Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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No era nueva en él la convicción de que en todos los confines del mundo, desde África hasta las estepas de Moscovia, su presencia despertaba en los hombres el mismo entusiasmo, lanzándolos a la locura, al olvido de sí mismos. Pidió un caballo y se fue a su campamento.
Unos cuarenta ulanos perecieron en el paso del río a pesar de las barcas enviadas en su auxilio. La mayoría regresó a la otra orilla. El coronel y algunos otros cruzaron el río y salieron con dificultad; y nada más pisar tierra, chorreando agua, repitieron sus vivas, mirando con entusiasmo el lugar donde antes estuviera el Emperador y considerándose felices en aquel momento.
Aquella noche Napoleón, entre dos órdenes —una para que se activara el envío de falsos billetes de banco rusos, que debían ser introducidos en Rusia, y otra disponiendo el fusilamiento de un sajón a quien se le había encontrado una carta con datos sobre las posiciones del ejército francés—, mandó que se inscribiera en la Legión de Honor, de la que él era el jefe, al coronel polaco que, sin necesidad alguna, se había lanzado al Vístula.
Quos vult perdere dementat. 341
III
Entretanto, el Emperador de Rusia llevaba más de un mes viviendo en Vilna, presenciando revistas y maniobras militares. Nada estaba dispuesto para una guerra que todos esperaban y para cuya preparación había llegado Alejandro desde San Petersburgo. No había plan general de campaña y las vacilaciones en cuanto a su elección, entre los proyectos presentados, se habían intensificado desde la llegada del Emperador al Cuartel General. Cada uno de los tres ejércitos tenía un comandante en jefe; pero no existía un jefe que mandara los tres; y el Emperador no quería hacerse cargo del mando.
Cuanto más tiempo pasaba Alejandro en Vilna, menores eran los preparativos para una guerra que ya se cansaban de esperar. Todas las aspiraciones de quienes rodeaban al Emperador se reducían, al parecer, a proporcionarle una estancia agradable y hacerle olvidar la guerra que se avecinaba.
Después de numerosos bailes y fiestas en las mansiones de los magnates polacos, de los palaciegos y del mismo Alejandro, en junio, uno de los edecanes polacos del Emperador tuvo la idea de ofrecer al Soberano un banquete y un baile en nombre de los generales ayudantes de campo. Todos acogieron con júbilo la sugerencia; el Emperador dio su conformidad. Y los ayudantes de campo comenzaron a recoger dinero para la fiesta.
Escogieron a la dama que pudiera ser la preferida del Emperador, para que hiciera los honores; el conde Bennigsen, que tenía grandes propiedades en la provincia de Vilna, ofreció su casa de campo en Zakrest, en las afueras de la ciudad. El baile, el banquete, el paseo en barca por el río y los fuegos de artificio tendrían lugar el 13 de junio, en la finca del conde.
El mismo día en que Napoleón daba orden de cruzar el Niemen y sus tropas de vanguardia, desplazando a los cosacos, penetraban en territorio ruso, Alejandro asistía en el palacio de Bennigsen a la fiesta que le ofrecían sus generales ayudantes de campo.
La fiesta resultaba brillante y alegre. Los entendidos en la materia aseguraban que muy pocas veces habían visto reunidas tantas y tan bellas damas en un mismo lugar. La condesa Bezújov se hallaba presente, entre otras damas rusas que habían seguido al Emperador a Vilna, y su impresionante belleza, típicamente rusa, eclipsaba a las refinadas damas polacas. El Emperador se fijó en ella y le concedió el honor de un baile.
Borís Drubetskói, en garçon, como él decía, pues había dejado a su mujer en Moscú, estaba en el baile y, aunque no era general ayudante de campo, participó con una fuerte suma en la suscripción para la fiesta. Rico ya en dinero y en honores, no buscaba protección y trataba de igual a igual a los jóvenes de su edad llegados a las máximas alturas.
