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Guerra y paz
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 23:58

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Автор книги: Leon Tolstoi



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“¡Poco me importa!”, pensó. No había recorrido más que unos cientos de pasos cuando a su izquierda surgió sobre toda la línea del campo una enorme masa de jinetes de uniforme blanco deslumbrante y caballos negros que trotaban hacia él. Rostov lanzó su caballo a todo galope para cruzar el terreno libre antes que los jinetes, y lo habría logrado si éstos hubieran seguido la misma marcha; pero ellos intensificaron su ritmo y algunos se lanzaron ya al galope. Rostov sentía aproximarse el ruido de los cascos y el chocar de las armas, veía con mayor nitidez sus caballos y figuras, y hasta distinguía sus rostros. Era la Guardia montada que avanzaba al encuentro de la caballería francesa.

Los jinetes de la Guardia galopaban ya, pero refrenando aún los caballos. Rostov veía sus rostros y escuchaba las voces de "adelante, adelante”, dadas a gritos por un oficial que volaba en su pura sangre. Temiendo ser arrollado y tener que participar en el ataque, Rostov seguía a lo largo del frente, lanzando a todo galope su corcel. Pero, a pesar de todo, no consiguió evitar el encuentro.

El jinete que avanzaba en el extremo de la formación, un hombre gigantesco, picado de viruelas, arqueó encolerizado las cejas al descubrir a Rostov (que se sentía insignificante y débil en comparación con aquellos hombres y caballos enormes), a quien inevitablemente habría atropellado y derribado si éste no hubiera tenido la idea de agitar la fusta ante los ojos del caballo del oficial de la Guardia. El negro y pesado corcel dio un salto y bajó las orejas; pero el jinete picado de viruelas hundió las espuelas en los flancos del bruto y éste, sacudiendo la cola y tendiendo el cuello, se lanzó hacia delante con mayor rapidez aún. Apenas habían pasado los de la Guardia, Rostov oyó los “¡hurras!” de los soldados y, volviéndose, vio que sus primeras filas se mezclaban con otros jinetes de charreteras rojas, seguramente jinetes franceses. No pudo ver nada más, porque inmediatamente después los cañones empezaron a disparar y todo se cubrió de humo.

Cuando la Guardia montada pasaba junto a Rostov y desaparecía en el humo, éste dudó entre seguirla o continuar adonde se le había enviado. Era aquella brillante carga de la Guardia que causó asombro a los mismos franceses. Más tarde Rostov supo, horrorizado, que, de toda aquella muchedumbre de magníficos guerreros, oficiales y cadetes, todos jóvenes y ricos, que montaban va liosos corceles, después del ataque no quedaron más que dieciocho.

“¿Por qué he de envidiarlos? Me llegará el tumo, y ahora acaso consiga ver al Emperador”, pensó Rostov. Y siguió su galope.

Cuando llegó a las posiciones de la infantería de la Guardia las balas de cañón surcaban el aire en derredor. Se dio cuenta de ellas, no sólo por el zumbido de los proyectiles sino por la inquietud que se reflejaba en el rostro de los soldados; en los oficiales la expresión era solemne, marcial y afectada.

Al pasar junto a uno de los regimientos de infantería de la Guardia oyó que alguien lo llamaba:

–¡Rostov!

–¿Qué?– contestó él, sin reconocer a Borís.

–Estamos en primera línea... ¡Nuestro regimiento ha ido al ataque!– dijo Borís con ese aire feliz de los jóvenes que participan por primera vez en una batalla.

–Rostov se detuvo.

–¡Vaya!– dijo. —¿Y qué tal?

–Los hemos rechazado– dijo con animación Borís, que se había hecho muy locuaz. —No puedes imaginarte...

Y contó cómo la Guardia, al llegar al punto señalado, vio tropas delante de sí y las tomó por fuerzas austríacas, pero por los cañonazos disparados supieron que se hallaban en primera línea y tuvieron que entrar en combate del modo más imprevisto. Rostov, sin escuchar hasta el fin a Borís, espoleó su caballo.

–¿Dónde vas?– preguntó Borís.

–Llevo una misión para Su Majestad.

