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Guerra y paz
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 23:58

Текст книги "Guerra y paz"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Pierre meditó un instante.

–Sí... sí, creo en Dios– dijo.

–En tal caso...– comenzó Villarski.

Pero Pierre lo interrumpió:

–¡Sí, creo en Dios!– afirmó.

–En tal caso podemos ir, mi coche está a su disposición– dijo Villarski.

Durante todo el trayecto Villarski guardó silencio. A las preguntas de Pierre sobre lo que debía hacer o contestar explicó solamente que otros hermanos más autorizados que él lo someterían a prueba y él sólo tendría que decir la verdad.

Atravesaron el portalón de la gran casa donde se encontraba la logia, subieron una escalera oscura y entraron en una pequeña antecámara iluminada, donde, sin la ayuda de criados, se quitaron los abrigos. Después pasaron a otra habitación. Junto a la puerta apareció un hombre vestido de extraña manera. Villarski salió a su encuentro, cuchicheó algo en francés y se acercó a un pequeño armario, donde Pierre vio vestiduras que jamás había visto. Villarski sacó del armario un pañuelo y vendó los ojos de Pierre; al atárselo en la nuca, se enredó en el nudo un mechón de cabellos. Después atrajo a Pierre hacia sí, lo besó y, tomándolo de la mano, lo condujo a otro lugar. Los tirones del mechón de pelo enredado en el nudo le dolían, haciéndole arrugar la frente y sonreír avergonzado. Aquel enorme cuerpo, con los brazos colgando, el rostro contraído y sonriente, seguía con paso incierto y tímido a Villarski.

A los diez pasos Villarski se detuvo.

–Si está firmemente decidido a entrar en nuestra hermandad, debe soportar con valor cualquier cosa que le ocurra.

Pierre contestó con una señal afirmativa de la cabeza.

–Cuando oiga que llaman a la puerta, quítese la venda– añadió Villarski; —le deseo valor y éxito.

Y estrechando la mano de Pierre, Villarski salió.

Una vez solo en aquel lugar desconocido, Pierre siguió sonriendo. Dos veces se encogió de hombros, se llevó la mano al pañuelo como para quitárselo, pero no lo hizo. Los cinco minutos que llevaba con los ojos vendados le parecieron una hora interminable. Le pesaban los brazos, las piernas le temblaban y se sentía cansado. Experimentaba las más complejas y diversas sensaciones. Temía lo que iba a suceder y temía más aún dar muestras de su miedo. Sentía curiosidad por lo que iba a pasar o por lo que pensaban revelarle. Pero sobre todo estaba contento de haber llegado al instante en que iba a entrar, por fin, en el camino de la renovación, de la vida activa y virtuosa en que soñaba desde que conociera a Osip Alexéievich. Se oyeron fuertes golpes en la puerta. Pierre se quitó la venda y miró en derredor. Una profunda oscuridad reinaba en la habitación; sólo en un ángulo lucía una pequeña lámpara de aceite que iluminaba algo blanco. Pierre se acercó y vio que la lámpara estaba puesta sobre una mesa negra, junto a un libro abierto. Eran los Evangelios. Y aquello blanco, una calavera humana con sus órbitas y dientes. Pierre leyó las primeras palabras del Evangelio: “En el principio era el Verbo y el Verbo estaba en Dios...”; dio la vuelta a la mesa y encontró una gran caja abierta: era un féretro y estaba lleno de huesos. Pierre no se asombró para nada de cuanto veía. Esperando entrar en una vida totalmente nueva, del todo diversa de la anterior, aguardaba las cosas más extraordinarias. El cráneo, el féretro, el Evangelio: todo lo esperaba y le parecía que debía esperar aún otras cosas. Miraba en derredor, esforzándose por excitar en sí un sentimiento de fervor: “Dios, la muerte, el amor, la fraternidad de los hombres”, pensaba relacionando con estas palabras la representación confusa pero luminosa de algo. Se abrió la puerta y alguien entró en la estancia oscura.

