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Guerra y paz
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 23:58

Текст книги "Guerra y paz"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Con la cabeza erguida y los brazos abandonados, como una danzarina, Natasha, andando de puntillas, pasó con decisión hasta el centro de la sala, donde se detuvo.

“¡Así soy yo!”, parecía decir, contestando a las extasiadas miradas de Denísov.

“¿A qué viene tanta alegría?– pensó Nikolái mirando a su hermana. —¿Cómo no se aburre ni se avergüenza?” Natasha comenzó a cantar; su garganta se dilató, enderezó el pecho y sus ojos adquirieron una expresión seria. En ese instante no pensaba en nadie ni en nada; su voz brotaba de la boca sonriente en una cascada de sonidos que cualquiera puede repetir mil veces de la misma manera dejándonos indiferentes, pero que, de improviso, a la mil y una nos hacen estremecer y llorar.

Aquel invierno Natasha había comenzado a cantar seriamente, sobre todo porque a Denísov le entusiasmaba su voz. Ya no cantaba como una niña; ya no había en su canto la aplicación infantil y cómica de antes; pero aún no cantaba bien, según opinaban los entendidos que la escuchaban: “Una voz muy bella, pero no educada todavía, debe educarla”, decían. Mas lo decían, habitualmente, mucho después de que hubiera callado. Mientras sonaba la voz no educada, con aspiraciones a destiempo, compases forzados, los entendidos nada decían, limitándose a disfrutar de la voz no educada y deseando escucharla de nuevo. Había en ella una pureza primitiva, la ignorancia de las propias posibilidades y un timbre aterciopelado, no cultivado, que se aliaba con los defectos en el arte de cantar aparentemente imposibles de corregir sin echarlo todo a perder.

“¿Qué pasa? —pensó Nikolái al oír la voz de su hermana, abriendo ampliamente los ojos—. ¿Qué le sucede? ¡Cómo canta hoy!”. Y en un momento, el mundo pareció concentrarse para él en la espera de la nota siguiente, de la frase siguiente, todo en el mundo estaba dividido en tres tiempos: “Oh mio crudele affetto”, ...uno dos, tres...

“Oh mio crudele affetto", uno, dos, tres... "Qué estúpida vida nuestra —pensó Nikolái—. La desgracia, el dinero, Dólojov, la ira, el honor... todo eso no es nada... La verdad es esto... ¡Bien, Natasha! ¡Bien, querida!... ¿Cómo dará este ? Ya lo dio, ¡gracias a Dios! —y sin darse cuenta de que estaba cantando para reforzar el , entonó la segunda y la tercia de la nota alta—. ¡Dios mío, qué bien! ¿Será posible que yo lo haya conseguido? ¡Magnífico!”

¡Cómo vibró aquella tecla, despertando en el alma de Rostov lo mejor que había en ella! Era algo independiente y superior a todo cuanto existía en el mundo. ¿Qué importaban ahora las pérdidas en el juego, Dólojov y la palabra de honor?... Todo son pequeñeces. Se puede matar, se puede robar y seguir siendo igualmente feliz...

XVI

Hacía tiempo que la música no proporcionaba a Rostov un placer semejante. Pero apenas terminó Natasha su barcarola, recordó de nuevo la realidad. Sin decir nada salió de la sala y se retiró a su habitación. Un cuarto de hora después el viejo conde, alegre y satisfecho, volvía del club. Nikolái, que lo oyó entrar, fue a verlo.

–Qué, ¿te has divertido?– preguntó Iliá Andréievich, sonriendo alegre y orgulloso al ver a su hijo.

Nikolái quiso decir sí, que se había divertido mucho; pero no pudo. A punto estuvo de romper en sollozos. El conde encendía la pipa y no se dio cuenta del estado de su hijo. "¡Oh, es inevitable!”, pensó Nikolái, por primera y última vez. Y con el tono más indiferente, que a él mismo le resultó repulsivo, como si pidiera el coche para ir a alguna parte, dijo a su padre:

–Papá, he venido para hablar con usted y casi me olvido. Necesito dinero.

–¿De veras?– dijo el padre, que se hallaba particularmente alegre. —Ya te dije que no tendrías bastante. ¿Necesitas mucho?