–Ahí está– dijo, pensando que Rostov necesitaba a Su Alteza Imperial y no al Emperador.

Y le indicó al gran duque, que a cien pasos de ellos, con casco y uniforme de caballero de la Guardia, altos los hombros y con gesto fosco, gritaba algo a un oficial austríaco, blanco de uniforme y de cara.

–Pero es el gran duque y yo necesito ver al general en jefe o al Emperador dijo Rostov, y se dispuso a partir.

–¡Conde! ¡Conde!– gritó Berg, que parecía tan animado como Borís y se acercaba desde el otro lado. —¡Conde! Estoy herido en la mano derecha– dijo mostrando el puño ensangrentado y vendado con un pañuelo. —Pero he permanecido en filas... ¡Conde! Tuve que sostener la espada con la izquierda... En nuestra familia, todos los Von Berg han sido buenos caballeros.

Berg siguió hablando, pero Rostov continuó adelante sin terminar de oírlo.

Rebasada la Guardia y un espacio vacío, Rostov, para no verse de nuevo en primera línea como le había ocurrido cuando el ataque de los jinetes, se dirigió hacia las tropas de reserva, apartándose del lugar donde las descargas y el cañoneo eran más nutridos. De pronto, delante de sí y a espaldas de las tropas rusas, donde no podía suponer de ninguna manera que estuviera el enemigo, comenzaron a disparar.

“¿Qué puede ser? —pensó—. ¿El enemigo a nuestras espaldas? ¡Es imposible!” Y sintió espanto por sí mismo y por la suerte de la batalla. “Sea lo que sea, ahora no puedo dar la vuelta; tengo que buscar al general en jefe aquí; y, si todo se ha perdido, mi obligación es morir con los demás.”

El negro presentimiento que se había apoderado de Rostov era cada vez más justificado a medida que se adentraba en un terreno ocupado por masas de tropas pertenecientes a diversas armas, detrás de la aldea de Pratzen.

–¿Qué sucede? ¿Qué es eso? ¿Contra quién disparan? ¿Quién dispara?– preguntó Rostov a los primeros soldados rusos y austríacos que mezclados huían en tropel y le cerraban el paso.

–¡El diablo lo sabe! ¡Han matado a todos! ¡Todo está perdido!– le replicaron en ruso, en alemán y en checo los fugitivos, que no sabían más que él sobre lo que estaba ocurriendo.

–¡Mueran los alemanes!– gritó alguien.

–¡Que el diablo se los lleve, son unos traidores!

–Zum Henker diese Russen!...– gruñó un austríaco. 239

Varios heridos iban por el camino. Injurias, gritos y sollozos se confundían en un clamor general. Cesó el cañoneo. Rostov supo después que eran los mismos soldados rusos y austríacos los que disparaban unos contra otros.

“¡Dios mío! ¿Qué es esto? —pensó Rostov—. ¡Y esto ocurre aquí cuando de un momento a otro puede llegar el Emperador y verlo!... Pero no, estoy seguro de que sólo son algunos canallas. Esto pasará, esto no puede ser. Pero he de apartarme de aquí lo antes posible.”

Su mente no podía admitir la posibilidad de la derrota y la huida. Aunque estaba viendo soldados y cañones franceses sobre los altos de Pratzen, precisamente en el lugar al que lo habían enviado para encontrar al general en jefe, no podía ni quería creerlo.

XVIII

Rostov tenía órdenes de buscar a Kutúzov o al Emperador cerca de la aldea de Pratzen. Pero allí no quedaba ni un solo jefe y únicamente se veían grupos dispersos de tropas desorganizadas. Espoleó al caballo, ya rendido, para adelantar pronto a toda aquella gente, pero cuanto más avanzaba, mayor era el desorden. En la carretera se amontonaban coches de todas clases, soldados rusos y austríacos de todas las armas, heridos y sanos. Toda esa muchedumbre se movía y pululaba bajo el siniestro zumbido de los proyectiles enviados por las baterías francesas emplazadas en los altos de Pratzen.

