Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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–C’est done positif? 77– preguntó el príncipe.
–Mon prince, “errare humanum est”, mais...– replicó el médico pronunciando con acento francés las palabras latinas.
–C’est bien, c’est bien...
Y reparando en Anna Mijáilovna y en su hijo, el príncipe Vasili, con un saludo, despidió al médico y, en silencio pero con un gesto de interrogación, se aproximó a ellos. Borís notó que los ojos de su madre expresaron de pronto un profundo dolor y sonrió levemente.
–En qué tristes circunstancias nos encontramos, príncipe... Dígame, ¿cómo se encuentra nuestro querido enfermo?– preguntó Anna Mijáilovna como si no reparase en la mirada fría y ofensiva fijada en ella.
El príncipe Vasili la miró interrogativo, como perplejo, y se volvió después hacia Borís, quien lo saludó cortésmente.
Sin responder al saludo, el príncipe Vasili se volvió de nuevo hacia Anna Mijáilovna y contestó a su pregunta con un movimiento de cabeza y labios que quería decir: “No hay ninguna esperanza de curación”.
–¿Es posible?– exclamó Anna Mijáilovna. —¡Oh, es terrible! Da miedo pensar...– y añadió señalando a Borís: —Es mi hijo. Quería agradecerle personalmente...
Una vez más, Borís saludó correctamente.
–Crea, príncipe, que el corazón de una madre no olvidará nunca lo que hizo por nosotros.
–Me alegro de haber podido complacerla, querida Anna Mijáilovna– dijo el príncipe Vasili ajustando la chorrera y dándose mucha mayor importancia ante su protegida aquí en Moscú que en la velada de Annette Scherer en San Petersburgo. —Procure servir fielmente y ser digno de la carrera de las armas– añadió severamente, volviéndose a Borís. —Me alegro... ¿Está aquí de permiso?– preguntó con su tono indiferente.
–Excelencia, espero órdenes para dirigirme a mi nuevo destino– respondió Borís, sin mostrar disgusto por el tono rudo del príncipe ni deseos de entablar conversación, pero con tal tranquilidad y respeto que el príncipe lo miró con fijeza.
–¿Vive con su madre?
–Vivo en casa de la condesa Rostova– replicó Borís. Y añadió: —Excelencia.
–Es aquel Iliá Rostov que se casó con Natalia Shinshina– explicó Anna Mijáilovna.
–Lo sé, lo sé– dijo el príncipe Vasili con monótona voz. —Je n’ai jamais pu concevoir comment Nathalie s’est décidé à épouser cet ours mal léché! Un personnage complétement stupide et ridicule. Et joueur, à ce qu’on dit. 78
–Mais tres brave homme, mon prince 79– observó Anna Mijáilovna, sonriendo tiernamente, como dando a entender que el conde Rostov merecía esa opinión, pero que ella pedía indulgencia para el pobre viejo. —¿Qué dicen los médicos?– preguntó la princesa tras un breve silencio, mientras su rostro lacrimoso expresó de nuevo un profundo dolor.
–Pocas esperanzas– dijo el príncipe.
–¡Y yo que habría querido agradecer una vez más a mi tío todo el bien que nos ha hecho a Borís y a mí! C'est son filleul 80– añadió, como si creyese que esta noticia alegraría extraordinariamente al príncipe.
El príncipe Vasili reflexionó unos instantes y frunció el ceño. Anna Mijáilovna comprendió que temía hallarse con un rival para el testamento del conde Bezújov y se apresuró a tranquilizarlo.
–Si no fuese por mi sincero afecto y devoción por el tío...– dijo acentuando estas últimas palabras con firmeza y negligentemente; —conozco su noble carácter, tan recto, pero las condesas quedan solas con él... son todavía tan jóvenes...– inclinó la cabeza y dijo a media voz: —¿Ha cumplido sus últimos deberes, príncipe? ¡Qué preciosos son esos últimos momentos! Eso no le hará daño; es preciso prepararlo, si se encuentra tan mal. Nosotras las mujeres, príncipe– y sonrió con ternura, —sabemos siempre cómo hablar de esas cosas. Es necesario que yo lo vea, por triste que sea para mí, pero ya estoy acostumbrada a sufrir.
El príncipe comprendió, como había entendido en la velada de Annette Scherer, que sería difícil desembarazarse de Anna Mijáilovna.