Eran las doce de la noche y continuaba el baile. Elena, que no encontraba pareja digna de ella, propuso a Borís una mazurka. Formaban la tercera pareja. Borís miraba indiferente los desnudos hombros de Elena, que emergían espléndidos entre el oscuro vestido de tul recamado en oro. Hablaba de sus viejas amistades y, al mismo tiempo, sin advertirlo y sin que lo advirtieran los demás, no cesaba ni por un momento de observar al Emperador, que se encontraba en la misma sala. Éste no bailaba; permanecía junto a la puerta y detenía a unos y a otros hablándoles con aquellas palabras cariñosas que sólo él sabía decir.
Al comienzo de la mazurka, Borís notó que el general ayudante de campo Bálashov, una de las personas más próximas al Emperador, se acercaba a él y se detenía, no como acostumbraban los cortesanos, sino muy cerca del Soberano, que en aquellos momentos estaba conversando con una dama polaca. Alejandro fijó una mirada interrogativa en Bálashov y, comprendiendo que procedía así por algún grave motivo, hizo una leve inclinación a la dama y se volvió hacia el general. Desde las primeras palabras de Bálashov, el rostro del Emperador expresó asombro. Tomó al ayudante de campo por el brazo y atravesó con él la sala sin darse cuenta de que la gente se apartaba, dejándoles un amplio espacio a los dos lados. Borís observó también el alterado rostro de Arakchéiev cuando el Emperador pasó delante de él acompañado de Bálashov. Sin dejar de mirar al Soberano, Arakchéiev avanzó, resoplando con su roja nariz, como si esperase la llamada del Emperador. (Borís comprendió que Arakchéiev envidiaba a Bálashov y le disgustaba que una noticia, al parecer importante, llegase al Emperador a través de otro que no fuera él.)
Pero Alejandro pasó con el ayudante de campo sin fijarse en él y ambos salieron por la puerta al jardín iluminado. Arakchéiev, sujetándose el espadín y mirando colérico alrededor, los siguió a una distancia de veinte pasos.
Mientras seguía bailando la mazurka, Borís no cesaba de pensar, intrigado, en cuál podía ser aquella noticia traída por Bálashov y en cómo podía enterarse de ella antes que los demás.
Cuando llegó el momento de elegir a una dama, dijo a Elena que iba en busca de la condesa Potocka, que debía de haber salido al balcón. Se deslizó con paso ligero por el parquet hacia la puerta que daba al jardín y, al ver que el Zar salía de la terraza, dirigiéndose a la puerta, Borís, como si le faltara tiempo para retroceder, se hizo a un lado respetuosamente contra el quicio e inclinó la cabeza.
El Emperador, con la emoción del hombre ofendido personalmente, decía:
–¡Entrar en Rusia sin previa declaración de guerra! No habrá reconciliación mientras quede en mis tierras un solo soldado enemigo.
A Borís le pareció que el Emperador pronunciaba aquellas palabras con satisfacción. Parecía contento por la vigorosa expresión dada a sus ideas, pero le disgustaba que las oyese Borís.
–¡Que nadie lo sepa!– añadió frunciendo el ceño.
Borís comprendió que esas palabras se referían a él y, cerrando los ojos, inclinó levemente la cabeza. El Emperador volvió a la sala y permaneció en el baile cerca de media hora.
Borís supo antes que nadie que las tropas francesas habían pasado el Niemen. Gracias a ello pudo demostrar a ciertos personajes que él sabía lo que permanecía oculto a los demás; y ser más estimado por ellos.
La noticia del paso del Niemen por los franceses llegaba de improviso después de un mes de espera y ¡en pleno baile! En el primer instante, el Emperador, indignado y herido por la ofensa que se le hacía, encontró la frase que había de hacerse célebre, muy de su gusto porque expresaba perfectamente sus sentimientos. Al volver del baile, a las dos de la madrugada, hizo llamar a su secretario Shishkov y le ordenó escribir la orden del día a las tropas y el rescripto al mariscal príncipe Saltikov, exigiendo que se incluyera la frase: "No habrá reconciliación mientras quede en mis tierras un soldado enemigo".