–¿Dónde está el Emperador? ¿Dónde está Kutúzov?– preguntaba Rostov a cuantos podía detener, pero de ninguno lograba respuesta.

Por último, agarrando a un soldado por el cuello de la guerrera, lo obligó a hablar.

–¡Eh, amigo! ¡Pues no hace tiempo que han escapado todos! respondió a gritos el soldado, riendo e intentando zafarse.

Rostov soltó al soldado, que, al parecer, estaba borracho; detuvo el caballo de uno que debía de ser asistente o palafrenero de alguien importante y pudo interrogarlo. Según el asistente, una hora antes había pasado por allí el Emperador en su carroza, gravemente herido.

–No es posible. Se tratará de otro– dijo Rostov.

–Lo he visto yo mismo– aseguró el asistente con cierta burlona suficiencia. —Creo que conozco bien al Emperador. ¡Pues no lo he visto veces en San Petersburgo así de cerca! Iba en su carroza blanco como el papel. ¡Madre mía, cómo pasaron por delante de nosotros sus cuatro caballos negros! Conozco bien los caballos del Zar y a Iliá Ivánich, su cochero. Todos saben que Iliá no lleva a nadie más que al Emperador.

Rostov soltó el caballo del asistente y quiso seguir su camino. Un oficial herido se le acercó.

–¿A quién busca?– preguntó. —¿Al general en jefe? Ha muerto... Un balazo en el pecho, cuando estaba con nuestro regimiento.

–No, no ha muerto... Está herido– rectificó otro oficial.

–¿Pero quién? ¿Kutúzov?– preguntó Rostov.

–No, Kutúzov no. Otro, no recuerdo su nombre. Pero eso no importa. Casi nadie ha quedado con vida. Vaya allá, hacia aquella aldea; es donde se han reunido todos los jefes– dijo el oficial, indicando el villorrio de Hosjeradek, y siguió adelante.

Rostov iba ahora al paso, sin saber adonde dirigirse ni a quién buscar. El Emperador estaba herido. La batalla, perdida. Ahora ya no podía dudar. Rostov siguió la dirección indicada por el oficial, guiándose por la torre de la iglesia que se veía a lo lejos. ¿Para qué apresurarse? ¿Qué iba a decir ahora al Emperador o a Kutúzov, aunque estuvieran sanos y salvos?

–Vaya por este camino, Excelencia... Por ahí lo matarán– le gritó un soldado. —Por ahí lo matarán.

–¿Qué dices?– intervino otro. —¿Por dónde quieres que vaya? ¡Por aquí llega antes!

Rostov reflexionó y tomó deliberadamente la dirección en la cual, según habían dicho, lo matarían.

“¿Qué me importa ahora? ¿Por qué debo mirar por mí si el Emperador está herido?”, pensó. Había penetrado en el campo donde más víctimas tuvieron los que huían de Pratzen. Los franceses no lo ocupaban aún y los rusos que quedaron a salvo lo habían abandonado hacía tiempo. Sobre el llano, como gavillas en un campo de buena siega, yacían grupos de hasta diez y quince hombres heridos o muertos por cada acre. Los heridos se arrastraban de dos en dos o de tres en tres, sin dejar de gritar y lamentarse, aunque a veces le parecía a Rostov que sus gemidos eran fingidos. Para no ver a esos hombres que sufrían, Rostov puso al trote su caballo; y sintió miedo. Tenía miedo no por su vida, sino de perder el valor que le era necesario y que —él lo sabía– no resistiría a la vista de aquellos infelices.

Los franceses habían dejado de disparar sobre aquel terreno cubierto de muertos y heridos, tal vez porque no veían ningún ser viviente. Pero al ver a ese ayudante de campo, orientaron hacia él un cañón y lanzaron varios proyectiles. El sentimiento producido por aquellos terribles silbidos y los cadáveres que yacían alrededor se fundió en Rostov en una impresión de horror y conmiseración por sí mismo. Recordó la última carta de su madre: "¿Qué sentiría si me viera ahora en este campo, con los cañones enfilando contra mí?".

