Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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Fui recordando. No estaba del todo claro si esta versión, la mitad de extensa que la versión canónica, era anterior o posterior a ésta: ni siquiera estaba claro si se trataba de una versión auténtica o de una falsificación. En este hallazgo reciente, el príncipe Andréi no muere sino que al final se casa con Natasha. Tampoco muere Petia, el pequeño Rostov. Recordé que le había hablado del asunto a Lydia Kúper y que su respuesta fue lacónica:
–Psht. Cada tanto aparece un “inédito” de Tolstói. Nunca valen nada. Mejor no te metas.
Ahora Karin me pedía una decisión. Le dije que se la daría por e-mail, que necesitaba un poco más de tiempo, que antes de fin de mes le diría algo.
Nos dimos besitos y nos separamos.
A los pocos minutos nos cruzamos con David Douglas Duncan, el fotógrafo.
–¿Qué piensas de las torres gemelas, en Nueva York?
–No, no, no es mi mundo, éste ya no es mi mundo– replicó David sin vacilar. —Mi mundo se acabó, no vale la pena lamentarse, y lo peor está por venir.
Nos abrazamos.
Con el tiempo me fui enterando. Esta “nueva” versión de Guerra y pazhabía sido publicada en edición de bolsillo por la editorial rusa Nauka en 1999 y en francés por Éditions du Seuil en 2002. El conocido erudito en Tolstói, Georges Nivat, fue categórico: “¡Decid no al Tolstói de bolsillo que vuelve insípida Guerra y paz!”. Nivat se refiere a la edición rusa de dicha versión, titulada La guerra y la paz. Y me parece justo poner en mi diario el texto completo de su artículo, que dice así:
«El editor ruso de La guerra y la pazen formato de bolsillo, Zajarov, tiene el mérito de hablar claro:
Primera redacción de la novela:
1. dos veces más corta y cinco veces más interesante;
2. ausencia casi total de digresiones filosóficas;
3. cien veces más fácil de leer puesto que todo lo que el autor puso en francés está sustituido por una traducción al ruso del propio autor;
4. mucha más «paz» que «guerra»;
5. ¡el príncipe Andréi y Petia Rostov no mueren!
El editor francés, más hipócrita —continúa Nivat—, sólo habla de un Tolstói de bolsillo “un tercio más corto”, en el que “las reflexiones filosóficas están reducidas a lo esencial” y donde “la acción es más ceñida”.
«Tan ceñida, oh enamorados de Tolstói, que ya no encontraréis los interminables pasajes y torpezas narrativas (que son el análogo por escrito de la simpleza de Pierre Bezújov). Por consiguiente, ¡no busquéis a Platón Karatáiev! Ha desaparecido. No busquéis la espléndida muerte de Petia en la carga delos partisanos capitaneados por Dólojov, ni esa fuga musical que llena cada rincón del cielo y de la que Petia, ignaro de la música, se siente el maestro invisible...»
«Es cierto que la inmensa fuga de Guerra y pazno surgió perfectamente montada del cerebro de Tolstói. Es verdad que le costó una fatiga inmensa, dudas, y que el texto que ahora se presenta existió, salvo algunas traiciones graves. Es a una erudita soviética, Evelina Zaidenshnur, a quien le debemos las minuciosas investigaciones y descripciones de todos los manuscritos, de todos los pentimenti, del itinerario del autor hacia ese texto antinovelístico, anticanónico, del que estaba orgulloso y descontento a la vez.»
«Pero no es menos cierto que la obra, una vez acabada, con sus digresiones filosóficas, los sabios discursos de Platón Karatáiev, con la muerte en fuga de Petia Rostov, con el último suspiro del príncipe Andréi y el dolor de Natasha ante la herida abierta del ser, tuvo numerosas reediciones en vida del autor, y aun si fue la condesa [la mujer de Tolstói] quien se ocupó de ellas, nada, estrictamente nada hace pensar que su marido no estuviera al tanto y que los desaprobara. Por tanto, nada otorga el derecho moral de acortar y modificar la obra maestra.»