–Mucho– dijo Nikolái ruborizándose con una sonrisa estúpida y desenvuelta que, después, durante mucho tiempo, no pudo perdonarse. —He perdido a las cartas algún dinero, es decir, mucho, muchísimo, cuarenta y tres mil rublos.

–¿Cómo? ¿A quién?... ¡Bromeas!– exclamó el conde. Su cuello y la nuca enrojecieron súbitamente, como suele ocurrir con los viejos.

–He prometido pagar mañana– añadió Nikolái.

–¡Ya!...– dijo el conde, abriendo los brazos y dejándose caer sin fuerzas en el diván.

–¡Qué le vamos a hacer! ¡Le puede ocurrir a cualquiera!– dijo Nikolái en tono desenvuelto, mientras en su interior se llamaba vil e infame, diciéndose que por nada del mundo podría perdonarse aquel crimen. Habría querido besar las manos de su padre, pedirle perdón de rodillas, y en vez de eso decía con desparpajo y hasta grosería que a cualquiera le puede ocurrir.

El conde Iliá Andréievich bajó los ojos al oír estas palabras de su hijo y, con prisa, como si buscara algo, dijo:

–Sí, sí, será difícil... me temo que será muy difícil reunir... ese dinero... a cualquiera le puede ocurrir– y, lanzando una furtiva mirada al rostro de su hijo, se dirigió a la puerta...

Nikolái estaba dispuesto a defenderse, esperaba reproches, pero no eso.

–¡Papaíto! ¡Papaíto!– gritó sollozando. —¡Perdóneme!

Y asiendo la mano de su padre, cuando él se disponía a salir, la apretó contra sus labios y rompió a llorar.

Mientras el padre hablaba con el hijo, una explicación no menos importante tenía lugar entre madre e hija. Natasha, emocionada, corrió en busca de su madre:

–¡Mamá!... ¡Mamá!... Se me ha...

–¿Qué?

–Declarado... ¡Se me ha declarado!

La condesa no podía creer lo que oía. Denísov se había declarado; pero ¿a quién? ¿A una niña, a Natasha, que hacía poco jugaba con las muñecas y seguía estudiando?

–Basta, Natasha, no digas tonterías– dijo la condesa, esperando que se tratara de una broma.

–Pues no son tonterías. Hablo en serio, mamá– replicó enfadada Natasha. —Vengo a preguntarle qué debo hacer, y usted me dice que son tonterías.

La condesa se encogió de hombros.

–Si es verdad que monsieur Denísov te ha pedido que seas su esposa, dile que es un idiota: eso es todo.

–¡No, no es un idiota!– replicó Natasha, ofendida y grave.

–Entonces, ¿qué quieres? Hoy día todas estáis enamoradas... Bueno, si te has enamorado, cásate con él. ¡Ve con Dios!– dijo riendo y enfadada la condesa.

–No, no, mamá; no estoy enamorada de él; no creo estarlo.

–Bueno, ve y díselo.

–Mamá, ¿está usted enfadada? No se enfade, cariño mío, ¿qué culpa tengo yo?

–¿Qué quieres entonces? ¿Que vaya yo y le conteste por ti?– sonrió la condesa.

–No, lo haré yo misma. Sólo quiero que me diga cómo. Para usted todo es fácil– respondió Natasha, sonriendo a su vez. —¡Si viera cómo me lo ha dicho! Ya sé que no quería hacerlo, que lo hizo en contra de su voluntad.

–Pero de todos modos hay que decírselo.

–No, no... ¡Me da tanta lástima! ¡Es tan simpático!

–Entonces, acepta; en efecto, ya es hora de que te cases– dijo enfadada y burlona la condesa.

–Eso no, mamá, pero me da mucha pena. No sé cómo decírselo.

–Tú no tienes nada que decir, le hablaré yo– concluyó la condesa, molesta de que alguien se hubiera atrevido tratar a la pequeña Natasha como a una persona mayor.

–No, de ninguna manera. Se lo diré yo misma, usted escuche detrás de la puerta– y corrió hacia la sala donde, sentado en la misma silla, junto al clavicordio, esperaba Denísov cubierto el rostro con las manos.