Al día siguiente escribió a Napoleón la siguiente carta:
Monsieur mon frère. Supe ayer que, a pesar de la lealtad con que he cumplido mis compromisos con Vuestra Majestad, sus tropas han atravesado la frontera rusa; y ahora recibo de San Petersburgo una nota en la que el conde Lauristen anuncia, como causa de esta agresión, que Vuestra Majestad se considera en estado de guerra conmigo desde el momento en que el príncipe Kurakin solicitó sus pasaportes. Los motivos por los que el duque de Bassano rechazó semejante petición no me hubieran hecho suponer jamás que ese gesto sirviera de pretexto a la agresión. En efecto, ese embajador, como él mismo ha manifestado, no tenía autorización para dar el paso que dio; y apenas lo supe le hice llegar mi desaprobación y mis órdenes de que permaneciera en su puesto. Si Vuestra Majestad no tiene la intención de derramar la sangre de nuestros pueblos por un equívoco de este género y consiente en retirar sus tropas del territorio ruso, consideraré lo hecho como no ocurrido, y será posible un acuerdo entre nosotros. En el caso contrario, Majestad, me veré obligado a rechazar un ataque que yo no he provocado en manera alguna. Depende aún de Vuestra Majestad el evitar a la humanidad las calamidades de una nueva guerra.
Je suis, etc...
(Fdo.): Alexandre
IV
El 14 de junio, a las dos de la mañana, el Zar hizo llamar a Bálashov y, después de leerle su carta, le ordenó que la entregara personalmente a Napoleón. Alejandro le repitió que no se reconciliaría mientras quedase un enemigo armado en territorio ruso y le ordenó que se lo dijese fielmente a Napoleón. Esas palabras no figuraban en la carta, porque su tacto innato le advertía que no eran oportunas cuando se hacía la última tentativa de reconciliación, pero reiteró a Bálashov la orden de hacerlas conocer al Emperador francés.
Bálashov, acompañado por un cometa y dos cosacos, salió en la noche del 13 al 14 y al amanecer llegó a la aldea de Rikonti, ocupada por las vanguardias francesas, en la orilla del Niemen. Los centinelas de la caballería francesa le dieron el alto.
Un suboficial de húsares, de uniforme azul y gorro de piel, gritó a Bálashov que se detuviera. Éste no le hizo caso, y siguió al paso por el camino.
El suboficial frunció el ceño, masculló una injuria y echó su caballo sobre Bálashov con el sable desenvainado, y en forma grosera preguntó al general ruso si era sordo y si no oía lo que se le decía. Bálashov se dio a conocer y el suboficial mandó a un soldado en busca del oficial.
Sin atender más a Bálashov, el suboficial se puso a charlar con sus compañeros de asuntos del regimiento, sin mirar siquiera al general ruso.
A Bálashov le parecía extraño ver en tierra rusa una actitud hostil y, sobre todo, aquella absoluta falta de respeto hacia él, tan habituado a las altas esferas y a los honores, sobre todo después de su conversación con el Zar hacía tres horas escasas.
El sol asomaba entre las nubes, el aire era fresco y húmedo por el rocío; los rebaños salían de la aldea y las alondras, semejantes a burbujas en el agua, revoloteaban por los campos una tras otra y entonaban su canto.
Bálashov miraba en derredor esperando que el oficial llegase de la aldea. Los cosacos, el corneta y los soldados franceses intercambiaban, de vez en cuando, miradas en silencio.
Un coronel francés de húsares, que evidentemente acababa de saltar de la cama, salió de la aldea en un hermoso caballo gris acompañado por dos húsares. Tanto el oficial como los soldados y los caballos ofrecían un aspecto de bienestar y gallardía.