«El traductor tuvo la ocurrencia de modernizar el francés de Tolstói tal como fue redactado para los pasajes en francés del original, con lo que aplastó esa jerga sabrosa de la aristocracia rusa que combatía a Napoleón mientras disertaba en la lengua de Rivarol. También aquí, si bien es verdad que existe una redacción en la que Tolstói, presa de un pentimento, volcó al ruso los componentes en francés de su máquina de conversación mundana, lo cierto es que todas las ediciones definitivas contienen este elemento importante de un desdoblamiento lingüístico que caracteriza la naturaleza desnacionalizada de la alta sociedad rusa. Este elemento, altamente satírico, anuncia las infiltraciones del habla en Nabokov, cuando el francés o el inglés se mezclan con los relatos rusos, o el ruso con el inglés de Pnin. Son los arlequines de Nabokov, y Tolstói también tiene los suyos. El traductor actuó a conciencia como el peor de la clase cuando, para disimular sus consultas en un diccionario anticuado, modifica una palabra aquí, otra allí... Desde luego, en una traducción es artificial recurrir a jueguitos tipográficos para distinguir lo que está “en francés en el original” de lo que está traducido del ruso, pero toda la parte del libro sobre el cisma entre la alta sociedad y el pueblo rusos está basada precisamente en esta diglosia artificial, con las anécdotas que sólo pueden ser dichas en ruso, los lacayos que simulan comprender el francés y ese dragón de madame Ajrosímova que jamás habla sino en ruso...»
«Uno de los títulos que barajó Tolstói para su obra antes de que se convirtiera en la que todos conocemos fue Bien está lo que bien acaba. La obra estaba dividida en cuatro partes: “En Petersburgo”, "En Moscú", "En el campo" y "La guerra”. Es verdad que el espíritu sale finalmente incólume gracias al epílogo (desaparecido, evidentemente, en la edición de Seuil), en el sentido de que la máquina del tiempo histórico y biológico que lentamente hizo girar su molino en la inmensa novela al final llega al punto de partida, que es la nursery, no ya en casa del encantador y superficial conde Rostov, donde una pandilla de adolescentes está en perpetuo estado de enamoramiento, sino en la de Natasha y Pierre, crecidos, madurados por la vida. “¿Sabes en qué pienso? En Platón Karatáiev. ¿Qué le parecería? ¿Aprobaría ahora tus planes?”, pregunta Natasha a su marido. “No, no los aprobaría”, dice Pierre después de reflexionar. “Lo que sí le gustaría es nuestra vida familiar. Deseaba ver en todo felicidad, calma, dignidad, y yo me sentiría orgulloso de que nos viera.”»
«Tolstói dudó mucho, sí, pero en definitiva esa aprobación le interesaba sobremanera. “ Guerra y paz—escribía en 1868– es lo que el autor ha querido y podido expresar, en la forma en que está expresado.” El lugar adecuado para la traducción a la que nos referimos sería un Anexo del texto completo, en un volumen de “La Pléiade”, por ejemplo. Y eso para no mencionar que para sustituir otra traducción a la enjundiosa obra maestra de Henri Mongault [el traductor al francés de la obra canónica], hay que ser capaz de mejorarla, algo que está lejos de ser el caso. En el siglo XIX se publicó una obra de Gogol podándole las frases de una página, en un corte à laVoltaire: se supuso que el público francés no soportaría un equivalente del original. También es posible acortar el Ulises, recortar Ada, simplificar El adolescenteo tapiar algunas de las demasiado complicadas “oscuras calles del sueño” en Proust. Si hay que leer este borrador de Guerra y paz, que no sea sino después de haber leído el texto definitivo, y junto con otros borradores. Comenzar por el conjunto y bajar a los trabajos de aproximación, no al revés. ¡Coged la edición de “La Pléiade”, o cualquier otra traducción, en nombre de vuestro propio placer de leer; no cojáis este Tolstói de bolsillo!»
