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Guerra y paz
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Автор книги: Leon Tolstoi



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–Pero ¿qué han hecho?– preguntó la condesa.

–Son unos perfectos bandoleros, sobre todo ese Dólojov– aseguró la visita. —Es hijo de María Ivánovna Dólojova, una dama muy respetable, ¡y ahí lo tienen! Imagínense que los tres consiguieron hacerse con un oso, lo llevaron en el coche y se fueron a casa de unas actrices. Tuvo que intervenir la policía para calmarlos. Entonces se apoderaron de un comisario de barrio, lo ataron al oso, espalda contra espalda, y echaron el oso al Moika; el oso empezó a nadar con el comisario encima.

–Ma chère! ¡Sería de ver la cara del pobre hombre!– exclamó el conde, retorciéndose de risa.

–¡Qué horror! ¡No es para reírse, conde!

Pero también las señoras rieron a su pesar.

–Con grandes trabajos lograron salvar al desgraciado– continuó la visitante. —¡Y es el hijo del conde Kiril Vladimírovich Bezújov quien se divierte de esa manera!– añadió. —Decían que estaba tan bien educado y que era tan inteligente... Ya ven adonde lleva la educación en el extranjero. Espero que aquí no lo reciba nadie, a pesar de su fortuna. Quisieron presentármelo, pero me negué en absoluto... ¡Tengo hijas!

–Pero ¿por qué dice que ese joven es tan rico?– preguntó la condesa, apartándose de las jóvenes, que fingieron en el acto no escuchar. —El conde sólo tiene hijos naturales... y parece que también Pierre es hijo natural.

La visita hizo un gesto despectivo.

–Creo que tiene veinte hijos naturales.

La princesa Anna Mijáilovna terció en la conversación, deseando, visiblemente, hacer notar sus relaciones y su conocimiento de los asuntos mundanos.

–Yo se lo explicaré– dijo con aire de importancia, también a media voz. —Ya conoce la reputación del conde Kiril Vladimírovich... Ni él mismo sabe los hijos que tiene, pero este Pierre es su predilecto.

–¡Era tan guapo todavía el año pasado!– aseguró la condesa; —nunca he visto un hombre más apuesto.

–Ahora ha cambiado mucho– dijo Anna Mijáilovna. —Pues quería decirles– prosiguió —que, por parte de su mujer, el príncipe Vasili es heredero directo de todos los bienes, pero el padre quiere mucho a Pierre, se ha ocupado de su educación, ha escrito al Emperador... de manera que a su muerte (está tan enfermo que se espera ocurra de un momento a otro, y Lorrain ha llegado de San Petersburgo) nadie sabe a quién irá a parar tan enorme fortuna, a Pierre o al príncipe Vasili. Cuarenta mil siervos y varios millones. Lo sé bien, porque me lo ha dicho el mismo príncipe Vasili. Además, Kiril Vladimírovich es tío segundo mío por parte de madre; es el padrino de Borís– añadió, como si no diera importancia alguna al hecho.

–El príncipe Vasili llegó ayer a Moscú. Me han dicho que viene en viaje de inspección– dijo la visita.

–Sí, pero, entre nous– añadió la princesa, —es un pretexto; en realidad, ha venido para estar al lado del príncipe Kiril Vladimírovich, que está muy grave.

–De todos modos, ma chère, es una broma divertida– intervino el conde; y viendo que la visita no lo escuchaba se volvió hacia las señoritas: —Me imagino la cara del policía.

Imitó los movimientos del policía, agitando los brazos, y estalló de nuevo en una risa sonora y profunda que sacudió su grueso cuerpo; así suelen reír las personas que siempre han comido bien y bebido mejor.

–No olviden, por favor, que los esperamos a comer– concluyó.

VIII

Todos quedaron en silencio. La condesa miraba a la visitante con una amable sonrisa, sin ocultar, no obstante, que no sentiría nada si se levantara y se fuese. La hija se ajustaba ya el vestido, mirando interrogativamente a la madre, cuando en la habitación vecina se oyó correr hacia la puerta del salón a varias personas y el estruendo de una silla alcanzada y derribada. Irrumpió en el salón una niña de trece años, más o menos, llevando algo envuelto en su corta falda de muselina, y se detuvo en medio de la estancia. Era evidente que estaba allí por pura casualidad, por no haber calculado el impulso de la carrera. Casi al mismo tiempo aparecieron en la puerta un estudiante con su uniforme de cuello color frambuesa, un oficial de la Guardia, una jovencita de quince años y un muchachito regordete, sonrosado, que vestía chaqueta de niño.

