Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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La invasión vuelve sobre sus pasos; huye a la desbandada, y ahora todas las casualidades no están a su favor, sino en su contra.
Se produce el movimiento en sentido inverso, de Oriente a Occidente, muy semejante al anterior de Occidente a Oriente. Como en 1805, 1807, 1809, avances parciales de Oriente a Occidente son el preludio de la gran marcha, con la misma manera de proceder: acoplamiento en grupos de enormes dimensiones, idéntica incorporación de pueblos centroeuropeos, las mismas vacilaciones a mitad de camino, igual rapidez al acercarse a la meta.
El último objetivo, París, es alcanzado: el gobierno cae y las tropas de Napoleón son vencidas; él mismo pierde toda razón de ser, su comportamiento es miserable y vil. Pero surge de nuevo una casualidad inexplicable: los aliados odian a Napoleón, en quien ven la causa de sus males. Privado de poder y de fuerza, culpable de crímenes y perfidias, deberían considerarlo como lo veían diez años antes y como lo ven un año después: un bandolero fuera de la ley. Sin embargo, por una rara casualidad, nadie lo ve así. Su papel no ha concluido aún. El hombre que diez años antes era considerado —y lo será un año después– como un bandido al margen de la ley es enviado a dos jornadas de Francia, a una isla que le dan en feudo, rodeado de una guardia y provisto de millones que le pagan por motivos que nadie sabe.
IV
El movimiento de los pueblos vuelve a sus cauces. Las olas de la inmensa marea se aplacan y forman sobre la superficie del mar en calma círculos por los cuales van y vienen los diplomáticos, que imaginan ser los causantes de la bonanza.
Pero, de pronto, ese mar tranquilo vuelve a encresparse. Los diplomáticos creen que el motivo de esa nueva agitación es su propio desacuerdo. Esperan que la guerra estalle entre sus soberanos; la situación les parece insoluble. Pero aquella ola, cuyo movimiento y crecida sienten, no llega de donde esperaban. Se alza la misma ola desde el mismo punto de partida donde comenzó el movimiento: desde París. Se produce el último revuelo de Occidente, un revuelo que debe resolver las dificultades diplomáticas, al parecer insolubles, y poner fin al movimiento bélico de aquel período.
El hombre que ha devastado Francia vuelve a ella solo, sin haber tramado complot alguno, sin soldados. Cualquier guarda puede detenerlo; y sin embargo, por una extraña casualidad, no sólo no lo detienen sino que todos acogen con entusiasmo al hombre que maldijeron el día anterior y a quien maldecirán un mes más tarde.
Ese hombre es todavía necesario para justificar la última acción común.
La acción se lleva a cabo. Termina la representación. Se ordena al actor que se despoje de sus vestiduras, que se quite los afeites: no lo necesitarán más.
Y pasan algunos años: aquel hombre, solitario en una isla, representa para sí mismo una comedia lastimosa; intriga y miente para justificar sus actos, cuando esa justificación ya no es precisa, y muestra a todo el mundo quién era aquel que los hombres consideraban una fuerza cuando lo guiaba una mano invisible.
Terminado el drama, después de quitar sus vestiduras al actor, el director de escena nos lo muestra.
–¡Fijaos en quién creíais! ¡Aquí está! ¿Os convencéis ahora de que era yo quien os movía y no él?
Pero los hombres, cegados por la fuerza del movimiento, tardan en comprender.
Una mayor coherencia y precisión se encuentran en la vida de Alejandro I, que presidió el movimiento inverso, de Oriente a Occidente.
¿Qué necesita el hombre, que, haciendo sombra a los demás, figura a la cabeza del movimiento de Oriente a Occidente?
Necesita tener el sentido de la justicia, el interés por los asuntos de Europa, pero lejano, no oscurecido por mezquindades; necesita la preponderancia moral sobre sus colegas, los monarcas de su tiempo. Se precisa una personalidad amable y atractiva. Se precisa que Napoleón lo haya ofendido personalmente. Todo ello concurre en Alejandro I. Todo está preparado por las innumerables casualidadesde su vida pasada: la educación, las iniciativas liberales, los consejeros que lo rodean, Austerlitz, Tilsitt y Erfurt.
