Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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Petia movía con rapidez la cabeza, mirando tan pronto al muchacho francés como a Denísov, a los cosacos, la aldea llena de enemigos, el camino, tratando de que nada importante se le escapara.
–Venga o no Dólojov, hay que ir por ellos... ¿Eh?– dijo Denísov con los ojos brillantes.
–El sitio es apropiado– confirmó el capitán.
–Mandaremos la infantería por la hondonada, por los pantanos– siguió Denísov; —se arrastrarán hacia el jardín. Usted, con sus cosacos, atacará desde allí– e indicó el bosque que había detrás de la aldea. —Y yo saldré de aquí con mis húsares. Y la señal, un disparo...
–No se podrá ir por la vaguada, el terreno es una marisma y se hundirían los caballos– observó el capitán. —Habrá que ir más a la izquierda.
Mientras hablaban así, a media voz, en la vaguada cerca del estanque sonó un disparo, luego otro, y apareció un humo blanco; se oyeron los gritos unánimes, al parecer alegres, de cientos de gargantas, provenientes de los franceses que estaban en la ladera. Denísov y el capitán se hicieron atrás. Estaban tan cerca que creyeron ser el motivo de los gritos y los disparos. Pero ni los disparos ni los gritos se referían a ellos. Por la parte baja, donde los pantanos, corría un hombre vestido con algo rojo. Era evidente que los tiros y las voces de los franceses iban contra él.
–¡Es nuestro Tijón!– exclamó el capitán.
–Sí, es él.
–¡Menudo bribón!– dijo Denísov.
–¡Escapará!– opinó el capitán de los cosacos, entornando los ojos.
El hombre a quien habían llamado Tijón llegó al riachuelo y se arrojó a él con tal violencia que el agua saltó por todas partes. Desapareció por un instante y después, completamente negro, salió del agua a gatas y se alejó corriendo. Los franceses que se habían lanzado en su persecución se detuvieron.
–¡Es muy diestro!– dijo el capitán.
–¡Es un bruto!– comentó Denísov fastidiado. —¿Qué habrá estado haciendo hasta ahora?
–¿Quién es?– preguntó Petia.
–Un rastrero. Lo mandé en busca de una lengua.
–¡Ah, sí!– dijo Petia; y movió afirmativamente la cabeza a las primeras palabras de Denísov, aunque no había entendido nada de la explicación.
Tijón el Mellado era uno de los hombres más útiles de la partida. Era un mujik de la aldea de Pokróvskoie, cerca de Gzhat. Cuando Denísov llegó a aquel lugar, llamó como siempre al stárostay le preguntó qué noticias tenían de los franceses; el stárostale contestó, como lo hacían todos con la intención de justificarse, que no sabía nada. Pero cuando Denísov le explicó que pretendía atacar a los franceses y volvió a preguntar si habían aparecido por allí merodeadores enemigos, el stárostacontestó que sí, que habían aparecido algunos, pero que, en el lugar, sólo Tijón el Mellado se preocupaba de esas cosas.
Denísov hizo llamar a Tijón, alabó su actuación y le dijo, en presencia del stárosta, algunas palabras sobre la fidelidad al Zar, a la patria y el odio a los franceses que debían sentir los hijos de Rusia.
–Nosotros no hacemos nada malo a los franceses– dijo Tijón, intimidado, al parecer por las palabras de Denísov. —Los chicos y yo nos hemos divertido un poco con ellos. Es verdad que habremos despachado a una veintena de merodeadores, pero, quitando eso, no hicimos mal alguno...
Al día siguiente, cuando Denísov, que ya se había olvidado de aquel mujik, salió de Pokróvskoie, le anunciaron que Tijón deseaba unirse al destacamento y pedía que lo admitieran. Denísov lo llevó consigo.
Al principio Tijón no hacía más que los pesados trabajos de leñador, llevar el agua, desollar los caballos muertos, etcétera; pero no tardó mucho en mostrar su gran habilidad y valimiento para la guerrilla. Por las noches, en busca de presa, siempre volvía con armas y uniformes franceses, y cuando se lo ordenaban capturaba prisioneros. Denísov liberó a Tijón de todos sus trabajos; lo llevaba consigo cuando iba de reconocimiento y lo alistó como cosaco.