Eran los primeros días de campaña, cuando las tropas se conservan aún en perfecto estado, casi como en una revista en tiempos de paz, diferenciándose sólo por ciertos detalles bélicos en el uniforme y una moral alegre y jactanciosa que acompaña siempre a los primeros tiempos de una guerra.
El coronel francés contenía a duras penas los bostezos, pero era un hombre cortés y pareció comprender toda la importancia de Bálashov. Lo hizo pasar entre sus patrullas y le informó de que no tardaría en cumplirse su deseo de ver al Emperador, pues creía que su Cuartel General no estaba lejos.
Atravesaron la aldea de Rikonti, ante los centinelas y húsares franceses que saludaban a su coronel y miraban curiosos el uniforme ruso. A dos kilómetros, según el coronel, estaba el jefe de la división, que recibiría a Bálashov y lo conduciría al lugar debido.
El sol se había levantado y brillaba alegremente sobre los verdes campos. Acababan de subir una cuesta y de pasar una venta cuando apareció un grupo de jinetes a cuyo frente cabalgaba, en potro negro de relucientes arreos, un hombre de gran estatura, largos cabellos rizados que le caían hasta los hombros, sombrero con plumas, capa roja y largas piernas tendidas hacia delante, como es costumbre montar entre los franceses. Aquel hombre galopaba al encuentro de Bálashov; las plumas, la pedrería, los galones y entorchados de su uniforme brillaban al claro sol de junio.
Bálashov estaba ya a dos cuerpos de caballo del jinete que venía hacia él con aire solemne y teatral cuando Ulner, el coronel francés, murmuró respetuosamente: “Le roi de Naples”. 342
En efecto, era Murat, ahora rey de Nápoles; aunque era del todo incomprensible por qué, así lo llamaban; sin embargo, él mismo estaba convencido de serlo; por eso adoptaba ahora un aire solemne y majestuoso que antes no tenía. Tan persuadido estaba de ser rey que la víspera de su partida de Nápoles, mientras paseaba con su esposa por las calles de aquella ciudad, al ver que algunos italianos gritaban “Viva il re!”, 343se volvió con una triste sonrisa a su mujer y dijo: “Les malheureux, ils ne savent pas que je les quitte demain!”. 344
A pesar de su convicción de ser rey de Nápoles y de lamentar la tristeza de los súbditos a quienes abandonaba, cuando le ordenaron reincorporarse al servicio y, sobre todo, después de su entrevista con Napoleón en Dantzig, cuando su augusto cuñado le dijo: “Je vous ai fait roi pour régner a ma manière, mais pas a la vôtre” 345, volvió alegremente a la carrera que le era tan familiar y, como un caballo bien alimentado pero no gordo, sintiéndose firmemente uncido y vestido de la manera más llamativa y costosa, se lanzó alegre y satisfecho por los caminos de Polonia, sin saber a dónde ni a qué iba.
Al ver al general ruso, con un movimiento solemne, propio de reyes, echó hacia atrás su cabeza, enmarcada por largos cabellos rizados, y miró interrogante al coronel francés. Éste comunicó respetuosamente a Su Majestad los títulos de Bálashov, cuyo nombre le fue imposible pronunciar.
–De Bal-machève– exclamó el Rey, solucionando decididamente la dificultad del coronel. —Charmé de faire votre connaissance, général 346– añadió con un gesto de gracia real.
Pero en cuanto se puso a hablar en voz alta y con rapidez, toda su dignidad real lo abandonó como de improviso, y, sin notarlo, pasó al tono que le era propio, de bonachona familiaridad. Puso la mano en las crines del caballo de Bálashov.
–Eh bien, général, tout est à la guerre, à ce qu'il paraît 347– dijo, como lamentando una circunstancia que no podía juzgar.
–Sire, l'Empereur mon maître ne désire point la guerre, comme Votre Majesté le voit 348– respondió Bálashov, declinando el Majestéen todos los casos con la afectación inevitable de cuando se pronuncia un título nuevo aun para quien lo lleva.