Al oír los leves pasos de la muchacha se puso en pie.

–Natasha, mi suerte está en sus manos. Decida– dijo acercándose rápidamente a ella.

–Vasili Dmítrievich, ¡me da usted tanta pena!... Es usted tan bueno... pero eso no, no... lo querré siempre, como lo quiero ahora.

Denísov se inclinó sobre su mano y Natasha oyó un ruido extraño, incomprensible para ella. Besó su cabeza de cabellos negros, enmarañados y rizosos. En aquel instante se oyó el apresurado andar de la condesa y el susurro de su vestido.

–Vasili Dmítrievich, le agradezco el honor– dijo, acercándose a ellos, la condesa con voz confusa, que a Denísov pareció severa, —pero mi hija es muy joven y pensé que usted, siendo amigo de mi hijo, se dirigiría primero a mí; en ese caso, no me habría puesto en el trance de contestarle con una negativa.

–Condesa...– dijo Denísov con los ojos bajos y voz culpable. Quiso añadir algo, pero no lo consiguió.

Natasha no pudo permanecer tranquila al verlo tan abatido. Comenzó a sollozar ruidosamente.

–Condesa, me reconozco culpable– prosiguió Denísov con voz entrecortada. —Pero sepa que adoro tanto a su hija y a toda su familia, que daría dos vidas...– miró a la condesa, y al ver su rostro severo añadió: —Adiós, condesa.

Besó su mano y, sin volverse a Natasha, con pasos rápidos y decididos salió de la estancia.

Al día siguiente Rostov despedía a Denísov, que no quiso detenerse en Moscú ni un día más. Todos los amigos acudieron a despedirlo con una fiesta de zíngaros, y ni se dio cuenta de cómo lo llevaron al trineo y cómo recorrió el camino hasta la tercera posta.

Después de la marcha de Denísov, Rostov permaneció todavía dos semanas en Moscú, esperando el dinero que el viejo conde no pudo reunir antes; no salía de casa y pasaba casi todo el tiempo en la habitación de las jóvenes.

Sonia se mostraba con él más tierna y enamorada que nunca. Parecía querer demostrarle que su desgracia en el juego había sido un acto heroico y que eso aumentaba su amor. Pero ahora Nikolái se juzgaba indigno de ella.

Llenó de versos y notas de música los álbumes de las jóvenes, y sin despedirse de ninguna de sus amistades, una vez que hubo enviado los cuarenta y tres mil rublos a Dólojov y con el recibo en su poder, partió a fines de noviembre para alcanzar su regimiento, que ya estaba en Polonia.

Segunda parte

I

Después de la explicación con su mujer, Pierre partió para San Petersburgo. En la posta de Torzhok no había caballos o el maestro de postas no quiso dárselos. Pierre se vio obligado a esperar. Se echó vestido en un diván de cuero, ante una mesa redonda, apoyó en ella sus grandes pies, embutidos en altas botas forradas de piel, y quedó sumido en sus pensamientos.

–¿Desea el señor que traiga las maletas?– preguntó su ayuda de cámara. —¿Quiere que le prepare el lecho? ¿Que prepare té?

Pierre no le contestó, porque no veía ni oía nada. En la parada anterior había comenzado a pensar y continuaba sus reflexiones sobre cosas tan importantes que no prestaba atención alguna a cuanto sucedía en derredor. No sólo no le preocupaba llegar tarde o temprano a San Petersburgo y ni siquiera si en la estación de postas habría lugar para descansar. En comparación con sus graves problemas, le parecía indiferente permanecer unas horas o toda la vida en aquel lugar.

El maestro de postas, su mujer, su ayuda de cámara y una vendedora de bordados típicos entraron sucesivamente en la habitación, ofreciendo sus servicios. Pierre, con los pies encima de la mesa, los miraba a través de los lentes, sin comprender qué pretendían y cómo aquellas personas podían vivir sin resolver los problemas que a él lo preocupaban. Y lo preocupaban exactamente los mismos que lo habían atormentado, después del duelo en Sokólniki, cuando pasó la primera noche en un suplicio y sin conciliar el sueño, con la diferencia de que ahora, en la soledad del viaje, esos pensamientos se habían adueñado de él con fuerza extraordinaria. Aunque empezase a pensar en otras cosas, volvía siempre a los problemas que ni podía resolver ni dejar de plantearse, como si en su cabeza se hubiera pasado de roscael tornillo fundamental sobre el que descansaba toda su vida. Ese tornillo no avanzaba ni retrocedía, sino que giraba, giraba siempre sin apresar nada, en el mismo sitio, sin que nada ni nadie le impidiera girar.

