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Guerra y paz
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 23:58

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Автор книги: Leon Tolstoi



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Nikolái estaba sentado lejos de Sonia, junto a Julie Karáguina, a la que, con la misma sonrisa involuntaria, contaba algo. Sonia se esforzaba en sonreír, pero los celos la atormentaban visiblemente: tan pronto palidecía como se sonrojaba y ponía toda su atención en escuchar la conversación de Nikolái con Julie. La institutriz dirigía en derredor miradas intranquilas, como si se preparara a rechazar un ataque si por casualidad alguien quisiera molestar a los pequeños. El preceptor alemán hacía esfuerzos por grabar en la memoria los nombres de todos los platos, los postres y los vinos con el fin de describirlo detalladamente en su carta a los suyos, que vivían en Alemania, y se sentía muy ofendido cuando el mayordomo, con la botella envuelta en una servilleta, pasaba sin detenerse. El alemán fruncía el ceño y procuraba que los demás supieran que él no deseaba beber aquel vino; que si estaba molesto era porque nadie parecía comprender que necesitaba aquel vino no para satisfacer la sed, ni por gula, sino por el deseo de ampliar sus conocimientos.

XVI

Entre los hombres la conversación se animaba cada vez más. El coronel contaba que el manifiesto con la declaración de guerra había sido publicado ya en San Petersburgo y que un correo había llevado un ejemplar al general en jefe, que él mismo había visto.

–¿Y por qué diablos tenemos necesidad de hacer la guerra a Bonaparte?– dijo Shinshin. —Il a déjà rabattu le caquet à l’Autriche. Je crains que cette fois ce ne soit notre tour. 92

El coronel, un alemán robusto, alto, de temperamento sanguíneo, veterano militar y patriota, se sintió ofendido por esas palabras.

–Porque el Emperador, muy señor mío– dijo con un fuerte acento alemán en un ruso defectuoso, —sabe lo que debe hacer. Y ha dicho en el manifiesto que no puede mirar con indiferencia el peligro que amenaza a Rusia, la seguridaddel imperio, su dignidad y la santidad de las alianzas– acentuando especialmente la palabra alianzascomo si en ella residiese todo el sentido de la cuestión.

Y con la infalible memoria oficial que lo distinguía, repitió las primeras líneas del manifiesto:

Y como el deseo y único objeto del Soberano es instaurar sobre sólidas bases la paz en Europa, ha enviado al extranjero parte de sus tropas y hará nuevos esfuerzos para lograr ese propósito.” Ahí tiene las razones, muy señor mío– concluyó sentenciosamente, vaciando el vaso de vino y solicitando del conde una mirada de aprobación.

–Connaissez-vous le proverbe? Eroma, Eroma, quédate en casa y cuida tus husos– dijo Shinshin arrugando el ceño y sonriendo. —Cela nous convient à merveille. A Suvórov, con ser Suvórov, lo derrotaron à píate couture, y ¿dónde están los Suvórov ahora? Je vous demande un peu– concluyó, pasando sin cesar del ruso al francés. 93

–Debemos luchar hasta la última gota de sangre– repitió el coronel, golpeando la mesa —y morir por nuestro Emperador: sólo entonces las cosas irán bien.

Y ra-zo-nar lo menos posible, ¿no es cierto?– se volvió al conde. —Así lo estimamos los viejos húsares. Y usted, joven y húsar, ¿qué piensa?– ahora se dirigía a Nikolái, que al oír hablar de la guerra había abandonado a su interlocutora y era todo ojos y oídos, atento a las palabras del coronel.

–Estoy absolutamente de acuerdo con usted– respondió Nikolái enfebrecido, haciendo girar el plato y cambiando de lugar los vasos con aire resuelto y decidido, como si en aquel momento corriese un grave peligro. —Estoy convencido de que los rusos debemos morir o vencer– añadió, dándose inmediata cuenta, igual que los demás, de que sus palabras eran demasiado entusiastas y exaltadas para aquel momento y, por tanto, inoportunas.

–C'est bien beau ce que vous venez de dire 94– suspiró Julie a su lado.