A Tijón no le gustaba montar a caballo, iba siempre a pie, sin rezagarse nunca de los jinetes. Sus armas se reducían a un mosquete, que llevaba más bien por broma, una pica y un hacha, de la que se servía como el lobo se sirve de sus dientes, que lo mismo le valen para despulgar su piel que para romper los huesos más duros. De un solo golpe abría en dos un tronco, o bien, cogiendo el hacha por la cabeza, afilaba finas varillas o tallaba cucharas de madera. En la partida de Denísov, Tijón había llegado a ocupar un puesto especialísimo. Cuando era preciso llevar a cabo algo muy peligroso y desagradable —ya fuera empujar con el hombro un carro atascado en el fango, o sacar por el rabo un caballo del cenagal, desollarlo o matarlo, o bien meterse entre los franceses y caminar cincuenta kilómetros en un día—, todos señalaban sonrientes a Tijón .
–Nada puede pasarle a ese diablo, con las fuerzas que tiene– decían de él.
Cierta vez, un francés, a quien Tijón quería hacer prisionero, lo hirió de un pistoletazo en las partes blandas de la espalda. Aquella herida, que Tijón se curó interna y externamente sólo con vodka, fue en toda la partida objeto de jocosas bromas, a las que él se prestaba gustosamente. Los cosacos le decían:
–¿Qué, hermanito, duele, eh? ¿Estás torcido?
Y Tijón, retorciéndose y haciendo muecas, fingía enfado y lanzaba las más divertidas blasfemias contra los franceses. Un solo efecto tuvo la herida en él: raras veces traía prisioneros.
Era el hombre más útil y valeroso de la partida. Nadie había descubierto mejores ocasiones que él para atacar al enemigo, nadie había hecho más prisioneros ni matado a más franceses; por esta causa era el blanco de todas las bromas de cosacos y húsares, cosa que él toleraba con gusto.
Tijón había sido enviado por Denísov a Shámshevo en busca de un prisionero que le sirviera de informador. Pero, fuera porque no se había contentado con capturar a un solo francés, fuera porque se hubiese descuidado de noche, los franceses, según pudo advertir Denísov desde lo alto, lo habían descubierto.
VI
Tras haber conversado un rato con el capitán de cosacos acerca del ataque del día siguiente —ya decidido después de haber visto de cerca al enemigo—, Denísov volvió sobre sus pasos.
–¡Bueno, amigo! Ahora vamos a secarnos– dijo a Petia.
Al llegar junto a la garita del bosque, Denísov se detuvo y miró atentamente en derredor.
Al fondo, entre los árboles, se acercaba a ligeras y grandes zancadas un hombre de largas piernas y brazos, vestido con una chaqueta corta, laptiy gorro de cosaco; llevaba el fusil en bandolera y un hacha a la cintura. Al ver a Denísov, el hombre tiró algo entre las matas, se quitó el gorro mojado y se acercó a su jefe.
Era Tijón.
Su rostro, rugoso y picado de viruela, de ojos pequeños y estrechos, brillaba de satisfacción y alegría. Levantó la cabeza y, como conteniendo la risa, miró fijamente a Denísov.
–Y bien, ¿dónde anduviste perdido?
–¿Dónde? Fui a buscar franceses– respondió resueltamente Tijón con voz de bajo, pero cantarina.
–¿Por qué te has metido entre ellos de día? ¡Animal! ¿Y por qué no has cogido a ninguno...?
–Lo que se dice coger, lo cogí...
–¿Dónde está?
–Pero lo cogí antes del alba– prosiguió Tijón, separando los pies calzados con lapti—y lo llevé al bosque. Vi que no servía y pensé buscar otro mejor.
–Menudo bergante– dijo Denísov al capitán. —¿Por qué no lo trajiste?
–¿Para qué iba a cargar con él?– lo interrumpió con vivacidad Tijón enfadado. —No servía para nada... ¿Acaso no sé yo lo que necesita?
–¡Qué bestia!... Bueno, ¿y qué?...
–Fui en busca de otro... Me arrastré así al bosque y me eché de este modo.
Y Tijón, de pronto, se echó ágilmente sobre el vientre, para mostrar cómo lo había hecho.