El conde se puso en pie y, balanceándose, abrió los brazos como para acoger a la niña que entró corriendo.

–¡Aquí la tenéis!– exclamó riendo. —¡Hoy es su fiesta, ma chère, su fiesta!

–Ma chère, il y a un temps pour tout 70– dijo la condesa, fingiendo enfado. —Tú la mimas demasiado, Elie– añadió, volviéndose al marido.

–Bonjour, ma chère, je vous félicite– dijo la visitante. —Quelle délicieuse enfant!– añadió dirigiéndose a la madre.

La niña, más bien fea, pero muy vivaz, tenía los ojos negros, la boca grande y llevaba desnudos los hombros infantiles, escapados del corpiño por la rápida carrera que había alborotado sus bucles negros echándolos hacia atrás; los brazos, al desnudo, también eran delgados y sus piernas enfundadas en pantalones de encaje dejaban al descubierto unos pies pequeños calzados con escarpines; estaba en esa edad encantadora en que la jovencita ya no es una niña y la niña no se ha convertido aún en una joven. Esquivando al padre, se dirigió hacia su madre y, sin prestar atención a sus severas observaciones, escondió el rostro enrojecido en los encajes de su mantilla y se echó a reír. Reía por algo, hablando entre risas de la muñeca que acababa de sacar de debajo de la falda.

–¿Ve?... la muñeca... Mimí... mire– y no pudiendo decir más (tan cómica le parecía la situación), Natasha cayó sobre su madre y estalló en una risa tan fuerte y sonora que todos, hasta la ceremoniosa visitante, rieron.

–Ea, vete, vete con tu monstruo– dijo la madre, apartándola y fingiendo enfado; y agregó, volviéndose a la visita: —Es mi hija menor.

Natasha levantó por un momento el rostro de la mantilla de su madre, la miró desde arriba, llenos los ojos de lagrimas por la risa, y volvió a esconderlo.

La visita, obligada a presenciar aquella escena familiar, creyó oportuno participar en ella.

–Dime, querida– preguntó a Natasha, —¿qué eres tú de esa Mimí? Su madre, ¿verdad?

No agradaron a Natasha el tono indulgente y la pregunta pueril, y sin contestar miró seriamente a la dama.

Entretanto, todos aquellos jóvenes habían entrado en el salón, esforzándose visiblemente por contener en los límites de la buena educación la animación y la alegría que brillaban en sus rostros: Borís, oficial, hijo de la princesa Anna Mijáilovna; Nikolái, estudiante, hijo mayor de la condesa; Sonia, sobrina del conde, de quince años, y el pequeño Petrusha, el hijo menor. Podía adivinarse que allí, en las habitaciones de las que habían salido con tanta algazara, la conversación era más alegre que la mantenida aquí sobre los chismes de la ciudad, el tiempo y la comtesse Apraksine. De cuando en cuando se miraban unos a otros y con gran dificultad contenían la risa.

Los dos jóvenes, el estudiante y el oficial, eran de la misma edad, amigos de la infancia, ambos guapos, pero de belleza distinta. Borís, alto y rubio, de facciones finas, regulares y serenas. Nikolái no era alto, tenía rizado el cabello y sobre el labio superior despuntaba ya una leve pelusa negra. En su rostro, de franco mirar, se leía la impetuosidad y el apasionamiento.

Nikolái se sonrojó al entrar en el salón. Era evidente que buscaba algo que decir, sin hallarlo. Borís, por el contrario, se serenó en seguida y contó tranquilamente, en tono de broma, que conoció a la muñeca Mimí cuando era aún joven y no tenía la nariz rota, pero que en cinco años había envejecido hasta quedar con la cabeza llena de grietas. Después de contarlo, miró a Natasha; ella apartó los ojos de él, miró a su hermano pequeño, que con los ojos casi cerrados temblaba de risa silenciosa, e incapaz de aguantar más, dio un salto y huyó de la estancia con la rapidez propia de sus ágiles piernas. Borís no se rió.