Sonia temblaba, enrojeciendo hasta las orejas, el cuello y los hombros, mientras Nikolái hablaba.

Pierre prestó oído a las palabras del coronel y movió la cabeza en señal de aprobación.

–Eso sí que está bien.

–¡El joven es un verdadero húsar!– exclamó el coronel, golpeando de nuevo la mesa.

–¿Por qué hacen tanto ruido?– preguntó inesperadamente, desde el otro extremo, la voz grave de María Dmítrievna. —¿Por qué golpeas la mesa?– dijo al húsar. —¿Contra quién te acaloras? Sin duda crees hallarte frente a los franceses, ¿no?

–Digo la verdad– respondió sonriendo el coronel.

–La guerra, siempre la guerra– gritó el conde desde un extremo al otro de la mesa. —Mi hijo va a la guerra, María Dmítrievna; se nos va.

–Pues yo tengo cuatro hijos en el ejército y no me lamento. Todo está en las manos de Dios. Hay quien muere acurrucado junto a la estufa y hay a quien Dios devuelve sano y salvo de la batalla– se dejó oír, sin esfuerzo alguno, la grave voz de María Dmítrievna desde el otro extremo de la mesa.

–Así es.

Las conversaciones se concentraron de nuevo: las damas por un lado y los caballeros por el suyo.

–A que no lo preguntas, a que no te atreves a preguntarlo– decía a Natasha su hermano pequeño.

–¡Sí que lo preguntaré!– respondió Natasha.

Su rostro se había ruborizado al tomar una decisión firme y divertida. Se incorporó; miró a Pierre, enfrente de ella, como pidiéndole que escuchara, y se volvió a su madre:

–¡Mamá!– su voz infantil y profunda resonó encima de la mesa.

–¿Qué quieres?– preguntó la condesa, alarmada. Pero adivinando en el rostro de su hija que se trataba de una travesura, movió negativamente la mano con un severo gesto de amenaza y reprobación.

Las conversaciones se aquietaron.

–Mamá..., ¿qué postre tenemos hoy?– preguntó Natasha, con voz más resuelta todavía.

La condesa quería enfadarse pero no podía. María Dmítrievna levantó un dedo grueso y amenazador.

–¡Cosaco! dijo severamente.

La mayoría de los comensales miraban a los de más edad no sabiendo cómo tomar aquella ocurrencia.

–Ya verás tú...– comenzó la condesa.

–¡Mamá! ¿Habrá postre?– repitió Natasha, con voz valiente, alegre y caprichosa, segura ya de que su audacia sería bien recibida.

Sonia y el grueso Petia disimulaban la risa.

–Como veis lo he preguntado– dijo Natasha en voz baja a su hermano y a Pierre, al que miró de nuevo.

–Habrá helado, pero no para ti– dijo María Dmítrievna.

Natasha comprendió que nada debía temer, por lo cual no se asustó siquiera ante María Dmítrievna.

–María Dmítrievna, ¿de qué es el helado? De mantecado no me gusta.

–De zanahoria.

–No es verdad... María Dmítrievna, ¿de qué es el helado? ¡Quiero saberlo!– casi gritó.

María Dmítrievna y la condesa se echaron a reír, no por la respuesta de María Dmítrievna, sino por la extraordinaria audacia y desenvoltura de aquella chiquilla que podía y osaba portarse así con María Dmítrievna.

Natasha no cejó hasta que le dijeron que el helado era de piña. Antes del helado se sirvió champaña; la música sonó de nuevo, el conde besó a la condesa y los comensales, levantándose, la felicitaron uno tras otro y brindaron después con el conde, con los niños y unos con otros. Otra vez se pusieron en movimiento los camareros, se produjo otra vez el estrépito de sillas y en el mismo orden, pero con los rostros más encendidos, los comensales volvieron al salón y al gabinete del conde.

XVII

Se prepararon las mesas de juego; se organizaron partidas de bostony los invitados del conde se diseminaron por los dos salones, el gabinete del conde y la biblioteca.