–¿No resultará penosa para el enfermo, querida Anna Mijáilovna, esa entrevista? Esperemos hasta la tarde, el médico anuncia una crisis.
–Pero príncipe..., no se puede esperar cuando se llega a ciertos extremos. Pensez, il y va de la salut de son âme... Ah! c’est terrible, les devoirs d’un chrétien... 81
Se abrió la puerta de una de las habitaciones interiores y apareció una de las princesas, sobrinas del conde. Tenía un aspecto sombrío y gélido y su cuerpo, del cuello al talle, asombraba por su largura comparada con las piernas.
El príncipe Vasili se volvió a ella.
–¿Cómo sigue?
–Igual. Y cómo quiere, con ese ruido...– dijo la princesa, mirando a Anna Mijáilovna como a una desconocida.
–Ah, chère, je ne vous reconnaisais pas!– irrumpió con una feliz sonrisa Anna Mijáilovna, acercándose con ligeros pasos a la sobrina del conde. —Je viens d'arriver et je suis à vous pour vous aider à soigner “mon oncle”... J’imagine combien vous avez souffert– añadió, levantando al cielo sus ojos llenos de compasión. 82
La princesa no contestó, ni sonrió siquiera, retirándose acto seguido. Anna Mijáilovna se quitó los guantes y con gesto de vencedora tomó asiento en un sillón e invitó al príncipe Vasili a sentarse junto a ella.
–Borís– dijo con una sonrisa a su hijo, —yo pasaré a ver al conde, mi tío, y tú, mon ami, vete entretanto con Pierre y no te olvides de la invitación de los Rostov. Lo invitan a comer. Supongo que no irá– dijo al príncipe.
–Todo lo contrario– replicó el príncipe, que estaba visiblemente malhumorado. —Je serais très content si vous me débarrassez de ce jeune homme... 83No hace nada aquí. El conde no ha preguntado por él ni una sola vez.
Se encogió de hombros. Un criado acompañó a Borís al vestíbulo y por otra escalera lo condujo a la habitación de Pierre Kirílovich.
XIII
Pierre no había tenido tiempo de encontrar un puesto de su agrado en San Petersburgo y fue expulsado de allí por conducta turbulenta. La historia referida en el salón de la condesa de Rostov era verdad. Pierre había ayudado a sujetar al comisario a la espalda del oso. Acababa de llegar a Moscú hacía unos días y, como de costumbre, se alojaba en casa de su padre. A pesar de que suponía que el escándalo era ya conocido en Moscú y que las damas que rodeaban a su padre —siempre mal dispuestas hacia él– aprovecharían la ocasión para encizañar al conde, el día de su llegada se dirigió a las habitaciones paternas. Al entrar en la sala donde habitualmente se reunían las princesas saludó a las jóvenes, sentadas con sus labores, mientras una de ellas leía un libro en voz alta. Eran tres: la mayor, muy atildada, de alto talle y aire severo, la misma que saliera al encuentro de Anna Mijáilovna, era la que se encargaba de leer. Las menores, entrambas de rosadas mejillas y bonitas, que se distinguían entre sí únicamente por un lunar que una de ellas tenía sobre el labio, dándole mayor atractivo, bordaban en bastidor. Pierre fue recibido como un muerto o un apestado. La mayor de las princesas interrumpió la lectura y se quedó mirándolo sin decir una palabra con los ojos asustados. La segunda (la que no tenía el lunar) adoptó la misma expresión. La más joven, la del lunar, de carácter más alegre y burlón, se inclinó sobre su labor para disimular la sonrisa, seguramente provocada por aquella escena cuyo lado cómico adivinaba. Tiró, por debajo del bastidor, de los cabos y se inclinó como si quisiese examinar el dibujo, reprimiendo apenas su hilaridad.
–Bonjour, ma cousine– saludó Pierre. —Vous ne me reconnaissez pas? 84
–Lo conozco muy bien, demasiado bien.
–¿Cómo está el conde? ¿Podría verlo?– preguntó Pierre con la torpeza de siempre, pero sin turbarse.
–El conde sufre moral y físicamente, y se diría que se preocupa usted de procurarle aun más dolores morales.
–¿Puedo ver al conde?– repitió Pierre.
–¡Hum!... Si quiere acabar de matarlo, matarlo del todo, puede verlo. Olga, ve a ver si el caldo del tío está a punto; ya va siendo la hora de su comida– añadió, mostrando así a Pierre que ellas estaban muy ocupadas en cuidar a su padre mientras que él no pensaba más que en mortificarlo.
