Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
Жанр:
Классическая проза
сообщить о нарушении
Текущая страница: 51 (всего у книги 111 страниц)
También ellos querían a Balaga, porque era un verdadero artista en su oficio y porque tenía sus mismas aficiones. Balaga pedía a los demás veinticinco rublos por una carrera de dos horas, y las más de las veces no conducía él la troika, sino que mandaba a uno de sus mozos; pero si se trataba de “sus señores”, siempre conducía él y no pedía ni un céntimo. Y cuando sabía, gracias a los ayudas de cámara, que estaban con fondos, se presentaba una vez —pasados varios meses– de mañana en la casa, sin haber bebido una gota, saludaba con grandes reverencias y les pedía ayuda. Los señores siempre lo hacían sentar.
"Sea tan bondadoso, padrecito Fiódor Ivánich, o Excelencia– decía. —Me he quedado sin caballos, présteme lo que pueda para ir a la feria."
Cuando tenían dinero le daban mil o dos mil rublos.
Balaga era un mujik de veintisiete años, rubio, de cara colorada, cuello fuerte y rojizo, nariz remangada, ojillos brillantes y pequeña barba puntiaguda. Vestía un caftán de fino paño azul y forro de seda encima de la pelliza.
Se santiguó, vuelto hacia las santas imágenes en el ángulo delantero, y se acercó a Dólojov, tendiéndole una mano más bien pequeña y oscura.
–¡Buenas tardes, Fiódor Ivánich!– dijo inclinándose.
–Hola, amigo. Ahí lo tienes.
–Buenas tardes, Excelencia– dijo a Kuraguin, que entraba entonces, y también le tendió su mano.
–Balaga, ¿me quieres o no?– dijo Anatole, poniéndole las manos en los hombros. —Si es así, a ver si te portas bien... ¿Con qué caballos has venido?
–Con los que mandó, con las fieras– dijo Balaga.
–Escucha, Balaga... revienta la troika, pero en tres horas tenemos que llegar, ¿eh?
–Si la reviento, ¿cómo vamos a llegar?– y Balaga guiñó un ojo.
–¡No bromees o te rompo la jeta!– gritó, de pronto, Anatole, con los ojos desorbitados.
–¿Por qué voy a bromear?– sonrió el cochero. —¡Por mis señores cómo no voy a esforzarme! Correremos todo lo que puedan los caballos.
–Ah, bueno. Siéntate.
–Ea, siéntate– repitió Dólojov.
–Estoy bien así, Fiódor Ivánich.
–Siéntate y no finjas. Bebe– dijo Anatole, llenando un gran vaso de vino de Madeira.
Se encendieron los ojos del cochero a la vista del vino. Lo rehusó por guardar las formas, pero bebió y se limpió los labios con un pañuelo de seda roja que llevaba dentro del gorro.
–Bien, Excelencia, ¿cuándo hay que salir?
–Pues mira– Anatole miró el reloj, —ahora mismo. Escucha bien, Balaga ¿llegaremos?
–Si la salida es buena, ¿por qué no vamos a llegar? Hemos ido a Tver en siete horas, su Excelencia debe recordarlo.
Anatole se volvió a Makarin, que lo contemplaba con arrobamiento.
–Una vez, por Navidad, fuimos a Tver– le dijo sonriendo. —No lo creerás, pero no podíamos respirar por la velocidad que llevaban los caballos. Nos echamos sobre un convoy y saltamos por encima de dos carros, ¿verdad?
–¡Qué caballos aquellos!– prosiguió Balaga. —Había enganchado al alazán unos potros jóvenes y puede creerme, Fiódor Ivánich, que sesenta kilómetros galoparon esas fieras sin detenerse; no podía frenarlos, se me quedaron las manos tiesas del frío y le pasé las riendas a Su Excelencia y me caí al fondo de la troika. ¡En tres horas nos llevaron aquellos diablos! Únicamente diñó el izquierdo.
XVII
Anatole salió de la habitación para volver unos minutos después con un abrigo de piel ceñido por un cordón de plata; llevaba ladeado el gorro de cibelina, que sentaba muy bien a su hermoso rostro. Se miró al espejo y con la misma postura se acercó a Dólojov y tomó un vaso de vino.