El conde, con las cartas dispuestas en la mano como un abanico, luchaba con esfuerzo contra la costumbre de dormir la siesta y se reía de todo. Los jóvenes, animados por la condesa, se colocaron en torno al clavicordio y el arpa. Julie, la primera, ante las súplicas de todos, tocó unas variaciones en el arpa y, con otras señoritas, pidió a Natasha y a Nikolái, cuyas dotes musicales eran conocidas de todos, que cantaran algo. Natasha, a la que se dirigían como a una persona mayor, se mostraba muy orgullosa por ello aunque al mismo tiempo se sentía intimidada.

–¿Qué vamos a cantar?– preguntó.

—El manantial– respondió Nikolái.

–Bien, vamos. Borís, ven– dijo Natasha. —¿Dónde está Sonia?

Se volvió, y al no ver a su amiga corrió en su busca.

No la encontró en su habitación y pasó a la habitación de los niños. Tampoco allí estaba; entonces Natasha comprendió que Sonia debía estar en el corredor, sentada en el arcón. Aquel arcón era el lugar donde la joven generación de la casa Rostov vertía sus tristezas. En efecto, Sonia, sin cuidar mucho su vaporoso vestido de muselina rosa, se había echado sobre el edredón listado y sucio del aya, colocado encima del arcón; y con el rostro escondido entre las manos menudas, sollozaba sacudiendo convulsivamente los frágiles hombros desnudos. El rostro de Natasha, animado y radiante todo el día, cambió al momento: sus ojos quedaron fijos, tembló su cuello y descendieron las comisuras de sus labios.

–¿Qué tienes, Sonia... qué tienes? ¡Oh!...

Y Natasha, abriendo del todo su boca grande, haciéndose francamente fea, se echó a llorar como un niño, sin razón alguna, sólo porque veía llorar a su amiga. Sonia quería levantar la cabeza, contestar, pero no lo conseguía y acabó por esconder su rostro cada vez más. Natasha, llorando, sentada en el edredón azul abrazó a su amiga. Por fin, haciendo un esfuerzo, Sonia se levantó, enjugó las lágrimas y empezó a contar:

–Nikolái se va dentro de una semana. Ya está... dada... la orden... Me lo ha dicho él mismo... Pero aun así yo no lloraría– y le enseñó un papel que llevaba en la mano: eran unos versos escritos por Nikolái. —No lloraría... Pero tú no puedes... nadie puede comprender... qué alma tiene...

Y al recordar que aquella alma era tan bella, lloró de nuevo.

–Tú eres feliz... No te envidio... Te quiero y quiero a Borís– dijo esforzándose de nuevo, —es simpático... para vosotros no hay obstáculos. Pero Nikolái es mi cousin... hace falta la autorización del mismo metropolitano... y con todo es imposible. Y además, si mamá...– (Sonia consideraba a la condesa su madre, y así la llamaba.) —Dirá que arruino la carrera de Nikolái, que soy una desagradecida... que no tengo corazón, y yo... lo juro– e hizo la señal de la cruz, —la amo tanto a ella y a todos vosotros...; únicamente a Vera... Por qué, ¿qué le hice yo? Estoy tan reconocida a todos, que me sentiría dichosa sacrificándolo todo... pero no tengo nada...

Sonia no pudo seguir hablando y de nuevo escondió el rostro entre las manos y el edredón. Natasha empezó a calmarse, pero en la expresión de su rostro se adivinaba que comprendía todo el dolor de su amiga.

–¡Sonia!– dijo de pronto, como intuyendo la verdadera causa de aquel dolor. —Hablaste con Vera, después de la comida ¿verdad?

–Sí. Nikolái había escrito estos versos y yo copié otros; Vera los encontró sobre la mesilla de mi habitación y ha dicho que se los enseñaría a mamá... y que soy una ingrata y que mamá no permitirá nunca que Nikolái se case conmigo, y que se casará con Julie. Ya ves cómo está con ella todo el día... ¿Por qué, Natasha?

Ahora lloraba más que antes. Natasha la incorporó; la abrazó y, sonriendo entre lágrimas, hizo todo lo posible por tranquilizarla.