En el poblado de Hosjeradek había tropas rusas que, aunque mezcladas, se habían retirado más ordenadamente– del campo de batalla; se hallaban ya fuera del alcance de las baterías contrarias y el ruido del tiroteo parecía lejano. Allí se veían las cosas más claras y todos decían que la batalla estaba perdida. Por más que Rostov preguntara nadie podía decirle dónde se hallaban el Emperador o Kutúzov. Unos confirmaban que el Soberano estaba herido, otros lo negaban y atribuían aquel rumor engañoso al hecho de que, en la carroza del Emperador, había pasado rápidamente, abandonando el campo de batalla, el gran mariscal de la Corle conde Tolstói, pálido y asustado, que figuraba en el séquito de Alejandro. Un oficial aseguró a Rostov haber visto hacia la izquierda, pasada la aldea, a varios jefes importantes. Rostov se encaminó hacia allí; no con la esperanza de encontrar a nadie, sino para tranquilizar su conciencia. Después de haber recorrido unos tres kilómetros y rebasado las últimas tropas rusas, cerca de un huerto rodeado por una zanja vio a dos jinetes; uno, con un gran penacho blanco, no le pareció desconocido; el otro, sobre un alazán magnífico, caballo que Rostov creyó reconocer, se acercó a la zanja, espoleó a la bestia y, aflojando las riendas, saltó fácilmente el obstáculo. Unos puñados de tierra, removidos por las patas traseras del animal, cayeron al fondo. Hizo dar la vuelta al caballo, volvió a saltar la zanja y se dirigió respetuosamente al del penacho blanco proponiéndole sin duda que hiciera lo mismo. El jinete, cuyo rostro creía reconocer Rostov y que atraía toda su atención, hizo con la cabeza y la mano un gesto negativo, por el que Rostov reconoció al instante a su llorado y querido Emperador.

“Pero no puede ser él, tan solo en medio de este desierto”, pensó. Mientras tanto, Alejandro había vuelto la cabeza y Rostov reconoció los rasgos amados que tan profundamente se habían grabado en su memoria. El Emperador estaba pálido; sus mejillas y sus ojos, hundidos, pero el rostro tenía aún mayor dulzura y encanto. Rostov se sintió feliz al comprobar que los rumores sobre la herida del Emperador no tenían fundamento. Se sentía feliz por haberlo encontrado. Sabía que podía, y es más, debía dirigirse directamente a él y comunicarle cuanto Dolgorúkov le ordenara.

Pero como un joven enamorado que, emocionado y tembloroso, no se atreve a decir aquello en que sueña por la noche y mira asustado a un lado y a otro, buscando una ayuda o la posibilidad de retrasar el momento de verse a solas con su amada o de huir cuando se ve frente a ella, así Rostov, ahora que tenía en sus manos lo que más deseaba en el mundo, no sabía cómo acercarse al Emperador, y se imaginaba mil razones por las cuales no debía hacerlo, por las que sería inoportuno, fuera de lugar e imposible.

“Podría parecer que aprovechaba la ocasión de verlo solo y triste. En este momento de angustia puede serle penoso y desagradable ver a un desconocido. Además, ¿qué puedo decirle ahora, cuando ya de verlo tiembla mi corazón y se me seca la boca?” Ninguno de los numerosos discursos que antes imaginara dirigir al Emperador le volvía ahora a la memoria. Aquellos discursos los había pensado para otras circunstancias; imaginaba pronunciarlos en los momentos de victoria, en pleno triunfo y, sobre todo, en su lecho de muerte, donde sucumbía a las heridas mientras el Emperador le agradecía sus actos de heroísmo y él, al morir, le testimoniaba su amor probado con su vida.

“Además, ¿cómo voy a pedir al Emperador órdenes para el flanco derecho cuando son más de las tres de la tarde y la batalla está perdida? No, no debo acercarme a él, no debo turbar su meditación. Antes morir mil veces que merecer una mirada suya desaprobadora o causarle mala impresión”, decidió Rostov; y con el corazón rebosante de tristeza y amargura se alejó, sin dejar de mirar al Soberano, que permanecía en su misma actitud indecisa.