A la débil claridad de la lámpara, a la que Pierre ya se había acostumbrado, vio a un hombre de mediana estatura, que se detuvo en la penumbra; después, con pasos mesurados, se acercó a la mesa y apoyó en ella sus pequeñas manos enfundadas en guantes de piel.

Llevaba un mandil de cuero blanco que le cubría el pecho y parte de las piernas. En derredor del cuello tenía algo semejante a un collar, por debajo del cual emergía una chorrera alta y blanca que enmarcaba su alargado rostro, iluminado desde abajo.

–¿Por qué ha venido aquí?– preguntó el desconocido, volviéndose hacia donde suponía que estaba Pierre. —Si no cree en la verdad de la luz y no ve la luz, ¿por qué ha venido aquí? ¿Qué quiere de nosotros? ¿La sabiduría, la virtud, el conocimiento?

Desde que se abrió la puerta para dar paso a aquel hombre, Pierre experimentaba un sentimiento de temor y veneración, semejante a lo que sentía al confesarse siendo niño. Se sentía a solas con un hombre completamente ajeno a él por las condiciones de su vida y próximo, sin embargo, por la fraternidad con los demás hombres. El corazón de Pierre latía atropelladamente, a punto de no dejarlo respirar, cuando se acercó el rector (en el lenguaje masónico llamaban “rector” al hermano encargado de iniciar al postulante). Cuando se aproximó más reconoció en él a uno de sus conocidos, Smoliáninov, y eso le molestó. Aquel hombre no debía ser para él más que un hermano, un preceptor virtuoso. Durante unos instantes Pierre no pudo pronunciar palabra alguna, de tal manera que el “rector” hubo de repetir su pregunta.

–Sí... sí... yo... quiero renovarme– contestó Pierre con esfuerzo.

–Bien– dijo Smoliáninov, y siguió adelante: —¿Tiene idea de los medios con que nuestra orden lo ayudará a conseguir ese fin?– respondió rápida y tranquilamente.

–Yo... yo espero... la guía... el auxilio de la renovación...

A Pierre le temblaba la voz; tenía que esforzarse a cada palabra a causa de la emoción y la falta de costumbre de expresarse en ruso sobre temas abstractos.

–¿Qué idea tiene de la francmasonería?

–Creo que es la hermandad e igualdad de los hombres con fines altruistas– dijo Pierre; y conforme pronunciaba esas palabras, se avergonzaba por lo que había en ellas de contraste con la solemnidad del momento. —Creo que...

–Bien– interrumpió el "rector”, que parecía satisfecho con aquella respuesta. —¿Ha buscado en la religión el medio para lograr lo que pretende?

–No. La creía injusta, no la seguí nunca– contestó Pierre, en voz tan baja que el "rector” tuvo que pedirle que repitiera sus palabras. —Era ateo.

–Usted busca la verdad para seguir sus leyes en la vida. Es decir, busca la virtud y la sabiduría, ¿verdad?– preguntó el "rector” después de una corta pausa.

–Sí, sí– confirmó Pierre.

El "rector” tosió; cruzó sus manos enguantadas sobre el pecho y comenzó a hablar.

–Ahora debo descubrirle el objetivo principal de nuestra orden; si ese objetivo coincide con el suyo, entrará en nuestra hermandad con provecho. Nuestro fin esencial, que al mismo tiempo es la base en que se asienta nuestra organización y que ninguna fuerza humana puede destruir, es la conservación y transmisión a la posteridad de cierto misterio importantísimo... que poseemos desde tiempos remotos, ya desde el primer hombre. De ese misterio depende acaso la suerte del género humano. Pero es de tal naturaleza que nadie puede conocerlo ni utilizarlo si no está preparado mediante una larga y constante purificación: a eso se debe que sean muy pocos los que puedan alcanzarlo en breve tiempo. Por ello, tenemos un segundo objetivo, que consiste en preparar a nuestros miembros, en la medida de lo posible, a mejorar sus corazones, a purificar y esclarecer su mente con los medios transmitidos por los hombres que se han esforzado en la búsqueda de tal misterio, gracias a lo cual demostraron ser aptos para su percepción. Depurando y corrigiendo a nuestros hermanos intentamos, y éste es el tercer objetivo, corregir a todo el género humano, dándole ejemplo de piedad y virtud; así intentamos combatir también, con todas nuestras fuerzas, el mal que reina en el universo. Reflexione sobre esto y volveré a verlo.