–Bueno, Fiódor, adiós, gracias por todo, adiós. Compañeros... amigos...– se detuvo pensativo, —compañeros de mi juventud... adiós– dijo a Makarin y a los otros.
Aunque todos lo acompañaban, Anatole parecía empeñado en dar un tono solemne y conmovedor a las palabras que dirigía a sus compañeros. Hablaba lentamente, en voz alta, sacando el pecho y balanceando una pierna.
–Tomad vuestros vasos... tú también, Balaga. Ea, compañeros y amigos de mi juventud. Juntos hemos vivido, juntos nos hemos divertido, ¿eh? Ahora, ¿cuándo nos veremos otra vez? Me voy al extranjero. Se acabó lo vivido, muchachos. ¡A vuestra salud! ¡Hurra!– bebió el vino y estrelló el vaso contra el suelo.
–¡A su salud!– dijo Balaga, bebiendo su vaso y secándose los labios con el pañuelo.
Makarin, con lágrimas en los ojos, abrazó a Anatole.
–¡Ah, príncipe! ¡Cómo siento separarme de ti!– dijo.
–¡En marcha, en marcha!– gritó Anatole.
Balaga se dispuso a salir.
–No, espera– dijo Anatole. —Cierra la puerta: tenemos que sentarnos, como es costumbre. Así.
Cerraron la puerta y se sentaron todos.
–¡Bueno, amigos! Y ahora, en marcha– dijo Anatole, levantándose.
Joseph, el lacayo, entregó a Anatole el portapliegos y el sable y todos salieron al pasillo.
–¿Dónde está el abrigo de piel?– preguntó Dólojov. —¡Eh, Ignatka! Ve donde Matriona Matvéievna y dile que te dé el abrigo de cibelina. He oído cómo se rapta– añadió guiñando un ojo. —Saldrá de casa más muerta que viva, con lo que tenga puesto. Si se pierde un solo minuto, vienen las lágrimas... que si papá, que si mamá, se queda helada y se vuelve atrás. Lo que tienes que hacer es envolverla y llevarla de inmediato a la troika.
El criado trajo un abrigo de zorro.
–¡Imbécil! ¡Te he dicho que el de cibelina! ¡Eh, tú, Matriosha, el de cibelina!– gritó con voz tan potente que se lo oyó en las habitaciones más distantes.
Una bella gitana, delgada y pálida, de brillantes ojos negros y cabello rizado con reflejos azulados y un chal rojo sobre los hombros, apareció corriendo con el abrigo de cibelina.
–Tómalo, no me da pena, tómalo– dijo con visibles muestras de timidez ante su señor y de pena por perder el abrigo.
Dólojov, sin contestar, tomó el abrigo, lo echó encima de Matriosha y la envolvió en él.
–¿Ves? Así hay que hacer– dijo; —después, así– y levantó el cuello, no dejando al descubierto más que una pequeña parte del rostro de la gitana. —Y luego así, ¿ves?– y acercó la cabeza de Anatole a la abertura del cuello, por la que se veía el sonriente rostro de Matriosha.
–Bueno, adiós, Matriosha– dijo Anatole dándole un beso. —Se acabaron las bromas. Despídeme de Stiopka. ¡Ea, adiós! ¡Adiós, Matriosha, deséame buena suerte!
–Que Dios te haga muy feliz, príncipe, mucha suerte– dijo Matriosha con su acento zíngaro.
En el porche había dos troikas, que guardaban dos mozos; Balaga se sentó en la primera y alzando los codos arregló las riendas con calma. Anatole y Dólojov se acomodaron con él; Makarin, Jvóstikov y los dos criados se instalaron en la otra.
–¿Estamos?– preguntó Balaga. —¡Adelante, en marcha!– gritó, enrollándose las riendas en la mano.
La troika salió volando hacia el bulevar Nikitski.
–¡Eh, br, br!, ¡eh! ¡Fuera!– gritaban Balaga y el mozo que iba a su lado. Al llegar a la plaza de Arbat, la troika se precipitó sobre un carruaje; se oyó un ruido seco y un grito; pero Balaga siguió calle de Arbat arriba. Dieron dos vueltas por Podnovinski, tras lo cual Balaga moderó la carrera de sus caballos y los frenó en la esquina de Stáraia Koniúshennaia.