—Me parece que también usted, maman, quiere irse. ¿Necesita el coche?– preguntó con una sonrisa a su madre.

–Sí, ve y ordena que lo preparen– respondió ella, sonriendo.

Borís salió sin ruido en pos de Natasha. El muchachito regordete corrió enfadado detrás de ellos, como disgustado por haber sido estorbado en sus ocupaciones.

IX

Sin contar a la hija mayor de la condesa (que aventajaba en cuatro años a su hermana y se consideraba ya toda una mujer) y la hija de la visitante, sólo quedaron en el salón dos jóvenes: Nikolái y Sonia. La sobrina del conde era una joven morena, diminuta, de rostro dulce y mirada sombreada por largas pestañas; en torno a la cabeza le daba dos vueltas una trenza negra, y la piel de la cara, del cuello y de los brazos desnudos y delgados, pero musculosos y graciosos, era de un tono aceitunado. Por la armonía de sus movimientos, la agilidad y gracia de sus miembros y maneras un poco astutas y reservadas, recordaba a una hermosa gatita, todavía no formada, que prometía ser preciosa. Creía conveniente mostrar con su sonrisa que tomaba parte en la conversación común; pero a su pesar, los ojos, bajo las pestañas largas y espesas, miraban al cousin, que partía para el ejército, con una adoración tan juvenil y apasionada que su sonrisa no podía engañar a nadie; era evidente que la gatita sólo se había acurrucado para poder saltar y jugar todavía más con su cousin, apenas hubiesen salido del salón Borís y Natasha.

–Sí, ma chère– dijo el viejo conde volviéndose hacia la visitante y señalando a su hijo Nikolái. —Su amigo Borís ha sido promovido a oficial y, por amistad, no quiere ser menos que él. Abandona la Universidad, deja solo a este viejo y se va al ejército, ma chère. Y eso cuando su nombramiento para la Dirección de los archivos ya estaba ultimado. ¿No es eso amistad? preguntó el conde.

–Se dice que ya ha sido declarada la guerra– comentó la dama.

–Sí, eso se dice desde hace tiempo– replicó el conde, —se dice, se dice, y después las cosas quedan siempre igual. Ma chère; eso sí que es amistad– repitió. —Va a ser húsar.

La visitante, no sabiendo qué decir, asintió con la cabeza.

–No lo hago por amistad– exclamó Nikolái poniéndose colorado y defendiéndose como si fuese objeto de una vergonzosa calumnia. —No es por amistad; lo hago porque siento vocación por el servicio de las armas.

Se volvió hacia su prima y la hija de la visitante; ambas lo miraban con una sonrisa de aprobación.

–Hoy come con nosotros Schubert, el coronel del regimiento de húsares de Pavlograd. Estaba aquí con permiso y se lo lleva consigo. ¿Qué puedo hacer?– dijo el conde encogiéndose de hombros y tomando a broma algo que le ocasionaba verdadero dolor.

–Ya le he dicho, papá– replicó el hijo, —que si no me da permiso me quedaré. Pero sé que no valgo para otra cosa que el servicio militar. No soy ni diplomático ni funcionario. Soy incapaz de ocultar mis sentimientos– añadió mirando a Sonia y a la otra señorita con la coquetería de quien se sabe joven y apuesto.

La gatita, clavados en él sus ojos, parecía presta a poner en juego, en cualquier instante, toda su naturaleza felina.

–Ea, está bien– dijo el viejo conde. —En seguida se acalora... Ese Bonaparte trae perturbados a todos; todos piensan en cómo llegó de subteniente a Emperador. En fin, Dios quiera...– añadió, sin advertir la sonrisa burlona de la visitante.

Los mayores se pusieron a hablar de Bonaparte. Julie, la hija de madame Karáguina, se volvió hacia el joven Rostov.

–Lástima que no estuviera el jueves en casa de los Arjárov; ¡me aburrí sin usted!– añadió sonriendo con ternura.