Y dicho esto, salió de la estancia.

–Combatir el mal que reina en el universo...– repitió Pierre; y se imaginó toda su futura actividad en esa esfera.

Se imaginó entre hombres iguales a como él era hasta hacía poco y mentalmente les dirigió un aleccionador y edificante discurso. Eran hombres viciosos y desventurados, a quienes ayudaba de palabra y obra, víctimas que salvaba de sus opresores. De los tres objetivos expuestos por el rector, el último —la mejora del género humano– le era el más afín. Aquel misterio importante del que le habían hablado, aunque excitaba su curiosidad, no le parecía tan esencial; y el segundo objetivo, la purificación propia, la mejora de sí mismo, lo preocupaba poco, porque en aquel instante se sentía ya corregido por entero de sus antiguos vicios y sólo dispuesto al bien.

Media hora después volvió el rector para enseñar al peticionario las virtudes correspondientes a los siete peldaños del templo de Salomón, que cada masón debía cultivar en sí mismo. Tales virtudes eran: primera, la discreción, moderación y observancia de los secretos de la orden; segunda, obediencia a los altos cargos de la orden; tercera, conducta moral; cuarta, amor a la humanidad; quinta, valor; sexta, generosidad; séptima, amor a la muerte.

–Medite frecuentemente sobre la muerte– dijo el rector —y trate de no ver en ella a un enemigo terrible, sino a un amigo... que libra de esta vida calamitosa al alma que ha sufrido en su esfuerzo por alcanzar la virtud y la lleva a un lugar de recompensa y descanso.

“Sí, tiene que ser así”, pensó Pierre cuando, dichas aquellas palabras, el rector volvió a dejarlo solo con sus reflexiones. “Debe ser así, pero me veo todavía tan débil que amo esta vida cuyo sentido comienza ahora a revelarse.” Las otras virtudes estaban ya en su alma; Pierre las recordó contando con los dedos, valor; generosidad, conducta moral, amor a la humanidady, sobre todo, la obediencia, que para él, ahora, era más felicidad que virtud. (¡Se sentía tan dichoso por librarse de la propia voluntad y poder someterla a quienes conocían la verdad absoluta!) Pero había olvidado la séptima virtud y no podía recordarla.

El rector volvió al poco rato por tercera vez. Preguntó a Pierre si seguía firme en su intención y decidido a someterse a cuanto se exigiera de él.

–Estoy dispuesto a todo– contestó Pierre.

–Debo decirle todavía que nuestra orden enseña su doctrina no con palabras solamente, sino también con otros medios que, acaso, actúan con más energía que las simples expresiones verbales sobre los auténticos buscadores de la sabiduría y de la virtud. Este templo, con la decoración que puede ver, debe decirle mucho más que las palabras, si su corazón es sincero. Tal vez, en el proceso de su admisión, conozca semejante modo de enseñanza. Nuestra orden imita a las sociedades antiguas, que expresaban sus doctrinas mediante jeroglíficos. El jeroglífico– siguió el rector —es la representación de un objeto no percibido por los sentidos que contiene en sí las propiedades de lo simbolizado.

Pierre sabía muy bien lo que eran los jeroglíficos, pero no se atrevía a decirlo. Escuchaba en silencio al rector, sintiendo, a juzgar por todo, que las pruebas comenzarían de un momento a otro.

–Si está decidido, debe comenzar la iniciación– dijo el rector acercándose a Pierre. —En señal de generosidad, le ruego que me entregue todos los objetos de valor que tenga.

