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Guerra y paz
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Текст книги "Guerra y paz"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Avanzada ya la tarde, el jefe del convoy reagrupó a sus hombres y, en medio de gritos y discusiones, se introdujo entre las otras columnas; los prisioneros, rodeados por todas partes, salieron así al camino de Kaluga.

Marcharon rápidamente, sin paradas, y se detuvieron sólo a la hora del crepúsculo. Colocaron los carros cerca unos de otros y los hombres se prepararon para pasar la noche. Todos parecían inquietos y enfadados. Durante largo rato se oyeron injurias, gritos furiosos y peleas. Una carroza que seguía al convoy de los prisioneros embistió un carro del convoy y lo agujereó con su timón. Varios soldados corrieron hacia el carro, desde varias direcciones, unos la emprendieron a golpes con los caballos del coche, tratando de darles la vuelta, mientras que otros se enzarzaban en una pelea. Pierre vio que un alemán quedaba gravemente herido de un sablazo en la cabeza.

Detenidos en mitad del campo, al atardecer de un frío día de otoño, todos aquellos seres parecían tener el mismo sentimiento de un desagradable despertar después de la prisa que les imponía la huida y el precipitado movimiento que los empujaba no sabían adonde. Cuando se detuvieron, soldados y prisioneros parecieron comprender que el lugar adonde los llevaban era desconocido y tendrían que soportar un sinfín de penurias.

En esa parada los guardianes trataron a los prisioneros peor aún que a la salida de Moscú. Por primera vez dieron a los cautivos carne de caballo.

Desde los oficiales hasta el último de los soldados, se notaba en todos una especie de cólera personal hacia cada prisionero, sentimiento que desplazaba ahora las cordiales relaciones de antes.

La irritación subió de punto cuando, a la hora de pasar lista a los prisioneros, se halló que en la confusión de la salida de Moscú había huido un soldado ruso que fingía dolores de vientre. Pierre vio cómo un francés golpeaba a un prisionero porque se había separado demasiado del camino y oyó los reproches que el capitán, amigo suyo, hacía a un suboficial por haber dejado escapar al soldado, amenazándolo con el consejo de guerra. A las palabras del suboficial, de que el fugitivo estaba enfermo y no podía caminar, respondió el capitán que tenía orden de rematar a los rezagados.

Pierre sintió que aquella fuerza fatal bajo cuyo imperio estuvo en las horas de la ejecución y que había desaparecido durante el cautiverio lo dominaba de nuevo. Sintió miedo, pero se dio cuenta de que en la misma medida en que esa fuerza fatal procuraba aplastarlo, en su alma crecía y cobraba ímpetu otra fuerza independiente de ella: la enorme fuerza de la vida.

Como todos, cenó una sopa de harina de centeno y carne de caballo y conversó con sus compañeros.

Ninguno hablaba de lo que habían visto en Moscú, ni de la conducta de los franceses, ni de la orden de disparar contra el que se rezagase, que les habían comunicado. Todos parecían especialmente animados y alegres, como si desearan de esa manera oponerse al empeoramiento de la situación. Charlaban de recuerdos personales, de los diversos hechos durante la marcha, sin dejar que la charla derivase a la situación en que se encontraban.

El sol se había ocultado hacía tiempo; se encendieron en el cielo algunas estrellas brillantes y el rojo resplandor de la luna llena, como el reflejo de un incendio lejano, se extendió por el cielo; la enorme bola cárdena se balanceaba en aquella grisácea penumbra como por arte de magia. Clareaba en aquella hora vespertina, antes de que la noche lo llenara todo. Pierre se levantó y, por entre las hogueras, se dirigió a la otra parte del camino, donde, según le habían dicho, se hallaban los soldados prisioneros. Deseaba conversar con ellos. Pero un centinela francés lo detuvo y ordenó que regresara.