Durante la guerra nacional, ese personaje permanece inactivo, porque no se lo necesita. Pero tan pronto como se hace necesaria la guerra europea, en el instante preciso, aparece Alejandro I, reúne a los pueblos de Europa y los lleva hasta la meta prevista.
Conseguida ésta, tras la última guerra de 1815, Alejandro I está en la cumbre máxima del poder que un hombre puede alcanzar. ¿Qué uso hará de él?
Alejandro I, el pacificador de Europa, el hombre que desde su juventud sólo desea el bienestar de sus pueblos, el primer iniciador de las reformas liberales en su patria, ahora que parece revestido del máximo poder y, por tanto, de la mayor posibilidad de alcanzar el bien de sus súbditos —mientras que Napoleón imagina en su destierro proyectos infantiles y engañosos acerca de la felicidad que daría a los hombres si volviera al poder—, una vez cumplida su misión siente sobre sí la mano de Dios, reconoce la insignificancia de todo aquel poder aparente, se aparta de él, lo entrega a hombres despreciables y a los que él mismo desprecia y sólo dice:
–“La gloria no es nuestra, no es nuestra, a tu Nombre pertenece.” Yo no soy más que un hombre como los demás; dejadme vivir como un hombre y pensar en mi alma y en Dios.
Igual que el sol y cada átomo de éter son una esfera completa en sí misma y, al mismo tiempo, no son más que un átomo de un todo enorme que por su misma inmensidad el hombre no puede concebir, así cada individuo lleva sus objetivos en sí mismo y, a la vez, sirve con ellos a un objetivo general, inaccesible al ser humano.
Una abeja está libando en una flor y pica a un niño; el niño teme a las abejas y cree que su objetivo es picar a la gente. El poeta admira a la abeja que se posa en el cáliz de la flor y asegura que el objetivo del insecto es extraer el aroma de las flores. El apicultor que ha observado que la abeja recoge el polen y el dulce jugo de las flores y las traslada a la colmena dice que el objetivo de la abeja es elaborar la miel. Otro apicultor, que ha estudiado más de cerca la vida del enjambre, demuestra que la abeja ha recogido el polen y el néctar para criar a las abejas jóvenes y elegir a la futura reina y que, por tanto, el objetivo de la abeja es la continuación de la especie. El botánico observa que, al volar con el polen de una flor masculina a una femenina, la abeja fecunda a esta última, y ve en ello el papel del insecto; otro, contemplando la migración de las plantas, considera que la abeja contribuye a ello y puede decir que ése es su objetivo. Pero el objetivo último de la abeja no se limita a ninguno de esos fines que el hombre puede descubrir. Cuanto más elevada sea la inteligencia del ser humano que estudia esos objetivos, tanto más evidente se hace que su objetivo final es inaccesible.
El hombre sólo puede observar la concordancia de la vida de las abejas con otros fenómenos de la existencia. Y eso mismo cabe decir con respecto al objetivo de los personajes históricos y de los pueblos.
V
El casamiento de Natasha con Pierre Bezújov en 1813 fue el último acontecimiento feliz en la antigua familia Rostov. Aquel mismo año moría el viejo conde Iliá Andréievich y, como sucede siempre, la familia se desmoronó.
Los sucesos del año anterior, el incendio y abandono de Moscú, la muerte del príncipe Andréi y la desesperación de Natasha, la muerte de Petia, el dolor de la condesa, todo ello, golpe tras golpe, se abatió sobre la cabeza del viejo conde. Parecía no comprender la importancia de los acontecimientos; más aún, se sentía incapaz de comprenderlos y, bajando la anciana cabeza, parecía esperar y pedir nuevos golpes que acabaran con él. Unas veces se mostraba asustado y confuso; otras, lleno de ficticia animación y actividad.