El mozo que iba con Balaga saltó para sujetar de la brida a los caballos. Anatole y Dólojov también descendieron. Al llegar a la puerta Dólojov dio un silbido. Respondió otro silbido y a continuación apareció la doncella:
–Entren en el patio; aquí pueden verlos. Ahora saldrá.
Dólojov se quedó junto al portalón; Anatole siguió a la doncella hacia el patio, dio la vuelta a la esquina y subió al porche. Gavrilo, el gigantesco criado de María Dmítrievna, salió a su encuentro.
–Lo espera la señora– dijo en voz baja, cerrándole el paso.
–¿Qué señora? ¿Quién eres tú?– preguntó Anatole con voz sofocada y susurrante.
–Le ruego que me siga; tengo órdenes de hacerlo entrar.
En aquel instante se oyó la voz de Dólojov, que gritaba:
–¡Kuraguin! ¡Atrás! ¡Traición! ¡Atrás!
Dólojov, junto a la cancela, forcejeaba con el portero, que intentaba cerrar la puerta a espaldas de Kuraguin. Haciendo un último esfuerzo, rechazó al portero, y cogiendo por el brazo a Anatole, corrió con él a la troika.
XVIII
María Dmítrievna, al encontrar a Sonia en el pasillo anegada en lágrimas, la obligó a contarlo todo. Después de leer la nota de Natasha, María Dmítrievna entró en su habitación.
–¡Miserable! ¡Desvergonzada!– gritó. —¡No quiero oírte!– y rechazando a Natasha, que la miraba con ojos atónitos y secos, la encerró en su habitación con llave y ordenó al portero que dejara abierta la entrada a las personas que vendrían aquella noche; pero que no las dejara salir. Mandó a Gavrilo que hiciera pasar a esas personas en cuanto hubiesen llegado. Y se sentó en la sala a la espera de los raptores.
Cuando Gavrilo anunció a su señora que las personas que esperaba habían huido, María Dmítrievna, con gesto sombrío y malhumorado, se puso a caminar por la estancia, con las manos a la espalda, reflexionando en lo que debía hacer. Hacia la medianoche buscó la llave en su bolsillo y se dirigió a la habitación de Natasha. Sonia, sentada en el pasillo, seguía sollozando.
–“Por Dios, María Dmítrievna, déjeme entrar a verla– suplicó.
Sin contestar, María Dmítrievna abrió la puerta y entró. “Infame, miserable chiquilla, y en mi casa... Su padre es el que me da lástima —pensaba María Dmítrievna tratando de calmarse—. Por difícil que sea, haré lo posible para que no se entere el conde; ordenaré a todos que guarden silencio.” María Dmítrievna entró con paso resuelto. Natasha, inmóvil, seguía echada en el diván, con la cabeza entre las manos en la misma posición en que la había dejado María Dmítrievna.
–¡Vaya con la niña buena! ¡Citar a tus amantes en mi casa! Basta ya de fingir... ¡Escúchame cuando te hablo!– María Dmítrievna la tocó en el brazo. —Escucha cuando yo te hablo. Te has cubierto de vergüenza como la última mujerzuela. Ya te arreglaría yo las cuentas, pero me da lástima tu padre. Lo ocultaré.
Natasha seguía sin moverse; pero todo su cuerpo fue sacudido por sollozos silenciosos y convulsos, que la sofocaban. María Dmítrievna miró a Sonia y se sentó en el diván, al lado de Natasha.
–Puedes dar gracias a que ha escapado, pero lo encontraré– dijo con su voz ruda. —¿Oyes lo que te digo?– introdujo una de sus grandes manos bajo el rostro de Natasha y lo volvió hacia sí. Tanto María Dmítrievna como Sonia quedaron asustadas al ver aquel rostro. Tenía los ojos brillantes y secos, los labios apretados y las mejillas hundidas.
–Déjenme... yo... a mí... a mí... yo... moriré– dijo, desasiéndose con gesto airado de María Dmítrievna y volviendo a su anterior posición.
–¡Natalia!– dijo María Dmítrievna. —Tú sabes que deseo tu bien. Quédate como estás, quédate así, que no te tocaré... Pero escucha; no tengo que decirte lo culpable que eres, tú misma lo sabes. Tu padre llega mañana... ¿Qué voy a decirle?
De nuevo los sollozos sacudieron el cuerpo de Natasha.