El rostro de Murat resplandeció de infantil placer escuchando a monsieur de Balachoff. Pero, como royauté oblige, 349sentía la necesidad de hablar con el embajador de Alejandro sobre cuestiones de Estado, como rey y aliado. Echó pie a tierra y, tomando a Bálashov por el brazo, se apartó unos pasos del séquito, que aguardaba con respeto. Paseando, Murat hablaba tratando de dar importancia a sus palabras. Recordó que el emperador Napoleón se había ofendido cuando se le exigió que se retirasen las tropas de Prusia, sobre todo porque esa exigencia se había hecho pública, cosa que hería la dignidad de Francia. Bálashov repuso que aquella exigencia no tenía nada ofensivo, porque...
Murat lo interrumpió:
–Entonces, ¿cree que no es el emperador Alejandro el que ha provocado esto?– preguntó de pronto con una sonrisa bonachona y estúpida.
Bálashov explicó por qué creía que el iniciador de la guerra era Napoleón.
–Eh! mon cher général– lo interrumpió Murat, je désire de tout mon coeur que les Empereurs s'arrangent entre eux et que la guerre commencée malgré moi se termine le plus tôt possible 350– dijo Murat con ese tono propio de los criados que quieren seguir siendo amigos a pesar de las disputas de sus amos.
Y comenzó a preguntar por el gran duque y su salud, recordando los tiempos alegres y felices que había pasado con él en Nápoles. Después, de modo inesperado, como acordándose de nuevo de su dignidad real, Murat se irguió con solemnidad, tomó la postura que había ostentado durante su coronación y, agitando la mano derecha, dijo:
–Je ne vous retiens plus, général; je souhaite le succès de votre mission. 351
Y dejando flotar en el aire su bordada capa roja y sus plumas y luciendo sus joyas, se unió al séquito que lo esperaba respetuosamente.
Bálashov siguió adelante, persuadido, según las palabras de Murat, de que lo conducirían en seguida ante Napoleón. Pero no ocurrió así: los centinelas del cuerpo de infantería de Davout lo detuvieron de nuevo a la entrada de la próxima aldea y un ayudante del jefe del cuerpo, llamado al efecto, lo condujo a la aldea donde estaba el mariscal Davout.
V
Davout era el Arakchéiev del emperador Napoleón, un Arakchéiev no cobarde, buen cumplidor y cruel como el otro, que sólo de ese modo sabía poner de manifiesto su lealtad al Emperador.
Semejantes hombres son necesarios en el organismo estatal como lo son los lobos en el organismo de la naturaleza; existen siempre, siempre aparecen y se mantienen a pesar de la anomalía que supone su presencia y su proximidad al jefe del Estado. Sólo esa necesidad puede explicar que un Arakchéiev, hombre nada cortesano, grosero e ignorante, cruel hasta el punto de arrancarle personalmente los bigotes a los granaderos y que por debilidad de sus nervios era incapaz de soportar el menor peligro, lograra tamaña influencia sobre Alejandro, caballeroso, noble y sensible.
Bálashov encontró al mariscal Davout en el cobertizo de una isba campesina, sentado en un pequeño barril, comprobando unas cuentas. A su lado, de pie, había un ayudante de campo. Indudablemente, podía haber encontrado mejor alojamiento, pero el mariscal Davout era uno de esos hombres que, a propósito, procuraban vivir en las peores condiciones para conservar el derecho a ser sombríos; idéntico motivo los mantiene siempre presurosos y ocupados. "¿Cómo voy a pensar en las cosas agradables de la vida cuando trabajo, ya lo ve, en un cobertizo sucio, sentado en un barril?", parecía decir la expresión de su rostro. El mayor placer y la única necesidad de ese tipo de hombres, cuando se enfrentan con alguien de vida animada, consiste en echarle en cara su propia actividad sobria y perseverante. Davout se proporcionó este placer cuando se presentó Bálashov. Se enfrascó aún más en su trabajo y miró a través de sus lentes el rostro del general ruso, animado por la excelente mañana y la conversación con Murat; no se levantó ni hizo siquiera el menor movimiento; frunció aún más duramente el ceño y sonrió agriamente.
