Mira, no se ve el fin... Son chicas rusas... os lo juro: muchachas rusas... Fijaos qué tranquilamente van en los coches.
De nuevo, lo mismo que en la iglesia de Jámovniki, una oleada de curiosidad general empujó a todos los prisioneros hacia el camino. Pierre, gracias a su estatura, pudo ver por encima de todas las cabezas lo que atraía la curiosidad de los prisioneros: en tres coches, en medio de baúles, iban, muy apretadas unas contra otras, algunas mujeres engalanadas, pintadas y vestidas de colorines, que gritaban con voz chillona.
Desde que Pierre sintió de nuevo la presencia de la fuerza misteriosa, ya nada le parecía extraño ni terrible: ni el cadáver con el rostro tiznado de hollín, ni aquellas mujeres que se apresuraban a ir sin saber dónde, ni el aspecto de Moscú incendiado. Todo cuanto ahora veía no le producía impresión alguna; se habría dicho que su alma, preparándose para una lucha difícil, rechazaba cualquier sensación que pudiera debilitarla.
Pasaron los coches de las mujeres. Detrás, de nuevo, otros carros y filas de soldados; de nuevo furgones y soldados, carrozas, baúles y otra vez soldados. De vez en cuando aparecían algunas mujeres.
Pero Pierre no veía figuras aisladas, sólo advertía su movimiento.
Todos aquellos hombres y caballos parecían empujados por una fuerza invisible. Durante una hora, en que Pierre no dejó de observarlos, afluían incesantemente desde diversas calles con el mismo deseo de adelantarse lo más pronto posible. Chocaban unos con otros, se encolerizaban, llegaban a las manos; enseñando los dientes blancos y frunciendo el ceño, intercambiaban las mismas injurias. Y en todos los rostros había esa expresión de resuelta energía, de fría crueldad, que por la mañana había sorprendido en el rostro del cabo cuando comenzó a sonar el tambor.