Lo hizo, pero no volvió con sus compañeros sino que se acercó a un carro desenganchado cerca del cual no había nadie. Encogió las piernas, se dejó caer con la cabeza baja sobre la tierra fría junto a la rueda del carro y permaneció largo rato inmóvil y pensativo. Pasó así más de una hora sin que nadie lo molestara. De repente estalló en una risa bonachona, tan sonora y solitaria que hizo volverse a todos cuantos estaban cerca.

–¡Ja, ja, ja!– reía. Y siguió hablando en voz alta consigo mismo: —No me ha dejado pasar. Me detuvieron y encerraron. Me tienen prisionero. ¿A quién? ¡A mí! ¡A mí! ¡Tienen prisionera mi alma inmortal!... ¡Ja, ja, ja!... ¡Ja, ja, ja!

A fuerza de reír se le llenaron los ojos de lágrimas.

Un hombre se acercó para ver de qué se reía aquel hombre extraño y grande. Pierre calló, se levantó, se alejó del curioso y miró a su alrededor.

El enorme vivac, tan animado antes por el crepitar de las hogueras y las innumerables voces humanas, se iba apagando. Las luces rojas del fuego, aquí y allá, se extinguían mortecinas. En lo alto la luna llena lo dominaba todo con su claridad. Campos y bosques, antes invisibles, se veían ahora por doquier. Y más allá de los bosques y los campos próximos quedaba la infinita lejanía oscilante, iluminada y atrayente. Pierre levantó sus ojos al cielo y contempló las estrellas. “Todo esto es mío, todo está en mí, todo eso soy yo mismo —pensó—. ¡Y ellos capturaron todo eso y lo encerraron en una barraca tapiada con tablas de madera!” Sonrió y fue a reunirse con sus compañeros para dormir.

XV

En los primeros días de octubre un nuevo parlamentario de Napoleón entregaba a Kutúzov una carta con propuestas de paz; estaba falsamente fechada en Moscú, puesto que Napoleón se encontraba entonces en el viejo camino de Kaluga, no lejos del generalísimo ruso. Kutúzov contestó lo mismo que a la propuesta traída por Lauriston. Se limitaba a decir que de paz no se podía hablar.

Poco después, Dólojov, que mandaba una partida de guerrilleros a la izquierda de Tarútino, informó que habían aparecido tropas en Fóminskoie: era la división de Broussier que, aislada del grueso de su ejército, podría ser aniquilada fácilmente. Soldados y oficiales volvían a exigir actividad. Los generales del Estado Mayor, animados por el recuerdo de la victoria de Tarútino, tan fácilmente lograda, insistieron en que Kutúzov aceptara la propuesta de Dólojov. El Serenísimo no creía en la necesidad de ofensiva alguna. Se llegó a una medida intermedia: enviaron un pequeño destacamento a Fóminskoie para atacar a Broussier.

Por un extraño azar, esa misión que, como se supo después, era la más difícil e importante, fue confiada a Dojtúrov, al indeciso y poco sagaz Dojtúrov, a quien nadie consideraba capaz de proyectar planes de batalla, ni de galopar briosamente a la cabeza de los regimientos, ni sembrar de cruces las baterías, etcétera...; Dojtúrov, a quien encontramos en todas las batallas entre Rusia y Francia, desde Austerlitz hasta 1813, siempre allí donde la situación era difícil. En Austerlitz quedó el último en el dique de Auhest, reuniendo los regimientos y salvando todo lo posible cuando los demás huían y no quedaba un solo general en retaguardia. Enfermo, con fiebre, llega a Smolensk con veinte mil hombres y defiende la ciudad frente a todo el ejército de Napoleón. En Smolensk, en la puerta de Malájovski, apenas ha conseguido pegar los ojos lo despierta el cañoneo y, gracias a él, la ciudad resiste durante un día entero. En la batalla de Borodinó, cuando Bagration cae muerto y las tropas rusas del flanco izquierdo son aniquiladas en la proporción de nueve a uno y todo el fuego de la artillería francesa está allí concentrado, se envía precisamente al indeciso y poco perspicaz Dojtúrov, con quien Kutúzov se apresura a reparar su error de haber mandado a otro. Y el pequeño y modesto Dojtúrov va al flanco izquierdo, y Borodinó pasa a ser el mejor timbre de gloria del ejército ruso. Y son muchos los héroes glorificados en verso y prosa, pero casi nada se dice de Dojtúrov.