–Se enterará tu padre, tu hermano, tu novio.
–No tengo novio. He roto con él– gritó Natasha.
–Es lo mismo– continuó María Dmítrievna. —Se enterarán, ¿y crees que van a dejar así las cosas? Conozco a tu padre; lo desafiará a un duelo. Bonita cosa, ¿eh?
–¡Ah, déjenme! ¿Por qué lo han impedido? ¿Por qué? ¿Quién les pidió que se metieran en esto?– gritó Natasha, incorporándose y mirando colérica a María Dmítrievna.
–Pero, ¿qué querías que hiciéramos?– levantó María Dmítrievna la voz, exaltándose de nuevo. —¡Vaya! ¿Es que te hemos tenido encerrada alguna vez? ¿Quién impedía a ese hombre venir a casa a verte? ¿Por qué iba a raptarte como a una gitana cualquiera? Y si te hubiera raptado, ¿crees que no lo iban a encontrar? Tu padre, tu hermano, tu novio. ¡Ese hombre es un miserable, un canalla, eso es!
–¡Vale más que todos ustedes!– gritó Natasha incorporándose. —Si no lo hubieran impedido... ¡Oh, Dios mío! ¡Sonia! ¿Por qué, por qué? ¡Márchense ya!– y sollozó con la desesperación del que llora por un mal del que se sabe culpable.
María Dmítrievna quiso hablar, pero Natasha gritó:
–¡Márchense! ¡Márchense de una vez! ¡Todos me odian, me desprecian!
Y volvió a arrojarse sobre el diván. María Dmítrievna siguió hablándole algún tiempo, tratando de convencerla de que había que ocultar al conde lo sucedido, de que nadie se enteraría de nada si ella hacía por olvidarlo todo y hacer ver a los demás que nada había sucedido. Natasha no contestaba; había dejado de sollozar, pero toda ella temblaba, sacudida por escalofríos. María Dmítrievna le puso una almohada bajo la cabeza, la cubrió con dos mantas y le trajo un poco de tila, pero Natasha no se movió.
–Bueno, que duerma– dijo María Dmítrievna abandonando la estancia y creyendo que se había adormecido.
Pero ella no dormía; miraba sin ver, con unos ojos que parecían escaparse de su pálido rostro. Siguió insomne durante toda la noche, sin llorar y sin hablar a Sonia, que se levantó varias veces para ver cómo seguía.
Al día siguiente, a la hora del desayuno, el conde Iliá Andréievich llegó de su hacienda. Estaba muy contento, había llegado a un buen acuerdo con el comprador de la finca y ya nada lo retenía en Moscú; podía volver junto a su esposa, a quien echaba mucho de menos. María Dmítrievna lo recibió y le dijo que Natasha se había puesto enferma la víspera y que había hecho llamar a un médico, aunque ahora estaba mejor.
Aquella mañana Natasha no salió de su habitación. Apretados los agrietados labios, secos los ojos, miraba inquieta y atentamente a cuantos pasaban por la calle y se volvía presurosa si alguien entraba en la habitación con andares masculinos. Era evidente que esperaba noticias de Anatole o que viniese él mismo.
Cuando el conde entró, se volvió sobresaltada y su rostro adquirió de nuevo una expresión fría y hasta colérica. No se levantó siquiera para salir a su encuentro.
–¿Qué te pasa, ángel mío? ¿Estás enferma?– preguntó el conde.
Natasha guardó silencio.
–Sí, estoy enferma– dijo después.
Y a las inquietas preguntas de su padre acerca de por qué estaba tan abatida y si había ocurrido algo al príncipe Andréi, le contestó que no pasaba nada y le pidió que no se preocupase. María Dmítrievna confirmó al conde las palabras de Natasha, asegurando que nada había sucedido.
La pretendida enfermedad de su hija, su abatimiento, los rostros confusos de Sonia y María Dmítrievna hacían ver al conde que algo había sucedido en su ausencia; pero era tan terrible pensar que algo vergonzoso pudiese haber sucedido a su hija predilecta, amaba tanto su jovial tranquilidad, que evitó las preguntas y trató de convencerse de que nada, en realidad, había acontecido. Lo único que sentía era que la enfermedad de Natasha retrasaba la vuelta a Otrádnoie.