–Sonia, no la creas, querida, no la creas. ¿Te acuerdas de lo que hablamos con Nikóleñka en la sala de los divanes, te acuerdas, después de cenar? Entonces decidimos todo cuanto había de suceder. Yo no lo recuerdo ya, pero tú recordarás lo bien que todo resultaba y cómo todo era posible. Ya ves: el hermano del tío Shinshin se ha casado con una prima carnal, y nosotros somos primos segundos. Borís dice que es perfectamente posible. Se lo he contado todo. ¡Es tan inteligente y tan bueno!– siguió Natasha. —No llores más, querida Sonia, preciosa mía– y la besó riendo. —Vera es mala, no le hagas caso. Todo saldrá bien, ya verás cómo no dice nada a mamá. El mismo Nikolái lo dirá antes... porque ni siquiera piensa en Julie.

Y Natasha seguía besándola en la cabeza. Sonia se incorporó y la gatita cobró vida, brillaron sus ojitos y, al parecer, ya estaba dispuesta a blandir su cola, a saltar sobre sus muelles patas y jugar de nuevo con la madeja como le era propio.

–¿Tú crees? ¿De veras? ¿Lo juras?– dijo, arreglándose rápidamente el vestido y el cabello.

–Sí, sí, lo juro– repetía Natasha, ayudando a recoger un mechón de pelo escapado de la trenza de su amiga.

Y las dos se echaron a reír.

–Bueno, ahora vamos a cantar El manantial.

–Vamos.

–Sabes, ese grueso Pierre, que estaba sentado enfrente de mí, me hace reír– dijo de pronto Natasha, deteniéndose. —¡Oh, me divierto mucho!– y echó a correr por el pasillo.

Sonia se sacudió la pelusilla, escondió los versos en el corpiño, muy cerca de las salientes clavículas, y corrió detrás de Natasha hacia la sala de los divanes con paso ligero, alegre y festivo y el rostro encendido. A petición de los invitados, los jóvenes cantaron a cuatro vocesEl manantial, que agradó mucho a todos; después Nikolái cantó una romanza que acababa de aprender:

Cuando en el puro cielo la luna brilla,

el amante feliz sueña:

“¡Todavía hay alguien en el mundo

que piensa en ti!

Y, acariciando con mano bella

las cuerdas doradas del arpa,

te llama, de amor languideciendo,

te llama, clama por ti.

Todavía una breve espera

y el paraíso llegará... ”

Más, ¡ay!, tu pobre amigo

ya muerto estará.

Apenas había concluido las últimas palabras de su canto, cuando ya los jóvenes se aprestaban al baile y los músicos removían los pies y carraspeaban.

Pierre permanecía sentado en el salón, donde Shinshin había empezado una conversación con él, como recién llegado del extranjero; trataba de política y Pierre se aburría, aun cuando acudieron otros invitados.

Cuando empezó la música Natasha entró en el salón, se acercó directamente a Pierre y sonriendo ruborizada le dijo:

–Mamá me ha ordenado que lo invite a bailar.

–Temo confundir las figuras– dijo Pierre, —pero si quiere ser mi maestra...– y tendió su gruesa mano a la delgada chiquilla, bajándola mucho.

Mientras las parejas se disponían para el baile y los músicos afinaban sus instrumentos, Pierre se sentó al lado de su pequeña dama. Natasha se sentía perfectamente feliz. Danzaba con un mayorque acababa de regresar del extranjeroa la vista de todos y hablaba con él como si fuese mayor. Llevaba en la mano un abanico que le había dejado cierta señorita para que lo sostuviese, y adoptando la postura más mundana (Dios sabe cómo y cuándo la había aprendido) se abanicaba y sonreía tras el abanico, charlando con su pareja...

–¿Eh, qué les parece? ¡Mírenla, mírenla!– exclamó la condesa, atravesando la sala y señalando a su hija.

Natasha se ruborizó:

–¡Oh, mamá! No sé por qué lo dice... ¿Qué tiene de extraño?