–Llegó uno... Lo agarré así– y dio un salto rápido y muy ágil. —“Vamos —le dije– a ver al coronel.” Se puso a vociferar: eran cuatro y se me echaron encima con sus espaditas. Entonces yo saqué el hacha, “a qué tanto gritar —dije—, Cristo sea con vosotros”– exclamó Tijón sin dejar de mover los brazos, con el ceño fruncido y erguido el pecho.
–¡Sí, sí! Ya hemos visto desde arriba cómo escapabas por los charcos– dijo el capitán, entornando sus ojos brillantes.
Petia sentía grandes deseos de reír, pero se contenía como hacían los demás. Sus ojos pasaban rápidamente del rostro de Tijón al del capitán y de éste a Denísov, sin acabar de entender lo que significaba todo aquel asunto.
–No te hagas el imbécil– dijo Denísov, carraspeando encolerizado. —¿Por qué no trajiste al primero?
Tijón se rascó la espalda con una mano y la cabeza con la otra, y de pronto su rostro se iluminó con una sonrisa bonachona y resplandeciente, que mostraba el vacío de un diente (por eso lo llamaban Mellado). Denísov sonrió, pero Petia estalló en una alegre carcajada repetida por el mismo Tijón.
–Ya le expliqué que no servía para nada– dijo Tijón. —Iba mal vestido... ¿Para qué iba a traerlo? Y, además, era un insolente. Va y me dice: “¡No iré! ¡Soy el hijo de un general!”
–¡Qué bruto!– lo interrumpió Denísov. —Necesitaba interrogarlo...
–¡Ya lo hice yo!– replicó Tijón. —Dijo que no sabía nada, que eran muchos, pero no valían para nada. Con un estornudo, dijo, los haréis a todos prisioneros– concluyó, mirando resuelta y alegremente a los ojos de su jefe.
–Ordenaré que te den un centenar de latigazos y así aprenderás a no hacer el tonto– dijo severamente Denísov.
–Pero ¿por qué se enfada? Estoy harto de ver sus franceses. Espere a que oscurezca y le traeré tres si quiere.
–¡Bien! ¡Vámonos!– dijo Denísov, y permaneció en silencio y ceñudo hasta llegar a la casa del guarda.
Tijón caminaba tras él y Petia oía cómo los cosacos se reían de él y con él, a propósito de unas botas que había tirado entre las matas.
Cuando hubo pasado la risa suscitada por las palabras y la sonrisa de Tijón, Petia comprendió que había matado a un hombre y se sintió violento. Miró al muchacho prisionero y algo oprimió su corazón. Pero aquello no duró más que un instante. Creyó necesario alzar la cabeza, animarse y preguntar al capitán, con aire importante, sobre el ataque del día siguiente, para no desmerecer de la compañía en que se hallaba.
Encontraron en el camino al oficial, a quien, por orden de Denísov, habían ido a buscar. El oficial lo informó de que Dólojov no tardaría en llegar y que por su parte todo iba bien.
Denísov se alegró sobremanera, llamó a Petia y le dijo:
–Ea, ahora háblame de ti.
VII
Al salir de Moscú dejando a su familia, Petia se incorporó a su regimiento y al poco tiempo fue nombrado oficial de ordenanza de un general que mandaba un importante destacamento. Desde entonces, y sobre todo desde su entrada en el ejército de operaciones, con el cual había participado en la batalla de Viazma, Petia se encontraba en un estado feliz de alegre excitación al pensar que ya era un adulto y con el temor de perder alguna ocasión de ver un caso de verdadero heroísmo. Se sentía feliz por cuanto veía y experimentaba en el ejército, pero al mismo tiempo temía que lo verdadero, lo más heroico, tuviera lugar cuando él no estuviese. Y todo su empeño consistía en llegar cuanto antes a esos sitios donde no estaba.
Cuando el 21 de octubre su general expresó el deseo de enviar a alguien al destacamento de Denísov, Petia solicitó con tal insistencia aquella misión que el general no pudo negárselo. Pero recordando su loca actuación en la batalla de Viazma, cuando, en vez de ir por el camino a donde se lo enviaba, se había dirigido a la línea de fuego, al alcance de las balas enemigas, y había disparado por dos veces su pistola, le prohibió terminantemente que participara en ninguna acción de Denísov. Ésa era la razón de que se ruborizara cuando Denísov le preguntó si podía quedarse.