XIX
Desde la llegada de su mujer a Moscú, Pierre se había propuesto marchar a cualquier parte con tal de no estar con ella. Poco después de la llegada de los Rostov, la impresión que le producía Natasha lo obligó a darse prisa para poner en práctica sus proyectos. Marchó a Tver, para visitar a la viuda de Osip Alexéievich, que desde hacía tiempo le había prometido entregar los papeles de su esposo.
Cuando Pierre regresó a Moscú le dieron una carta de Maria Dmítrievna en la cual lo invitaba a ir visitarla por cierto asunto muy importante relacionado con el príncipe Bolkonski y su prometida. Pierre evitaba a Natasha; le parecía sentir hacia ella una atracción más fuerte de lo que permitía su situación de casado y por ser ella la novia de su amigo. Pero el destino lo conducía siempre hacia ella.
"¿Qué ha podido ocurrir? ¿Por qué me necesitan? —pensaba mientras se vestía para visitar a María Dmítrievna—. ¡Ojalá venga pronto el príncipe Andréi y se case con ella!”, siguió diciéndose mientras se dirigía a casa de la señora Ajrosímova.
En el bulevar Tverskoi oyó una voz conocida que lo llamaba:
–¡Pierre! ¿Hace tiempo que has vuelto?
Levantó la cabeza y vio a Anatole Kuraguin con su eterno amigo Makarin, que pasaba en un trineo tirado por dos potros grises. Anatole iba erguido, en la clásica postura de los oficiales elegantes; el cuello de castor le envolvía la parte inferior del rostro. Inclinaba la cabeza a un lado, mostrando su cara sonrosada y fresca. Llevaba ladeado el sombrero de blanco penacho, bajo el que asomaban sus cabellos rizados engomados y cubiertos de nieve menuda.
“He aquí un verdadero sabio —pensó Pierre con cierta envidia—. No ve más allá del placer momentáneo; nada lo inquieta, y por eso siempre está alegre y tranquilo. ¡Qué no daría yo por ser como él!”
En la antesala de la señora Ajrosímova, el criado que lo ayudó a quitarse el abrigo le dijo que María Dmítrievna lo esperaba en su habitación.
Al abrir la puerta de la sala Pierre vio a Natasha, sentada junto a la ventana, muy pálida y ojerosa. La muchacha se volvió a él con gesto de mal humor y con continente de fría dignidad salió de la sala.
–¿Qué ha sucedido?– preguntó Pierre al entrar en la habitación de María Dmítrievna.
–Un bonito asunto. Tengo cincuenta y ocho años y no he visto nunca una vergüenza semejante– y después de exigir a Pierre su palabra de honor de que a nadie contaría lo que iba a escuchar, María Dmítrievna le explicó que Natasha había roto con el príncipe Bolkonski sin advertir a sus padres de ello, que la causa de la ruptura había sido Anatole Kuraguin, con quien la había puesto en relación la propia mujer de Pierre, y que Natasha había intentado huir en ausencia de su padre para casarse secretamente con Anatole.
Pierre, perplejo, con los hombros en alto y la boca abierta, escuchaba a María Dmítrievna sin creer lo que oía. Que la novia del príncipe Bolkonski, tan querida antes, aquella encantadora Natasha Rostova, dejara a su prometido por aquel imbécil de Anatole, ya casado además (Pierre conocía el secreto de su boda), y se enamorase hasta el punto de querer huir con él era algo que Pierre no podía entender ni imaginar.
La grata opinión de Natasha, a quien conocía desde niña, no concordaba en su mente con esa nueva Natasha infame, estúpida y cruel. Recordó a su propia mujer: “Todas son lo mismo”, se dijo, y pensó que no era el único a quien cabía la triste suerte de verse atado a una mala mujer. Compadecía, hasta sentir deseos de llorar, al príncipe Andréi, recordando su orgullo; y cuanto más se acordaba de su amigo, tanto mayor era el desprecio y la repugnancia que le inspiraba aquella Natasha que poco antes, con aire de fría dignidad, había salido de la sala sin hacerle caso. Ignoraba que el espíritu de Natasha rebosaba desesperación y humillante vergüenza y que no era culpable de que su rostro expresara aquella gravedad digna y severa.
–Pero ¿cómo se iban a casar?– respondió Pierre a las palabras de María Dmítrievna. —Él no puede, está ya casado.