La boda de Natasha ocupó durante algún tiempo su atención: ordenaba comidas y cenas y parecía esforzarse por mostrarse alegre. Pero esa alegría suya no era contagiosa como en otros tiempos, sino, por el contrario, suscitaba la conmiseración en todos cuantos lo conocían y amaban.
Tras la marcha de Pierre y su esposa, volvió a su abatimiento y empezó a quejarse de postración. Unos días después enfermó y tuvo que acostarse. Desde el principio de su enfermedad, a pesar de las frases animosas de los médicos, comprendió que ya no se levantaría más. La condesa, sin desvestirse, permaneció durante dos semanas a su cabecera. Cada vez que le daba la medicina, el conde, sollozando, le besaba en silencio la mano. El último día, deshecho en llanto, pidió perdón a su esposa y también a su hijo Nikolái —aunque estaba ausente– por la pérdida de su fortuna, de lo cual se consideraba el primer culpable. Después de haber comulgado y recibido la extremaunción, murió apaciblemente. Al día siguiente una multitud de amigos y conocidos, llegados para rendirle el último tributo, llenó el piso que los Rostov habían alquilado. Todas aquellas personas que tantas veces habían cenado y bailado en su casa y tanto se habían reído del conde, ahora, con un sentimiento unánime de ternura e íntimo reproche, decían como para justificarse: “Fuera como fuese, era un hombre excelente. Ya no se encuentran hombres como él... Además, ¿quién no tiene defectos?...”.
Murió cuando sus asuntos estaban tan embrollados que, de vivir un año más, nadie podría imaginar cómo habría terminado aquello.
Nikolái estaba en París, con las tropas rusas, cuando recibió la noticia de la muerte de su padre. Inmediatamente pidió la baja en el ejército y, sin esperarla, solicitó un permiso y regresó a Moscú. Un mes después de la muerte del conde la situación económica estaba aclarada y todos quedaron asombrados de la enorme suma alcanzada por diversas y menudas deudas de cuya existencia nadie sospechaba. Las deudas se elevaban al doble de los bienes.
Parientes y amigos aconsejaban a Nikolái que renunciara a la herencia, pero hacerlo significaba para él un reproche a la, para él, sagrada memoria de su padre y no quiso ni oír hablar del asunto. Aceptó la herencia paterna con la obligación de pagar las deudas.
Los acreedores, que habían callado durante tanto tiempo durante la vida del conde, por la influencia indefinible y poderosa de su desorganizada bondad, acudieron todos a los tribunales. Hubo, como siempre ocurre, rivalidad entre ellos por ser los primeros en cobrar, y personas como Míteñka y otros, que tenían recibos no por dinero, sino por regalos, fueron ahora los acreedores más exigentes. No concedieron a Nikolái ni tregua ni dilaciones; y los que parecían compadecerse del viejo conde autor de sus pérdidas (si había alguna), ahora, sin piedad, se encarnizaban contra el joven heredero, inocente ante ellos, que voluntariamente había contraído la obligación de pagarles.
Ninguno de los arreglos propuestos por Nikolái fue aceptado. Se vendieron a bajo precio los bienes en pública subasta, y aun así quedó sin cubrir la mitad de las deudas. Nikolái aceptó treinta mil rublos que le ofrecía su cuñado Bezújov para saldar aquellas obligaciones monetarias que él consideraba ciertas y comprobadas. La amenaza de los acreedores de meterlo en la cárcel por lo que aún quedaba lo decidió a buscar un empleo.
Volver al ejército, donde estaba propuesto para la primera vacante de jefe de regimiento, era imposible, porque su madre se aferraba a él como a la única razón para vivir. Por eso, a pesar de su poco deseo de permanecer en Moscú entre aquella gente conocida de otros tiempos, y a pesar de su aversión a los cargos civiles, aceptó un empleo en la capital y, dejando el uniforme que tanto amaba, se refugió en un pequeño piso de Sívtsev Vrázhek con su madre y Sonia.