Mientras Rostov se abandonaba a semejantes consideraciones y se alejaba tristemente del Emperador, llegaba por casualidad al mismo sitio el capitán Von Toll; dándose cuenta de la presencia del Soberano, se dirigió a él directamente, le ofreció sus servicios y lo ayudó a cruzar la zanja a pie. El Emperador se sentía mal y, deseando descansar, se sentó bajo un manzano; Toll permaneció a su lado. Desde lejos, Rostov veía con envidia y arrepentimiento que Toll hablaba prolongada y animadamente con Alejandro, quien, al parecer, rompió a llorar y se cubrió los ojos con una mano, mientras tendía la otra a Toll.

“¡Y yo podía estar en su lugar!”, pensó Rostov. Y conteniendo a duras penas las lágrimas que le inspiraba la suerte del Emperador, profundamente desolado, siguió adelante sin saber adonde ni qué partido tomar.

Su desesperación era todavía más intensa pues comprendía que su propia debilidad había sido la causa de su pena.

Habría podido..., habría debido acercarse al Emperador. Era una ocasión única de mostrarle su lealtad. Y no la había aprovechado... “¿Qué es lo que hice?”, pensaba; y volviendo grupas se dirigió al lugar donde había visto al Emperador. Pero junto a la zanja ya no había nadie. Sólo vio una hilera de carretas y carrozas. Rostov supo por uno de los conductores que el Estado Mayor de Kutúzov estaba cerca del lugar al que se dirigían los carros. Rostov los siguió.

Delante de él iba el palafrenero de Kutúzov, que conducía algunos caballos protegidos con mantas. Un carro lo seguía y cerraba la marcha un viejo sirviente de piernas arqueadas, gorra de visera y pelliza.

–¡Tito! ¡Eh, Tito!– gritó el palafrenero.

–¿Qué?– contestó distraído el viejo.

–¡Tito, vete a trillar!

–¡Imbécil!– se encolerizó el otro escupiendo con rabia.

Pasaron unos minutos, durante los cuales marcharon en silencio; después se repitió la misma broma. Y así una vez y otra.

Antes de las cinco de la tarde la batalla estaba perdida en todos los puntos. Más de cien cañones habían caído ya en manos de los franceses.

Prebyzhevsky y su cuerpo de ejército habían depuesto las armas; las otras columnas, reducidas a la mitad, se retiraban en desbandada.

El resto de las tropas de Langeron y Dojtúrov, entremezcladas, se apretujaban sobre los diques junto a los estanques y las orillas próximas a la aldea de Augezd.

Hacia las seis, sólo contra ese lugar continuaba el nutrido cañoneo de los franceses, que habían emplazado numerosas baterías en las laderas de Pratzen y dirigían el fuego a los rusos en retirada.

En la retaguardia, Dojtúrov y otros reunían los batallones y se defendían contra la caballería francesa que los perseguía. Caía el crepúsculo. Cerca del estrecho dique de Augezd, donde durante tantos años se había sentado tranquilamente el viejo molinero con su gorro y su caña de pescar mientras el nietecillo, remangada la camisa, hundía las manos en una regadera y jugueteaba con los peces plateados y temblorosos; en ese mismo dique sobre el que, año tras año, con sus carros llenos de trigo, moravos tocados con gorros peludos y chaleco azul transitaban pacíficamente y por donde volvían manchados de harina en sus carros blancos; en ese mismo estrecho dique, ahora, entre furgones y cañones, bajo los caballos y entre las ruedas, se apretujaba una multitud enloquecida por el miedo a la muerte; se aplastaban unos a otros, morían, pasaban sobre los moribundos y se mataban tan sólo para, unos pasos más allá, morir igualmente.

Cada diez segundos, hendiendo el aire, en medio de aquella muchedumbre caía un proyectil o estallaba una granada, matando y cubriendo de sangre a los que se encontraban cerca. Dólojov, herido en el brazo, a pie, con una docena de hombres de su compañía (era ya oficial) y el comandante de su regimiento —a caballo– eran los únicos supervivientes de su unidad. Arrastrados por la muchedumbre, comprimidos en la entrada del dique y empujados por todas partes, tuvieron que detenerse porque delante de ellos un caballo había caído bajo un cañón y lo estaban retirando. Un proyectil mató a alguien a sus espaldas; otro cayó delante y cubrió de sangre a Dólojov. La muchedumbre, desesperada, se lanzó hacia delante, se apretó todavía más, dio algunos pasos y se detuvo de nuevo.