De nuevo se lo envía a Fóminskoie y de allí a Malo-Yaroslávets, al lugar donde se libra la última batalla contra los franceses y donde se inicia sin duda el descalabro completo del enemigo. Y de nuevo nos describen las glorias de muchos genios y héroes de aquel período de campaña, y poco o nada se dice de Dojtúrov, y lo que se dice es de origen dudoso. Ese silencio sobre su persona prueba mejor que nada sus verdaderas cualidades.

Es evidente que un hombre que ignora el funcionamiento de una máquina piense que la culpable de su parada es la astilla caída casualmente en su engranaje. Un hombre ignorante de su estructura no puede comprender que no es la pequeña astilla la culpable, sino el diminuto mecanismo transmisor que gira silenciosamente y constituye uno de sus elementos más importantes.

El 10 de octubre, el mismo día en que Dojtúrov, después de haber cubierto la mitad del camino que lo separaba de Fóminskoie, se detuvo en la aldea de Arístovo y se preparaba a cumplir exactamente las órdenes recibidas, todo el ejército francés, que había llegado con un movimiento convulso a la posición ocupada por Murat (al parecer, con el fin de presentar batalla), de pronto, sin motivo aparente, giró a la izquierda, hacia el camino nuevo de Kaluga, y desembocó en Fóminskoie, donde hasta entonces sólo estaba Broussier. Dojtúrov tenía a sus órdenes, además de las tropas de Dórojov, los dos pequeños destacamentos de Figner y Seslavin.

El 11 de octubre por la tarde Seslavin se presentó en Arístovo con un soldado de la guardia francesa capturado por ellos. El prisionero contó que las tropas llegadas aquel día a Fóminskoie eran la vanguardia de todo el gran ejército, que también estaba allí Napoleón, que había salido de Moscú cuatro días antes. Aquella misma tarde, un criado, venido de Borovsk, explicó que había visto entrar en la ciudad muchas tropas. Los cosacos del destacamento de Dórojov informaban de que la Guardia francesa marchaba en dirección a Borovsk. De todas esas informaciones resultaba evidente que donde pensaban que había una sola división estaba todo el ejército francés llegado de Moscú en una dirección imprevista, por el camino viejo de Kaluga. Dojtúrov no quería emprender acción alguna, porque en esas condiciones no veía claro cuál era su deber. Le habían ordenado que atacara Fóminskoie. Pero antes se trataba sólo de Broussier, y ahora se hallaba allí todo el ejército francés. Ermólov deseaba obrar a su manera, pero Dojtúrov insistió en la necesidad de recibir nuevas órdenes del Serenísimo. Y decidieron enviar un informe al Estado Mayor.

Escogieron para aquella misión a un oficial inteligente, llamado Boljovitínov, quien, además de entregar un mensaje escrito, tenía el encargo de explicar los hechos de palabra. A medianoche, Boljovitínov recibía la orden verbal y el pliego, y salió, acompañado de un cosaco y con caballos de refresco, en dirección al Estado Mayor.

XVI

Era una noche otoñal oscura y tibia. Llovía desde hacía cuatro días. Tras haber cambiado dos veces de caballos y recorrido a galope treinta kilómetros en hora y media por un camino fangoso, Boljovitínov llegó a Letáshevka a las dos de la mañana. Echó pie a tierra ante la isba sobre cuya valla estaba escrito: “Estado Mayor”. Dejó el caballo al cuidado del cosaco y entró en el zaguán oscuro.

–El general de servicio, de prisa. ¡Es muy, muy urgente!– dijo Boljovitínov a alguien que se levantó resoplando en medio del zaguán oscuro.

–Está enfermo; ya hace tres noches que no duerme– contestó el asistente, procurando interceder por su amo. —Despierte antes al capitán.