En una palabra: tan pobre parece ser esta versión que Tolstói la guardó en un cajón y jamás la hizo editar. Volvió a escribir la novela entera, cuyo resultado es nuestra obra maestra y que fue repetidas veces reeditada en vida del autor. La edición rusa de bolsillo no es sino una astuta operación comercial —como lo es, según Georges Nivat, la edición francesa de Seuil y como lo serían borradores de Ada, de Nabokov, o de En busca del tiempo perdido, de Proust: rarezas para estudiosos, aptas para un apéndice de variantes al final de la obra en ediciones anotadas —pero nunca sustitutos de la versión original aprobada por el autor.
No sé con qué estado de ánimo se fue Gala Arias de mi casa. Le conté algo de todo esto, poco, para no desalentarla demasiado. Pero no podía ocultárselo.
26 de junio de 2003
Durante el último fin de semana de la Feria del Libro de Madrid —calor sofocante en la caseta de la librería Antonio Machado, donde Kenizé Mourad firmaba decenas de ejemplares de El perfume de nuestra tierra, su libro de testimonios sobre la guerra israelí palestina, y yo algunos ejemplares de mis, por así llamarlos, libros– se me acercó una persona.
–Me llamo Yan– me dijo un muchacho sonriente con leve acento mexicano. Me dio su tarjeta y me pidió autorización para llamarme y concertar una entrevista, sin motivo, “Para conocerte más”, me dijo.
Acaba de conocerme más. Se llama Yan Monroy, se presentó en casa hace unas horas con un compañero, también mexicano, me mostró el número cero de una revista de viajes que están por sacar y me pidió que le contara mi trayectoria de editor. Contar los orígenes me divierte, como supongo divierte a todo ser humano que no esté del todo descontento de lo que ha hecho en la vida. Así que les conté mis orígenes y, de digresión en digresión, fuimos a parar a Guerra y paz.
–Me acuerdo de mi primera lectura– me interrumpió Jordi Mariscal, el amigo de Yan. —Eran seis o siete tomos...
–¿Amarillos?
–Amarillos...
–¿De qué formato?
–Más bien grandes– y dibujó en el aire un formato que habría podido ser por lo menos de 20 × 30 centímetros.
–¿Y tú dispones de esa edición? Era de Porrúa, ¿verdad?
–Es probable. Están en la biblioteca de mi madre, en México. Habían pertenecido a mi bisabuela. Cuando murió, mi madre se los llevó a su casa. Y hace unos años, yo debía de tener veinte, tomé el primer tomo y ya no lo pude dejar.
–¿Tú crees que podrías hacer venir esos siete tomos a Madrid, para que yo los vea?
–Por supuesto, dalo por hecho.
Nos echamos a reír los tres, emocionados. Les hablé de mi primera lectura de Guerra y pazo, más bien, La guerra y la paz. Y comprendieron de inmediato que en mí alentaba no sólo la nostalgia de esa época perdida de mi infancia sino la imperiosa curiosidad por cotejar la traducción.
Y desde hace dos o tres horas —soy impaciente– estoy a la espera.
28 de junio de 2003
Ayer visité a Lydia en su nuevo piso. Una inmobiliaria le compró el piso de la Castellana y hace un tiempo se trasladó a éste, que es propiedad de su hija y que no le gusta nada. Esto se suma a esa resistencia universal a cambiar de casa, propia de la gente mayor. Recuerdo la poca gracia que le hizo a mi padre, a sus 88 años, mudarse al piso adyacente al nuestro.
Lydia me hizo un regalo: un medallón con el perfil en relieve de Kutúzov. Hoy, atando cabos al descifrar la inscripción en cirílico al dorso: “Mijaíl Ilariónovich Kutúzov (1747-1813)”, me surgió una idea espeluznante. Una vez expulsado Napoleón de Rusia, en 1812, Kutúzov ya no tenía nada que hacer y se murió. Al fin de la traducción de la novela me pareció —pero no ayer, en el momento, sino hoy– que Lydia quizá tuviera “el complejo de Kutúzov”... Tenemos que volver a hacer planes.