El joven, halagado, se acercó a Julie con una seductora sonrisa juvenil y entabló un diálogo con ella, también sonriente, sin reparar en que estaba hiriendo con el cuchillo de los celos el corazón de Sonia, quien había enrojecido sin abandonar su propia sonrisa fingida. Pero, a mitad de la conversación, volvió los ojos hacia ella. Sonia le lanzó una mirada rabiosa y apasionada y, reprimiendo con dificultad las lágrimas, siempre con esa forzada sonrisa, se levantó y abandonó el salón. Toda la animación de Nikolái desapareció. Esperó la primera pausa en la conversación y, demudado el rostro, salió en busca de Sonia.

–¡Qué verdad es que los secretos de toda esta juventud están cosidos con hilo blanco!– dijo Anna Mijáilovna señalando a Nikolái, que salía en aquel instante. —Cousinage, dangereux voisinage 71– añadió.

–Sí– asintió la condesa, cuando el rayo de sol que había penetrado en la sala con la joven generación hubo desaparecido. —¡Pero cuántos sufrimientos, cuántas inquietudes hay que soportar para sentir ahora la alegría de mirarlos! Y sin embargo, ahora son más los temores que las alegrías; siempre tiene una miedo... Es una edad tan peligrosa para las muchachas y los jóvenes...– añadió, como respondiendo a una pregunta que nadie le hacía, pero que la preocupaba continuamente.

–Todo depende de la educación– dijo la visitante.

–Sí, tiene usted razón. Hasta hoy, gracias a Dios, soy la amiga de mis hijos y gozo de su más completa confianza– respondió la condesa, repitiendo el error de tantos padres que piensan que sus hijos no tienen secretos para ellos. —Sé que siempre seré la primera confidente de mis hijas y que si mi hijo Nikolái, por su impetuoso temperamento, cometiese alguna travesura (cosa inevitable en un joven), no sería como la de esos señores de San Petersburgo.

–¡Ah, sí! ¡Son buenos chicos, buenos chicos!– repitió el conde, que resolvía siempre las cuestiones más complicadas encontrándolo todo bueno. —Ya lo ve: quiere ser húsar. ¿Que le vamos a hacer, ma chère?—¡Qué deliciosa criatura su pequeña!– dijo la visitante. —¡Es como la pólvora!

–Sí, como la pólvora– repitió el conde. —Se parece a mí. ¡Y qué voz tiene! Aunque se trata de mi hija, diré la verdad, será una cantante, una nueva Salomoni. Tenemos un profesor italiano que le da clase.

–Pero ¿no es demasiado pronto? Dicen que es malo para la voz estudiar ya a esa edad.

–¡Oh, no, no lo es!– respondió el conde. —Nuestras madres se casaban a los doce o trece años.

–Ahora está enamorada de Borís. ¿Qué les parece?– dijo la condesa, sonriendo dulcemente y mirando a la madre de Borís. Después, como respondiendo al pensamiento que la preocupaba siempre, prosiguió: —Ya ven, si la tuviese sujeta, si la frenase... Dios sabe qué cosas haría a escondidas– la condesa daba a entender que se besarían. —Así estoy al corriente de cada palabra suya. Ella misma viene a mi alcoba por la noche y me lo cuenta. La mimo tal vez, pero creo que así es mejor. A la mayor la he tratado con más severidad.

–Desde luego; a mí me han educado de manera muy distinta– intervino sonriente la hija mayor, la hermosa condesa Vera.

Pero, al contrario de lo que suele ocurrir, la sonrisa no embellecía el rostro de Vera, parecía poco natural y por eso desagradable.

Vera, la mayor, era hermosa, lista, fue buena alumna y estaba bien educada; su voz resultaba agradable, cuanto decía era sensato y oportuno. Pero, cosa extraña, ambas, la visitante y la condesa, la miraron como asombradas de que hubiera hablado de esa forma y se sintieron violentas.

–Siempre es así con los hijos mayores; queremos hacer de ellos algo extraordinario– dijo madame Karáguina.

–¿Por qué ocultarlo, ma chère? La condesa se pasaba con Vera– dijo el conde. —Pero, bueno, a pesar de ello, es una muchacha excelente– añadió guiñando el ojo hacia Vera en signo de aprobación.

Los visitantes se levantaron y se despidieron, prometiendo volver para la comida.

–¡Vaya maneras! ¡Creí que no se iban nunca!– comentó la condesa, después de haberlas acompañado.

