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Guerra y paz
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Автор книги: Leon Tolstoi



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–A ver cómo sale de ésta– dijo.

–Procuraremos salir– respondió Berg, tocando una pieza, pero dejándola en seguida.

En aquel instante se abrió la puerta.

–Vaya. ¡Por fin te encuentro!– gritó Rostov. —¡Eh, y Berg también! “Eh, petits enfants, allez coucher dormir!” 224– gritó, repitiendo las palabras de la vieja niñera de la que antaño se burlaba con Borís.

–¡Dios mío, cómo has cambiado!– Borís se levantó al encuentro de Rostov pero sin olvidarse de sostener y recoger las piezas de ajedrez que se habían caído.

Quiso abrazar a su amigo, pero Nikolái lo esquivó con ese afán juvenil de evitar los caminos trillados y expresar sus sentimientos a su manera, con tal de no imitar a los adultos, que a veces los fingen. Nikolái deseaba hacer algo nuevo al ver a su amigo: por ejemplo, darle un pellizco o un empujón, pero no abrazarlo y besarlo como hacen todos. En cambio, Borís, tranquila y amistosamente, abrazó y besó por tres veces a Rostov.

Hacía casi seis meses que no se veían y, como es natural a esa edad cuando el joven da los primeros pasos en la vida, ambos amigos se hallaron muy cambiados tal vez por la influencia totalmente nueva de los ambientes en que habían dado esos primeros pasos. Los dos tenían empeño en mostrar lo antes posible sus propias transformaciones.

–¡Sois unos malditos petimetres! ¡Siempre limpios y frescos, como si volvierais de un paseo, y no como nosotros, los infelices del ejército!– decía Rostov con inflexiones de barítono en la voz, nuevas para Borís, y modales bruscos, señalando su propio pantalón, sucio de barro.

La dueña de la casa, una alemana, apareció en la puerta atraída por las voces de Rostov.

–¿Qué, es guapa?– preguntó guiñando un ojo.

–¿Por qué gritas tanto? La vas a asustar– dijo Borís. —No te esperaba hoy– agregó; —ayer entregué unas líneas para ti a un ayudante del general Kutúzov, a quien conozco, el príncipe Bolkonski. Y no pensé que te las haría llegar tan pronto... Bueno, ¿cómo estás? ¿Ya has entrado en fuego?

Rostov, sin contestar, movió la cruz de San Jorge que ostentaba en el pecho, mostró el brazo en cabestrillo y, sonriendo, miró a Berg.

–Ya lo ves– dijo.

–Hola, hola– dijo Borís sonriendo. —También nosotros hemos hecho una marcha espléndida. Sin duda sabes que el zarévich está siempre en nuestro regimiento, de manera que gozamos de todas las comodidades y ventajas. ¡Qué recibimiento en Polonia! ¡Qué cenas y qué bailes! Es imposible contarlo todo. Y el zarévich estuvo muy afectuoso con todos nuestros oficiales.

Y empezaron a contarse: el uno las francachelas de los húsares y la vida de campaña, y el otro los placeres y las ventajas que tiene el servicio al mando de tan grandes personajes, etcétera.

–¡Oh, la Guardia!– exclamó Rostov. —Bueno, di que nos traigan vino.

Borís torció el gesto.

–Bien... Si quieres...

Se acercó a su cama, sacó una bolsa debajo de la limpia almohada y dio órdenes de que trajeran vino.

–Ah, tengo que darte el dinero y las cartas– añadió.

Rostov tomó las cartas, dejó el dinero sobre el diván y acodándose sobre la mesa se puso a leer. Leyó unas líneas y miró a Berg con ira; sus miradas se encontraron y Rostov ocultó su rostro tras la carta.

–Le han mandado bastante– dijo Berg mirando la pesada bolsa tirada sobre el diván. —En cambio nosotros, conde, vivimos de nuestra paga. Por lo que respecta a mí le diré...

–Mire, querido Berg– dijo Rostov, —cuando reciba usted carta de su casa y se encuentre con un amigo íntimo a quien quiera preguntar muchas cosas, y yo estuviera allí, me iría a otro sitio para no molestarlo. Hágame caso, váyase a donde quiera, a cualquier sitio... ¡al diablo!– acabó por gritar; pero acto seguido lo sujetó por el hombro y mirándolo cariñosamente, para suavizar la violencia de sus palabras, añadió: —Perdóneme, querido; le hablo tal como lo siento, como a un viejo conocido.

–¡Oh, por favor, conde! Lo comprendo muy bien– replicó Berg con voz gutural, levantándose.

–Vaya con los dueños de la casa, lo han invitado– añadió Borís.

Berg se puso una chaqueta pulquérrima; se arregló delante del espejo las patillas hacia arriba, al estilo del emperador Alejandro y, convencido por la mirada de Rostov de que su chaqueta producía efecto, salió de la estancia ufano y sonriente.

–¡Pero qué animal soy!– exclamó Rostov, sumido en su lectura.

–¿Por qué?

–Soy un cerdo por no haberles escrito antes ni una vez y darles ese susto de pronto. ¡Menudo cerdo!– repitió enrojeciendo Rostov. —Bueno, anda, llama a Gavrilo. Que nos traiga un poco de vino y beberemos.

Entre las cartas de la familia venía una para el príncipe Bagration; era una recomendación conseguida por la condesa (siguiendo los consejos de Anna Mijáilovna) a través de algunas amistades; la mandaba a su hijo para que se valiera de ella.