Antes de llegar al lindero del bosque, Petia creía que su deber era regresar inmediatamente con los suyos; pero cuando vio a los franceses, cuando conoció a Tijón y supo que aquella noche iba a producirse el ataque, con la rapidez para cambiar de opinión, propia de sus años, pensó que su general, al que hasta entonces respetara tanto, no era más que un alemán que nada valía, que Denísov, el capitán de cosacos y Tijón eran unos héroes y sería vergonzoso abandonarlos en un momento difícil.
Anochecía cuando Denísov, Petia y el capitán llegaron a la cabaña. En la penumbra se destacaban los caballos ensillados y las sombras de los cosacos y húsares que construían rápidamente pequeñas barracas y encendían el fuego en el fondo de un barranco (para que los franceses no vieran el humo). En el zaguán de la pequeña isba un cosaco con los brazos desnudos partía un cordero. Dentro había tres oficiales del destacamento de Denísov, que preparaban la mesa utilizando para ello una puerta. Petia se quitó el uniforme mojado para que se lo secaran e inmediatamente ayudó a los oficiales en los preparativos de la cena.
Al cabo de diez minutos, sobre la mesa cubierta con una servilleta apareció el vodka, una cantimplora de ron, pan blanco y cordero asado con sal.
Sentado entre los oficiales, partía con las manos —por las que resbalaba la grasa– el sabroso cordero. Estaba en plena y exaltada euforia infantil, poseído por un tierno sentimiento de amor hacia todos y convencido, por tanto, de que los demás sentían lo mismo hacia él.
–Entonces, qué piensa, Vasili Dmítrievich– dijo a Denísov, —¿no importa que me quede con usted un día más?
Y sin esperar respuesta, prosiguió:
–Me enviaron para informarme y yo me estoy informando... Sólo quiero que usted me deje ir adonde haya más... a lo principal. No necesito condecoraciones, pero querría...
Petia apretó los dientes y miró en derredor, con la cabeza alta y agitando las manos.
–Donde haya más, a lo principal...– repitió Denísov sonriente.
–Lo único que le pido es que me dé un pequeño destacamento donde pueda mandar– prosiguió Petia. —¿Qué le cuesta? ¡Ah!, ¿busca una navaja?– preguntó a un oficial, que quería cortar un pedazo de cordero.
Y sacó su pequeña navaja, a la que el oficial dedicó grandes elogios.
–Quédese con ella si le gusta. Tengo otras...– dijo Petia, ruborizándose. —¡Dios mío! ¡Me había olvidado del todo!– exclamó de pronto. —Tengo unas pasas excelentes, sin pepitas... En el regimiento hay un nuevo cantinero que nos trae cosas estupendas. Le compré diez libras... Estoy acostumbrado a comer algo dulce... ¿Quieren ustedes?
Y Petia corrió al zaguán, donde estaba su asistente cosaco, y volvió con una bolsa en la que habría cinco libras de pasas.
–Coman, señores, coman... Capitán, ¿no necesita una cafetera? Compré una muy buena a nuestro cantinero.
Tiene cosas estupendas. Y es muy honrado, que es lo principal. Se la mandaré sin falta. Seguramente se le habrán acabado a usted los pedernales... eso suele ocurrir. Yo he traído. Tengo ahí– y señaló la bolsa —un centenar. Los compré muy baratos. Puede quedarse con los que quiera... con todos, si le parece...– y se cortó sonrojado, temeroso de haber hablado de más.
Se detuvo a pensar si no habría cometido alguna otra tontería; recordando los sucesos de la jornada, su pensamiento se detuvo en el joven francés.
“Nosotros estamos muy bien, pero ¿cómo está él? ¿Dónde lo habrán llevado? ¿Le habrán dado de comer? Quizá lo han maltratado." Pero pensando en los pedernales temía decir nada.
“¿Y si preguntase por él? —prosiguió para sus adentros—. Pero dirán que soy un niño que se apiada de otro niño. ¡Mañana les demostraré qué niño soy! ¿Será vergonzoso preguntar por él? —pensaba Petia—. Pero ¡qué me importa!" Se ruborizó otra vez, mirando con cierta turbación a los oficiales que seguramente se iban a reír de él, y preguntó:
–¿No podríamos llamar al muchacho prisionero y darle algo de comer...? Tal vez...