Natasha y Pierre, establecidos entonces en San Petersburgo, no tenían una idea precisa de la vida de Nikolái, que, habiendo aceptado el préstamo de su cuñado, procuraba ocultarle su difícil situación económica; con sus mil doscientos rublos de sueldo tenía no sólo que sostener a su madre y a Sonia, sino vivir de tal manera que su madre no advirtiese que eran pobres. La condesa no podía concebir la vida sin las condiciones de lujo que le eran habituales desde la infancia, y a cada instante, sin darse cuenta de lo difícil que era para su hijo, exigía ya un coche —puesto que no lo tenía propio– para ir a visitar a una amiga, ya algún manjar sumamente caro, ya un buen vino para su hijo, y dinero para hacer regalos inesperados a Natasha, a Sonia y aun al mismo Nikolái.
Sonia se ocupaba de la casa, cuidaba de su tía, le leía en voz alta, sufría sus caprichos y su oculta animadversión y ayudaba a Nikolái a ocultar ante la condesa la situación de pobreza en que se hallaban. Nikolái se reconocía deudor eterno de todo lo que Sonia hacía por su madre. Admiraba su paciencia y devoción, pero procuraba alejarse de ella.
En el fondo de su corazón parecía reprocharle el ser demasiado perfecta y no hacer nada censurable. Poseía todo lo preciso para despertar la estimación, pero poco de aquello que obligara a sentir amor por ella. Nikolái se daba cuenta de que cuanto más la estimaba, menor era el amor que sentía por ella. Se había aferrado a la carta en la que Sonia lo libraba de su compromiso y se portaba ahora como si todo cuanto hubo entre los dos estuviera olvidado hacía ya mucho, mucho tiempo y en ningún caso pudiera ser reanudado.
La situación de Nikolái empeoraba cada vez más. Resultaba un sueño la idea de ahorrar algo de su sueldo. No era sólo que no lograra economizar, sino que, para satisfacer las exigencias de su madre, contraía alguna pequeña deuda. Era, para él, una situación sin salida. Le repugnaba la idea de casarse con una rica heredera, tantas veces propuesta por sus parientes. Y la otra solución —la muerte de su madre– no podía ni ocurrírsele. Nada deseaba ni esperaba; y en lo más íntimo de su alma experimentaba un placer amargo y sombrío en la aceptación pasiva de su propia suerte. Trataba de evitar a sus antiguas amistades, con su compasión y sus ofrecimientos de ayuda que lo ofendían; evitaba igualmente todas las distracciones y placeres de antaño y hasta en su propia casa sólo se ocupaba de hacer solitarios con su madre, pasear silenciosamente por su habitación o fumar una pipa tras otra, como si estuviera dedicado a cultivar celosamente aquel humor sombrío, el único que le permitía soportar la propia situación.
VI
A principios de invierno llegó a Moscú la princesa María. Por los chismes de la ciudad conoció la situación de los Rostov y supo que “el hijo se sacrificaba por su madre”, como decían todos.
“No esperaba otra cosa de él”, se dijo la princesa, dándose cuenta con alegría de que eso confirmaba su amor por Nikolái. Dadas las relaciones amistosas y casi familiares con toda la familia Rostov, creyó un deber suyo ir a visitarlos. Pero recordando su relación de amistad, cordial, con Nikolái en Vorónezh, tenía miedo de volver a encontrarse con él; por último, haciendo un gran esfuerzo sobre sí misma, fue a verlos algunas semanas después de su llegada a Moscú.
Nikolái fue el primero en recibirla, puesto que para entrar en la habitación de la condesa debía pasar por la suya. El rostro de Nikolái, no más verla, en vez de expresar la alegría que la princesa María esperaba, manifestó frialdad, dureza y orgullo, que ella nunca había conocido en él. Nikolái preguntó por su salud, la acompañó a la habitación de su madre y cinco minutos después salió.