X

Cuando Natasha salió corriendo del salón, llegó sólo hasta el invernadero. Se detuvo allí escuchando las conversaciones y esperando a Borís. Comenzaba ya a impacientarse, golpeó el suelo con el pie a punto de llorar porque no venía pronto, cuando oyó los pasos del joven, ni lentos ni rápidos, sino comedidos. Natasha se escondió rápidamente tras los maceteros.

Borís se detuvo en medio del invernadero, echó una mirada en torno, sacudió una mota de la manga de su uniforme, se acercó al espejo y quedó mirando su rostro. Natasha lo contemplaba sin moverse de su escondite, espiando lo que iba a hacer. Borís permaneció un rato ante el espejo, sonrió y se dirigió a la puerta de salida. Natasha quiso llamarlo, pero se arrepintió. “Que me busque", se dijo.

Apenas hubo salido Borís, por la otra puerta apareció Sonia, muy sofocada murmurando entre lágrimas palabras iracundas. Natasha reprimió su primer impulso de dirigirse a ella y permaneció en su atalaya, mirando, como si un gorro mágico la hiciera invisible, lo que sucedía. Experimentaba un placer nuevo y especial. Sonia murmuraba algo, con la mirada vuelta hacia la puerta del salón.

En el umbral apareció Nikolái.

–¿Qué te ocurre, Sonia? ¿Es posible esto?– dijo, corriendo hacia ella.

–¡Nada, nada, déjeme!– Sonia rompió en sollozos.

–No: ya sé de qué se trata.

–Pues si lo sabe, magnífico, vaya con ella.

–¡Sonia, una palabra! ¿Es posible que los dos suframos por una tontería?– dijo Nikolái, tomándole la mano. Sonia no la retiró y dejó de llorar.

Natasha, sin moverse y casi sin respirar, miraba desde su escondite con ojos brillantes. “¿Qué pasará ahora?”, pensaba.

–Sonia, nada del mundo me importa: tú lo eres todo para mí– decía Nikolái. —Te lo probaré.

–No me gusta que hables así.

–Bien, no lo haré más. Perdóname, Sonia.

La atrajo hacia sí y la besó.

“¡Ah, qué bien!”, pensó Natasha. Y cuando Sonia y Nikolái salieron del invernadero, los siguió y llamó a Borís.

–Borís, venga aquí– dijo, con aire de importancia y malicia. —Tengo que decirle una cosa. Aquí, aquí.

Lo condujo al invernadero, al mismo sitio entre los maceteros tras los cuales estuvo escondida. Borís la seguía sonriente.

–¿De qué cosase trata?– preguntó.

Ella se azoró; miró en derredor, y reparando en su muñeca, tirada en un macetero, la tomó en sus manos.

–Bésela– dijo.

Borís, con ojos atentos y cariñosos, miró el rostro animado de la muchacha y no respondió.

–¿No quiere? Entonces, venga aquí– y adentrándose entre las flores, tiró la muñeca. —Más cerca, más cerca– susurraba. Apresó al oficial por el revés de las mangas; en su rostro arrebolado se leía la solemnidad y el temor. —Y a mí... ¿quiere besarme?– murmuró con voz muy queda, mirándolo de reojo, sonriendo y a punto de llorar por la emoción.

Borís enrojeció.

–¡Qué ocurrencia!– dijo, inclinándose hacia ella y ruborizándose todavía más, sin moverse, esperando.

Ella saltó sobre un macetero, de tal manera que se encontró más alta que el joven, y, rodeándolo con los brazos delgados y desnudos, con un movimiento de cabeza echó hacia atrás los cabellos y lo besó en los labios.

Se deslizó después entre los maceteros, hacia la otra parte de las plantas, y, bajando la cabeza, se detuvo.

–Natasha– dijo Borís, —usted sabe que la amo, pero...

–¿Está enamorado de mí?– lo interrumpió ella.

–Sí, estoy enamorado... pero, le suplico... no volvamos a hacer lo que hemos hecho... Esperemos cuatro años... Entonces pediré su mano.

Natasha reflexionó.

–Trece, catorce, quince, dieciséis...– dijo, contando con los afilados deditos. —¡Bien! ¿Decidido?