–Sí. ¡Da lástima el muchacho!– dijo Denísov, que, por lo visto, no encontraba nada vergonzoso en la pregunta. —Que lo traigan. Se llama Vincent Bosse.
–Lo llamaré yo– dijo Petia.
–¡Llámalo, llámalo! ¡Da lástima el muchacho!– repitió Denísov.
Petia ya estaba junto a la puerta cuando Denísov dijo eso. Se deslizó entre los oficiales y se acercó a él.
–¡Déjeme que lo abrace! ¡Qué bien, qué estupendo!
Abrazó a Denísov y salió corriendo. Ya fuera gritó:
–¡Bosse! ¡Vincent!
–¿Por quién pregunta, señor?– preguntó una voz en la oscuridad.
Petia respondió que necesitaba al muchacho francés capturado aquella mañana.
–¡Ah! ¡Visenni!– dijo el cosaco.
Los cosacos habían cambiado ya el nombre de Vincent por el de Visenni; los mujiks y soldados lo llamaban Visenia; en ambos casos, el nombre, derivado de viesná, primavera, parecía convenir a los pocos años del muchacho.
–Se está calentando allí, junto al fuego. ¡Eh! ¡Visenni! ¡Visenia! ¡Visenia!– se oyó en la oscuridad, entre las risas de los soldados.
–Es un muchacho muy despierto– dijo un húsar que estaba junto a Petia. —Hace poco le dimos de comer. ¡Tenía muchísima hambre!
En la oscuridad se oyeron pasos y, chapoteando en el fango con sus pies desnudos, el tambor se acercó a la puerta.
–Ah! c'est vous!– dijo Petia. —Voulez-vous manger? N'ayez pas peur, on ne vous fera pas de mal– añadió con timidez, rozando cariñosamente su mano. —Entrez, entrez. 604
–Merci, monsieur– respondió el muchacho con voz temblorosa, casi infantil; y comenzó a limpiarse en el umbral los pies sucios.
Petia deseaba decirle muchas cosas, pero no se atrevió. Turbado, se había quedado junto a él en el zaguán; en la oscuridad estrechó su mano.
–Entrez, entrez– repitió en un susurro amistoso.
“¿Qué podría hacer por él?”, se preguntaba. Abrió la puerta y dejó pasar delante al muchacho.
Cuando éste hubo entrado en la isba, Petia procuró sentarse lejos de él porque le parecía humillante dedicarle demasiada atención. Sin embargo, palpaba el dinero que llevaba en el bolsillo y se preguntaba indeciso si sería vergonzoso dárselo al muchacho.
VIII
Después del tambor francés, al que por orden de Denísov sirvieron vodka y cordero y vistieron con un caftán ruso para no mandarlo con los prisioneros y que se quedara en el destacamento, la atención de Petia se vio atraída por la llegada de Dólojov.
En el ejército había oído hablar mucho del extraordinario valor de Dólojov y de su crueldad con los franceses; por eso, desde la entrada de Dólojov en la isba, sin apartar de él la vista, asumió un aire de importancia, con la cabeza en alto, para no parecer indigno de semejante compañía.
El aspecto de Dólojov sorprendió a Petia por su sencillez.
Denísov, vestido a lo caucasiano, se dejaba crecer la barba y en su pecho colgaba una imagen de San Nicolás el Milagroso; su lenguaje y todos sus modales mostraban su especial condición; Dólojov, por el contrario, que en otros tiempos había llevado en Moscú trajes persas, ahora se presentaba como el más atildado oficial de la guardia. Tenía el rostro afeitado cuidadosamente; llevaba una magnífica levita de oficial de la Guardia, con la cruz de San Jorge en el ojal, y se cubría con una gorra ordinaria. Se quitó su burkaempapada, que dejó en un rincón, se acercó a Denísov y, sin saludar a nadie, comenzó a dirigirle preguntas referentes a la situación. Denísov le explicó las intenciones que acerca del convoy enemigo tenían los destacamentos grandes, la misión de Petia y su respuesta a los dos generales. Luego contó lo que sabía del destacamento francés.