Hacia la mitad de la tercera “escocesa”, en el gabinete del conde hubo ruido de sillas. María Dmítrievna y la mayoría de los invitados (los más importantes y viejos) se pusieron en pie, estiraron las piernas después de estar tanto tiempo sentados, volvieron los billeteros y portamonedas a sus bolsillos y entraron en el salón. María Dmítrievna y el conde, ambos con alegre continente, abrían la marcha. El conde, con cortesía juguetona, como simulando un paso de ballet, dobló el brazo para ofrecérselo a María Dmítrievna. Se irguió de nuevo; iluminaba su rostro una sonrisa singular, astuta y gallarda, y cuando terminó la última figura del baile, aplaudió a los músicos y gritó, volviéndose al primer violín:

–¡Semión! Ahora Daniel Kúpor. ¿Te acuerdas?

Era el baile favorito del conde, que ya lo bailaba en su juventud. Daniel Kúporera en realidad una figura de la "inglesa".

–Miren a papá– gritó Natasha, que parecía haber olvidado que estaba bailando con una persona mayor, inclinando hacia sus rodillas la rizada cabecita y estallando en una risa sonora que llenó todo el salón.

Y, en efecto, todos los presentes miraban con alegre sonrisa al bravo viejo que se movía junto a su imponente pareja, más alta que él; doblaba los brazos, según el ritmo, enderezaba los hombros, giraba, hacía piruetas con los pies, dando ligeros taconazos con una sonrisa cada vez más abierta, como si preparase a los espectadores a lo que todavía iba a venir. Tan pronto como se oyeron las notas alegres y movidas de Daniel Kúpor, tan semejantes a las de ciertas danzas rusas, todas las puertas del salón se llenaron de alegres rostros de domésticos; en una parte los hombres y en la otra las mujeres que se acercaban sonrientes a ver cómo se divertía su señor.—¡Es un águila nuestro padrecito!– dijo en voz alta la vieja niñera en el umbral de una puerta. —¡Un águila!

El conde bailaba bien, y lo sabía; pero su dama no sabía ni quería bailar. Su voluminoso cuerpo se mantenía recto y los brazos robustos le colgaban (había dado su bolso a la condesa); puede decirse que sólo bailaba su rostro, severo y bello. Todo cuanto expresaba la redonda figura del conde se reflejaba en el rostro de María Dmítrievna, en el aleteo de su nariz y una sonrisa cada vez más amplia. Pero si el conde, enardecido por el baile, cautivaba a los espectadores con sus quiebros ágiles e inesperados y los saltos ligeros de sus rápidos pies, no era menor la admiración que despertaba María Dmítrievna, quien con mínimo esfuerzo movía los hombros, redondeaba los brazos en las vueltas y taconeaba. Todos reconocían su mérito, teniendo en cuenta su complexión y su severidad habitual. El baile era cada vez más animado. Las parejas que tenían enfrente no conseguían llamar la atención y ni siquiera lo intentaban. Todos estaban pendientes del conde y de María Dmítrievna. Natasha tiraba de la manga y del vestido a todos, que no precisaban de esa señal para tener los ojos fijos en los bailarines, y les pedía que miraran a su padre.

El conde, en los intervalos de la danza, respiraba profundamente, agitaba la mano y gritaba a los músicos que tocaran con más brío. Y con más y más brío y soltura giraba el conde, ya sobre las puntas de los pies, ya sobre los talones alrededor de María Dmítrievna; y, por último, la llevó de nuevo a su silla y haciendo el último paso levantó ágilmente una pierna hacia atrás y con una sonrisa inclinó el sudoroso rostro y giró en círculo el brazo derecho en medio de una explosión de aplausos y risas, sobre todo por parte de Natasha. Ambos bailarines se detuvieron, respirando fatigosamente, y se enjugaron con sus pañuelos de batista.

–Así se bailaba en nuestros tiempos, ma chère– dijo el conde.

–Vaya con Daniel Kúpor– contestó María Dmítrievna con un prolongado y hondo suspiro, recogiéndose las mangas.