8 de julio de 2003
Me echo sobre la traducción corregida y me leo las primeras cien páginas. El esquema de trabajo es el siguiente:
1. La novela fue íntegramente retraducida (no hay otra palabra) por Lydia, a partir de la inaceptable versión de Laín Entralgo y Alcántara. En papel.
2. Ricardo di Fonzo aporta en pantalla las correcciones de Lydia y le va devolviendo el texto limpio (en papel).
3. Lydia recorrige —ahora su propia traducción– y hace casi el mismo número de correcciones que en su primera lectura, siempre en papel.
4. Ricardo aporta en pantalla estas nuevas correcciones de Lydia y le pasa el texto (en papel), nuevamente limpio, ya no a Lydia sino a José Luis Casares, corrector “de primeras”. Al mismo tiempo, me pasa esta nueva versión a mí, por Internet.
5. Casares corrige y me pasa las páginas por él corregidas, junto con las correspondientes páginas de Lydia.
6. Yo aporto en pantalla las correcciones de Casares en el archivo que me envió Ricardo por Internet, vuelco el texto así corregido en el gran archivo de la novela entera (cuya plantilla difiere de la de Ricardo), vuelvo a imprimir las páginas de marras y se las paso (sin ningún otro texto que pueda servirle de referencia) a Elsa Otero, correctora, no meramente verificadora, “de segundas”.
7. Elsa hace las segundas correcciones tipográficas (en papel) y me devuelve las páginas corregidas.
8. Yo aporto ahora las correcciones de Elsa y vuelvo a imprimir en limpio.
9. Hago la penúltima lectura (en papel), corrigiendo lunares de estilo, puntuación, leísmos y algún laísmo totalmente excepcional.
10. Y a medida que hago esto, voy completando en pantalla las “notas” en el anexo —o sea: la traducción de lo que está en francés en el texto.
11. Todo este trabajo de ajuste cambia la paginación —alguna línea se alarga, alguna se acorta; debo revisar una última vez el texto (en pantalla) en cuanto a viudas, últimas líneas de párrafo de una sola sílaba, fines de línea repetidos, inicio de capítulos casi a pie de página, etcétera.
12. Por fin, vuelvo a imprimir las páginas en limpio. Con ello, tenemos el texto listo para imprenta. Pero... ¡un momento! ¿Lo tenemos? Creo que todavía no. He de resolver el problema de las cursivas.
El hecho es que estoy leyendo por sexta vez esta novela grandiosa. Es cierto que se trata de una lectura “editorial”, pero justamente por eso me está resultando fascinante párrafo a párrafo. Me permite entrar en los mínimos detalles, descubrir una infinidad de recursos del autor —su ciencia para comenzar o terminar capítulos, por ejemplo, lo que suele llamarse “el efecto teatral”. He aquí un caso, durante la evacuación de Moscú por los rusos:
Aquella noche llegó a la calle Povárskaia un nuevo herido y Mavra Kuzmínishna, que estaba en la puerta, lo hizo entrar en casa de los Rostov. Aquel herido, en opinión de Mavra Kuzmínishna, debía ser un personaje muy importante. Lo traían en un coche cerrado con la capota bajada. Un anciano ayuda de cámara, de porte respetable, iba en el pescante, junto al cochero. Detrás, en un carro, seguían el médico y dos soldados.
–Entren, por favor. Los señores se van; toda la casa queda vacía– dijo al viejo sentado en el pescante.
–No confiamos siquiera en traerlo con vida– respondió el ayuda de cámara suspirando. —También nosotros tenemos casa en Moscú, pero está lejos y no hay nadie.
–Entren aquí, por favor. En casa de mis señores. Hay todo lo necesario– dijo ella. —Acaso, ¿está tan mal?– agregó.
–No creemos que llegue con vida– respondió con desaliento el ayuda de cámara. —Hay que preguntarle al doctor.