–Eso está bien, pero tenemos que saber de qué tropas se trata y cuántos hombres son– comentó Dólojov. —Habrá que acercarse. No podemos lanzarnos a un ataque sin conocer el número cierto. A mí me gusta hacer las cosas bien. ¿No querrá alguno de estos señores venir conmigo al campo contrario? Traigo conmigo un uniforme francés.
–¡Yo, yo!... ¡Yo iré con usted!– gritó Petia.
–Tú no necesitas ir– intervino Denísov, y se volvió hacia Dólojov. —A él no se lo permitiré de ninguna manera.
–¡Eso sí que es bueno!– exclamó Petia. —¿Por qué no puedo ir?
–Porque no.
–¡Oh, no! Perdóneme, pero... ¿por qué?... ¿por qué?... Iré..., sí, iré y se acabó. ¿Me llevará usted?– preguntó, volviéndose a Dólojov.
–¿Por qué no?...– respondió distraídamente Dólojov, contemplando al joven tambor francés.
–¿Hace tiempo que está aquí este muchacho?– preguntó después a Denísov.
–Lo apresamos hoy, pero no sabe nada. Lo tengo aquí, conmigo.
–Bien, y a los demás, ¿dónde los metes?– preguntó Dólojov.
–¿Cómo dónde? Los entrego contra recibo– dijo Denísov, ruborizándose de pronto. —Puedo asegurarte que no tengo una sola muerte en mi conciencia. ¿Acaso te parece difícil enviar con escolta a treinta o trescientos prisioneros a la ciudad y no mancillar el honor de soldado?
–Cuando se tienen dieciséis años, como el condesito, se pueden decir esas lindezas, pero a tu edad deberías haberlas dejado– concluyó Dólojov con fría ironía.
–Yo no digo nada, sólo digo que quiero ir con usted– repitió Petia con timidez.
–Sí, hermano, ya es hora de olvidar semejantes amabilidades– prosiguió Dólojov, que parecía experimentar un especial placer en tratar aquel tema que irritaba a Denísov. —¿Por qué te has quedado, por ejemplo, con este muchacho?– preguntó, moviendo la cabeza. —¿Por qué te da lástima? Ya conocemos esos recibos... ¡Envías cien y llegan treinta! Mueren de hambre o los matan. En este caso más vale no hacer prisioneros.
El capitán de cosacos, entornando sus ojos claros, hacía gestos de aprobación con la cabeza.
–No importa. No se puede razonar así. No quiero hacerme responsable de ninguno. Tú afirmas que morirán. En todo caso, no será por mi culpa.
Dólojov se echó a reír:
–¿No habrán dado ellos veinte veces la orden de capturarme? Y si nos cogen a ti y a mí, a pesar de todo tu espíritu caballeresco, nos colgarán de un pino– calló por unos instantes; luego dijo: —Pero vamos a lo práctico. Que venga mi cosaco con las cosas: tengo dos uniformes franceses. ¿Vienes conmigo?– preguntó a Petia.
–¿Yo? ¡Sí, sí! ¡Sin falta!– exclamó el joven ruborizándose, casi a punto de llorar, y miró a Denísov.
Mientras Dólojov y Denísov discutían sobre lo que debía hacerse con los prisioneros, Petia se sintió incómodo y nervioso, pero no llegó a comprender bien lo que estaban diciendo. “Si gente tan destacada y famosa como ellos piensan así, es que así debe ser —pensaba—. Y, sobre todo, Denísov no debe creer que vaya a permitir que me dé órdenes. Iré al campo de los franceses con Dólojov. Si él puede, también yo podré.”
A todas las exhortaciones de Denísov para que no fuera, Petia contestó que tenía la costumbre de pensar bien las cosas y que jamás sentía miedo por su persona.
–Porque, reconocerá usted– dijo, —que si no sabemos con exactitud cuántos son los enemigos, estamos arriesgando cientos de vidas; en cambio, si actuamos ahora no corremos el peligro más que nosotros solos. Además, lo deseo con toda mi alma e iré de todas maneras... No me detenga, sería peor...