“Cien pasos más y estoy a salvo; si me quedo aquí dos minutos más, la muerte es segura”, pensaba cada uno.

Dólojov, que estaba en medio del gentío, se abrió violentamente paso hacia el extremo del dique, tiró a dos soldados y alcanzó el borde resbaladizo del hielo que cubría el estanque.

–¡Dad la vuelta!– gritó corriendo por el hielo que crujía bajo sus pies. —¡Dad la vuelta!– repitió dirigiéndose a los del cañón. ¡El hielo resiste!...

El hielo resistía, pero crujía y se combaba. Era evidente que iba a romperse, no sólo bajo el peso del cañón y de la muchedumbre, sino bajo su propio peso. Los demás lo miraban y se apretaban en la orilla, sin decidirse a saltar sobre el hielo. El jefe del regimiento, que seguía a caballo, levantó la mano y abrió la boca dirigiéndose a Dólojov; en esto, un proyectil silbó tan bajo sobre la muchedumbre que todos se inclinaron. Algo chocó contra un cuerpo blando y el general cayó del caballo en medio de un charco de sangre. Nadie lo miró siquiera, nadie pensó en levantarlo.

–¡Al hielo! ¡Al hielo! ¡Venga! ¡Dad la vuelta! ¿No oyes?– vociferaban después del disparo muchas gargantas que ni sabían lo que estaban diciendo.

Uno de los últimos cañones torció hacia el hielo. Numerosos soldados corrieron desde el dique al helado estanque. Bajo el peso de uno de los primeros soldados, la superficie helada se resquebrajó y una de sus piernas se hundió en el agua. Quiso levantarse, y se hundió hasta la cintura. Los más próximos se pararon indecisos; el que conducía el cañón detuvo a su caballo, pero detrás seguían gritando: “¡Al hielo! ¿Por qué se detienen? ¡Venga! ¡Adelante!”, y se repetían entre la muchedumbre los gritos de horror. Los soldados que rodeaban el cañón hostigaban a los caballos para obligarlos a avanzar. Los animales arrancaron. La superficie helada que sostenía a los infantes se rompió en un amplio espacio y unos cuarenta hombres, que estaban sobre el hielo, echaron a correr hacia delante y hacia atrás, hundiéndose en el agua unos a otros.

Los proyectiles, entretanto, silbaban con regularidad y caían sobre el hielo y el agua, pero sobre todo entre la muchedumbre que cubría el dique, el estanque y la orilla.

XIX

El príncipe Andréi seguía en los altos de Pratzen, en el mismo sitio donde había caído, con el asta de la bandera en la mano y perdiendo sangre, sin él mismo advertirlo, gemía débilmente, como un niño enfermo.

Al atardecer dejó de quejarse y quedó inmóvil. Más tarde abrió los ojos. Ignoraba cuánto había durado su desvanecimiento. De súbito advirtió que estaba vivo y que un dolor violento parecía desgarrarle la cabeza.

“¿Dónde está aquel alto cielo que yo no conocía y que hoy he visto por primera vez?”, tal fue su primer pensamiento. “Tampoco conocía este sufrimiento. Sí, hasta ahora no sabía nada, nada... Pero ¿dónde estoy?”

Se puso a escuchar y percibió el trote de algunos caballos que se acercaban y, después, las voces de unos hombres que hablaban en francés. Abrió los ojos. Encima estaba de nuevo el alto cielo, con las nubes movedizas, aún más lejanas, entre las que asomaba el azul infinito. No volvió la cabeza ni vio a los hombres que, a juzgar por el rumor de los pasos y por sus voces, se acercaban a él y se detenían.

Los jinetes eran Napoleón y dos ayudantes de campo. Bonaparte, al tiempo que recorría el campo de batalla, daba las últimas órdenes para reforzar las baterías que disparaban sobre el dique de Augezd y se detenía para contemplar los muertos y heridos que habían quedado en el campo de batalla.