Bajó del pescante y se acercó al carro.
–Está bien– dijo el médico.
El ayuda de cámara volvió al coche, echó una mirada dentro, movió la cabeza y ordenó al cochero que entrara en el patio; él se detuvo junto a Mavra Kuzmínishna.
–¡Señor mío Jesucristo!– dijo la mujer.
Mavra Kuzmínishna le propuso que llevaran al herido a la casa.
–Los amos no dirán nada...
Pero había que evitar las escaleras y por ello lo llevaron al pabellón y lo instalaron en la antigua habitación de madame Schoss.
Aquel herido era el príncipe Andréi Bolkonski.
Y así acaba el capítulo. Me pregunto: ¿alguien puede no estremecerse leyendo esto?
Y luego está su sentido del humor, deliberadamente sutil, casi hasta hacerlo pasar desapercibido. He aquí la descripción de un parvenu:
Berg, el yerno de los condes Rostov, era ya coronel en posesión de las cruces de San Vladimiro y Santa Ana y seguía ocupando su puesto tranquilo y grato de auxiliar del segundo jefe de la primera sección del Estado Mayor del segundo cuerpo del ejército.
Pero sobre todo uno descubre, una y otra vez, el robusto respaldo que a Tolstói le da la experiencia —nadie, antes o después que él, describe la persecución del lobo con las siguientes palabras:
La negra Milka, perra de fuertes flancos, apareció la primera al lado de la bestia; comenzó a acosarla. Más cerca, más cerca... Casi tocaba al lobo con su cabeza; pero la fiera apenas si la miró de reojo, y la perra, en vez de acelerar su carrera, como hacía siempre, levantó la cola y frenó apoyándose en las patas delanteras.
Dice que el lobo “apenas si la miró de reojo”. Hablando con amigos escritores, les cito esta frase de Tolstói y se produce un silencio. Luego suelen decir: Bueno, lo que pasa es que Tolstói hollaba tierras vírgenes —me dicen—, nadie había escrito esa frase antes, para describir la caza.
Y se produce otro silencio. La verdad es que no hay explicación: la frase habría podido no ser escrita nunca, y Tolstói la escribió.
21 de julio de 2003
Últimos retoques a la primera mitad del texto. Como en el sector de la construcción, lo más largo son las “terminaciones” —zócalos, puntos de luz, barnizado de mampostería, la mar en coche. Ya he hecho e intercalado los cinco mapas; gracias a la “materia prima” proporcionada por Fran Villalba tenemos una lista de personajes (¡unos doscientos!) y un índice con brevísimas glosas del contenido de cada capítulo; y ya está revisada la lista de las “notas” de esta primera mitad. Todo pide verificación (para eso se inventó el mes de agosto), sobre todo en lo atinente a los nombres de personajes y de lugares.
Pero ahora el texto requiere una última lectura por ojos frescos. He hablado con Miguel López quien, en principio, estaría dispuesto a hacerla durante el mes de agosto. Después de su trabajo (en papel) —ya prácticamente no habrá erratas que corregir– yo aportaré en pantalla los retoques de compaginación —serán poquísimos– y entonces, sólo entonces, podremos ir a imprenta.
Acabo de hablar con Eduardo Arroyo para pedirle el retrato de Tolstói que va en cubierta, y me dice que le han dicho que Eduardo Mendoza tiene casi terminada una traducción de... ¡ Guerra y paz! No me consta que Eduardo Mendoza sepa ruso, pero intento infructuosamente hablar con él desde hace una hora. Se verá. En todo caso, este libro es una (tal vez inacabable) ristra de sorpresas...
Arroyo me pidió algún retrato veraz de Tolstói y le mandé el de Kranskói, muy realista (tomado del natural en Yásnaia Polyana) y fechado poco tiempo después de la primera edición de Guerra y paz.
Estuve en Romanyà Valls el viernes pasado, por otras razones. De lo que no cabe ninguna duda es de la insuperable calidad de esa imprenta. Por ese lado no creo que haya sorpresa alguna.