–¡De mal a peor!– exclamó María Dmítrievna. —¡Vaya con el muchacho! Es un miserable. Y ella, espera que te espera desde hace dos días. Por lo menos dejará de esperar. Hay que decírselo.
Pierre la puso al corriente de los detalles del matrimonio de Anatole. María Dmítrievna, después de desahogar su cólera, explicó a Pierre la razón de haberlo hecho venir. Temía que el conde o Bolkonski —a quien se esperaba de un momento a otro– desafiasen a Kuraguin; por eso tenía intención de ocultar lo ocurrido y rogaba a Pierre que obligara a su cuñado a salir de Moscú y no aparecer más por la capital.
Pierre prometió hacer lo que se le pedía, comprendiendo ahora el peligro que corrían el viejo conde, Nikolái y el príncipe Andréi.
Después de exponer con frase clara y concisa sus razones, María Dmítrievna lo condujo a la sala.
–Ten cuidado, el conde lo ignora todo– le dijo. —Haz como si tú no supieses nada. Yo iré a decirle que no tiene por qué esperar más. Quédate a comer, si quieres.
Pierre halló en el salón al viejo conde, confuso y trastornado. Natasha acababa de decirle que había roto con Bolkonski.
–¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia, mon cher!– le dijo.
Es una desdicha cuando estas chicas no están con la madre. Siento tanto haber venido. Con usted seré franco. ¿Sabe que ha roto con su prometido sin consultar a nadie? Es verdad, que nunca me ha entusiasmado mucho ese matrimonio. Él es un hombre excelente, pero casándose contra la voluntad de su padre no habrían sido felices y, en fin de cuentas, a Natasha no le faltarán novios. Pero ya llevaban mucho tiempo, y luego, ¿qué es eso de dar semejante paso sin decírselo a sus padres? Ahora está enferma, y Dios sabe qué tiene... Mal asunto, conde, eso de que las hijas estén sin su madre...
Pierre, viendo el disgusto de Iliá Andréievich, intentó desviar la conversación, pero él volvía siempre a lo mismo. Por fin entró Sonia en la sala; llegaba muy alterada, y dijo a Pierre:
–Natasha no se encuentra bien; está en su habitación y desea verlo. María Dmítrievna le ruega que vaya.
–Sí, usted es muy amigo de Bolkonski– dijo el conde —seguramente querrá darle algo para él. ¡Ah, Dios mío! ¡Ah, Dios mío! ¡Con lo bien que iba todo!
Y llevándose las manos a las sienes, cubiertas de escasos cabellos grises, salió de la sala.
María Dmítrievna había dicho a Natasha que Anatole Kuraguin estaba casado. Ella no quería creerlo y pedía que Pierre viniera a confirmárselo. Sonia se lo fue contando mientras lo conducía hasta la habitación de Natasha.
Pálida y con severa expresión, Natasha, sentada junto a María Dmítrievna, recibió a Pierre con mirada febril e interrogante. No le sonrió ni inclinó la cabeza, como acostumbraba; se limitó a mirarlo con fijeza y a preguntarle con los ojos si era amigo o enemigo, como todos los demás, en relación a Anatole. Estaba claro que, por sí mismo, Pierre no existía para ella.
–Él lo sabe todo– dijo María Dmítrievna, señalando a Pierre. —Que te diga si es verdad lo que te he contado.
Los ojos de Natasha, como los de un animal herido que mira a los perros y al cazador que se van acercando a ella, se dirigieron a Pierre y a María Dmítrievna.
–Natalia Ilínishna– comenzó Pierre, bajando los ojos con una sensación de piedad hacia ella y rechazo por lo que tenía que hacer, —verdad o no, debía serle indiferente, porque...
–Entonces, ¿no es verdad que esté casado?
–Sí, es verdad.
–¿Se casó hace tiempo?– preguntó. —¿Palabra de honor?
Pierre dio su palabra de honor.
–¿Está aún aquí?– preguntó Natasha rápidamente.—Sí: acabo de verlo.
Era evidente que le faltaban las fuerzas para seguir hablando. Con una señal de la mano suplicó que la dejaran sola.