XVIII

Mientras en la sala de los Rostov se seguía bailando la sexta “inglesa”, al son de una orquesta que empezaba a desafinar por el cansancio de los músicos, y los camareros y cocineros preparaban la cena, el conde Bezújov sufrió su sexto ataque. Los médicos declararon que no existía ninguna esperanza de curación. Se leyeron al enfermo las oraciones de la confesión, se le administraron los sacramentos, se hicieron los preparativos para la extremaunción y la confusión e inquietud propias de semejantes momentos se adueñaron de la casa. Afuera, al otro lado del portal, se ocultaban, entre carruajes que iban llegando, los empleados de pompas fúnebres, con la esperanza de un lujoso entierro. El general gobernador de Moscú, que por intermedio de sus ayudantes no cesó de informarse del estado del conde, aquella tarde se dirigió personalmente a decir su adiós al conde Bezújov, el célebre dignatario de Catalina II.

La suntuosa sala de recepción estaba llena. Todos se levantaron con respeto cuando el general gobernador, después de haber estado media hora a solas con el enfermo, salió de la cámara; respondió apenas a los saludos y procuró pasar lo más pronto posible ante los médicos, sacerdotes y parientes que tenían los ojos fijos en él. El príncipe Vasili, que en aquellos días había adelgazado, más pálido que de costumbre, lo acompañaba diciéndole algo en voz baja.

Después de haber acompañado al general gobernador, el príncipe Vasili se sentó en la sala con las piernas cruzadas, apartado de todos, el codo apoyado en la rodilla y los ojos ocultos tras la mano; así permaneció durante cierto tiempo; luego se levantó y, con pasos rápidos no habituales en él, dirigiendo en derredor miradas inquietas, atravesó un largo corredor y pasó a la parte trasera de la casa, donde vivía la mayor de las princesas.

Cuantos estaban en la sala débilmente iluminada cuchicheaban nerviosamente entre sí y callaban, mirando con ojos inquisitivos y ansiosos la puerta que conducía a la habitación del moribundo, que se abría con ruido débil siempre que salía o entraba alguien.

–La vida ha llegado a su término y no se pueden traspasar sus límites– decía un sacerdote viejecillo a una señora que, sentada junto a él, lo escuchaba cándidamente.

–¿No será demasiado tarde para la extremaunción?– preguntó la señora, añadiendo a sus palabras el título eclesiástico, como si careciera de opinión propia sobre ello.

–Es un gran sacramento, hija mía– respondió el sacerdote pasándose la mano sobre la cabeza, en la cual sólo quedaban algunos mechones de cabellos grises.

–¿Quién era ése? ¿El general gobernador de la plaza?– preguntaban en otro ángulo de la estancia. —¡Qué joven parece!...

–Pues pasa de los sesenta. Y dicen que el conde ya no conoce a nadie... que van a administrarle la extremaunción.

–Conocí a un señor a quien se la administraron siete veces.

La segunda de las princesas salió de la habitación del enfermo con los ojos llenos de lágrimas y tomó asiento al lado del doctor Lorrain, que, en gentil postura, con el codo apoyado en una mesa, estaba sentado bajo el retrato de Catalina II.

–Très beau– dijo el médico, respondiendo a una pregunta sobre el tiempo, —très beau, princesse, et puis à Moscou on se croit à la campagne. 95

–N’est-ce pas? 96– suspiró la princesa. —Entonces, ¿puede beber?

Lorrain quedó pensativo.

–¿Ha tomado la medicina?

–Sí.

El médico miró su reloj.

–Tome un vaso con agua hervida y ponga une pincée 97– con afilados dedos indicó lo que significaba une pincéede crémor tártaro...

–No se conoce el caso de haber sobrevivido a un tercer ataque– comentaba un médico alemán hablando con un ayudante de campo.

–¡Qué hombre más apuesto era hace poco!– dijo el ayudante de campo. —Y ahora, ¿a quién pasará toda esta fortuna?– agregó en un susurro.

–Ya aparecerán los voluntarios– replicó sonriendo el alemán.

Se volvieron todos hacia la puerta, que se abrió de nuevo para dar paso a la segunda princesa, que llevaba al enfermo la poción ordenada por Lorrain.

El doctor alemán se acercó a Lorrain.

–¿Llegará hasta mañana por la mañana?– preguntó hablando mal en francés.

Lorrain apretó los labios y agitó nerviosa y negativamente un dedo delante de la nariz.