Suena el timbre. El cartero me entrega la comunicación de que el Ministerio nos otorga una subvención para esta edición de Guerra y paz. Es dinero para Lydia, por supuesto.
24 de julio de 2003
Según me dice Ricardo, Lydia sólo tiene que entregarle las últimas ciento cincuenta páginas. Es decir que estamos al final. La novela tendrá unas mil setecientas páginas, a las que hay que sumarle unas ciento cincuenta páginas de anexos: ¡un total de unas mil ochocientas cincuenta páginas! Al ritmo que vamos, intuyo que podremos ir a imprenta a fines de septiembre, con lo que podremos estar en la calle en octubre, tal como estaba programado.
Hablé con Eduardo Mendoza, que se sorprendió mucho del infundio de que él esté traduciendo Guerra y paz. Supone que se debe a que, hace tiempo, hizo un prefacio para la novela, editada por Círculo de Lectores —en la traducción de Laín Entralgo y Alcántara, creo que retocada por Ricardo San Vicente. Le conté de nuestro trabajo de más de cuatro años y se mostró extremadamente feliz (sugirió una fiesta en Barcelona para presentar el libro). Considera que Guerra y pazes la mejor novela jamás escrita. Le dije: “¡Ya somos dos!”. Estuvimos comentando las varias traducciones (juzga muy cursi la de Constance Garnett, cosa que yo atribuyo al envejecimiento) y le aconsejé que leyera la de Einaudi, comenzada por Enrichetta Carafa d'Andria y terminada por Leone Ginzburg. Dice que la que siempre ha leído es la de “La Pléiade”, de Henri Mongault —que todos dicen que es excelente. La traducción francesa que yo tengo es la de Boris de Schloezer, que también es de Gallimard y también es excelente. Pero le hice notar la desgracia de los franceses, que se ven forzados a poner todo lo que Tolstói puso en francés, en cursiva (de otro modo el francés del original se perdería en el seno del francés de la traducción). Las páginas intimidan por la complejidad tipográfica.
Esto me lleva al problema de las cursivas. Es verdad que muchos han hecho eso, en traducciones a otras lenguas, poner todo lo que está en francés, en cursivas. Pero mi opción, tomada hace pocos días y que explico en una nota al principio del libro, es que lo que Tolstói puso en francés vaya en cursivas cuando el texto sea del narrador; mientras que cuando sean los personajes los que pasan al francés, lo dejemos en francés pero en redonda. Mi único argumento:
la gente no habla en cursivas.
Desde luego que al final, en notas, van todas las traducciones.
Aduzco en mi defensa, además, mi intención de evitar lo que critico de las ediciones francesas y algunas otras lenguas: que un texto tan largo sembrado de tanta cursiva se hace difícil de leer: la página intimida.
También por esta razón, eliminaremos todas las llamadas. Quien en la página X encuentre algo en francés que no comprenda, buscará en las notas la referencia a la página X y allí encontrará las primeras dos o tres o cuatro palabras en francés y la correspondiente traducción al castellano de toda la frase.
Un amigo, temiendo que el texto pase del castellano al francés sin cambio tipográfico, me señala que es esencial facilitar la lectura a la gente. Y yo le respondo: de acuerdo, pero no más de lo que la facilitó Tolstói.
Una sola concesión: las cartas, proclamas, ukases, órdenes de batalla o párrafos largos en francés u otras lenguas, esenciales para la continuidad de la lectura, irán en castellano en el texto. (Pero no en cursivas.) Es el caso del primer párrafo de la novela, que irá en castellano salvo las primeras palabras: Eh bien, mon prince (que tampoco van en cursiva).
31 de julio de 2003
Ayer me llamó Arroyo para decirme que tiene el dibujo acabado y que me lo manda por MRW. Única indicación: más vale imprimir sobre una cartulina ahuesada, para evitar un fondo blanco demasiado vacío.