Al observar en el rostro de Bálashov la desagradable impresión que aquella acogida le producía, levantó la cabeza y preguntó con frialdad qué deseaba.
Bálashov, suponiendo que tal recibimiento se debía tan sólo a que ignoraba su calidad de general ayudante de campo del emperador Alejandro y aun de representante suyo ante Napoleón, se apresuró a informarlo de quién era. Pero contrariamente a lo que esperaba, Davout se manifestó aún más hosco y grosero después de haberlo escuchado.
–¿Dónde está el pliego?– dijo. —Donnez-le-moi, je l'enverrai à l'Empereur. 352
Bálashov contestó que tenía órdenes de entregarlo personalmente al Emperador.
–Las órdenes de su Emperador se cumplen en su ejército; aquí debe hacer lo que se le diga– dijo Davout.
Y, para dar a entender mejor al general ruso que estaba a merced de la fuerza bruta, Davout envió al ayudante en busca del oficial de servicio.
Bálashov sacó el pliego que contenía el mensaje imperial y lo puso sobre la mesa (que no era más que el batiente de una puerta, todavía con sus bisagras, apoyado sobre dos barriles). Davout tomó el pliego y leyó la dirección.
–Es usted muy dueño de concederme o no los respetos que se me deben– dijo Bálashov, —pero me permito recordarle que tengo el honor de ser general ayudante de campo de Su Majestad...
Davout lo miró en silencio y sintió un visible placer ante la inquietud y confusión que reflejaba el rostro del general ruso.
–Se lo tratará como se merece– dijo, y guardándose la carta en el bolsillo salió del cobertizo.
Unos minutos después, el ayudante de campo del mariscal, señor de Castres, condujo a Bálashov al alojamiento que se le había preparado.
Bálashov comió aquel día con el mariscal en el cobertizo, utilizando por mesa la puerta sobre dos barriles.
A la mañana siguiente Davout se marchó muy temprano, no sin antes llamar a Bálashov y decirle con aire significativo que le rogaba permanecer allí y, en el caso de recibir la orden de moverse, hacerlo con los convoyes; le dijo también que no podía hablar con nadie a excepción del señor de Castres.
Después de cuatro días de aburrimiento y soledad, consciente de no ser dueño de sus actos y de su propia insignificancia, tanto más sensible después del ambiente de poder al que estaba habituado a moverse hacía tan poco, Bálashov regresó a Vilna tras varias etapas de marcha con los convoyes del mariscal, entre tropas francesas que ocupaban todo aquel territorio. Bálashov entró en Vilna, ahora en poder de los franceses, por la misma puerta por la cual había salido cuatro días antes.
Al día siguiente, el chambelán imperial, monsieur de Tourenne, se presentó a Bálashov y le comunicó el deseo del emperador Napoleón de concederle el honor de una audiencia.
Cuatro días antes, frente a la misma casa a la que ahora lo habían conducido, montaban guardia los centinelas del regimiento Preobrazhenski; ahora, en cambio, dos granaderos franceses, con uniforme azul y gorro afelpado, una escolta de húsares y ulanos y un brillante séquito de ayudantes de campo, pajes y generales aguardaban la salida de Napoleón; en el centro del grupo se destacaba un caballo ensillado, cuyas riendas tenía el mameluco Roustan. Napoleón recibía en Vilna a Bálashov en la misma casa desde la cual lo había enviado cuatro días antes el emperador Alejandro.
VI
Aunque Bálashov estaba acostumbrado a la magnificencia de la Corte rusa, el lujo fastuoso de la de Napoleón lo sorprendió y asombró.