Olga salió. Pierre permaneció unos instantes de pie, miró a las hermanas y dijo, despidiéndose:
–Entonces volveré a mi habitación. Cuando pueda verlo, me avisan.
Salió y oyó a sus espaldas una risa sonora, pero no fuerte, de la hermana del lunar.
Al día siguiente llegó el príncipe Vasili, que se alojó en casa del conde. Hizo llamar a Pierre y le dijo:
–Mon cher, si vous vous conduisez ici comme à Pétersbourg, vous finirez très mal; c’est tout ce que je vous dis. 85El conde está muy, muy enfermo y no debes verlo para nada.
Desde entonces nadie se había ocupado de Pierre; y se pasaba los días enteros solo en su habitación en el piso de arriba.
Cuando Borís entró, Pierre recorría a grandes pasos la habitación, deteniéndose de vez en cuando en un ángulo, hacía un gesto amenazador mirando la pared, como si quisiese atravesar con la espada algún invisible enemigo, miraba severamente por encima de sus anteojos y volvía a caminar, pronunciando vagas palabras, encogiéndose de hombros y separando los brazos.
–L’Angleterre a vécu– decía frunciendo el ceño y como señalando a alguien con el dedo. —M. Pitt, comme trâitre a la nation et au droit des gens, est condamné à... 86
No tuvo tiempo de pronunciar su sentencia contra Pitt (en aquel instante le parecía ser el mismo Napoleón, imaginaba que en compañía de su héroe había realizado la peligrosa travesía del paso de Calais y conquistado Londres) porque vio en su habitación a un joven oficial, esbelto y guapo. Se detuvo. Pierre había dejado a Borís cuando era un niño de catorce años y no lo recordaba. Pero con su espontaneidad característica le tendió la mano y sonrió amistosamente.
–¿Se acuerda de mí?– dijo Borís con tranquilidad y una sonrisa cordial. —He venido con mi madre a ver al conde. Parece que no está bien de salud.
–Sí, al parecer se encuentra mal. No lo dejan tranquilo un momento– repuso Pierre, tratando de recordar quién era.
Borís se daba cuenta de que Pierre no lo reconocía pero no creyó necesario presentarse, y sin el menor embarazo lo miró fijamente a los ojos.
–El conde Rostov le ruega que vaya a comer a su casa– dijo tras un silencio bastante largo y embarazoso para Pierre.
—¡Ah! ¡El conde Rostov!– dijo Pierre alegremente. —Entonces... ¿es usted su hijo Iliá? Figúrese que al principio no lo había reconocido. ¿Recuerda cuando íbamos de paseo a Vorobiovy Gori con madame Jacquot...? Hace ya tanto tiempo...
–Se equivoca– contestó lentamente Borís con una sonrisa osada y algo burlona. —Soy Borís, el hijo de la princesa Anna Mijáilovna Drubetskaia. Es el padre de Rostov quien se llama Iliá; su hijo es Nikolái, y yo no conozco a ninguna madame Jacquot.
Pierre agitó las manos y la cabeza como acosado por una nube de mosquitos o de abejas.
–¡Ah, cómo estoy! Lo confundo todo. ¡Tengo tantos parientes en Moscú! Usted es Borís... Por fin hemos podido entendernos. ¿Qué piensa de la expedición de Boulogne? Los ingleses lo pasarán mal si Napoleón atraviesa el canal. Creo que es muy posible. ¡Con tal que Villeneuve no falle!
Borís no sabía nada de la expedición de Boulogne, no leía periódicos y oía por primera vez el nombre de Villeneuve.
–Aquí, en Moscú, nos ocupamos más de chismes y de comidas que de política– dijo con su voz calmosa y burlona. —Nada sé y nada pienso sobre ese asunto. Moscú se ocupa de rumores– repitió, —y ahora precisamente no se habla de otra cosa que de usted y del conde.
Pierre sonrió con su bonachona sonrisa, como si temiera que su interlocutor estuviese a punto de decir algo de lo que después pudiera arrepentirse. Pero Borís hablaba precisa y claramente, con sequedad, sin dejar de mirarlo a los ojos.
–En Moscú no se hace otra cosa que chismorrear– prosiguió. —Todos se preguntan a quién dejará el conde su fortuna, aunque tal vez él nos entierre a todos, cosa que le deseo de todo corazón.