Cuando la princesa María se despidió de la condesa, Nikolái la acompañó a la antesala con una gravedad y frialdad especiales. No contestó una sola palabra a las observaciones de ella acerca de la salud de la condesa. “¿Qué le importa? ¡Déjeme tranquilo!”, parecía decir su mirada.
–¿Para qué viene? ¿Qué necesita? ¡Detesto a esas señoronas y todas sus amabilidades!– dijo en voz alta delante de Sonia, incapaz de contener su fastidio, cuando el coche de la princesa se alejó de la casa.
–Nicolás, ¿cómo puedes hablar así?– replicó Sonia, ocultando apenas su alegría. —¡Es tan buena! Y maman la quiere mucho...
Nikolái no contestó y no habría querido hablar más de la princesa. Pero desde aquella visita no pasó un día sin que la vieja condesa dejara de mencionarla.
La condesa la elogiaba, exigía que su hijo fuera a visitarla, expresaba el deseo de tratarla con frecuencia y, al mismo tiempo, se ponía de mal humor cuando hablaba de ella.
Nikolái procuraba callar siempre que su madre se refería a la princesa, pero su silencio parecía irritarla.
–Es una joven muy digna y buena– decía. —Debes visitarla. Por lo menos será una ocasión para que trates con alguien; con nosotras, creo yo, debes aburrirte.
–No tengo ningún deseo de hacerlo, mamita.
–Antes querías verla y ahora no; de veras, querido, no te entiendo. Unas veces te aburres y otras no quieres ver a nadie.
–Yo no he dicho que me aburra.
–¡Cómo! Tú mismo has dicho que no quieres verla. Es una joven dignísima, y siempre te gustaba; y ahora, no sé por qué motivo... Siempre me ocultáis algo.
–Nada de eso, mamita.
–Si te pidiera que hicieses algo molesto... pero te pido que devuelvas una visita... Me parece que la cortesía lo exige. Te lo he pedido pero, en adelante, no te diré nada, ya que tienes secretos para tu madre.
–Iré, si usted lo quiere.
–A mí me da igual. Lo decía por ti.
Nikolái suspiraba, se mordisqueaba el bigote, extendía las cartas y trataba de atraer la atención de su madre hacia otro tema.
Pero la misma conversación se repetía al día siguiente y al otro, al tercero, al cuarto.
Tras la visita a los Rostov y la inesperada y fría acogida de Nikolái, la princesa María reconocía que tenía razón para no ser la primera en ir a visitarlos.
“No podía esperar otra cosa —se decía, llamando en su ayuda al orgullo—. Él nada me importa; tan sólo quería visitar a su madre, que siempre fue buena conmigo y a quien tanto debo.”
Pero sus razonamientos no lograban tranquilizarla; la atormentaba un malestar parecido al remordimiento siempre que recordaba aquella visita. Y a pesar de haber decidido no volver a verlos y olvidarlo todo, seguía sintiéndose en una posición falsa y siempre que se preguntaba por el motivo de aquello debía reconocer que eran sus relaciones con Nikolái Rostov. Su tono frío y correcto no procedía de sus sentimientos hacia ella —lo sabía—, pero ocultaba algo que debía aclarar. Sin eso, nunca estaría tranquila.
Un día, hacia mediados de invierno, cuando estaba sentada en la sala de estudio vigilando las lecciones de su sobrino, le anunciaron la visita de Rostov. Firmemente resuelta a no traicionarse ni mostrar inquietud alguna, llamó a mademoiselle Bourienne y con ella fue a la sala.
Desde la primera mirada al rostro de Nikolái comprendió que había venido a pagar una deuda de cortesía y decidió firmemente adoptar el mismo tono que él utilizara para dirigirse a ella.
Hablaron de la salud de la condesa, de sus comunes amistades, de las últimas noticias de la guerra, y cuando pasaron los diez minutos que impone la cortesía, Nikolái se levantó para marcharse.