–Es muy urgente. De parte del general Dojtúrov– dijo Boljovitínov entrando por la puerta que había encontrado a tientas.

El asistente pasó el primero y despertó a alguien.

–¡Excelencia! ¡Excelencia! ¡Un correo!

–¿Qué? ¿Qué pasa? ¿De quién?– preguntó una voz somnolienta.

–De parte de Dojtúrov y de Alexei Petróvich. Napoleón está en Fóminskoie– dijo Boljovitínov, sin ver en la oscuridad a la persona con quien hablaba, pero suponiendo por la voz que no era Konovnitsin.

El hombre a quien despertaron bostezó y se estiró.

–No querría despertarlo– dijo, buscando a tientas algo. —Está enfermo. Tal vez no sean más que rumores.

–Aquí tiene el parte– repuso Boljovitínov. —Tengo órdenes de entregarlo inmediatamente al general de servicio.

–Espere un poco; voy a encender... ¿Dónde, maldito, habrás metido la vela?– dijo al ordenanza el que se estiraba. Era Scherbinin, el ayudante de campo de Konovnitsin. —Ya la encontré, ya la encontré– añadió.

El asistente golpeaba el pedernal, mientras Scherbinin buscaba la palmatoria.

–¡Qué porquería!– exclamó con asco.

Al resplandor de las chispas, Boljovitínov vio el rostro joven de Scherbinin, que sostenía la vela, y en el rincón de la entrada a un hombre dormido: era Konovnitsin.

Cuando la luz de la yesca se hizo rojiza, Scherbinin encendió la vela (de la palmatoria escaparon algunas cucarachas que la estaban comiendo) y se quedó mirando al mensajero. Boljovitínov estaba cubierto de barro y se limpiaba la cara con la manga.

–¿Quién informa?– preguntó Scherbinin tomando el sobre.

–Son informaciones seguras– contestó Boljovitínov. —Los prisioneros, los cosacos y los exploradores, todos dicen lo mismo.

–Nada podemos hacer, hay que despertarlo– dijo Scherbinin, acercándose al hombre que dormía con su gorro de noche y cubierto con un capote.

–¡Piotr Petróvich!

Konovnitsin no se movió.

–¡Al Estado Mayor!– dijo el capitán sonriendo, seguro de que esas palabras lo despertarían.

Y, en efecto, se alzó momentáneamente una cabeza con gorro de dormir. El bello rostro de Konovnitsin, de rasgos enérgicos, mejillas encendidas de fiebre, conservó durante un instante la placentera impresión del sueño tan alejado de la realidad que vivía; sin embargo, se estremeció y ese rostro recobró su expresión de firmeza y serenidad.

–¿Qué ocurre? ¿De quién es?– preguntó sin apresurarse, parpadeando por la luz.

Escuchó la información del correo, tomó el sobre y lo abrió. En cuanto hubo leído el parte, puso en el suelo de tierra sus pies embutidos en medias de lana y comenzó a calzarse; se quitó el gorro, se alisó las sienes y se puso la gorra.

–¿Tardaste mucho en llegar? Vayamos en seguida a la casa del Serenísimo.

Konovnitsin comprendió al momento que la noticia era muy importante. Y no había tiempo que perder. ¿Era buena o mala la nueva? No se lo preguntaba ni se paró a pensarlo. No le interesaba. No consideraba con la inteligencia ni el raciocinio todo cuanto tenía relación con la guerra, sino de otro modo. Tenía la convicción profunda —nunca expresada– de que todo acabaría bien, pero no debía creerlo ni mucho menos hablar de ello; lo único necesario era cumplir el cometido. Y lo cumplía poniendo en ello todas sus fuerzas.