El maestro de postas volvió y, humildemente, rogó a Su Excelencia que esperara sólo dos horas, tras lo cual, sucediera lo que sucediese, daría a Su Excelencia caballos del correo. Evidentemente el maestro de postas estaba mintiendo, con el deseo de sacar al viajero algún dinero de más. “¿Eso está bien o mal? —se preguntaba Pierre—. Para mí está bien; para otro viajero, mal; y en cuanto a él, es inevitable, pues necesita comer. Dice que por eso un oficial le pegó; y el oficial le pegó porque tenía prisa... Y yo disparé sobre Dólojov porque me consideraba ofendido. Y mataron a Luis XVI porque lo consideraban culpable, y un año después hicieron lo mismo, por la misma razón, con aquellos que lo habían guillotinado. ¿Qué es lo que está mal? ¿Qué es lo que está bien? ¿Qué se debe amar u odiar? ¿Para qué hay que vivir? ¿Qué soy yo? ¿Qué es la vida o la muerte? ¿Qué fuerza lo rige todo?" A ninguna de esas preguntas hallaba respuesta, salvo una, ilógica, que de hecho no era la respuesta a esas preguntas. La respuesta era: “Morirás y todo habrá concluido. Morirás y lo sabrás todo o dejarás de preguntar". Pero morir también era terrible.

La vendedora de Torzhok ofrecía con voz chillona sus mercancías, insistiendo especialmente en unas pantuflas de piel de cabra. “Tengo cientos de rublos y no sé qué hacer con ellos y esta mujer lleva una pelliza rota y me mira tímidamente —pensó Pierre—. ¿Para qué sirve ese dinero? ¿Puede añadir un ápice a la felicidad, a la serenidad del alma? ¿Acaso puede algo en este mundo convertirnos, a esa mujer y a mí, en seres menos propensos al mal y a la muerte? La muerte, que pone término a todo, puede llegar hoy o mañana, es decir, dentro de un instante en comparación con la eternidad. Y de nuevo se esforzaba en apretar aquel tornillo que no hacía más que girar en el mismo sitio sin apresar nada.

El ayuda de cámara le trajo un libro abierto hasta la mitad, una novela epistolar de Mme Suza. Comenzó a leer algunas páginas que describían los sufrimientos y la virtuosa resistencia de cierta Amelia de Mansfeld. "¿Por qué se resistía a su seductor si lo amaba? —pensaba Pierre—. Dios no podía haber puesto en su alma una inclinación contraria a su voluntad."

"Mi primera mujer no resistió, y tal vez tuviera razón. Nada se sabe. Nada es seguro —se dijo Pierre una vez más—. Sólo podemos saber que no sabemos nada. Y éste es el más alto grado de la sabiduría humana."

Todo en él y su alrededor le parecía insensato, abyecto y confuso. Pero en la misma repulsión por cuanto lo rodeaba, encontraba Pierre una especie de placer excitante.

–Me atrevo a pedir a Su Excelencia que haga un poco de sitio, en favor de este señor– dijo el maestro de postas, entrando en la cámara con otro viajero que también había tenido que detenerse por falta de caballos.

El recién llegado era un viejo recio, bien estructurado, de rostro amarillento y rugoso, cejas canosas que sobresalían sobre unos ojos brillantes de un gris indefinido.