Y una sonrisa de alegría y tranquilidad iluminó su animado rostro.

–Decidido– dijo Borís.

–¿Para siempre?– añadió. —¿Hasta la muerte?

Y tomándolo del brazo, con el rostro resplandeciente de felicidad, salió lentamente hacia la sala de los divanes.

XI

La condesa estaba tan cansada de las visitas que dio orden de no recibir a nadie más, y el portero fue encargado de invitar a comer a cuantos viniesen a felicitarla.

Deseaba la condesa conversar a solas con su amiga de la infancia, la princesa Anna Mijáilovna, a la que no había vuelto a ver desde que ésta volviera de San Petersburgo. Anna Mijáilovna, con su rostro atractivo, ajado por las lágrimas, se acercó más al sillón de la condesa.

–Seré completamente sincera contigo– dijo Anna Mijáilovna; —ya no nos quedan muchos amigos viejos... por eso estimo tanto tu amistad.

Anna Mijáilovna miró a Vera y se detuvo. La condesa estrechó la mano de su amiga.

–Vera– dijo, volviéndose a su hija mayor, que no era, evidentemente, la preferida, —no os dais cuenta de nada, ¿no ves que estás de más aquí? Vete con tus hermanas o...

La hermosa Vera sonrió desdeñosamente, pero no pareció ofendida.

–Si me lo hubiera dicho antes, maman, me habría ido– y se dirigió hacia su cuarto.

Pero al atravesar el salón de los divanes vio cerca de cada ventana a dos parejas simétricamente sentadas. Se detuvo y sonrió con desprecio. Sonia estaba muy cerca de Nikolái, que copiaba para ella unos versos, los primeros que componía. Borís y Natasha sentados cerca de la otra ventana callaron al entrar Vera: Sonia y Natasha la miraron con caras culpables y felices.

Era conmovedor y divertido contemplar a esas chiquillas enamoradas, pero su vista no agradó a Vera.

–¿Cuántas veces os he pedido que no toquéis lo que es mío?– dijo. —Ya tenéis vuestras habitaciones.

Y cogió el tintero del que se servía Nikolái.

–Un momento, un momento– dijo él, mojando la pluma.

–No sabéis hacer nada a derechas– continuó Vera. —Hace poco entrasteis en el salón de tal manera que todos se avergonzaron de veras.

Aunque lo que decía era justo (o tal vez porque lo era) ninguno replicó, y los cuatro se miraron. Vera se detuvo en la habitación con el tintero en la mano.

–¿Qué secretos puede haber a vuestra edad entre Natasha y Borís y entre vosotros? Todo eso son tonterías.

–Pero ¿a ti qué te importa, Vera?– dijo Natasha con voz dulce como intercediendo.

Aquel día se sentía más bondadosa y cariñosa con todos que nunca.

–Es una gran tontería– repitió Vera, —me avergüenzo de vosotros. ¡Qué secretos ni que...!

–Cada uno tiene sus secretos, nosotros no nos metemos contigo y con Berg– respondió acaloradamente Natasha.

–Creo que me dejáis tranquila porque en mis actos no puede haber nunca nada malo. Le diré a mamá cómo te portas con Borís.

–Natalia Ilínishna se porta muy bien conmigo– intervino Borís, —no puedo quejarme.

–Déjelo, Borís. Es usted tan diplomático...– (la palabra diplomáticoestaba muy en boga entre los muchachos, que le daban un particular sentido). —Hasta resulta aburrido– dijo Natasha, con voz temblorosa y resentida, —¿por qué no me dejará tranquila? Tú no lo comprenderás nunca– prosiguió volviéndose a Vera —porque nunca has amado a nadie. No tienes corazón, no eres más que una Madame de Genlis(este apodo, que consideraban muy ofensivo, se lo había puesto Nikolái) y tu mayor placer es fastidiar a los demás. Coquetea con Berg cuanto quieras– concluyó rápidamente.

–Seguro que yo no corro detrás de un joven cuando hay visitas...

–¡Vaya, ya has conseguido lo que te proponías!– intervino Nikolái. —Has dicho muchas cosas desagradables y nos has disgustado a todos. Vámonos al cuarto de los niños.

Los cuatro, como una bandada de pájaros asustados, se levantaron y salieron de la estancia.