Piotr Petróvich Konovnitsin, colocado únicamente por guardar las apariencias entre los llamados héroes de 1812 los Barclay, Raievski, Ermólov, Plátov y Milorádovich, gozaba, al igual que Dojtúrov, de la reputación de un hombre de capacidad y saber muy limitados. Como Dojtúrov, no se detenía en hacer planes de batalla, pero se encontraba siempre allí donde la situación era más crítica. Desde que tenía el cargo de general de servicio, dormía siempre con la puerta abierta y había dado orden de que lo despertaran cuando llegara algún correo o emisario. Durante las batallas se ponía siempre al alcance de las balas enemigas, cosa que le reprochaba Kutúzov, que temía alejarlo de sí. Lo mismo que Dojtúrov, Konovnitsin era uno de esos imperceptibles engranajes que, sin alboroto ni ruido, constituyen los elementos esenciales de la máquina.

Al salir de la isba, en la noche húmeda y oscura, Konovnitsin frunció el ceño, debido, por una parte, al dolor de cabeza, cada vez más intenso, y por otra a la desagradable idea del revuelo que aquella noticia iba a provocar en el nido del Estado Mayor; pensó especialmente en Bennigsen, que, desde Tarútino, estaba a matar con Kutúzov. Se imaginó la interminable serie de sugerencias, discusiones, órdenes y contraórdenes que suscitaría la noticia. Y tal presentimiento le resultaba penoso, aunque lo consideraba inevitable.

En efecto, Toll, a quien comunicó de paso la noticia, empezó a exponer inmediatamente al general, que vivía con él, sus propias consideraciones. Konovnitsin, que aguardaba silencioso y cansado, tuvo que recordarle que debían ir a la casa del Serenísimo.

XVII

Como todos los viejos, Kutúzov dormía poco por las noches. Durante el día solía adormilarse con frecuencia, pero de noche, echado sin desvestirse en la cama, pasaba el tiempo meditando sin conciliar el sueño.

También en aquel momento, tumbado en su cama, estaba desvelado, apoyada en la mano la pesada cabeza surcada de cicatrices, con su único ojo abierto y fijo en la oscuridad.

Desde que Bennigsen, el hombre de más influencia en el Estado Mayor y el único que mantenía correspondencia directa con el Emperador, lo evitaba, Kutúzov parecía más tranquilo, puesto que nadie lo obligaba ahora a lanzar sus tropas a ofensivas inútiles. Pensaba que la lección de la batalla de Tarútino y lo ocurrido en la víspera de aquella jornada, de tan doloroso recuerdo para él, acabarían por producir efecto.

“Deben comprender que pasando a la ofensiva llevamos las de perder. Tiempo y paciencia son mis verdaderos adalides”, se decía. Sabía que no debe arrancarse del árbol la manzana verde; al madurar, el fruto cae por sí solo, pero, si se arranca cuando está verde, se estropea el fruto y el árbol, y lo único que se obtiene es dentera. Como experto cazador, sabía que la fiera estaba herida, en la medida en que podía herirla toda la fuerza rusa, pero aún no se sabía si la herida era o no mortal. Después de la embajada de Lauriston y de la visita de Barthélemy —y de acuerdo con los informes de los guerrilleros—, Kutúzov estaba casi seguro de que lo era. Pero hacían falta más pruebas: había que esperar.

“Quieren acercarse corriendo para ver cómo lo han matado. Esperad, ya lo veréis. ¡Siempre maniobras, siempre ofensivas! —pensaba—. ¿Con qué fin? ¡Sólo para distinguirse! ¡Como si la guerra fuera una diversión! Se parecen a esos niños a los que inútilmente se les pide que nos expliquen cómo surgió la pelea: lo único que les interesa es demostrar que saben pegarse. ¡Y ahora no se trata de eso! ¡Y qué hábiles maniobras me proponen todos ellos! Prevén dos o tres posibilidades (y se acordó del plan general de San Petersburgo) y creen que ya lo han calculado todo. ¡Cuando la realidad es que las posibilidades son infinitas!”