La princesa, ayudada por mademoiselle Bourienne, mantuvo muy bien la conversación; pero en el último minuto, y cuando Nikolái se levantó, estaba tan cansada de haber hablado de todas aquellas cosas que no le interesaban, y tan absorta en el pensamiento de por qué la vida le había dado tan pocas alegrías que, completamente abstraída de la realidad, fijos hacia delante sus ojos luminosos, permanecía sentada, inmóvil, sin darse cuenta de que él se había levantado.
Nikolái la miró y, para fingir que no notaba su distracción, dijo algunas palabras a mademoiselle Bourienne y miró de nuevo a la princesa, que seguía sentada y quieta; su delicado rostro reflejaba sufrimiento.
Sintió, de pronto, lástima de ella y pensó vagamente que tal vez fuera él la causa del pesar que había visto en su rostro. Quiso ayudarla, decir algo agradable, pero no se le ocurrió nada.
–Adiós, princesa– dijo.
Ella volvió en sí, se ruborizó y suspiró profundamente.
–¡Oh! Perdóneme– dijo. —¿Se va ya, conde? Adiós... ¿Y el cojín para la condesa?
–Ahora voy por él– dijo mademoiselle Bourienne, y salió de la sala.
Nikolái y la princesa permanecieron en silencio, mirándose de vez en cuando.
–Sí, princesa– dijo por último Nikolái, sonriendo tristemente. —Parece todo tan reciente, y, sin embargo, ha llovido mucho desde que nos vimos la primera vez en Boguchárovo. Parecíamos infelices, desdichados, pero qué no daría yo por volver a aquel tiempo... Pero lo pasado no vuelve.
La princesa lo miraba fijamente a los ojos con su luminosa mirada. Parecía esforzarse en comprender el sentido oculto de aquellas palabras, que le explicase los sentimientos de Nikolái hacia ella.
–Sí, sí– dijo: —Pero usted no tiene que echar de menos el pasado. Tal como yo entiendo, creo que recordará siempre con placer su vida actual, porque la abnegación...
–No acepto sus alabanzas– la interrumpió rápidamente Nikolái. —Al contrario, no hago otra cosa que reprocharme. Pero hablar de ello no es interesante ni divertido.
Y de nuevo sus ojos adquirieron una expresión fría y seca. Pero la princesa había vuelto a ver al hombre a quien conocía y amaba, y hablaba sólo con ese hombre.
–Creí que me permitiría decírselo– añadió. —¡Nos habíamos hecho tan amigos!... Estoy tan unida a su familia que no se me ocurrió pensar que mi interés pudiera ser inoportuno. Pero me he engañado– y su voz tembló de pronto. —No sé por qué– continuó, rehaciéndose, —pero antes era usted diferente... y...
–Existen mil porqués– dijo Nikolái (y acentuó especialmente el porqué). —Se lo agradezco, princesa– añadió en voz baja. —A veces es muy duro.
“¡Es por eso! ¡Es por eso! —repetía una voz interior en el alma de la princesa—. No es sólo su mirada alegre, bondadosa y sincera, no es sólo la belleza exterior lo que vi en él. Adiviné también la nobleza de su alma valerosa, firme, dispuesta al sacrificio —se decía a sí misma—. Ahora él es pobre y yo soy rica: es solamente por eso... Sí, sólo por eso...”; y recordando su ternura de otros tiempos, mirando ahora aquel rostro bondadoso y triste, comprendió la causa de su frialdad.
–Pero ¿por qué, conde, por qué?– exclamó, casi gritando, acercándose a él involuntariamente. —¿Por qué? Debe decírmelo.
Él guardó silencio.
–No conozco sus razones, conde– prosiguió, —pero es tan penoso para mí... se lo confieso. No sé por qué, usted quiere privarme de su amistad de antes... Eso es muy triste para mí, créame.
En la voz y en los ojos de la princesa María comenzaban a temblar las lágrimas. Prosiguió:
–He sido tan poco feliz en mi vida que cada pérdida me resulta penosa... Perdóneme. Adiós.