–Esta noche, lo más tardar– murmuró en voz baja, con una discreta sonrisa en la que se traslucía su satisfacción por comprender y expresar claramente la situación del enfermo. Y se alejó.

Entretanto, el príncipe Vasili abría la puerta de la habitación de la princesa.

La estancia estaba en penumbra, sólo dos lamparillas ardían ante los iconos; olía agradablemente a incienso y flores. Toda la habitación estaba llena de pequeños muebles, mesitas y armaritos; detrás de un biombo se veía la blanca cubierta de un lecho muy alto y mullido. Ladró un perrito.

Ah, ¿es usted, mon cousin?

La princesa se levantó, se arregló los cabellos, que siempre, aun ahora, llevaba completamente alisados, como si estuviesen pegados al cráneo y cubiertos de barniz.

–¿Ha sucedido algo?– preguntó. —Estoy tan asustada...

–No, nada; sigue lo mismo. He venido a hablar contigo de un asunto serio, Catiche– dijo el príncipe con aire cansado sentándose en la butaca dejada por ella. —¡Qué calor hace! Ea, siéntate aquí, causons.

–Creí que había ocurrido algo– dijo la princesa. Y, con su invariable expresión de pétrea severidad, tomó asiento frente al príncipe, dispuesta a escuchar. —Me gustaría dormir, mon cousin, pero no puedo.

–¿Qué hay, querida?– preguntó el príncipe Vasili, tomando la mano de la princesa y doblándola hacia abajo, como por costumbre.

Evidentemente aquel “¿qué hay?” se refería a muchas cosas que ambos comprendían bien sin necesidad de palabras.

La princesa, con su busto seco y largo en comparación con las piernas, miraba directa y fríamente al príncipe con sus ojos saltones y grises. Movió la cabeza, suspiró y se volvió hacia los iconos. Su gesto podría expresar tristeza y devoción o cansancio y esperanza en un próximo reposo. El príncipe Vasili vio en él un signo de fatiga.

–¿Y crees que todo esto es más fácil para mí? Je suis éreinté comme un cheval de poste; 98y, a pesar de todo, debo hablarte, Catiche, y muy seriamente.

El príncipe Vasili calló. Sus mejillas temblaron nerviosamente, bien a un lado, bien al otro, lo que le dio una expresión desagradable que no se le conocía en el mundo de los salones. Tampoco sus ojos eran como de costumbre: ya miraba con irónica insolencia, ya con temor.

La princesa, que acariciaba con sus manos secas y delgadas al perrito recogido en sus rodillas, miraba directamente al príncipe Vasili; pero era evidente que no rompería el silencio con una pregunta aunque tuviera que esperar hasta la mañana.

–Ya ve, querida princesa y prima Catalina Semiónovna– prosiguió el príncipe Vasili, no sin esfuerzo, reanudando el hilo de sus palabras: —en momentos como éste hay que pensar en todo. En el porvenir, en vosotras... Os quiero a todas como a mis hijos, tú lo sabes.

La princesa seguía mirándolo con la misma mirada opaca e inmóvil.

–En fin, tengo que pensar también en mi familia– continuó el príncipe Vasili enfadado, sin mirarla, y apartando nerviosamente la mesita. —Tú, Catiche, sabes que vosotras, las tres hermanas Mámontov, y mi mujer sois las herederas directas del conde. Ya sé, ya sé que te resulta penoso pensar y hablar de estas cosas; tampoco para mí es fácil; pero, querida amiga, ya paso de los cincuenta y debo estar preparado para todo. ¿Sabes que he mandado llamar a Pierre porque el conde, indicando su retrato, exigió que viniera?

El príncipe miró a la princesa como preguntándole, pero no pudo comprender si lo había entendido o si simplemente lo estaba mirando...

–Sólo una cosa pido a Dios, mon cousin, que sea misericordioso con él y permita a su hermosa alma abandonar tranquilamente esta...

–Sí, eso está bien, está bien– prosiguió impaciente el príncipe Vasili, frotándose la calva y acercando con ira la mesita que antes había empujado. —Pero, en fin... De lo que se trata, tú lo sabes, es que el pasado invierno el conde hizo un testamento por el que deja todos sus bienes a Pierre, en perjuicio de sus herederos directos y de nosotros...