–No traigo nada conmigo– dijo Pierre, suponiendo que le pedían la entrega de cuanto tenía.

–Lo que lleve consigo: el reloj, el dinero, los anillos...

Rápidamente, Pierre sacó el monedero y el reloj; necesitó mucho tiempo para sacarse la alianza del grueso dedo. Hecho esto, añadió el masón:

–En señal de obediencia, le ruego que se desvista.

Pierre se quitó el frac y el chaleco; y, por indicación del rector, el zapato izquierdo. El masón le abrió la camisa sobre la parte izquierda del pecho e, inclinándose, le arremangó la pernera izquierda del pantalón por encima de la rodilla. Pierre, apresurándose, intentó descalzarse del todo y levantarse la otra pernera para evitar semejante trabajo al rector, pero él le dijo que no era necesario y le dio una zapatilla para el pie izquierdo. Pierre, avergonzado, como un niño, con una sonrisa de duda y burla de sí mismo que, contra su voluntad, reflejaba su rostro, permanecía de pie, los brazos caídos y separadas las piernas, ante el hermano rector en espera de nuevas órdenes.

–Por último, en señal de sinceridad, le ruego que me revele su principal debilidad– dijo el rector.

–¿Mi debilidad? ¡Teníatantas!– dijo Pierre.

–La debilidad que lo hacía vacilar más que otra cualquiera en la vía de la virtud– prosiguió el masón.

Pierre calló. Trataba de recordar.

"¿El vino, la gula, el ocio, la pereza, la ira, la cólera, las mujeres?”, pensó; pero no sabía por cuál decidirse.

–Las mujeres– dijo por fin con voz casi imperceptible.

El masón permaneció inmóvil y silencioso largo rato después de esa respuesta. Por fin se acercó a Pierre, tomó el pañuelo que había sobre la mesa y le vendó los ojos de nuevo.

–Por última vez le digo: concentre toda la atención en usted mismo; encadene todos sus sentimientos y busque la felicidad no en las pasiones, sino en su corazón. La fuente de la felicidad no está fuera, sino dentro de nosotros...

Pierre ya sentía brotar en sí esa refrescante fuente de felicidad que ahora llenaba su espíritu de júbilo y fervor.

IV

Poco después, no fue el rector quien vino en busca de Pierre a la habitación, sino el garante Villarski, a quien reconoció por la voz. A las nuevas preguntas que le hizo sobre la firmeza de sus intenciones, Pierre contestó: “Sí, estoy de acuerdo”.

Y con sonrisa radiante e infantil, el carnoso pecho descubierto y un pie descalzo, avanzó con paso desigual, inseguro, mientras Villarski lo tocaba con una espada en el pecho desnudo. Desde la habitación, ya avanzando, ya retrocediendo por diversos pasillos, fue conducido hasta la puerta de la logia. Villarski tosió y alguien contestó con varios golpes de martillo masónico. La puerta se abrió ante los dos hombres. Una voz profunda (los ojos de Pierre estaban aún vendados) volvió a hacerle muchas preguntas sobre quién era, dónde y cuándo había nacido, etcétera. Lo hicieron andar de nuevo, sin librarle los ojos de la venda, y, siempre caminando, le hablaron, utilizando alegorías sobre las dificultades de su viaje, la santa amistad y el eterno Arquitecto del Universo y el valor con que debía soportar los trabajos y peligros. Durante este último viaje Pierre se dio cuenta de que lo llamaban el que busca, o bien el que sufre o el que exige, y a cada paso golpeaban de diversa manera con martillos y con espadas. Una vez, mientras lo conducían hacia un objeto, Pierre observó en sus guías cierta vacilación. Oyó que las personas que lo rodeaban discutían en voz baja y una de ellas insistía en que él pasara sobre cierta alfombra. Después tomaron su mano derecha, que apoyaron sobre ese objeto, y le ordenaron que llevara la otra mano a la parte izquierda del pecho, sujetando un compás, y pronunciara el juramento de fidelidad a las leyes de la orden, repitiendo las palabras que otro leía. Después apagaron las velas, encendieron alcohol (Pierre lo reconoció por el olor) y le advirtieron que vería una pequeña luz.