IX
Vestidos con capotes y chacos franceses, Petia y Dólojov salieron hasta una vereda desde la cual Denísov inspeccionó el campo enemigo; en plena oscuridad salieron del bosque y descendieron a la vaguada.
Dólojov ordenó al cosaco que los acompañaba que se quedara allí esperándolo y al trote largo tomó el camino que conducía al puente. Petia, con el alma en vilo, iba junto a él.
–Si nos atacan no me entregaré vivo; tengo una pistola– susurró.
–No hables en ruso– le dijo rápidamente y en voz baja Dólojov.
En aquel instante, entre las sombras se oyó la voz de “qui vive?”y el ruido del fusil.
La sangre afluyó al rostro de Petia, quien rápidamente llevó su mano a la pistola.
En el puente apareció la sombra de un centinela.
–Lanciers du 6.° 605– dijo Dólojov, sin variar la marcha del caballo.
–Mot d'ordre? 606
–Dites donc, le colonel Gérard est-il-ici?– preguntó. 607
–Mot d'ordre?– dijo el centinela sin contestar, cerrándoles el camino.
–Quand un officier fait sa ronde, les sentinelles ne demandent pas le mot d'ordre– gritó Dólojov enfurecido... echando el caballo encima del centinela. —Je vous demande si le colonel est ici. 608
Sin esperar la respuesta del centinela, que se apartó para dejar franco el camino, Dólojov siguió al paso cuesta arriba.
Al divisar la negra sombra de un hombre que cruzaba el camino, lo paró y preguntó dónde estaban el jefe y los oficiales. El hombre, un soldado, con su mochila a la espalda, se detuvo, se acercó mucho al caballo de Dólojov, tocándolo con la mano, y explicó con sencilla cordialidad que el jefe y los oficiales se hallaban en lo alto de la cuesta, a la derecha, en el patio de la granja (así llamó a la casa señorial).
Por aquel camino, a ambos lados del cual partían de las hogueras conversaciones en francés, Dólojov torció hacia el patio de la casa señorial.
Pasó el portalón, echó pie a tierra y se acercó a una gran hoguera llameante, en cuyo derredor estaban sentados algunos hombres que hablaban en voz muy alta. Algo hervía en la marmita, y un soldado con gorro de dormir y capote azul, arrodillado, revolvía el contenido con una baqueta. La luz del fuego iluminaba su rostro.
–Oh! c'est un dur à cuire 609– dijo uno de los oficiales sentados en la penumbra, al otro lado de la hoguera.
–Il les fera marcher, les lapins– comentó riendo otro. 610
Los dos callaron, mirando en la oscuridad, atentos a los pasos de Dólojov y Petia, que se acercaban con sus caballos al fuego.
–Bonjour, messieurs!– dijo claramente y en voz alta Dólojov.
Los oficiales se mantuvieron en la sombra y uno de ellos, alto y de largo cuello, apartándose de la hoguera se acercó a Dólojov.
–C'est vous, Clément?– dijo. —D'où diable... 611
Pero comprendiendo que se equivocaba, no concluyó y, frunciendo el ceño, saludó a Dólojov y le preguntó qué deseaba.
Dólojov le explicó que él y su compañero buscaban el propio regimiento; y volviéndose a todos preguntó si alguno sabía algo del 6.° de lanceros.
Nadie sabía nada. Petia creyó notar que los oficiales los miraban con hostilidad y desconfianza. Todos callaron durante unos segundos.
–Si vous comptez sur la soupe du soir, vous venez trop tard 612– dijo con risa contenida una voz al otro lado del fuego.
Dólojov contestó que habían comido y que aquella misma noche debían seguir adelante. Confió los caballos al soldado que vigilaba la marmita y se sentó junto al fuego, cerca del oficial del cuello largo.
Éste seguía mirando a Dólojov sin quitarle los ojos de encima y volvió a preguntarle de qué regimiento era. Dólojov, fingiendo no haberlo oído, encendió una pipa francesa que había sacado del bolsillo y preguntó a los oficiales si había cosacos en el camino.
–Les brigands sont partout 613– respondió un oficial sentado en la parte opuesta de la hoguera.
Dólojov manifestó que los cosacos, probablemente, eran peligrosos para los rezagados como él y su compañero, y agregó en tono interrogativo que no se atreverían a atacar destacamentos grandes.