Miguel López se llevó ayer las primeras mil ciento noventa páginas. Las leerá durante agosto y seguramente, me tranquiliza, bastante antes de fin de mes, con tiempo para leer el resto en unos diez días. Por su parte, Elsa Otero me devuelve mañana segundas correcciones hasta la página mil trescientos sesenta y dos. Y Casares, por su lado, me entregará mañana otras cien páginas corregidas “de primeras”. Con lo cual estaremos rayando la página mil quinientos. Por lo que me dice Ricardo, Lydia está ya en la recta final de sus segundas correcciones de las últimas cien páginas, lo cual tiende a confirmar que en la primera quincena de septiembre tendremos todo para ir a imprenta y poner el libro en venta en octubre.
Es un trabajo muy complejo y, me doy cuenta, imposible sin que todos pongan en él el alma. Nadie —salvo yo– habrá trabajado gratis, pero Lydia, al final, no habrá cobrado mucho (aun dándole íntegra la subvención del Ministerio) y los demás habrán cobrado lo que son las tarifas de mercado, que también es poco.
¿Cuánto habrá cobrado Tolstói? Era un hombre rico, pero su “editor”, si mal no recuerdo, era su mujer, a quien le cedió en vida los derechos de su obra.
8 de agosto de 2003
El dibujo de Arroyo es notable. A primera vista parece una graciosa caricatura con cuatro toques de color que aumentan la gracia. Pero con apenas un segundo que uno se detenga en los ojos azules, provoca escalofríos: es una mirada fija, fanática y de espanto, tal vez el espanto de la guerra o, más bien, el clamor severo de un hombre ante la ausencia de moral.
Este retrato de Tolstói tiene además el mérito, en su extremada sencillez, de poder convertirse en lo que los “marketeros” llaman “imagen de marca” (habría que hacer pósters, postales, pañuelos, camisetas, bolígrafos...).
Eduardo ha dejado un espacio por encima del retrato para poner autor y título, algo que yo pensaba no poner en la cubierta. Sin embargo el dibujo, casi vacío si no fuera por esa mirada penetrante, pide ese texto y creo que cederé.
13 de agosto de 2003
Al final del libro se impone una nota de la traductora explicando brevemente su trabajo de cuatro años. He consultado con Lydia y hemos llegado a un texto excelente [véasepágina 1775].
Se ha vuelto un lugar común el no apreciar la calidad literaria del Epílogo de esta novela. Un amigo que sigue este proyecto de cerca me escribe:
No me gusta nada el final. Supongo que al lector incauto que no cierre lentamente el libro con el pensamiento de Nikóleñka tras horas y horas de sentirse arrollado por una lectura que te reconcilia con la literatura, y se adentre en la “paja mental" de Tolstói, poco interesante por otro lado, puede invadirle una sensación de cabreo como me pasó a mí por primera vez con un libro al sentir que me habían robado el disfrute de terminarlo, cerrar los ojos y nada más...
¿No ha habido algún editor que se haya permitido el lujo de eliminar manu militari esta parte o no podrías, al menos, deslizar un aviso a navegantes, desgajarlo de alguna manera del tronco del libro?
Le contesto:
Tu opinión acerca del Epílogo coincide con la de mucha gente. En general, también con la mía, que hago extensiva a toda la obra de Tolstói posterior a Resurrección, un fárrago de consideraciones morales bastante descabelladas nacidas de su descubrimiento del cristianismo primitivo.
Sí, ha habido editores que han castrado el libro, creo que quitándole la segunda parte del Epílogo —puesto que la primera contiene material que prolonga la novela. (Los hay, como Juventud, que simple y llanamente redujeron el libro a la tercera parte, pero a ésos no los llamo editores...)
No es mi intención mejorar a Tolstói: que asuma él sus defectos. Lo que quiero es dar la versión entera 639porque pretendo que mi edición pueda servir de referencia. Ello no obsta para que, como bien me sugieres, introduzca un «aviso para navegantes», y ya veré cómo hacerlo sin entrometerme en la propia obra. Quizás con una nota al final —no al comienzo– del Epílogo. ¡Sería un aviso más bien para náufragos!