Hacía un mes que Kutúzov meditaba acerca de si la herida infligida a los franceses en Borodinó era o no mortal. Por una parte, los franceses habían ocupado Moscú y, por otra, Kutúzov sentía con todo su ser que el terrible golpe asestado por él y el pueblo ruso a costa de todas sus fuerzas debía ser mortal. En todo caso se precisaban pruebas; las esperaba desde hacía un mes, y a medida que el tiempo pasaba se volvía cada vez más impaciente, se comportaba como los generales jóvenes a quienes reprochaba su proceder: pensaba en todas las posibilidades, con la única diferencia de que no hacía plan alguno, y que las posibilidades no eran para él dos o tres, sino miles. Cuanto más meditaba, más eran las hipótesis: suponía toda clase de movimientos del ejército francés, o al menos una parte de ellos: ya hacia San Petersburgo, ya de frente, ya por sus flancos. Admitía (y ése era su mayor temor) que Napoleón se decidiera a combatirlo con sus propias armas, quedándose en Moscú y esperándolo allí; también pensaba en la vuelta del ejército francés hacia Yújnov y Medin. Lo único que no pudo prever fue lo que estaba sucediendo: los movimientos dementes y convulsos del ejército de Napoleón en los once días siguientes a su salida de Moscú, movimientos que hacían posible aquello en lo que Kutúzov, entonces, no se atrevía ni a pensar siquiera: la destrucción total del ejército francés.

El informe de Dojtúrov sobre la división de Broussier, las noticias de los guerrilleros acerca de las calamidades que atravesaba el ejército de Napoleón, los rumores referidos a los preparativos para salir de Moscú, todo confirmaba la suposición de que el enemigo estaba desbaratado y se preparaba para huir. Pero aquello no eran más que suposiciones que podían parecer importantes a los jóvenes, mas no a Kutúzov, quien con su experiencia de sesenta años sabía hasta qué punto debía hacerse caso a los rumores y cómo los hombres que desean algo son capaces de amañar las noticias de manera que parezcan confirmar sus deseos; o sabía también que en tales casos se omite de buen grado todo cuanto los contradice. Y, cuanto más lo deseaba, menos se permitía creerlo; ese problema ocupaba todas las potencias de su espíritu. Todo lo restante era para Kutúzov el cumplimiento habitual de la vida cotidiana: las discusiones con los miembros del Estado Mayor, las cartas a Mme de Staël, que escribía desde Tarútino, la lectura de novelas, la distribución de recompensas, la correspondencia con San Petersburgo, etcétera. Pero la destrucción de los franceses, sólo por él prevista, era su más íntimo y único deseo.

La noche del 11 de octubre estaba echado, con la cabeza apoyada en la mano, y pensaba en eso.

En la estancia vecina se oyeron los pasos de Toll, Konovnitsin y Boljovitínov.

–¡Eh! ¿Quién anda ahí?– exclamó el general en jefe. —¡Entrad! ¿Qué hay de nuevo?

Mientras un lacayo encendía las velas, Toll comunicó la noticia a Kutúzov.

–¿Quién la ha traído?– preguntó Kutúzov con una expresión de fría serenidad que sorprendió a Toll en cuanto hubo luz.

–No hay duda posible, Alteza.

–¡Que pase! ¡Llámalo!

Kutúzov se sentó en el lecho; le colgaba una pierna y apoyaba en la otra, doblada, el grueso vientre. Entornó el único ojo, para ver mejor al correo, como si quisiera leer en su rostro lo que a él lo preocupaba.

–Cuenta, cuenta, amigo– dijo a Boljovitínov con su apacible voz senil, mientras se cruzaba la camisa sobre el pecho. —Acércate, acércate más. ¿Qué son esas noticias que me traes? ¡Eh! ¿Napoleón ha salido de Moscú? ¿Es verdad? ¿Eh?

Boljovitínov repitió todo aquello que tenía órdenes de contar.

–Más de prisa, habla más de prisa, no me angusties...– lo interrumpió Kutúzov.

Boljovitínov estaba contando lo que sabía y calló, a la espera de las órdenes del Serenísimo. Toll trató de decir algo, pero Kutúzov lo interrumpió. Intentó hablar, pero su rostro se contrajo, agitó la mano en dirección a Toll y se volvió al lado opuesto, hacia el rincón sagrado de la isba, negra de iconos.