Le quitaron el pañuelo de los ojos y Pierre, con una luz indecisa, vio, como en un sueño, a varias personas que llevaban el mismo mandil que el rector; estaban enfrente de él y tendían sus espadas hacia su pecho. Entre aquellos hombres había uno de pie con la camisa ensangrentada; al verlo, Pierre avanzó, deseando que las espadas lo hirieran; pero las espadas se apartaron de él. Volvieron a vendarle los ojos y una voz dijo:

–Has visto la pequeña luz.

Encendieron de nuevo las velas y alguien dijo a Pierre que debía ver la luz plena. Una vez más le quitaron la venda y, al mismo tiempo, más de diez voces dijeron: Sic transit gloria mundi. Pierre, recobrándose poco a poco, observó la habitación donde se encontraba y a los hombres que se hallaban en ella. En torno a una larga mesa cubierta de negro había sentadas como doce personas, con los mismos mandiles blancos. Pierre reconoció a algunos, que pertenecían a la alta sociedad de San Petersburgo. Ocupaba la presidencia un joven desconocido, que llevaba al cuello una cruz especial. A su derecha estaba el abate italiano a quien Pierre había conocido hacía dos años en casa de Anna Pávlovna; vio también a un importante dignatario y al preceptor suizo que antes había vivido con los Kuraguin. Todos guardaban un silencio solemne y escuchaban las palabras del presidente, que sostenía en sus manos un martillo. En el muro de enfrente estaba encajada una estrella flameante. A un extremo de la mesa había un pequeño tapiz con diversos dibujos y, en el otro, algo que parecía un altar con el Evangelio y la calavera; en derredor, siete grandes candelabros como los de las iglesias. Dos hermanos condujeron a Pierre hasta el altar y, poniéndole los pies en escuadra, le ordenaron que se echara al suelo y le explicaron que se prosternaba ante las puertas del templo.

–Antes debe recibir la paleta– susurró uno de los hermanos.

–¡Ah, no, déjelo, por favor!– dijo otro.

Pierre, con sus ojos miopes y desorientados, miró en derredor, sin obedecer. Una duda lo asaltó de repente: "¿Dónde estoy? ¿Qué hago? ¿No estarán burlándose de mí? ¿No me avergonzaré algún día al recordar todo esto?” Pero esa vacilación sólo duró un instante. Pierre se fijó en los graves rostros de los hombres que lo rodeaban, recordó lo que había dejado atrás y comprendió que no podía detenerse a medio camino. Horrorizado de su duda, intentando provocar de nuevo en sí el fervor, se prosternó a la entrada del templo. Y una emoción, más fuerte aún que antes, se apoderó de él.

Permaneció cierto tiempo en aquella posición y le ordenaron que se levantara; le colocaron el mandil de cuero blanco, igual que el de los otros, y le pusieron en la mano la paleta y tres pares de guantes, y entonces el gran maestro se dirigió a él. Le dijo que debía hacer todos los esfuerzos posibles para no manchar la blancura de ese mandil, símbolo de la firmeza y la virtud; en cuanto a la enigmática paleta, le explicó que era su deber trabajar con ella para purificar su corazón de los vicios y aplacar pacientemente el corazón del prójimo. Después, refiriéndose al primer par de guantes masculinos, le dijo que no podía conocer su significado, pero que debía conservarlos; el segundo par de guantes, también masculinos, era para que los llevara a las asambleas, y del tercero (que eran guantes de mujer) dijo:

–Querido hermano, estos guantes son también para usted; los dará a la mujer que más estime; con ellos convencerá de la pureza de su corazón a la mujer que escoja como digna masona– y tras una breve pausa, agregó: —Pero cuide, querido hermano, que estos guantes no adornen jamás unas manos impuras.