XX
Pierre no se quedó a comer y se marchó inmediatamente con el propósito de encontrar en la ciudad a Anatole Kuraguin. Al pensar en él la sangre se le agolpaba en el corazón y parecía faltarle el aliento. Anatole no estaba con los zíngaros, ni en Camoneno; Pierre se dirigió al Club, donde las cosas parecían seguir su ritmo de siempre. Los socios que iban a comer formaban sus grupos y hablaban de las novedades de la ciudad. Todos saludaron a Pierre. Un lacayo, que conocía bien sus costumbres, le advirtió de que se le había reservado un puesto en el comedor pequeño, que el príncipe Mijaíl Zajárish estaba en la biblioteca y que Pável Timoféievich no había llegado aún. Uno de sus conocidos le preguntó si era cierto que la señorita Rostova había sido raptada por Kuraguin, cosa que comentaba ya toda la ciudad. Pierre se echó a reír y aseguró que la noticia era absurda, puesto que venía de estar con los Rostov. Preguntó a todos por Anatole; unos le dijeron que no había llegado todavía; otros, que pensaba comer allí. A Pierre le pareció extraño contemplar a toda aquella gente tranquila e indiferente, que no sabían lo que estaba sucediendo en su espíritu. Paseó un rato por la amplia sala hasta que todos hubieron llegado, y cuando vio que Kuraguin no aparecía, se volvió a su casa, sin quedarse a comer.
Anatole, al que tanto buscaba, había comido aquel día con Dólojov, consultando con él la manera de remediar lo ocurrido. Le parecía imprescindible tener una entrevista con Natasha. Y por la tarde se acercó a casa de su hermana, para hallar un medio de arreglar la entrevista. Cuando Pierre, después de recorrer toda la ciudad, llegó a su casa, un criado le anunció que Anatole Vasílievich estaba con la condesa.
El salón de Elena estaba lleno de invitados; Pierre, sin saludar a su mujer, a la que desde su llegada a Moscú no había visto (ahora le resultaba más odiosa que nunca), entró en el salón y, al ver a Anatole, se dirigió a él.
–¡Ah! ¡Pierre!– dijo la condesa acercándose a su marido. —No sabes en qué situación está nuestro Anatole...
Se detuvo al advertir en la cabeza agachada de su marido, en sus ojos brillantes y en su decidida manera de andar aquella terrible expresión de furor y fuerza que ella conocía y había experimentado después del duelo con Dólojov.
–Donde está usted, sólo hay depravación y maldad– dijo Pierre a su mujer. —Venga, Anatole, tengo que hablarle– añadió en francés.
Anatole miró a su hermana; se levantó dócilmente y siguió a Pierre.
Pierre lo cogió del brazo, tiró de él y salió.
–Si vous vous permettez dans mon salon... 332– susurró Elena. Pero su marido salió sin hacerle caso.
Anatole siguió a Pierre con su arrogancia habitual, pero su rostro delataba cierta inquietud.
Al entrar en su despacho, Pierre cerró la puerta y se dirigió a él sin mirarlo:
–¿Ha prometido usted casarse con la condesa Rostova? ¿Ha intentado raptarla?
–Amigo mío– respondió Anatole en francés (idioma en que transcurría la conversación), —no me creo obligado a contestar a un interrogatorio hecho en ese tono.
El rostro de Pierre, ya pálido, se desfiguró por la cólera. Agarró con su vigorosa mano a Anatole por el cuello del uniforme y lo zarandeó hasta que el rostro de Kuraguin reflejó suficiente miedo.
–¡He dicho que tengoque hablar con usted!...– repitió.
–Pero esto es una estupidez– dijo Anatole, tocándose un botón que se le había desgarrado junto con la tela.
–Es usted un miserable y un canalla, y no sé qué me retiene del placer de aplastarle la cabeza con esto– dijo Pierre, que, por hablar en francés, se expresaba en términos tan artificiosos. Tomó un pesado pisapapeles y lo levantó amenazador, pero al instante volvió a dejarlo en su sitio. —¿Le prometió casarse?
–Yo, yo, yo no pensaba; nunca prometí nada, porque...
Pierre lo interrumpió:
–¿Tiene cartas de ella? ¿Tiene cartas?– repitió acercándose a Kuraguin.
Éste lo miró y, metiendo la mano en su bolsillo, sacó la cartera.
Pierre tomó la carta que le tendía y, apartando una mesa que tenía delante, se dejó caer en el diván.