–De beaux hommes! 240– dijo Napoleón mirando el cadáver de un granadero ruso caído de bruces, con el rostro hundido en la tierra y la nuca ennegrecida; un brazo, ya rígido, estaba muy separado del cuerpo.

–Les munitions des pièces de position sont épuisées, Sire 241– informó a Napoleón un ayudante que venía de las baterías que disparaban sobre Augezd.

–Faites avancer celles de la réserve– ordenó Napoleón. 242

Y alejándose algo se detuvo ante el príncipe Andréi, que yacía de espaldas con el asta de la bandera al lado (la bandera había sido tomada como trofeo por los franceses).

–Voilà une belle mort– dijo mirando a Bolkonski. 243

El príncipe Andréi comprendió que estaba hablando Napoleón y que sus palabras se referían a él. Oyó que llamaban Sire al hombre que las había pronunciado. Pero lo percibía todo como el zumbido de una mosca. No le interesaban ni se fijaba en ellas y las olvidaba al instante. Le ardía la cabeza; sentía que se desangraba lentamente y veía encima el cielo lejano, alto y eterno. Sabía que era Napoleón, su héroe; pero en aquel momento, Bonaparte le parecía un ser pequeñísimo e insignificante en comparación con lo que estaba ocurriendo entre su alma y el alto cielo infinito por donde se deslizaban las nubes. En aquel instante no le importaba nada que se detuvieran a su lado ni lo que pudieran decir de él; estaba, sí, contento de que alguien lo hiciese, y su único deseo era que esa gente lo ayudase a volver a una vida que le parecía tan bella, ahora que la comprendía de otra manera. Reunió todas sus fuerzas para moverse y articular algún sonido. Agitó débilmente una pierna y emitió un lamento débil y quejumbroso que lo conmovió a él mismo.

–¡Ah, está vivo!– dijo Napoleón. —Levantad ce jeune homme y conducidlo al puesto de socorro.

Napoleón siguió adelante, al encuentro del mariscal Lannes, que se acercaba descubierto y sonriente al Emperador para felicitarlo.

El príncipe Andréi no recordaba lo que había sucedido después. Se desvaneció por el horrible dolor sufrido cuando lo colocaron en la camilla, con las sacudidas durante el camino y durante el sondeo de la herida en el puesto de socorro. No volvió en sí más que al final de la jornada, cuando lo llevaban al hospital con otros oficiales rusos heridos y prisioneros. Durante el traslado se sintió algo mejor y pudo mirar alrededor y logró hablar.

Lo primero que oyó al despertar fue una frase del oficial francés encargado del convoy, que decía rápidamente:

–Tenemos que detenernos aquí; el Emperador va a pasar ahora y le gustará ver a estos señores prisioneros.

–Son tantos los prisioneros, casi todo el ejército ruso, que ya le cansará verlos– replicó otro oficial.

–Sin embargo... dicen que ése es el comandante de la Guardia del Emperador– siguió diciendo el primer oficial, señalando a un oficial herido con el uniforme blanco de jinete de la Guardia.

Bolkonski reconoció al príncipe Repnin, al que había encontrado en los salones de San Petersburgo. Junto a él había un joven de diecinueve años, también oficial de la Guardia e igualmente herido.

Bonaparte, que llegaba al galope, detuvo su caballo.

–¿Cuál es el oficial de mayor graduación?– preguntó al ver a los prisioneros.

Dieron el nombre del coronel, príncipe Repnin.

–¿Mandaba usted el regimiento de caballería de la Guardia del Emperador?– inquirió Napoleón.

–Mandaba un escuadrón– repuso Repnin.

–Su regimiento ha cumplido noblemente con su deber.

–La mejor recompensa para el soldado es el elogio de un gran capitán.

–Se la concedo gustoso– dijo Bonaparte. Y volvió a preguntar: —¿Quién es ese joven?

El príncipe Repnin dijo que era el teniente Sujtelen.

Lo miró Napoleón y comentó con una sonrisa:

–Il est venu bien jeune se frotter à nous. 244

–La juventud no impide ser valiente– dijo Sujtelen con voz entrecortada.