–¡Mi Dios, mi Creador! Tú has oído nuestras plegarias...– dijo, con voz temblorosa, uniendo las manos. —¡Rusia está salvada! ¡Gracias, Señor mío!– y rompió en sollozos.

XVIII

A partir de ese momento, hasta el término de la campaña, toda la actuación de Kutúzov se redujo a emplear cuantos medios tenía a su alcance —la autoridad, la astucia, las súplicas– para contener a sus tropas de ofensivas, de choques y maniobras inútiles contra un enemigo ya moribundo.

Dojtúrov avanza hacia Malo-Yaroslávets, pero Kutúzov no dilata el resto del ejército y ordena evacuar Kaluga, considerando muy posible la retirada más allá de esa ciudad.

Kutúzov se repliega en todas partes, pero el enemigo, sin esperar su retirada, huye hacia atrás, en sentido contrario.

Los biógrafos de Napoleón nos describen su hábil táctica en Tarútino y en Malo-Yaroslávets y hacen conjeturas sobre lo que habría sucedido si Napoleón hubiese conseguido penetrar en las ricas provincias del mediodía.

Pero, además de que nada le impedía avanzar hacia aquellas regiones (puesto que el ejército ruso le cedía el paso), esos historiadores olvidan que nada podía salvar ya al ejército de Napoleón, puesto que llevaba en sí los gérmenes inevitables de la propia ruina. ¿Por qué ese ejército, habiendo encontrado abundantes provisiones en Moscú, no supo conservarlas y acabó pisoteándolas? ¿Por qué cuando llegó a Smolensk, en vez de organizar la recogida de víveres, se dedicó al saqueo? ¿Por qué pensó que podía rehacerse en la provincia de Kaluga, poblada por los mismos rusos que en Moscú y con la misma capacidad de incendiar lo que ardía?

Aquel ejército ya no podía rehacerse en ningún sitio. Desde la salida de Borodinó y el saqueo de Moscú llevaba consigo los gérmenes químicos de su descomposición.

Los soldados que hasta entonces habían formado el ejército napoleónico corrían ahora a la desbandada con sus jefes. Corrían ya sin saber adonde ir. De Napoleón al último soldado no deseaban más que una cosa: salir lo antes posible de aquella situación desesperada de la que todos tenían una vaga conciencia.

Únicamente por ello, en el consejo celebrado en Malo-Yaroslávets, cuando los generales fingían estar discutiendo y cada uno emitía su opinión, lo dicho por el cándido soldado Mouton venía a resumir, en pocas palabras, lo que pensaban todos. Mouton había dicho que era preciso irse lo antes posible, cerrando así todas las bocas, y nadie, ni siquiera Napoleón, pudo objetar algo a una verdad unánimemente admitida.

Aun cuando todos sabían que era necesario marcharse, todavía quedaba la vergüenza de reconocer el hecho de que era preciso huir, vergüenza que sólo podía ser vencida por un impulso exterior, que surgió en el instante oportuno. Fue lo que llamaron los franceses le Hourra de l’Empereur.

Al día siguiente del Consejo, muy temprano, Napoleón, fingiendo deseos de pasar revista a sus tropas e inspeccionar el pasado y futuro campo de batalla, cabalgó con un lucido séquito de mariscales y escoltas por el centro de la formación militar.

Algunos cosacos, que rondaban en torno a un posible botín, tropezaron con Napoleón y estuvieron a punto de capturarlo. Si no lo hicieron fue porque los franceses estaban destinados a salvarse por aquello que fue su perdición: el botín, sobre el que se echaron los cosacos aquí lo mismo que en Tarútino, sin prestar atención a las personas; y Napoleón consiguió huir.

Cuando se demostró que les enfants du Donhabían estado a punto de apresar al Emperador en medio de su ejército, se hizo evidente que ya nada podía esperarse y que el único recurso era escapar sin pérdida de tiempo por el camino más corto y más conocido. Napoleón, quien, con su barriguita de hombre entrado en los cuarenta, había perdido la agilidad y la audacia de antaño, comprendió aquella advertencia y, bajo el influjo del miedo suscitado por los cosacos, compartió en seguida la opinión de Mouton y, según dicen los historiadores, ordenó la retirada por el camino de Smolensk.