El conde de Tourenne lo introdujo en la gran sala de espera, donde aguardaban numerosos generales, chambelanes y magnates polacos, a muchos de los cuales Bálashov había visto en la Corte del emperador Alejandro. Duroc anunció que Napoleón recibiría al general ruso antes del paseo.
Tras algunos minutos de espera, el chambelán de servicio apareció en la gran sala y saludó respetuosamente a Bálashov, invitándolo a seguirlo.
Bálashov entró en un saloncito, una de cuyas puertas comunicaba con el gabinete de trabajo donde Alejandro le había confiado su misión cerca de Napoleón. Bálashov esperó un par de minutos, se oyeron unos rápidos pasos y las dos hojas de la puerta se abrieron; todo quedó en silencio y se acercaron otros pasos, firmes y enérgicos. Era Napoleón, que había acabado su toilettematinal para montar a caballo. Una casaca azul se abría encima de un chaleco que descendía sobre su vientre redondo; calzones blancos ceñían los muslos de sus cortas piernas, calzadas con botas de montar. Al parecer, acababan de peinar sus cortos cabellos, pero un mechón caía en el centro de su frente espaciosa. El cuello blanco y carnoso se destacaba sobre el uniforme negro. Iba perfumado con agua de colonia. Su rostro lleno y juvenil, de barbilla saliente, expresaba una majestuosa benevolencia imperial.
Entró con la cabeza algo echada hacia atrás, acompañando cada paso con un temblor nervioso. Su figura toda, corta y achaparrada, de hombros amplios y gruesos, de vientre y pecho pronunciados, tenía ese aire representativo de los hombres de cuarenta años que viven holgadamente. Se advertía, además, que ese día se encontraba de un humor excelente.
Inclinó la cabeza, en respuesta al profundo y respetuoso saludo de Bálashov, y, acercándose a él, comenzó a hablar como un hombre para quien cada minuto es precioso y no se digna preparar sus discursos, convencido de que dirá siempre bien lo que debe decir.
–Buenos días, general– dijo, —he recibido la carta del emperador Alejandro que usted traía y estoy encantado de verlo.
Fijó sus grandes ojos en el rostro de Bálashov y en seguida desvió la mirada. Era evidente que la persona del general ruso no le interesaba y que sólo lo preocupaba lo que ocurría en su interior. Cuanto ocurría fuera de su persona no tenía para él importancia, puesto que en el mundo, pensaba él, todo dependía de su voluntad.
–No deseo ni he deseado la guerra– prosiguió —pero me han forzado a ella. Aun ahora– y acentuó esta palabra —estoy dispuesto a aceptar todas las explicaciones que pueda usted darme.
Y, comenzó a exponer clara y brevemente las causas de su disgusto con el gobierno ruso. El tono moderado, tranquilo y amistoso con que hablaba el Emperador francés, llevó a Bálashov a la firme convicción de que Napoleón deseaba la paz y estaba dispuesto a iniciar negociaciones.
–Sire, l'Empereur mon maître... 353– comenzó Bálashov, que había preparado su discurso mucho tiempo antes, cuando Napoleón, terminada su exposición, miró interrogativamente al general ruso.
Pero la mirada del Emperador, fija en él, lo turbó. "No se turbe, tranquilícese”, pareció decir Napoleón, mirando con una sonrisa apenas perceptible el uniforme y la espada del embajador.
Bálashov consiguió dominarse y dijo que el emperador Alejandro no consideraba motivo suficiente para la guerra la petición de pasaportes hecha por su embajador; Kurakin había obrado por propia iniciativa, sin el consentimiento de su Soberano; añadió, por último, que el emperador Alejandro no deseaba la guerra y que no mantenía relación alguna con Inglaterra.
—Todavía no– lo interrumpió Napoleón, y, como si temiera dejarse llevar por sus sentimientos, frunció el ceño y movió la cabeza, dando a entender a Bálashov que podía proseguir.