–Sí, todo esto es penoso, muy penoso...– murmuró Pierre. Seguía temiendo que el oficial se metiera, sin advertirlo, en una conversación embarazosa para él.
–Y usted debe pensar– afirmó Borís sonrojándose levemente, pero sin variar su voz ni su postura —que todos se afanan por recibir algo de un hombre tan rico.
“¡Ya estamos!”, pensó Pierre.
–Y yo, para evitar confusiones, quería decirle que se engañaría si nos contase a mi madre y a mí entre esas personas. Somos muy pobres, pero al menos yo, precisamente porque su padre es rico, no me considero pariente suyo, y ni mi madre ni yo pediremos nunca nada ni aceptaremos nada de él.
Pierre tardó largo rato en comprender, pero cuando vio claro el sentido de sus palabras saltó del diván, tomó la mano de Borís y con torpeza, ruborizándose mucho más que él, empezó a hablar con un sentimiento mixto de vergüenza y fastidio:
–¡Qué extraño!... Acaso yo... Pero quién podía pensar... Yo sé muy bien...
Borís lo interrumpió de nuevo:
–Me alegro de haberlo dicho todo; quizá haya sido desagradable para usted, pero excúseme– dijo, tranquilizando a Pierre, en vez de ser tranquilizado por él. —Espero no haberlo ofendido. Tengo por principio decir con franqueza las cosas... Ahora, ¿qué debo decir de su parte? ¿Vendrá a comer con los Rostov?
Borís, una vez cumplido su penoso deber, salvada la difícil situación y habiendo colocado en ella a su interlocutor, se hizo de nuevo tan agradable como antes.
–Pero escuche– dijo Pierre, recobrando la tranquilidad. —Es usted asombroso. Cuanto acaba de decir está bien... muy bien. Por supuesto, no me conoce. ¡Hace tanto tiempo que no nos vemos!... Éramos dos niños... Puede creerme que yo... Lo comprendo, lo comprendo muy bien. Yo no haría una cosa así; me faltaría valor, pero está muy bien. Me alegro mucho de haberlo conocido. ¡Es extraño lo que suponía de mí!– añadió sonriendo después de un breve silencio. —Y bien, nos conoceremos mejor– y estrechó la mano de Borís. Después dijo: —Todavía no he podido ver al conde ni una sola vez. No me ha llamado... me da pena como ser humano... pero ¿qué puedo hacer?
–Entonces, ¿cree que Napoleón conseguirá hacer pasar su ejército?– preguntó Borís sonriendo.
Pierre comprendió que Borís deseaba cambiar de conversación y, como él no lo deseaba menos, comenzó a explicar las ventajas y dificultades de la empresa de Boulogne.
Un lacayo vino para llamar a Borís de parte de la princesa. Su madre se iba. Pierre prometió ir a la comida para afianzar su amistad con Borís, le apretó con fuerza la mano, mirándolo a los ojos con cariño a través de sus lentes...
Cuando Borís hubo salido, Pierre siguió largo rato paseando por la estancia, pero ya sin herir con la espada al enemigo invisible sino sonriendo al recuerdo de aquel joven simpático, inteligente y resuelto.
Como suele ocurrir en la primera juventud, sobre todo cuando uno está solo, sentía una ternura instintiva por Borís y se prometía contraer con él una buena amistad.
Entretanto, el príncipe Vasili despedía a la princesa Anna Mijáilovna, que no apartaba un pañuelo de los ojos; su rostro estaba bañado de lágrimas.
–¡Es terrible, terrible!– decía. —Pero por mucho que me cueste, cumpliré mi deber. Vendré a pasar la noche; no se puede dejarlo así; cada minuto es precioso. No comprendo a qué esperan las princesas. ¡Dios me ayudará a encontrar la manera de prepararlo!... Adieu, mon prince, que le bon Dieu vous soutienne!... 87
–Adieu, ma bonne– respondió el príncipe Vasili apartándose de ella.
–¡Ah! Está en un estado terrible– dijo la madre al hijo, cuando se vieron en el coche. —Casi no conoce a nadie.
–Maman, no comprendo, ¿cuáles son sus relaciones con Pierre?– indagó el hijo.
–El testamento lo dirá todo, mi amigo; también nuestra suerte depende de él...
–Pero ¿por qué piensa que puede dejamos algo?