–Je ne serai pas violent, ne craignez rien 333– dijo, respondiendo a un gesto de temor de Anatole. —Las cartas, primero —dijo Pierre como repitiendo para sí mismo una lección; —segundo– continuó después de un breve silencio, levantándose y volviendo a pasear: —mañana mismo debe salir de Moscú.
–Pero ¿cómo puedo...? ¿Eh?
–Y tercero– prosiguió Pierre, sin hacerle caso —no debe decir nunca una sola palabra de lo ocurrido entre usted y la condesa. Sé que no se lo puedo prohibir, pero si le queda un resto de conciencia...– Pierre dio unas cuantas vueltas en silencio. Kuraguin, sentado junto a la mesa, se mordía los labios con el ceño fruncido. —Al fin y al cabo, no puede dejar de comprender que además de su placer existe la felicidad y la paz de otras personas, y que destroza toda una vida por su afán de divertirse. Diviértase con mujeres semejantes a mi esposa, con ésas tiene perfecto derecho; ellas saben bien lo que usted quiere de ellas. Están armadas contra usted por la misma experiencia de la depravación. Pero prometer matrimonio a una joven... engañarla... intentar un rapto... ¿cómo no comprende que es tan infame como pegar a un anciano o a un niño?...
Pierre calló y fijó en Kuraguin una mirada llena de interrogación, pero ya sin ira.
–Eso no lo sé– replicó Anatole, que parecía recobrar la audacia a medida que Pierre dominaba su cólera. —No lo sé y no quiero saberlo– replicó, sin mirar a su cuñado, y con un ligero temblor en la barbilla. —Pero me ha hablado de tal manera, me ha llamado infame y otras cosas semejantes, que yo, comme un homme d’honneur, 334no puedo tolerar a nadie. ¿Eh?
Pierre lo miró asombrado, sin comprender qué pretendía.
–Aunque haya sido a solas– siguió Anatole, —no puedo... ¿Eh?
–¿Qué?– preguntó irónicamente Pierre. —¿Necesita una satisfacción?
–Al menos podía retirar esas palabras. Si quiere que acepte sus condiciones... ¿Eh?
–Las retiro, las retiro– dijo Pierre, mirando sin darse cuenta el botón que le había arrancado del uniforme. —Si es preciso, le daré dinero para el viaje.
Anatole sonrió. Y aquella sonrisa tímida y vil, que ya conocía en su mujer, enfureció a Pierre:
–¡Oh, qué familia tan infame y sin corazón!– dijo y salió de la habitación.
Al día siguiente Anatole partió para San Petersburgo.
XXI
Pierre se dirigió a la casa de María Dmítrievna para comunicarle que se había hecho lo que ella deseaba: Kuraguin había salido de Moscú. Toda la casa estaba asustada y revuelta. Natasha se hallaba muy enferma, y María Dmítrievna contó en secreto a Pierre que aquella noche, después de saber que Anatole estaba casado, había intentado envenenarse con arsénico, que se había procurado en secreto. Empezó a tomarlo, pero se asustó tanto que despertó a Sonia y le contó lo que acababa de hacer. En seguida se habían tomado las medidas necesarias contra el veneno, y ahora ya estaba fuera de peligro; sin embargo, se hallaba tan débil que no podía pensarse en llevarla a Otrádnoie y fueron en busca de la condesa; Pierre vio al conde, todo compungido, y a Sonia, llorosa, pero a Natasha no la pudo ver.
Aquel día comió en el Club. En todas partes se comentaba el intento de rapto de Natalia Rostov; Pierre desmentía insistentemente el rumor, asegurando que lo único ocurrido era que su cuñado había pedido la mano de Natasha y fue rechazado. Pierre creía deber suyo ocultarlo todo y salvar la reputación de Natasha.
Esperaba con temor el regreso del príncipe Andréi y cada día se acercaba a la casa del viejo Bolkonski en busca de noticias.
El príncipe Nikolái Andréievich se había enterado por mademoiselle Bourienne de todos los rumores que circulaban por la ciudad y había leído la carta dirigida a la princesa María donde Natasha rompía con su novio. Parecía más alegre que de ordinario y esperaba a su hijo con gran impaciencia.
Unos días después de la marcha de Anatole, Pierre recibió una esquela del príncipe Andréi notificándole su llegada y pidiéndole que fuera a su casa.