Y sin poder contenerse, rompió a llorar mientras se dirigía hacia la puerta.
–¡Princesa! ¡Espere, por Dios!...– exclamó Nikolái, tratando de sujetarla. —¡Princesa!
Ella volvió la cabeza. Durante unos segundos permanecieron en silencio, mirándose a los ojos; y lo que parecía tan lejano e imposible se hizo de pronto inmediato, posible e inevitable.
VII
En el otoño de 1814 se casaron Nikolái y la princesa María y se establecieron en Lisie-Gori, adonde Nikolái llevó a su madre y a Sonia.
En tres años, sin tocar para nada los bienes de su mujer, pagó todas las deudas restantes y con la pequeña herencia de una prima suya pudo devolver a Pierre el dinero que le había prestado.
Tres años más tarde, en 1820, Nikolái había arreglado sus asuntos monetarios de tal manera que compró una pequeña finca próxima a Lisie-Gori y estaba en tratos para la recuperación de Otrádnoie, que era su máxima ilusión.
Su ocupación favorita y única era la agricultura, a la cual en principio se había dedicado por pura necesidad.
Nikolái era un propietario muy sencillo; no le gustaban las innovaciones, sobre todo las introducidas en Inglaterra, entonces de moda; se burlaba de las obras teóricas sobre la agricultura, de las granjas especializadas, de las simientes caras; en general, no cuidaba particularmente de una rama de la hacienda, sino que la atendía en su conjunto. Siempre pensaba en la finca, y no en una parte de ella. Lo principal para él no era el nitrógeno ni el oxígeno —que se hallaba en la tierra y el aire—, ni un arado o abonos especiales, sino el instrumento básico mediante el cual actúan el nitrógeno y el oxígeno, el abono y el arado, es decir, el mujik-trabajador.
Cuando Nikolái comenzó a ocuparse de la hacienda y a comprender sus diversos elementos, el mujik atrajo particularmente su atención. El mujik no era para él sólo un instrumento de trabajo, sino su objetivo y juez. Intentó primero comprender sus necesidades y lo que el mujik consideraba bueno y malo. Hacía como si dispusiera y ordenara, pero, en el fondo, se limitaba a conocer sus métodos, sus palabras e ideas acerca de lo que era bueno y lo que era malo. Y sólo cuando hubo entendido los gustos y aspiraciones del mujik, cuando aprendió a expresarse en su lengua, cuando penetró en el sentido oculto de sus palabras y se sintió cerca de ellos, únicamente entonces empezó a dirigirlos de veras, es decir, a cumplir con respecto a los mujiks lo que de él exigían. Y la administración de Nikolái dio los más brillantes resultados.
Al asumir la dirección de la hacienda, sin vacilaciones y con una especie de intuición, Nikolái elegía como stárostay capataz a los mismos a quienes habrían elegido los mujiks, si hubieran podido elegir; y nunca se veía obligado a sustituirlos. Antes de estudiar la composición química de los abonos, antes de conocer el habery el debe(como le gustaba decir irónicamente), se informaba bien sobre la cantidad de ganado que tenían los campesinos y lo aumentaba por todos los medios. No permitía la división de bienes entre las familias, a las que apoyaba generosamente. Despreciaba por igual a los perezosos, los disolutos y los malos trabajadores y trataba de que fueran expulsados de la comunidad.
Durante la siembra y la siega del heno o de los cereales, vigilaba por igual sus propios terrenos y los de sus mujiks, de manera que pocos eran los propietarios que tuvieran tierras tan pronto y tan bien sembradas, tan pronto recogidas las cosechas y tan rentables los resultados como en las tierras de Nikolái.