–¡Pues no ha escrito ya pocos testamentos!– replicó tranquilamente la princesa. —Pero no puede legar nada a Pierre. Es un hijo ilegítimo.

–Ma chère– dijo de improviso el príncipe Vasili, acercando hacia él la mesita, animándose y comenzando a hablar más deprisa; —pero ¿y si ha escrito al Emperador pidiéndole la autorización para reconocer a Pierre? Compréndelo: vistos los méritos del conde, su petición será atendida...

La princesa sonrió como lo hacen quienes creen saber algo mucho mejor que aquel con quien hablan.

–Te diré más– añadió el príncipe Vasili, tomándole la mano. —La carta está escrita, y, aunque no ha sido enviada todavía, el Emperador sabe que existe. Lo importante es saber si fue destruida. Si no, cuando todo haya terminado– el príncipe Vasili suspiró, dando a entender qué pretendía decir con esas palabras de todo haya terminado—se abrirán los papeles del conde, el testamento y la carta serán entregados al Emperador y seguramente se respetará su deseo. Pierre, como hijo legítimo, lo recibirá todo.

–¿Y nuestra parte?– preguntó la princesa sonriendo irónicamente, como si creyera que todo era posible menos aquello.

–Mais, ma pauvre Catiche, c’est clair comme le jour 99. Pierre será el único heredero legal de todo, y vosotras no recibiréis absolutamente nada. Tú debes saber, querida, si el testamento y la carta han sido escritos o si han sido destruidos. Y si por cualquier motivo fueron olvidados, tú tienes que saber dónde están y encontrarlos, porque...

–¡Es lo único que faltaba!– lo interrumpió la princesa con sarcástica sonrisa y sin variar la expresión de sus ojos. —Soy mujer, y según vosotros todas las mujeres somos estúpidas, pero sé muy bien que un hijo ilegítimo no puede heredar... Un bâtard– añadió, creyendo que traduciendo esta palabra convencería al príncipe de su sinrazón.

–¿Cómo no lo entiendes, Catiche? ¡Con lo inteligente que eres! ¿Cómo no entiendes que si el conde ha escrito al Emperador una carta solicitando la legitimación de su hijo Pierre, éste ya no será Pierre, sino el conde Bezújov, y entonces, de acuerdo con el testamento, será todo para él? Y si el testamento y la carta no desaparecen, nada queda para ti, salvo el consuelo de haber sido virtuosa et tout ce qui s’en suit 100. Como lo oyes.

–Sé que el testamento está escrito, pero sé también que no es válido, y me parece que me toma usted por una verdadera estúpida, mon cousin– dijo la princesa con el tono de la mujer que está segura de haber dicho algo ingenioso y ofensivo.

–Querida princesa Catalina Semiónovna– replicó con impaciencia el príncipe Vasili, —no he venido aquí para cambiar contigo palabras desagradables, sino para hablarte como a una de la familia, una buena y verdadera pariente; para hablar de tus propios intereses. Te repito por décima vez que si la carta al Emperador y el testamento a favor de Pierre se hallan entre los papeles del conde, tú, palomita mía, y tus hermanas no recibiréis nada; y si no me crees a mí, cree por lo menos a las personas que entienden de estos asuntos; acabo de hablar con Dmitri Onúfrich– era el abogado de la familia —y me ha dicho lo mismo.

Algo pareció haber cambiado en la mente de la princesa. Sus delgados labios palidecieron (los ojos seguían siendo los mismos de antes) y su voz se hizo tan entrecortada que ella misma se sorprendió.

–¡Sólo eso nos faltaba!– dijo la princesa. —No quise antes, no quiero nada ahora.

Arrojó de sus rodillas al perrito y se compuso la falda.

–Así se agradece a las personas que lo han sacrificado todo por él– continuó. —¡Maravilloso! ¡Muy bien! Yo no necesito nada, príncipe.

–Sí, pero tú no estás sola; tienes hermanas– replicó el príncipe Vasili.


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