El hecho de que Napoleón coincidiera con Mouton y que las tropas comenzaran la retirada no demuestra que él lo hubiera ordenado, sino que las fuerzas que influían en el ejército y lo impulsaban hacia el camino de Mozhaisk actuaban también sobre Napoleón.

XIX

Cuando el hombre se mueve, siempre busca el objetivo de ese movimiento. Para recorrer mil kilómetros debe creer que hay algo bueno después de ese recorrido, y necesita el señuelo de una tierra prometida para tener fuerzas y poder moverse.

Durante la invasión francesa la tierra prometida para aquellos hombres era Moscú, y durante su retirada la propia patria. Pero la patria estaba demasiado lejos, y para un hombre que recorre mil kilómetros es del todo necesario que pueda decirse, olvidando la meta final: “Hoy cubriré cuarenta kilómetros, llegaré a un lugar donde pueda descansar y pasar la noche”. Y entonces, al principio, ese lugar de descanso suplanta el objetivo final y concentra en sí todos los deseos y esperanzas. Esa aspiración, que se manifiesta en cada hombre por separado, aumenta cuando se trata de una multitud.

Para los franceses que retrocedían por el viejo camino de Smolensk, la meta final, la patria, estaba demasiado lejos; el objetivo próximo, hacia el cual convergían todos los deseos y esperanzas, era Smolensk. Y no porque los soldados esperasen encontrar allí víveres en abundancia y tropas de refresco: nadie les había dicho tal cosa (al contrario, todos los altos mandos, y Napoleón el primero, sabían que allí escaseaban los víveres), sino porque sólo esa idea —acrecentada grandemente en la multitud– podía darles la energía necesaria para moverse y soportar las privaciones del momento. Así, tanto los que lo sabían como aquellos que lo ignoraban procuraban engañarse a sí mismos y se apresuraban hacia Smolensk como si fuera la tierra prometida.

Una vez en el camino general, los franceses, con extraordinaria energía y rapidez inaudita, corrieron hacia la meta imaginada. Además de esa tendencia común, que convertía a la multitud de soldados en un solo hombre y les daba mayor energía, había otro medio capaz de cohesionarlas: su número. La enorme masa de hombres, como en la ley física de la gravedad, atraía a los átomos aislados de la gente. Se movían, con su masa de cien mil hombres, como si fuera un reino.

Todos aquellos hombres no deseaban más que una cosa: caer prisioneros y librarse así de tantos horrores y desventuras. Sin embargo, por una parte, la fuerza de la atracción general hacia el objetivo de Smolensk los llevaba en idéntica dirección, y por otra, un cuerpo de ejército armado no podía rendirse a una compañía; y aun cuando los franceses aprovecharan cualquier ocasión para separarse unos de otros, y hallaran plausible cualquier pretexto para entregarse al enemigo, esas ocasiones no surgían a cada paso. El propio número y la rapidez del movimiento en filas cerradas les quitaban esa posibilidad, y para los rusos resultaba más difícil, si no imposible, detener el movimiento emprendido por los franceses con toda energía. El desgaste mecánico del cuerpo no podía acelerar, más allá de cierto límite, el proceso en marcha de su descomposición.

No se puede fundir instantáneamente una gran bola de nieve; hay un límite de tiempo, antes del cual ninguna temperatura puede fundir la nieve: cuanto mayor es el calor, más se endurece la nieve restante.

Entre los jefes militares rusos, ninguno, a excepción de Kutúzov, lo comprendió. Cuando se definió claramente que las tropas francesas huían hacia Smolensk, comenzó lo previsto por Konovnitsin la noche del 11 de octubre. Todos los altos mandos del ejército querían distinguirse: todos querían atacar, cercar, destruir a los franceses. Todos exigían la ofensiva.


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