Mientras el gran maestro pronunciaba estas últimas palabras, a Pierre le pareció que el presidente se turbaba. Pierre se turbó aún más y enrojeció hasta el punto de llorar, como suelen enrojecer los niños; miró en derredor con inquietud y se produjo un silencio embarazoso.

El silencio fue roto por uno de los hermanos, que, llevando a Pierre hacia el tapiz, comenzó a leerle en un cuaderno la explicación de las figuras allí representadas: el sol, la luna, el martillo, la plomada, la paleta, la piedra labrada y sin labrar, la columna, las tres ventanas, etcétera. Después señalaron a Pierre su puesto, le dieron a conocer las señales de la logia y la contraseña y, por último, le permitieron tomar asiento. El gran maestro empezó entonces a leer los estatutos. Eran muy largos, y Pierre, embargado por el júbilo, la emoción y la vergüenza, no conseguía comprender lo que leían. Sólo retuvo las últimas palabras.

"En nuestros templos no conocemos otros grados —leía el gran maestro– a excepción de los que hay entre el vicio y la virtud. No hagas diferencias que puedan alterar la igualdad. Vuela en auxilio del hermano, quienquiera que sea; instruye al que se equivoca, levanta al caído, no alimentes nunca sentimientos de cólera o de odio contra tu hermano. Sé benévolo y afable. Despierta en todos los corazones el fuego de la virtud, comparte tu felicidad con el prójimo y que la envidia no turbe nunca esta dicha tan pura.

"Perdona a tu enemigo, no te vengues sino haciéndole bien. Si cumples así la ley suprema, encontrarás el camino de la antigua grandeza que tú has perdido”, terminó, y, levantándose, abrazó y besó a Pierre.

Pierre, con lágrimas de alegría en los ojos, miraba en derredor, sin saber qué responder a las felicitaciones y a las muestras de amistad de la gente que lo rodeaba. No quería ver en nadie a conocidos de antes; ahora, en todos esos hombres no veía más que a hermanos y ardía en deseos de compartir su trabajo.

El gran maestro dio un golpe con el martillo. Todos se sentaron en sus puestos y uno leyó una plática sobre la necesidad de ser humildes.

El gran maestro propuso que se cumpliera el último deber, y el dignatario importante, que ostentaba el cargo de limosnero, dio la vuelta a la asamblea con una hoja. Pierre habría querido suscribirse con cuanto dinero tenía, pero tuvo miedo de que fuera una señal de orgullo y se limitó a poner la misma suma que los demás.

La sesión había terminado. Cuando Pierre volvió a su casa, le pareció regresar de un largo viaje de decenas de años, durante el cual había cambiado por completo y perdido las viejas costumbres y hábitos de su vida.

V

Al día siguiente de su admisión en la logia, Pierre leía en su casa un libro y trataba de comprender el significado del cuadrado, uno de cuyos lados representaba a Dios, el otro el mundo moral, el tercero el mundo físico y el cuarto una mezcla de ambos. De vez en cuando se abstraía de aquellas cosas y mentalmente trazaba para sí un nuevo plan de vida. El día anterior, en la logia, le habían dicho que la noticia de su duelo con Dólojov había llegado hasta el Emperador y que lo más prudente para él sería alejarse de San Petersburgo. Pierre pensaba ir a sus posesiones del sur de Rusia y ocuparse allí de sus campesinos. Soñaba con júbilo en aquella nueva vida cuando, de improviso, entró en la habitación el príncipe Vasili.

–Querido, ¿qué es lo que has hecho en Moscú? ¿Por qué te has enfadado con Elena? Estás en un error– dijo el príncipe Vasili al entrar. —Lo sé todo y puedo asegurarte que Elena es tan inocente ante ti como lo fue Cristo ante los judíos.