Pierre retiró los pies de la mesa, se levantó y se tumbó en la cama preparada para él. De vez en cuando miraba al viajero, quien, con aire cansado y sombrío, sin fijarse en Pierre, se despojaba pesadamente de la ropa con ayuda de su criado. Cuando quedó tan sólo con un chaquetón forrado de nanquín y altas botas de fieltro que cubrían sus piernas delgadas y huesudas, se sentó en el diván y, apoyando en el respaldo su voluminosa cabeza de cabellos recortados y anchas sienes, miró a Bezújov. Llamó la atención de Pierre la expresión severa, inteligente y penetrante de aquella mirada. Sintió deseos de entablar conversación con su compañero, pero cuando se disponía a dirigirse a él, a propósito del camino, el anciano había cerrado ya los ojos y unido las rugosas manos, en uno de cuyos dedos llevaba un anillo de hierro con la efigie de Adán; permanecía inmóvil, descansando o reflexionando profundamente, según le pareció a Pierre. El criado del viajero era un viejecito amarillento y lleno de arrugas, sin bigote ni barba, y no porque se afeitara sino porque nunca le crecieron. Sacó, diligente, las provisiones, dispuso la mesa para el té y trajo el samovar hirviendo; cuando todo estuvo listo, el viajero abrió los ojos, se acercó a la mesa, se sirvió un vaso y puso otro para el lampiño criado. Pierre, algo inquieto, sintió que era necesario, inevitable, entablar conversación con el viajero. El criado trajo su vaso vacío sobre un plato y un pedacito de azúcar mordisqueado y preguntó si deseaba algo más.

–Nada; dame mi libro– contestó el viajero.

El criado obedeció y el libro le pareció a Pierre de contenido religioso. El viajero se sumergió en la lectura. Pierre no dejaba de mirarlo. Inesperadamente, el anciano apartó el libro, señaló la página y lo cerró; volvió a entornar los ojos, se apoyó en el respaldo y tomó la posición de antes. Pierre lo observaba atentamente; pero antes de que tuviera tiempo de volverse, el viejo abrió los ojos y fijó una mirada severa y resuelta en su rostro.

Pierre se sintió confuso: quería rehuir aquella mirada, pero los brillantes ojos del anciano lo atraían de modo irresistible.

II

—Si no me engaño, tengo el placer de hablar con el conde Bezújov– dijo tranquilamente y en voz alta el viajero.

Pierre, silencioso, miró interrogativamente al viajero a través de los lentes.

–He oído hablar de usted y de la desgracia que lo aflige– prosiguió el anciano. Parecía subrayar la palabra desgracia como queriendo decir: “Sí, desgracia; llámelo como guste, pero sé bien que lo sucedido en Moscú es una desgracia y lo lamento mucho, señor".

Pierre se ruborizó; bajó rápidamente los pies de la cama, e, inclinándose hacia el viejo, sonrió forzada y tímidamente.

–No lo he mencionado por mera curiosidad, señor mío, sino por razones más graves.

Calló, sin apartar los ojos de Pierre, y se desplazó en el diván, invitándolo con un gesto a sentarse junto a él. A Pierre le era desagradable entrar en conversación con el viejo pero, obedeciéndole a su pesar, se acercó a él y se sentó en el diván.

–Es usted desdichado, señor– prosiguió el desconocido. —Usted es joven y yo soy viejo. Me gustaría ayudarlo en la medida de mis fuerzas.

–Ah, sí– dijo Pierre con una forzada sonrisa. —Muy agradecido... ¿De dónde viene usted?

El rostro del viajero no era afable; más bien frío y severo; y, a pesar de todo, las palabras y el rostro del anciano ejercían sobre Pierre una irresistible atracción.

–Pero si por cualquier motivo mi conversación le molesta, dígamelo francamente– y sonrió de pronto con un gesto paternal, lleno de una ternura que nadie habría sospechado en él.

–No, no, de ninguna manera. Todo lo contrario; estoy contentísimo de haberlo conocido– dijo Pierre; y volviendo a mirar las manos del desconocido pudo ver más cerca la sortija: llevaba en ella la cabeza de Adán, símbolo de los masones. —Permítame que le pregunte– añadió, —¿es usted masón?

–Sí, pertenezco a la hermandad de los francmasones– explicó el anciano, mirando cada vez con mayor profundidad a Pierre; —y en mi nombre y en el de los míos le tiendo fraternalmente la mano.

–Temo... ¿cómo le diría?... Temo que mis ideas sobre el origen del mundo sean tan opuestas a las suyas que no podríamos entendernos– sonrió Pierre, vacilando entre la confianza que le inspiraba el viejo y la costumbre de bromear sobre las creencias de los masones.