–Es a mí a quien han dicho cosas desagradables; pero yo no dije nada a ninguno– concluyó Vera.

—¡Madame de Genlis! ¡Madame de Genlis!– gritaron los cuatro riendo tras la puerta.

La hermosa Vera, que a todos producía la misma fastidiosa impresión, sonrió sin parecer ofendida por nada de cuanto le habían dicho. Se acercó al espejo, se arregló el chal y los cabellos. La vista de su bello rostro la tornó aún más fría y más tranquila.

La conversación proseguía en el salón.

–Ah, chère– decía la condesa, —tampoco en mi vida es todo color de rosa... ¿Acaso no veo que du train que nous allons 72nuestra fortuna no podrá durar mucho? La culpa de todo la tienen el club y su tolerancia. ¿Acaso vivimos y descansamos cuando salimos al campo? Teatros, cacerías y Dios sabe qué otras cosas. Pero no hablemos de mí. Dime, ¿cómo lo has conseguido? Con frecuencia me asombro, Annette, de que a tu edad vayas sola en un coche de Moscú a San Petersburgo y de que visites a todos los ministros, a todos los personajes; sabes tratar a todos. Dime, ¿cómo lo has conseguido? Yo nada de eso podría hacer.

–¡Ay, amiga mía!– respondió la princesa Anna Mijáilovna. —Dios no quiera que llegues a saber lo duro que es quedarse viuda, sin apoyo, con un hijo al que amas con verdadera pasión. Se aprende de todo– continuó con cierto orgullo. —El pleito me enseñó. Si tengo que ver a algún personaje, escribo un billete: Princesse une telle 73desea ver a fulano, y yo misma en coche de alquiler voy dos, tres, cuatro veces, hasta que logro lo que necesito. Poco me importa lo que puedan pensar de mí.

–Pero ¿cómo lo has hecho? ¿A quién has hablado de Borís?– preguntó la condesa. —Ya ves, tu hijo es oficial de la Guardia, mientras Nikolái no pasa de cadete. No hay quien se encargue de gestionarlo. ¿A quién se lo has pedido?

–Al príncipe Vasili. Estuvo muy amable. Accedió sin hacerse rogar y lo recomendó al Emperador– dijo con entusiasmo la princesa Anna Mijáilovna, sin recordar nada de las humillaciones que había tenido que sufrir para alcanzar su propósito.

–¿Ha envejecido el príncipe Vasili?– preguntó la condesa. —No lo he visto desde las funciones de teatro que dimos en casa de los Rumiántsev. Supongo que se habrá olvidado de mí. Il me faisait la cour 74– recordó la condesa sonriendo.

–Sigue siendo el mismo– replicó Anna Mijáilovna. —Amable, obsequioso. Les grandeurs ne lui ont pas tourné la tête du tout 75. “Siento no poder hacer más por usted, querida princesa; mande usted”, me dijo. Sí, es un hombre excelente, un buen pariente. Tú, Nathalie, conoces el amor que siento por mi hijo. No sé qué haría por su felicidad. Pero mis asuntos van tan mal– continuó Anna Mijáilovna con tristeza, bajando la voz, —tan mal, que me hallo en una situación verdaderamente terrible. Mi desgraciado pleito consume todo lo que tengo, y no avanza. Puedes creerme, pero à la lettre, no tengo ni diez kopeks y ni sé con qué voy a pagar el equipo de Borís– sacó el pañuelo y rompió a llorar. —Necesito quinientos rublos y sólo tengo un billete de veinticinco: en esa situación me encuentro... Ahora, mi única esperanza es el conde Kiril Vladimírovich Bezújov. Si no quiere ayudar a su ahijado (es padrino de Borís) y asignarle alguna suma, todos mis afanes habrán sido en vano. No podré hacerle el equipo.

La condesa vertió unas lágrimas y reflexionó en silencio.

–Con frecuencia pienso, y puede ser un pecado– continuó Anna Mijáilovna, —pero pienso siempre que el conde Kiril Vladimírovich Bezújov vive solo... con tan inmensa fortuna... ¿Para qué vive? Para él la vida es penosa, y en cambio, para Borís, la vida está empezando.

–Es muy probable que deje algo para Borís– dijo la condesa.