–¡Ay, amigo! Él es tan rico y nosotros tan pobres...
–Pero maman, eso no es razón suficiente...
–¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ¡Qué mal está el pobrecillo!– repetía la madre.
XIV
Cuando Anna Mijáilovna salió con su hijo hacia la casa del conde Kiril Vladimírovich Bezújov, la condesa Rostova permaneció sentada, sola, llevándose el pañuelo a los ojos. Por último, tocó la campanilla.
–¡Cómo, querida!– dijo enfadada a la doncella, que la había hecho esperar varios minutos. —Si no quiere atenderme le encontraré otro puesto.
La condesa estaba apesadumbrada por el dolor y la humillante pobreza de su amiga. De ahí el pésimo humor que se manifestaba siempre llamando “querida” a la camarera y tratándola de usted.
–Perdón– dijo la sirvienta.
–Diga al conde que lo espero.
El conde, balanceándose, se acercó a su mujer con aire un poco culpable, como siempre.
–Bueno, condesita: ¡qué sauté au madère 88de ortegas vamos a tener hoy, ma chère! Lo he probado. No en vano pagué mil rublos por Tarás, los vale.
Tomó asiento junto a su esposa, y con los codos gallardamente apoyados en las rodillas comenzó a revolverse el cabello gris.
–¿Qué ordena la condesita?
–Pues, verás, amigo mío... Pero ¿qué mancha es ésa?– dijo, señalando el chaleco. —Seguro que es del sauté...– añadió sonriente. —Lo que pasa, conde, es que necesito algún dinero.
Su rostro se entristeció.
–¡Oh, condesita!– y el conde se apresuró a sacar la cartera.
–Necesito mucho, conde; necesito quinientos rublos– y tomando un pañuelo de batista frotó el chaleco de su marido.
–Ahora, ahora... ¡Eh! ¿Quién hay ahí?– gritó con la voz que sólo emplea la gente segura de que la persona a quien llaman acudirá presurosa a la llamada. —¡Que venga Míteñka!
Míteñka, aquel hijo de noble familia crecido en casa del conde, cuyos asuntos llevaba ahora, entró con paso quedo en la habitación.
–Mira, querido...– dijo el conde al joven, que avanzaba respetuosamente. —Tráeme...– se detuvo pensativo —setecientos rublos. Eso es. Pero atiende: no me los traigas tan sucios y rotos como el otro día, tráeme billetes nuevos, son para la condesa.
–Sí, Míteñka..., procura que estén limpios– dijo la condesa, suspirando tristemente.
–Excelencia, ¿cuándo ordena que se los traiga?– preguntó Míteñka. —Ya sabe que... Pero no se preocupe– rectificó, advirtiendo que el conde comenzaba a respirar rápida y penosamente, indicio seguro de un acceso de cólera. —Me olvidaba que... ¿Ordena que se los traiga ahora mismo?
–Sí, sí, eso es, tráelos. Y se los das a la condesa. ¡Es una joya ese Míteñka!– comentó sonriendo el conde. —No hay nada imposible para él. Detesto esa palabra: todo debe ser posible.
–¡Ay, conde! ¡El dinero, el dinero, cuánto dolor en el mundo por su culpa!– suspiró la condesa. —Y ese dinero me hace mucha falta...
–Usted, condesita, es una famosa despilfarradora– dijo el conde; y besando la mano de su mujer volvió a su despacho.
Cuando Anna Mijáilovna regresó de su visita a Bezújov, ya tenía la condesa el dinero sobre la mesa, bajo un pañuelo, todo en billetes nuevos. Anna Mijáilovna advirtió en ella cierta turbación.
–¿Qué hay, amiga mía?– preguntó la condesa.
–¡Ah, en qué terrible estado se encuentra! No lo reconocerías. Está muy mal, muy mal... Sólo lo he visto un momento y no he podido decir ni dos palabras...
–Annette, por Dios te lo pido, no rechaces esto– dijo de pronto la condesa, ruborizándose, lo que daba un aspecto extraño a su rostro ya no joven, delgado y grave, sacando el dinero de debajo del pañuelo.
Anna Mijáilovna comprendió al instante de qué se trataba y se inclinó para poder abrazar cómodamente a la condesa en el momento preciso.
–Es para Borís, para su equipo, de mi parte...