–Conozco sus ideas– dijo el masón. —Las ideas de que habla le parecen obra de su esfuerzo intelectual, pero corresponden al modo de pensar de la mayoría de los hombres y son el producto unívoco de la pereza, el orgullo y la ignorancia. Perdóneme, señor mío, pero no habría hablado con usted si no lo supiera; su modo de pensar es un lamentable error.

–De la misma manera puedo yo suponer que es usted quien está en el error– dijo Pierre sonriendo levemente.

–Nunca me atreveré a decir que poseo la verdad– dijo el masón, que cada vez asombraba más a Pierre por la firmeza y precisión de sus palabras. —Un individuo solo no puede alcanzar la verdad; tan sólo piedra a piedra, con la participación de todos, de millones de generaciones, desde nuestro padre Adán hasta hoy, se va levantando el templo que debe ser digna morada del Altísimo– concluyó el masón, y cerró los ojos.

–Debo confesarle que yo no creo... no creo en Dios– dijo Pierre con sentimiento y esfuerzo, sintiéndose obligado a decir toda la verdad.

El masón miró atentamente a Pierre y sonrió como podría hacerlo un ricachón con las manos llenas de millones ante un pobre que le dijese que le faltaban cinco rublos que podrían hacerlo feliz.

–Sí, sí, es usted desgraciado, señor mío– observó el masón, —porque no puede conocerlo, y ésa es la razón de su desgracia.

–Sí, lo soy– confirmó Pierre, —pero, ¿qué puedo hacer?

–No lo conoce y por eso es usted muy desgraciado. Y, sin embargo, Él está aquí. Está en mí, en mis palabras; está en ti y hasta en las palabras sacrílegas que acabas de pronunciar– dijo el masón con voz temblorosa y severa.

Después guardó silencio y suspiró, empeñado, al parecer, en calmarse.

–Si no existiera– prosiguió, —no hablaríamos de Él, señor mío– dijo a media voz. —¿De qué, de quién hemos hablado? ¿A quién has negado?– exclamó de pronto con voz llena de severa exaltación y autoridad. —¿Quién lo inventó si no existe? ¿Cómo se te ha ocurrido pensar que existe un ser tan incomprensible? ¿Por qué tú y todo el mundo suponen la existencia de un ser tan inconcebible, de un ser tan omnipotente, eterno e infinito en todas sus manifestaciones?

Se detuvo y permaneció silencioso un buen rato. Pierre no podía ni deseaba interrumpir aquel silencio.

–¡Existe, pero es difícil comprenderlo!– volvió a decir el masón, pero sin mirar a Pierre, sino delante de sí: hojeaba las páginas del libro con sus manos seniles, que por la emoción no podía mantener quietas. —Si pusieras en duda la existencia de un hombre te lo traería aquí; lo tomaría de la mano y te lo mostraría. Pero ¿cómo puedo yo, insignificante mortal, mostrar toda su omnipotencia, toda su eternidad, toda su bondad a uno que es ciego, o cierra los ojos para no verlo, para no comprenderlo, para no ver y comprender toda su propia vileza y abyección?

Hizo una pausa.

–¿Qué eres? ¿Quién eres tú? Te crees sabio porque has podido pronunciar esas palabras sacrílegas– prosiguió con sombría y despectiva sonrisa. —Pero eres más necio y más insensato que un niño que, jugando con las piezas de un reloj perfectamente construido, se atreviera, por no comprender la finalidad del reloj, a no creer en la existencia del artesano que lo hizo. Es difícil conocerlo. Siglo tras siglo, desde nuestro padre Adán hasta nuestros días, se trabaja febrilmente por comprenderlo, ¡y estamos aún infinitamente lejos de la meta! Pero en esta incomprensión vemos tan sólo nuestra debilidad frente a su grandeza...