Epílogo. Los epílogos suelen ser flecos, generalmente poco relacionados con la obra narrativa misma, bastante parecidos a los prólogos. Su función se asemeja a la de los marcos en las grandes pinturas: sólo sirven para enmarcar.
Lo vuelvo a pensar y me digo que tampoco puedo poner ese “aviso para náufragos”. ¿Acaso me habría atrevido a hacerlo en vida del autor? ¡Ni siquiera habría osado pedirle permiso para ello! De tan claro, Tolstói fue lapidario: “Guerra y pazes lo que el autor ha querido y podido expresar, en la forma en que está expresado”. Como editor, sólo me siento responsable ante el autor. Que hablen los críticos.
8 de septiembre de 2003
Fin. Palabra fatídica. Ricardo di Fonzo me dice que ahora, terminado el trabajo, siente melancolía: “Nos va a faltar Guerra y paz...”. Ya lo creo. Recuerdo que cuando en 1977 acabé la lectura del Quijotele dije por teléfono a un amigo que me sentía muy triste “por la muerte de Alonso Quijano”.
–¡Eso tiene remedio! Vuelves a la primera página y lo vuelves a leer.
Sin duda tenía razón, es la magia de los libros. No lo hice, pero el solo saber que era posible me alegró el día.
Con Guerra y pazla cosa es un poco distinta. Es quizá el libro que más veces leí, y no quiero releerlo ahora mismo, necesito distancia, perspectiva. Me digo que dejaré pasar un año o dos.
Vuelvo a pensar en la segunda parte del Epílogo. Sí, es latosa. Y desde que fue escrita mucha teoría se ha escrito sobre el tema, con lo que ha quedado considerablemente anticuada. No obstante, leída con el cuidado que requiere el trabajo editorial, se comprende que Tolstói no creía que estuviera argumentando una teoría sino, más bien, un punto de vista. Anticipándose a Malraux, escribe abriendo puertas, sugiriendo líneas de exploración. Los hechos que señala son indiscutibles —todo lo que dice sobre las órdenes (que se dan pero no se siguen), sobre la libertad individual y la necesidad histórica, parte de constataciones que me parecen irrefutables, y dejan, eso sí, el trabajo de investigación para quienes lo sigan. Es Malraux avant la lettre.
Se me ocurre que esta segunda parte del Epílogo, con todas sus debilidades, debería ser lectura obligatoria para todo político. Y se le debería agregar Masa y poder, de Canetti, que en muchos aspectos coincide con Tolstói (sobre todo en cuanto a la autonomía de movimiento de la masa). Son lecturas que tienden a relativizar el papel del político profesional, cosa sana si la hay, visto el ensoberbecimiento habitual de esas personas.
Debo confesar que tampoco esta vez le creo a Tolstói cuando describe una Natasha gorda y en pantuflas... Sí le creo cuando dice que no había perdido su mirada ni su voz, y que las raras veces en que cantaba recuperaba toda la seducción de su adolescencia.
14 de septiembre de 2003
El libro tendrá exactamente 1858 páginas. Mañana mando a terceras correcciones las últimas 500 páginas y dentro de diez días... ¡a imprenta!
Es curioso ver cómo los correctores se resignan difícilmente al estilo de Tolstói. A Tolstói no le asustan las repeticiones, por ejemplo. En nuestra página 1220 dice:
Lo único que en aquellos momentos deseaba con toda su alma era alejarse lo antes posible de la espantosa impresión de aquel día; volver a sus condiciones de vida habituales, dormirse tranquilamente en su habitación y en su lecho. Estaba convencido de que si volvía a sus condiciones de vida habituales podría comprender cuanto había visto y experimentado. Pero esas condiciones habituales no existían en ninguna parte.
La repetición tres veces de “condiciones habituales” no les parece adecuado a los correctores y, si por ellos fuera, buscarían sinónimos.