Anna Mijáilovna ya la abrazaba llorando y también lloró la condesa. Ambas lloraban porque eran amigas, porque eran buenas; porque ellas —amigas de la infancia las dos– debían ocuparse de una cosa tan vil como el dinero. Lloraban su juventud pasada... Pero eran lágrimas placenteras para la una y la otra.
XV
La condesa Rostova, sus hijas y un buen número de invitados estaban ya en el salón. El conde había llevado a los hombres a su despacho para enseñarles su colección de pipas turcas. De vez en cuando salía para preguntar: “¿No ha venido?”. Esperaban a María Dmítrievna Ajrosímova, a la que en sociedad llamaban le terrible dragon, dama famosa por la rectitud de su espíritu, su sencillez y franqueza, ya que no por sus títulos y su fortuna. La familia imperial conocía a María Dmítrievna; la conocía todo Moscú y todo San Petersburgo, y en ambas ciudades se la admiraba aun cuando a la chita callando se burlaban de su rudeza y abundasen las anécdotas a su costa. Sin embargo, todos sin excepción la estimaban y temían.
En el despacho, lleno de humo, se hablaba de la guerra, declarada en un manifiesto, y sobre el reclutamiento. Nadie había leído aún el manifiesto, pero todos sabían de su publicación. El conde estaba sentado en una otomana, entre dos fumadores que discutían entre sí. El conde ni fumaba ni discutía, pero inclinaba la cabeza, ya a un lado, ya a otro, miraba a los fumadores con evidente complacencia y escuchaba la conversación entre dos vecinos suyos que él había enzarzado entre sí.
Uno de ellos era un civil, con el rostro surcado de arrugas, rasurado, bilioso y enjuto, ya cercano a la vejez aunque vestido como un joven a la última moda. Sentado en la otomana sobre sus piernas, con el aire de un familiar de la casa, tenía la pipa de ámbar metida profundamente en un ángulo de la boca y aspiraba convulsivamente el humo, entornando los ojos. Era el viejo solterón Shinshin, primo de la condesa, de lengua viperina como decían de él en todos los salones de Moscú. Cuando hablaba parecía descender hasta el nivel de su interlocutor. El otro era un oficial de la Guardia, joven, de piel rosada, impecablemente limpio, abotonado y peinado. Mantenía su boquilla de ámbar precisamente en el centro de los labios rosados y aspiraba apenas el humo, dejándolo salir después de su bella boca en minúsculos círculos. Era el teniente Berg, oficial del regimiento Semiónovski, con el que iba a marchar Borís para incorporarse a su destino y con el cual Natasha embromaba a Vera, su hermana mayor, llamando a Berg su novio. El conde, sentado entre los dos, escuchaba con atención. La diversión preferida del conde, después del boston, que le gustaba muchísimo, era estar de oyente cuando lograba enfrentar a dos charlatanes.
–¿De manera, padrecito, mon très honorable Alphonse Kárlich– dijo Shinshin burlón, uniendo (era la peculiaridad de su manera de hablar) las expresiones rusas más populares con las más escogidas frases francesas, —que vous comptez vous faire des rentes sur l’État, 89obtener una renta a costa de su compañía?
–No, Piotr Nikoláievich, quiero demostrar tan sólo que en caballería se tienen bastantes menos ventajas que en infantería. Considere usted, Piotr Nikoláievich, mi situación...
Berg hablaba siempre con gran precisión, reposada y correctamente. Su conversación giraba de continuo sobre sí mismo; cuando se hablaba de algo que no se refería a su persona, callaba tranquilamente. Y callaba, por más que semejante situación durase horas enteras, sin experimentar ni hacer sentir a los demás el más leve embarazo. Pero si la conversación lo tocaba personalmente, hablaba muchísimo y con evidente placer.
–Considere usted mi situación, Piotr Nikoláievich: en caballería no recibiría más que doscientos rublos por trimestre, aun con el grado de teniente: ahora cobro doscientos treinta– dijo mirando a Shinshin y al conde con una sonrisa alegre y cordial, porque le parecía evidente que su éxito fuese siempre el objetivo principal de todos. —Además, pasando a la infantería siempre está uno más a la vista y las vacantes son mucho más frecuentes. Y con los doscientos treinta rublos me las ingenio para economizar y mandar algo a mi padre– concluyó lanzando una voluta de humo.