Cuando hubo dicho todo cuanto se le había ordenado, Bálashov añadió que el emperador Alejandro deseaba la paz, pero comenzaría las conversaciones siempre que... Llegado a ese punto, Bálashov titubeó: recordó las palabras que el Emperador no había incluido en la carta, pero que había ordenado introducir en el rescripto enviado a Saltikov; palabras que Bálashov debía transmitir a Napoleón. Las recordaba bien: "mientras permanezca un enemigo armado en territorio ruso”, pero lo contuvo un complejo sentimiento. No podía pronunciar esas palabras, aunque tal era su deseo. Titubeó un instante y dijo: "A condición de que las tropas francesas se retiren al otro lado del Niemen”.
No pasó por alto a Napoleón la turbación del embajador ruso al pronunciar las últimas palabras; se estremeció su rostro y la pantorrilla de su pierna izquierda comenzó a temblar acompasadamente. Sin moverse de su sitio y con voz más enérgica y apresurada que antes, comenzó a hablar. Durante todo este tiempo, Bálashov hubo de bajar varias veces los ojos, atraído, sin darse cuenta, por el temblor de la pantorrilla izquierda de Napoleón, que aumentaba a medida que su voz subía de tono.
–Deseo la paz tanto como el emperador Alejandro– dijo. —¿Es que no hice todo lo posible para conseguirla a lo largo de dieciocho meses? Durante todo ese tiempo he esperado una explicación; y ahora, para empezar las negociaciones, ¿qué es lo que se me pide?– y levantó las cejas e hizo con la pequeña y regordeta mano un gesto enérgico.
–La retirada de las tropas francesas al otro lado del Niemen, Sire– dijo Bálashov.
–¿Al otro lado del Niemen?– repitió Napoleón. —Entonces, ¿quieren que retroceda al otro lado del Niemen, sólo al otro lado?– y miró con fijeza a Bálashov, quien inclinó respetuoso la cabeza.
En vez de pedirle, como cuatro meses antes, la retirada de Pomerania, ahora se le exigía tan sólo el retroceso a la otra orilla del Niemen. Napoleón se volvió rápidamente y comenzó a pasear por la habitación.
–Dice que se me exige retroceder al otro lado del Niemen para comenzar las negociaciones; pero hace dos meses se me pedía que retrocediera al otro lado del Oder y del Vístula, y, sin embargo, ahora consiente en iniciar las conversaciones.
Caminó en silencio de un lado a otro de la estancia y se detuvo de nuevo frente a Bálashov. Su rostro parecía petrificado, con severa expresión, y la pierna izquierda le temblaba aún más de prisa que antes. Napoleón conocía ese temblor de su pierna. La vibration de mon mollet gauche est un grand signe chez moi, 354había de decir posteriormente.
–¡Proposiciones como esas de abandonar el Oder y el Vístula pueden hacerse al príncipe de Baden, pero no a mí!– exclamó casi gritando. —Aunque me diesen San Petersburgo y Moscú, no aceptaría semejante propuesta. Dice usted que yo he comenzado la guerra. ¿Y quién fue el primero en incorporarse al ejército? El emperador Alejandro, y no yo. Me proponen negociaciones cuando he gastado millones, mientras que ustedes se han aliado con Inglaterra y su situación es mala... ¿Qué objetivo tiene su alianza con Inglaterra? ¿Qué les ha dado?– dijo rápidamente, hablando así no para exponer las ventajas de una paz ni para discutir su posibilidad, sino para probar la razón que lo asistía, su fuerza y la sinrazón y los errores de Alejandro.
El exordio tenía por finalidad evidente demostrar la ventaja de su posición, a pesar de lo cual estaba dispuesto a aceptar la iniciación de las conversaciones. Pero ahora había comenzado a hablar, y cuanto más hablaba, más difícil le era regir sus propias palabras.
Lo único que se proponía era, evidentemente, engrandecer su propia persona y ofender a Alejandro: es decir, lo que al comienzo de la entrevista con Bálashov no deseaba en manera alguna.