–Dios lo sabe, chère amie. ¡Estos grandes señores son tan egoístas! Mas, a pesar de todo, voy a ir a su casa con Borís y le diré francamente cómo están las cosas. Que piensen de mí lo que quieran, me es indiferente cuando está en juego el porvenir de mi hijo– la princesa se puso en pie. —Son las dos y vosotros coméis a las cuatro, tendré tiempo de ir.

Y con los modales de una práctica dama de San Petersburgo que sabe aprovechar el tiempo, Anna Mijáilovna mandó buscar a su hijo y salió con él a la antesala.

–Adiós, querida– dijo a la condesa, que la acompañaba hasta la puerta. —Deséame éxito– añadió a media voz para que no la oyese su hijo.

–¿Va a casa del conde Kiril Vladimírovich Bezújov, ma chère?– preguntó el conde, que salía del comedor. —Si se encuentra mejor, diga a Pierre que lo invito a comer. Me visitaba a veces y bailaba con las niñas. No se olvide de invitarlo, ma chère. Bien, vamos a ver cómo se luce Tarás hoy. Dice que en la casa del conde Orlov no hubo nunca una comida semejante a la que vamos a tener nosotros.

XII

—Mon cher Borís– dijo la princesa Anna Mijáilovna cuando el coche de la condesa Rostova que los conducía hubo cruzado la calle cubierta de paja y entraba en el amplio patio del conde Kiril Vladimírovich Bezújov, —mon cher Borís– repitió la madre, sacando la mano del gastado abrigo y poniéndola con tímido y cariñoso gesto en el brazo del hijo, —sé afectuoso y atento; el conde Kiril Vladimírovich es tu padrino y de él depende tu porvenir. No lo olvides, mon cher, sé todo lo amable que puedas, como tú sabes serlo...

–Si supiera que iba a resultar algo más que una humillación...– respondió el hijo fríamente. —Pero he prometido hacerlo y lo haré por usted.

Aunque había una carroza detenida frente a la escalinata, el portero examinó de pies a cabeza a la madre y al hijo (que sin hacerse anunciar entraban directamente en el vestíbulo de vidrieras, entre dos hileras de estatuas colocadas en sus nichos) y viendo el viejo abrigo de Anna Mijáilovna les preguntó a quién deseaban ver: si a las condesas o al conde. Al responderle ellos que al conde, informó que Su Excelencia estaba peor y no recibía a nadie.

–Podemos irnos– dijo Borís en francés.

–Mon cher– replicó la madre con voz suplicante, tocando de nuevo la mano de su hijo, como si sólo con el contacto pudiese calmarlo o animarlo.

Borís calló y, sin quitarse el abrigo, miró a su madre con gesto interrogativo.

–Amigo– prosiguió Anna con voz muy tierna, volviéndose al portero, —sé que el conde Kiril Vladimírovich está muy enfermo... por eso he venido... Soy pariente suya y no molestaré, amigo..., pero necesito ver al príncipe Vasili Serguéievich; está alojado aquí. Anúnciame, por favor.

El portero malhumorado tiró de la campanilla y se apartó.

–La princesa Drubetskaia para el príncipe Vasili Serguéievich– gritó al criado vestido de frac, medias y zapatos de hebilla, que acudió al rellano superior y miraba desde lo alto de la escalera.

La madre compuso lo mejor que pudo los pliegues de su vestido de seda teñida, se miró en el gran espejo de Venecia colgado en la pared y, animosamente, con sus desgastados zapatos, avanzó por la alfombra de la escalera.

–Mon cher, vous m’avez promis... 76– dijo de nuevo a su hijo, tocándolo en el brazo.

Borís la seguía dócilmente, con los ojos bajos.

Entraron en la sala, una de cuyas puertas conducía a las habitaciones destinadas al príncipe Vasili.

Cuando madre e hijo, llegados al centro de la estancia, iban a preguntar el camino al viejo criado que se había puesto en pie al verlos entrar, giró la manilla de bronce de una de las puertas y el príncipe Vasili, ataviado en plan casero con una chaqueta de terciopelo y una sola condecoración, salió acompañando a un señor bien parecido, de cabellos negros. Era Lorrain, el célebre médico de San Petersburgo.


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