Pierre se disponía a contestar, pero lo interrumpió el príncipe:

–¿Por qué no te has dirigido a mí sencillamente, como a un amigo? Lo sé todo y todo lo comprendo– dijo. —Te has portado como un hombre decente que estima su honor; quizá con alguna precipitación, pero no hablemos de eso. No olvides en qué situación la dejas a ella y a mí ante los ojos del mundo y aun de la misma Corte– añadió, bajando el tono de la voz. —Ella en Moscú y tú aquí. Pero, comprende, querido– y le tiró del brazo. —Se trata de un malentendido: creo que tú mismo te has dado cuenta. Escríbele en seguida una carta, aquí, conmigo, ella vendrá, se explicará todo; si no lo haces así, te advierto que puedes tener algún disgusto.

El príncipe Vasili lo miró con aire significativo.

–Sé de buena fuente que la Emperatriz madre se interesa de veras por ese asunto. Ya sabes que estima mucho a Elena.

Varias veces intentó Pierre hablar, pero, por una parte, el príncipe Vasili no se lo permitía y, por otra, el propio Pierre temía hacerlo con un tono de negativa absoluta, tal como tenía el propósito firme de contestar a su suegro. Además, recordaba las palabras del estatuto masónico: “Sé benévolo y afable”. Enrojeció y frunció el ceño; se levantó y volvió a sentarse esforzándose por hacer lo que más le costaba en la vida: decir abiertamente a una persona algo desagradable, decir algo que el otro, quienquiera que fuese, no esperaba. Estaba tan habituado a obedecer el tono de negligente seguridad que usaba el príncipe, que ahora mismo temía no poder oponerse a él; pero al mismo tiempo se daba cuenta de que todo su porvenir dependía de las palabras que pronunciara. ¿Seguiría el camino antiguo o el nuevo, el que le indicaban los masones, y que tanto lo atraía ahora porque estaba absolutamente seguro de que siguiéndolo conseguiría emprender una vida nueva?

–Y bien, querido– dijo bromeando el príncipe Vasili, —dime “sí” y la escribiré yo mismo; mataremos así un ternero cebado.

Pero no había concluido aún el príncipe su broma cuando Pierre, con rostro furibundo (que recordaba al de su padre), dijo casi en un susurro, y sin mirar a su interlocutor:

–No lo he llamado a mi casa, príncipe. ¡Márchese, por favor! ¡Márchese!– y le abrió la puerta. —¡Váyase de una vez!– repitió, sin poder creerse a sí mismo y contento por la expresión turbada y temerosa aparecida en el rostro del príncipe.

–¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?

–¡Váyase!– repitió Pierre con voz temblorosa.

El príncipe Vasili tuvo que irse sin recibir explicación alguna.

Una semana después, tras haberse despedido de sus nuevos amigos los masones y dejarles una cuantiosa suma para limosnas, partió para sus posesiones. Los nuevos hermanos entregaron a Pierre cartas para los masones de Kiev y Odesa y prometieron escribirle y guiarlo en su nueva actividad.

VI

Se echó tierra sobre el asunto de Pierre y Dólojov y, a pesar de la severidad con la que entonces castigaba el Emperador los duelos, ni los adversarios ni sus testigos fueron molestados.

Sin embargo, la historia del duelo, confirmada por la separación de Pierre y su mujer, corrió por toda la sociedad. Pierre, al que trataban con indulgencia protectora cuando no era más que un hijo natural; Pierre, al que mimaban y ensalzaban cuando era el mejor partido del Imperio ruso, había bajado mucho en la opinión de la gente desde que, tras su matrimonio, las muchachas casaderas y sus madres no pudieron contar con él, tanto más que él no sabía ni deseaba ganarse la buena disposición de la sociedad. Ahora, todos lo consideraban el único culpable de lo ocurrido y lo tenían por celoso e insensato, sujeto a excesos de furiosa cólera como su padre. Y cuando Elena, después de la marcha de su marido, regresó a San Petersburgo, fue recibida por todas sus amistades no sólo afablemente, sino con respeto, teniendo en cuenta su desgracia. Cuando se hablaba de su marido, Elena se revestía de una dignidad que había adoptado, aunque sin comprender bien su sentido, pero que mantenía guiándose por el tacto que había asimilado. Esa expresión quería decir que estaba resignada a soportar su desventurado destino sin lamentarse y que su marido era la cruz que Dios le había enviado. El príncipe Vasili era más franco. Cuando se hablaba de Pierre, se encogía de hombros y, llevándose un dedo a la frente, decía:

–Un cerveau fêlé, je le disais toujours. 255

–Ya lo había dicho yo– aseguraba Anna Pávlovna al hablar de Pierre. —Siempre dije, y antes que nadie– e insistía en la prioridad, —que era un joven loco, corrompido por las depravadas ideas de nuestro tiempo; lo dije cuando todos se mostraban entusiasmados con él, cuando acababa de volver del extranjero. ¿No recuerdan una noche, aquí en mi casa? Adoptó los aires de un Marat. ¿En qué acabó todo? Entonces ya no me parecía nada bien ese matrimonio y predije cuanto iba a suceder.

Como siempre, Anna Pávlovna daba en su casa una de aquellas veladas que sólo ella sabía organizar, en las cuales, según su expresión, se reunía, en primer lugar, la crème de la véritable bonne société, la fine fleur de l’essence intellectuelle de la société de Pétersbourg. 256Además de la refinada selección de sus invitados, las veladas de Anna Pávlovna se distinguían porque en cada una de ellas presentaba a sus amigos a algún nuevo personaje interesante. Ninguna otra velada de San Petersburgo era, como las suyas, el termómetro político que indicaba acertadamente las opiniones de la sociedad legitimista petersburguesa, tan unida a la Corte.

A fines de 1806, cuando ya eran del dominio público todos los penosos detalles de la derrota del ejército prusiano en Jena y Auerstadt y la capitulación ante Bonaparte de la mayoría de las fortalezas prusianas, cuando el ejército ruso había entrado en Prusia y comenzaba la segunda guerra contra Napoleón, Anna Pávlovna había invitado a una velada en su casa. La crème de la véritable bonne sociétéestaba constituida por la deliciosa y desventurada Elena, abandonada por su marido, Mortemart y el encantador Hipólito, recién llegado de Viena, dos diplomáticos, "mi tía”, un joven de quien en aquellos salones se decía que era "un hombre de beaucoup de mérite" 257, una dama de honor recientemente elegida con su madre y algunas otras personas menos notables.

La novedad que Anna Pávlovna ofrecía aquella noche a sus invitados era Borís Drubetskói, venido de Prusia como correo oficial y ayudante de campo de un muy importante personaje.

Aquella noche, el termómetro político indicaba a la sociedad lo siguiente: por mucho que todos los monarcas europeos y sus generales se inclinasen ante Bonaparte para mortificarnos a mí y a todos nosotros, nuestra opinión sobre Bonaparte no podía cambiar. No cesaremos de expresar nuestro parecer francamente; lo único que podemos decir al rey de Prusia y a los demás es: “Tanto peor para vosotros. Tu l'as voulu, George Dandin”, eso es cuanto podemos decirles.

Tal era lo que el termómetro político indicaba en aquella velada de Anna Pávlovna.

Cuando Borís, que debía ser presentado a los invitados, entró en la sala, casi todos estaban ya reunidos y la conversación, hábilmente conducida por Anna Pávlovna, versaba sobre las relaciones diplomáticas con Austria y las esperanzas puestas en la alianza con esa nación.

Borís, fresco y sonrosado, entró en la sala con desenvoltura; el elegante uniforme de ayudante de campo lo hacía más viril y apuesto. Según la costumbre, fue llevado en seguida ante “mi tía” para que la saludase, y después al círculo general.

Anna Pávlovna le dio a besar su mano enjuta y lo presentó a algunas personas a las que el joven no conocía, nombrándolas a media voz:

–Le prince Hippolyte Kouraguine, un charmant jeune homme. M. Kroug, chargé d'affaires de Copenhague, un esprit profond. M. Shitov, un homme de beaucoup de mérite– cuando le tocó el tumo al que gozaba de esa denominación. 258


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