–¡Hermosa respuesta!– comentó Napoleón. —¡Usted irá lejos, joven!

El príncipe Andréi, colocado también en primer término, para completar el espectáculo, volvió a llamar la atención del Emperador. Napoleón, al parecer, recordó haberlo visto en el campo de batalla y se dirigió a él usando el mismo adjetivo de antes —joven– con el que Bolkonski le había quedado en la memoria la primera vez que lo vio.

–Et vous, jeune homme? 245¿Cómo se encuentra, mon brave?

Aun cuando cinco minutos antes el príncipe Andréi había podido decir algunas palabras a los soldados que lo transportaban, ahora, con los ojos fijos en Napoleón, guardó silencio... En ese instante le parecían tan mezquinos todos los intereses que embargaban a Napoleón; veía a su héroe tan nimio, con esa ridícula vanidad y el júbilo de la victoria, en comparación con el cielo alto, justo y bueno que él había visto, que comprendió que no podía contestar nada.

Todo le parecía inútil y mezquino comparado con el severo y majestuoso orden de ideas que había llegado a él con el agotamiento de sus fuerzas por el dolor, a la pérdida de sangre y a la espera de una muerte próxima. Fija la mirada en los ojos de Napoleón, el príncipe Andréi pensaba en la nulidad de las grandezas y de la vida, de una vida cuyo sentido nadie podía comprender; en la nulidad aún mayor de la muerte, cuyo significado ningún viviente podía discernir ni explicar.

El Emperador, sin esperar respuesta, se volvió y, al marcharse, dijo a uno de sus oficiales:

–Que atiendan a estos señores y los lleven a mi vivac, que mi doctor Larrey examine sus heridas. Hasta la vista, príncipe Repnin.

Y se alejó al galope, con el rostro resplandeciente de satisfacción y júbilo.

Los soldados que habían trasladado al príncipe Andréi le habían quitado la pequeña imagen de oro puesta en su cuello por la princesa María. Ahora, al ver la afabilidad del Emperador para con el prisionero, se apresuraron a devolvérsela.

El príncipe Andréi no vio quién se la puso en el cuello ni cómo; pero en su pecho, sobre el uniforme, apareció la medallita sujeta a una delgada cadena de oro.

“Qué bien si todo fuese tan claro y simple como le parece a mi hermana —pensó al ver la imagen que ella le había puesto con tanta piedad y fe—. ¡Qué hermoso sería saber dónde hallar ayuda en esta vida y qué es lo que nos espera después, más allá de la muerte! ¡Qué feliz y tranquilo me consideraría ahora si pudiera decir: Señor, ten piedad de mí!... Pero ¿a quién se lo voy a decir? ¿A la fuerza indefinida, inconcebible a la que no puedo acudir, ni puedo siquiera expresar con palabras, que es todo o nada —se decía el príncipe Andréi– o bien al Dios que está cosido aquí, en este escapulario que me entregó mi hermanita? No hay nada, nada seguro, fuera de la pequeñez de cuanto me es comprensible y la majestad de aquello que es incomprensible, pero que es lo más importante de todo.”

Levantaron la camilla. Cada sacudida le producía un dolor insoportable. Aumentaba la fiebre y comenzó a delirar. La imagen de su padre, las de su mujer, su hermana, el hijo desconocido y esperado, la ternura que experimentó en la noche, la víspera de la batalla, la figura del pequeño e insignificante Napoleón y, sobre todo ello, el alto cielo era lo que veía en sus alucinaciones febriles.

Se imaginaba la tranquila y apacible vida familiar en Lisie-Gori, gozaba ya de ese bienestar, cuando de pronto aparecía el pequeño Napoleón, con su mirada indiferente, limitada y feliz con la desgracia de los demás y tomaban las dudas, los sufrimientos, y sólo el cielo prometía sosiego. Hacia la mañana, todos los sueños se fundieron en un caos, en la penumbra del olvido y delirio que, según el dictamen de Larrey, médico de Napoleón, habían de conducir a la muerte más que a la curación.


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