Nadie contestó.
“Ahora se irá”, pensaba a cada momento Petia, que, de pie delante del fuego, seguía toda la conversación.
Pero Dólojov empezaba de nuevo a conversar, osó preguntar directamente cuántos hombres tenía cada batallón, cuántos batallones eran y cuántos prisioneros conducían.
–La vilaine affaire de traîner ces cadavres après soi. Vaudrait mieux fusiller cette canaille. 614
Y estalló en una risa fuerte, tan extraña, que Petia tuvo la impresión de que los franceses descubrirían el engaño y, sin querer, retrocedió un paso de la hoguera.
Nadie respondió a las palabras ni a la risa de Dólojov y un oficial francés, invisible en la sombra (estaba echado, cubierto con el capote), se incorporó y susurró algo a otro. Dólojov se levantó y llamó al soldado a quien había entregado los caballos.
“¿Los traerán o no?”, pensó Petia, acercándose involuntariamente a Dólojov.
Trajeron los caballos.
–Bonjour, messieurs– dijo Dólojov.
Petia quiso decir “bonsoir”, pero no pudo pronunciar una sola palabra. Los oficiales cuchicheaban entre sí. Dólojov, muy tranquilo, tardó en saltar sobre el caballo, que parecía inquieto; después, al paso, cruzó de nuevo el portalón. Petia iba a su lado, deseando volverse para ver si los franceses corrían tras ellos, pero no se atrevió.
Una vez fuera, Dólojov no tomó el camino de antes, sino que continuó a lo largo del pueblo. En un sitio se detuvo a escuchar.
–¿Oyes?– preguntó.
Petia reconoció voces rusas y vio junto a las hogueras las negras siluetas de los prisioneros.
Ya de bajada, junto al puente, Petia y Dólojov pasaron ante el centinela, que, sin pronunciar palabra, siguió malhumorado su guardia a un lado y a otro. Por último, llegaron a la vaguada donde les esperaba el cosaco.
–Bueno, ahora adiós. Avisa a Denísov que será al alba, al primer disparo– dijo Dólojov.
Y quiso seguir adelante; pero Petia lo agarró del brazo.
–¡Oh! ¡Qué héroe es usted! ¡Qué bien! ¡Qué magnífico! ¡Cuánto lo quiero!
–Bueno, bueno...– dijo Dólojov.
Pero Petia no lo dejaba marchar, en la oscuridad vio que el joven se inclinaba a él para besarlo. Dólojov le dio un beso, se echó a reír y, volviendo grupas, desapareció en la noche.
X
De vuelta a la casa del guarda, Petia halló a Denísov en el zaguán. Estaba inquieto y furioso consigo mismo por haber dejado marchar al joven.
–¡Gracias a Dios!– exclamó al verlo llegar. —¡Gracias a Dios!– repitió mientras oía el relato entusiasta de Petia. —¡Que el diablo te lleve, por tu culpa no he podido dormir! Ahora, acuéstate; aún descabezaremos un sueño hasta que amanezca.
–No, si no tengo todavía sueño– dijo Petia. —Me conozco bien: si me duermo, todo se acabó. Además, estoy acostumbrado a no dormir antes de la batalla.
Petia permaneció algún tiempo en la isba recordando con alegría todos los detalles de la expedición e imaginando con vivacidad lo que podía ocurrir al día siguiente. Después, dándose cuenta de que Denísov dormía, salió fuera.
La oscuridad era completa en el patio. La lluvia había cesado, pero los árboles seguían goteando. Junto a la casa se divisaban las negras siluetas de las chozas cosacas y los perfiles de los caballos, atados unos junto a otros. En la parte de atrás había dos carros y varios caballos; en el barranco se extinguía la última claridad de una hoguera. Algunos cosacos y húsares no dormían. Aquí y allá, acompañando al ruido de las gotas que caían de las ramas y el masticar de los caballos, se oían voces susurrantes.
Petia salió del zaguán, miró alrededor de sí en la oscuridad y se acercó a los carros. Alguien roncaba debajo de ellos y rodeándolos había caballos ensillados que comían avena; en la oscuridad, Petia reconoció a su caballo, al que daba el nombre caucasiano de Karabajaunque era de Ucrania; se acercó a él.