–La balance y est... comme dit le proverbe: 90el alemán haría la trilla hasta con el revés del hacha– comentó Shinshin pasando la boquilla de ámbar al otro lado de la boca y haciendo un guiño al conde, quien estalló en una carcajada.
Los demás invitados, observando que Shinshin estaba conversando, se acercaron para escuchar. Berg, sin reparar ni en la indiferencia ni en la ironía, prosiguió explicando que el paso a la Guardia le daba ya un grado de ventaja sobre sus compañeros de cuerpo, que en la guerra era posible que matasen al capitán, y entonces él, que era el más antiguo de la compañía, podría sustituirlo fácilmente, ya que todos lo querían en el regimiento y su padre estaba muy contento de él. Berg experimentaba un sincero placer al contar estas cosas y ni siquiera parecía sospechar que los demás pudieran tener también sus propios intereses. Pero todo cuanto contaba era tan simpático y candoroso, la ingenuidad de su egoísmo juvenil resultaba tan evidente, que desarmaba a sus oyentes.
–Bien, querido, tanto da caballería como infantería, en todos los sitios se abrirá usted camino, se lo pronostico– resumió Shinshin, dándole unas palmadas en la espalda y retirando las piernas del diván.
Berg sonrió feliz. El conde, seguido de los invitados, se dirigió a la sala.
Estaban en esos instantes que preceden a una comida de gala, cuando todos los invitados reunidos en espera de ser llamados para los entremeses no entablan largas conversaciones pero consideran necesario moverse y charlar para no manifestar impaciencia por sentarse a la mesa; instantes cuando los dueños de la casa miran de vez en cuando a la puerta y después se miran entre sí y los invitados intentan adivinar en esas miradas a quién o qué esperan aún: tal vez a un pariente importante que llega retrasado o algún plato que no está a punto todavía.
Pierre llegó un poco antes de pasar al comedor y se había sentado en el primer sillón que encontró, justo en medio del salón, cerrando el paso a todos. La condesa se empeñaba en hacerlo hablar, pero él se limitaba a mirar cándidamente alrededor, como si a través de sus lentes buscase a alguien, y respondía con monosílabos a todas las preguntas de la dama. Estorbaba y era el único que no se daba cuenta de ello. La mayoría de los invitados, que conocían la historia del oso, miraban a aquel joven grande, corpulento y apacible y se extrañaban, viéndolo tan torpón y modesto, de que fuese el autor de la broma con el comisario.
–¿Ha llegado usted hace poco?– le preguntó la condesa.
–Oui, Madame– contestó Pierre, sin cesar de mirar alrededor.
–¿Aún no ha visto a mi marido?
–Non, Madame– y sonrió sin venir a cuento.
–Creo que usted estuvo recientemente en París. Debe de ser muy interesante.
–Muy interesante.
La condesa miró a Anna Mijáilovna, quien, comprendiendo que le pedían entretener a Pierre, se sentó a su lado y le habló de su padre. Pero éste, lo mismo que a la condesa, no respondía más que con monosílabos. Los invitados conversaban entre sí.
“Les Razoumovsky... Ç a aété charmant... Vous êtes bien bonne... La comtesse Apraksine...”, 91se oía por doquier.
La condesa se levantó y avanzó hacia la sala...
–¡María Dmítrievna!– se la oyó decir en voz alta.
–¡La misma!– respondió una grave voz femenina, y María Dmítrievna entró en la sala.
Todas las señoritas, y hasta las señoras, excepto las de mayor edad, se levantaron. Se detuvo María Dmítrievna en la puerta y, desde lo alto de su maciza figura, alzada la cabeza con sus rizos grises, pasó revista a los invitados y, como arremangándose, ajustó sin prisa las anchas mangas de su vestido. María Dmítrievna, que ya había cumplido los cincuenta años, hablaba siempre en ruso.
–Mis felicitaciones a ti, querida, y a tus hijos– dijo con voz fuerte y grave, que dominaba cualquier otro sonido. —Y tú, viejo pecador– dijo, volviéndose hacia el conde, que le besaba la mano, —supongo que te aburres en Moscú: aquí no puedes hacer correr a los perros... ¡Qué quieres, padrecito! Estos pajarillos van creciendo– y señaló a las muchachas, —y de buen o mal grado hay que buscarles novios... ¿Qué tal está mi cosaco?
María Dmítrievna llamaba así a Natasha, que se había acercado a ella alegremente y sin temor para besarle la mano.