Pierre, con el corazón oprimido, contemplaba con ojos brillantes el rostro del masón; lo escuchaba sin interrumpirlo, sin preguntar nada, y con toda su alma creía en las palabras de aquel desconocido. ¿Creía en los sensatos argumentos aportados por él? ¿O creía, como los niños, gracias a la entonación, a la convicción y la cordialidad de las palabras, o al temblor de la voz casi a punto de quebrarse?; ¿o creía en los ojos seniles y brillantes, envejecidos en esa convicción, en la tranquilidad, la firmeza, la conciencia de la propia misión que se reflejaba en todo aquel ser tan opuesto al vacío interior y la desesperación de Pierre? Con toda su alma deseaba creer y experimentar un alegre sentimiento de paz, renovación y retorno a la vida.

–No se lo alcanza con la inteligencia, sino con la vida misma– dijo el masón.

–No entiendo– aseguró Pierre sintiendo con temor que la duda surgía en él. Temía el razonamiento vago y débil de su interlocutor; temía no creerle. —No entiendo– repitió —por qué la inteligencia humana no puede alcanzar el conocimiento del que usted habla.

El masón sonrió con su sonrisa afable y paternal.

–La suprema sabiduría y la verdad son como un líquido purísimo, que querríamos captar– dijo. —¿Puedo, acaso, recoger ese líquido purísimo en un recipiente sucio y determinar luego su pureza? Sólo mediante la interior purificación de mí mismo puedo llegar a conocer, en cierta medida, el líquido recogido.

–Sí, sí... así es– dijo Pierre con alegría.

–La suprema sabiduría no se funda en la razón únicamente, ni en las ciencias profanas, la física, la química o la historia, en que se divide el conocimiento. La sabiduría suprema es una sola ciencia. La ciencia de todo, la ciencia que explica la creación y el lugar que en ella ocupa el hombre. Para abarcar esta ciencia hay que renovar y purificar el propio espíritu; por eso, antes de saber, hay que creer y perfeccionarse. Y para llegar a esa meta, se enriquece nuestro espíritu con una luz divina que se llama conciencia.

–Sí, sí– confirmó Pierre.

–Contempla con los ojos del alma tu propio ser y pregúntate si estás satisfecho de ti mismo. ¿Qué has conseguido dejándote llevar sólo por la inteligencia? ¿Qué eres? Usted, señor mío, es joven, rico, inteligente, culto; pero ¿qué ha hecho con todos esos bienes que se le han dado? ¿Está contento de sí y de su vida?

–No. Odio mi vida– dijo Pierre arrugando el ceño.

–La odias. Entonces, cámbiala. Purifícate, y a medida que te purifiques conocerás la sabiduría. Examine su vida, señor mío. ¿Cómo la ha pasado? En desordenadas orgías y juergas, recibiéndolo todo de la sociedad sin darle nada. Recibió una fortuna, ¿cómo la ha empleado? ¿Qué ha hecho por el prójimo? ¿Ha pensado en los miles de seres que son esclavos suyos? ¿Les ha ayudado moral y materialmente? No. Se ha aprovechado de su trabajo para llevar una vida disoluta: eso es lo que ha hecho. ¿Escogió una profesión en la que pudiera ser útil a los demás? No. Prefirió pasar la vida en el ocio. Después se casó. Tomó la responsabilidad de guiar a una mujer joven, ¿y qué ha hecho? No la ayudó a encontrar el camino de la verdad, sino que la ha precipitado en el abismo de la mentira y la desventura. Lo ofende un hombre y usted lo mata. Y dice que no conoce a Dios y que odia su vida. ¡No hay nada en esa vida digno de mención, señor mío!

Tras este discurso, el masón, como si quedara cansado, se apoyó de nuevo en el respaldo del diván y cerró los ojos. Pierre se quedó mirando aquel rostro senil, severo e inmóvil, aparentemente sin vida; después, sin articular palabra, movió los labios. Quería decir: "Sí, es verdad: he vivido una existencia vil, ociosa y depravada”. Pero no se atrevió a romper el silencio.

El masón tosió roncamente, con tos de viejo, y llamó a su criado.

–¿Qué hay de los caballos?– preguntó, sin mirar a Pierre.

–Ya han llegado– repuso el criado. —¿No va a descansar?

–No, di que enganchen.