No sabía tratar con los lacayos agregados a la casa señorial, a los que llamaba gorrones; según la opinión de todos, les consentía mucho y los mimaba demasiado. Cuando había que dar alguna orden concerniente a esos criados o cuando se trataba de castigar a alguno, se mostraba indeciso y pedía consejo a la familia. Pero llegado el caso de enviar al ejército a un criado en lugar de un mujik, lo hacía sin vacilar. En cuanto a los mujiks, nunca experimentaba la más pequeña duda. Cada una de sus órdenes —lo sabía bien– sería aprobada por todos, salvo raras excepciones.
No se permitía, sin embargo, recargar de trabajo a un siervo o condenarlo porque le apeteciera, ni tampoco facilitar el trabajo de alguno y recompensarlo según su deseo personal. No habría sabido explicar en qué consistía la medida de lo que debía hacerse o no, pero en su fuero interno esa medida era firme e inmutable.
Muchas veces, cuando hablaba de algún desorden o fracaso, exclamaba enfadado: “¡Este pueblo ruso!...”, y creía que detestaba a los mujiks. Pero la verdad era que amaba con toda su alma a ese pueblo ruso nuestro, y su modo de vivir; por eso había comprendido y seguido la única vía capaz de dar buen resultado en la hacienda.
La condesa María se mostraba celosa de ese amor de su marido y le dolía no poder compartirlo, pero le resultaba imposible comprender las alegrías y amarguras que le causaba ese mundo especial, tan ajeno a ella. No entendía por qué Nikolái se mostraba animado y dichoso cuando, después de haberse levantado al amanecer y pasar toda la mañana en el campo o en la era, en las sementeras o los prados, regresaba a la hora en que ella servía el té. No comprendía su entusiasmo cuando le refería que el rico y laborioso mujik Matvei Ermishin y su familia habían estado llevando haces durante toda la noche, mientras que los demás no los habían recogido aún. Tampoco se explicaba por qué sonreía tan alegremente debajo de los bigotes y guiñaba los ojos al pasar de la ventana al balcón, mientras una lluvia tibia y frecuente caía sobre los secos brotes de la avena, o por qué, en la época de la siega o la recolección, tostado por el sol, sudoroso, con olor de ajenjo y semillas de estragón en los cabellos, se frotaba las manos satisfecho si el viento alejaba unos nubarrones que amenazaban tormenta, y decía: “Otro día así y nuestra cosecha y la de los mujiks ya estarán en el granero”.
Todavía menos podía comprender por qué Nikolái, de tan buen corazón y siempre dispuesto a prevenir sus deseos, llegaba casi a la desesperación cuando era ella la portadora de la súplica de una campesina o de un mujik para una dispensa de trabajo que él se negaba rotundamente a conceder, rogándole que no interviniera en esos asuntos. Se daba cuenta de que su marido tenía un mundo particular, que amaba apasionadamente, un mundo gobernado por leyes que ella no comprendía.
En ocasiones, intentando comprenderlo, le hablaba del mérito que él tenía tratando tan bien a los mujiks. Nikolái contestaba enfadado:
–No hay tal mérito, nunca se me ha ocurrido; no hago nada por ellos. El bien al prójimo no es más que una idea poética y cuentos de mujeres. Lo que necesito es que nuestros hijos no tengan que pedir limosna. Debo consolidar nuestra fortuna mientras viva: no hay más que eso.
Y para eso necesito orden y severidad... Eso es todo– decía apretando su poderoso puño. —Eso y justicia, claro está– añadía, —porque si el campesino tiene hambre, si está desnudo, si no tiene más que un caballejo, no podrá trabajar ni para él ni para mí.
Y seguramente porque Nikolái no se permitía pensar que hacía algo en bien de los demás, tener buen corazón, cuanto hacía era beneficioso. Su fortuna aumentaba rápidamente. Los mujiks de las cercanías venían a él para que los comprara, y durante mucho tiempo después de su muerte el pueblo conservó grato recuerdo de él. “Era un verdadero amo... Lo primero, lo de los mujiks, y después, lo suyo. Tampoco aflojaba la mano. En una palabra, ¡un verdadero amo!”