–Sé que eres un diablillo, pero te quiero– añadió mientras la acariciaba con una mano.
Extrajo de su enorme bolso unos pendientes de rubíes de forma ovalada y los entregó a la radiante y sonrosada Natasha; en el acto se apartó de ella y se dirigió a Pierre:
–¡Acércate, querido! Ven aquí– procuraba que su voz resultase dulce y grata, —ven, querido...
Y con gesto amenazador se arremangó de nuevo.
Pierre se acercó, mirándola inocentemente a través de sus lentes.
–¡Acércate, acércate, querido! A tu propio padre yo era la única en decirle la verdad cuando se la merecía; en cuanto a ti, es Dios quien lo manda.
Calló. Todos guardaban silencio, esperando lo que iba a venir, porque presentían que aquello no era más que la introducción.
–Buena pieza, sobran comentarios, buen muchacho... Su padre está a las puertas de la muerte y él se divierte atando a un comisario a la espalda de un oso. ¡Es una vergüenza, una vergüenza, querido! Mejor sería que te fueras a la guerra.
Se apartó de Pierre y dio su brazo al conde, que a duras penas reprimía la risa.
–Y bien, creo que ya es hora de ir a la mesa, ¿no?– dijo María Dmítrievna.
El conde y la recién llegada abrieron la marcha, seguidos de la condesa, del brazo de un coronel de húsares, un hombre muy necesario, puesto que Nikolái debía alcanzar su regimiento llevado por él. Seguían después Anna Mijáilovna y Shinshin. Berg daba el brazo a Vera. Nikolái acompañaba a la sonriente Julie Karáguina. Seguían otras parejas a lo largo de la sala y, por último, detrás de todos, los niños, sus preceptores e institutrices. Los camareros se pusieron en movimiento, se produjo un estrépito de sillas y los invitados, a los acordes de la música que comenzaba a sonar en la alta galería, se sentaron a la mesa. A la música de la orquesta del conde sucedió el rumor de cuchillos y tenedores, la conversación de los comensales y el caminar discreto de los camareros.
A una de las cabeceras de la mesa se había sentado la condesa; tenía a su derecha a María Dmítrievna y a su izquierda a Anna Mijáilovna y otros invitados. En el otro extremo, el conde tenía a su izquierda al coronel y a su derecha a Shinshin, seguidos de otros señores. A un lado de la larga mesa estaban los jóvenes de más edad: Vera con Berg, Pierre y Borís juntos; al otro lado, los niños, los preceptores y las institutrices. El conde miraba, por encima de las copas de cristal de roca, botellas y fruteros, a su mujer, tocada con alta cofia de cintas azules; se afanaba en servir el vino a sus invitados, sin olvidarse de sí mismo. La condesa, por detrás de las piñas, sin olvidar sus deberes de anfitriona, dirigía miradas significativas al marido, cuya cabeza calva y cuyo rostro le parecían, por su vivo color, diferenciarse más que nunca de sus cabellos grises. En la parte femenina, la charla era queda y regular; en la de los hombres se oían voces cada vez más fuertes, especialmente la del coronel de húsares, que comía y bebía sin tasa, cada vez más colorado, tanto, que el conde lo ponía como ejemplo a los demás. Berg, con tierna sonrisa, aseguraba a Vera que el amor no era un sentimiento terrenal, sino divino. Borís decía a su reciente amigo Pierre los nombres de los invitados, y cambiaba miradas con Natasha, que se había sentado enfrente. Pierre hablaba poco, observaba los rostros desconocidos y comía mucho. Desde las dos sopas, de las que escogió à la tortue, y desde la empanada hasta las ortegas, no dejó pasar un solo plato, ni una clase de vinos que con la botella envuelta en una servilleta hacía surgir misteriosamente el mayordomo por encima del hombro del vecino diciendo: “Madera seco”, “Tokay” o “vino del Rin”. Acercaba la primera copa que le venía a mano de las cuatro que tenía delante del cubierto, con el monograma del conde, bebía con verdadero placer y se quedaba contemplando a los invitados con mayor satisfacción aún. Natasha, que estaba enfrente, miraba a Borís como suelen mirar las muchachitas de trece años al muchacho que han besado por primera vez y del que están enamoradas. De vez en cuando, idéntica mirada se posaba en Pierre, que viendo los ojos de aquella chiquilla divertida y vivaz sentía deseos de reír también sin saber por qué.