"¿Será posible que se vaya, dejándome solo, sin decírmelo todo, sin prometerme ayuda?”, pensó Pierre levantándose. Con la cabeza baja comenzó a pasear por la estancia, mirando de vez en cuando al masón. "Sí, no había reflexionado en estas cosas, he llevado una vida despreciable, disoluta; pero no me gustaba, no la quería. Este hombre conoce la verdad y, si quisiera, podría revelármela.” Pierre deseaba decírselo al masón, pero no se atrevía. El viajero recogió sus cosas con aquellas manos viejas y expertas y se abotonó el abrigo de piel. Cuando todo estuvo dispuesto, se volvió a Bezújov y, en tono indiferente y cortés, le dijo:

–¿Adonde se dirige ahora, señor mío?

–¿Yo? A San Petersburgo– contestó Pierre con voz infantil y vacilante. —Le doy las gracias. Estoy de acuerdo en todo con usted. Pero no piense que soy tan malo. Con toda mi alma querría ser lo que usted quiere que sea, pero nunca he encontrado ayuda en nadie... Por lo demás, me considero el primer culpable. Ayúdeme, instrúyame, y tal vez...

Pierre no pudo seguir. Suspiró profundamente y se volvió de espaldas.

El masón guardó silencio largo rato. Parecía reflexionar; por fin dijo:

–La ayuda viene sólo de Dios; pero lo que nuestra orden pueda darle se lo dará, señor mío. Va usted a San Petersburgo, entregue esto al conde Villarski– sacó la cartera y escribió unas palabras en un pliego que dobló en cuatro. —Permítame un consejo: cuando llegue a la capital, dedique los primeros días al recogimiento, a un examen de conciencia, y no vuelva a la vida de antes. Le deseo buen viaje y muchos éxitos...– añadió, advirtiendo que su criado entraba en la habitación.

El viajero era Osip Alexéievich Bazdéiev, según Pierre pudo ver en el libro de registro. Bazdéiev había sido uno de los masones y martinistas más significados en la época de Nóvikov. Mucho tiempo después de su marcha, Pierre, sin acostarse y sin pedir los caballos, estuvo paseando por la habitación, reflexionando sobre su disoluto pasado e imaginando con entusiasmo un futuro feliz, irreprochable y virtuoso; porvenir que le parecía facilísimo. Creía haber sido hasta entonces un vicioso por haber olvidado tan sólo y casualmente lo buena que era la virtud. En su alma no quedaban ya trazas de las pasadas dudas. Creía con firmeza en la posibilidad de la fraternidad humana, de una sociedad de hombres unidos para sostenerse unos a otros en el camino de la virtud: era así como se imaginaba la masonería.

III

Pierre no comunicó a nadie su llegada a San Petersburgo. No salía de casa y dedicaba todo el tiempo a la lectura de Tomás de Kempis, libro que había llegado a sus manos sin que supiera quién se lo había enviado. La lectura de este libro le proporcionaba siempre la misma sensación: el placer nunca saboreado de creer en la posibilidad de alcanzar la perfección, la posibilidad del amor fraterno y activo entre los hombres que Osip Alexéievich le revelara. Una semana después de su llegada, el joven conde polaco Villarski, a quien Pierre conocía de vista por habérselo encontrado en algunas fiestas de sociedad, entró una tarde en su habitación con el mismo aire oficial y solemne que tenían los testigos de Dólojov el día del duelo. Una vez cerrada la puerta y después de haberse cerciorado de que salvo Pierre no había nadie en la estancia, dijo:

–Vengo con una comisión y una propuesta, conde...– y prosiguió, sin sentarse. —Una persona muy importante de nuestra fraternidad ha pedido que sea usted admitido en ella antes del término acostumbrado, y quiere que yo sea su garante. Considero un sagrado deber cumplir la voluntad de esa persona. ¿Desea entrar, con mi garantía, en la asociación de los francmasones?

El tono frío, severo, de aquel hombre al que Pierre había visto casi siempre en los bailes, sonriente y cortés, entre las más distinguidas damas, extrañó a Pierre.

–Sí, lo deseo– dijo.

Villarski inclinó la cabeza.

–Otra pregunta más, conde– dijo, —a la que ruego que conteste con toda sinceridad, no como futuro masón sino como caballero: ¿ha renunciado a sus antiguas convicciones? ¿Cree en Dios?


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