–¡Qué tontería! No me hace ninguna falta– dijo Rostov, arrojando la carta bajo la mesa.

–¿Por qué la tiras?– preguntó Borís.

–Una carta de recomendación. ¡Al diablo con ella!

–¿Por qué al diablo?– dijo Borís, que la había recogido y leía el destinatario. —Esta carta te hace mucha falta.

–No necesito nada ni quiero ser ayudante de nadie.

–Pero ¿por qué?– preguntó Borís.

–Es un oficio de lacayo.

–Ya veo que sigues siendo el mismo soñador– dijo Borís, moviendo la cabeza.

–Y tú el diplomático de siempre. Pero no se trata de eso... Bueno, bueno, ¿y tú, qué?– preguntó Rostov.

–Ya lo ves. Hasta ahora todo va bien, pero confieso que me gustaría ser ayudante y no permanecer en filas.

–¿Por qué?

–Porque desde que entramos en la carrera militar hay que procurar, por todos los medios posibles, que sea brillante.

–¡Vaya!– dijo Rostov, al parecer pensando en otra cosa.

Miraba fija e inquisitivamente a su amigo, como buscando en él la respuesta a una pregunta.

El viejo Gavrilo trajo vino.

–¿No será mejor llamar a Alfonso Kárlovich?– insinuó Borís. —Beberá contigo. Yo no bebo.

–Bien, bien, ve a buscarlo. ¿Qué opinas tú de ese alemanote?– preguntó Rostov con una sonrisa despectiva.

–Es un hombre excelente, honesto y agradable– respondió Borís.

Rostov miró de nuevo fijamente a su compañero y suspiró. Volvió Berg y, ante la botella de vino, la conversación de los tres se animó en seguida. Los oficiales de la Guardia contaban a Rostov sus marchas, las fiestas que les habían ofrecido en Rusia, en Polonia y en el extranjero. Contaron palabras y hechos de su jefe, el gran duque, anécdotas sobre su bondad y sus explosiones de cólera. Berg, como de costumbre, guardaba silencio mientras la conversación no se refería a él directamente, pero a propósito de las anécdotas sobre el mal genio del gran duque, contó gustosamente cómo en Galitzia había tenido la fortuna de hablar con él, cuando el gran duque recorría los regimientos y se mostraba irritado por la irregularidad de los movimientos. Con una grata sonrisa, Berg contó cómo el gran duque, irritadísimo, se había acercado a él, gritando “¡Arnaute!” (expresión favorita del gran duque cuando estaba encolerizado) y pidiendo que se presentase el jefe de la compañía.

–¿Lo creerá, conde? No tenía miedo alguno, porque sabía que me asistía la razón. Sin vanidad puedo asegurarle que me conozco de memoria las órdenes del día y los reglamentos; los sé como el padrenuestro. Por eso, en mi compañía no había irregularidad alguna, tenía tranquila la conciencia. (Berg se levantó, y escenificó cómo se había presentado al gran duque con la mano en la visera; desde luego era difícil hallar otro rostro más respetuoso y más satisfecho de sí mismo.) —Empezó a gritar y amenazarme con todo lo divino y humano, a cubrirme de improperios. Las palabras “arnaute”, “diablos" y “a Siberia” resonaron repetidas veces– decía Berg sonriendo significativamente. —Pero yo no le contesté: sabía que yo tenía razón y por eso guardé silencio. ¿Qué le parece, conde? "¿Estás mudo?”, gritó. Pero yo seguía callado. ¿Y qué cree usted? Al día siguiente, en el orden del día, no se contaba nada de lo ocurrido. Ahí tiene lo que significa no perder la cabeza– concluyó Berg, encendiendo su pipa y lanzando espirales de humo.

–Sí, eso está bien– sonrió Rostov.

Pero Borís, advirtiendo que Rostov tenía el propósito de burlarse de Berg, cambió de conversación hábilmente. Se interesó por la herida de Rostov y le preguntó dónde y como había ocurrido. Contarlo le agradaba y comenzó a hablar, animándose cada vez más, a lo largo del relato de lo sucedido en Schoengraben, exactamente como cuentan sus experiencias los protagonistas de una batalla, es decir, como les gustaría que hubiese ocurrido o como han oído contarlo a otros, de la forma más atractiva, pero no del todo conforme con la realidad. Rostov era un joven sincero; nunca habría mentido a conciencia. Y comenzó su relato con la intención de contar las cosas tal y como habían ocurrido; pero, sin él mismo advertirlo, de manera inevitable e involuntaria empezó a mentir. Si hubiese dicho la verdad a quienes, como él, habían oído muchas veces relatos de batallas y se habían forjado una idea de cómo era un ataque, o no le habrían creído o, lo que es peor, habrían pensado que el propio Rostov era culpable de que no le sucediera lo que siempre ocurre a quienes hablan de cargas de caballería. No podía contar simplemente que todos habían ido al trote, que había caído del caballo y se había dislocado la muñeca; ni que había escapado a todo correr para huir de los franceses, hasta refugiarse en un bosque. Contar la verdad es muy difícil y son pocos los jóvenes capaces de hacerlo. Además, para narrar todo tal como había sucedido habría tenido que hacer un verdadero esfuerzo sobre sí mismo. Sus compañeros esperaban que Rostov les relatase cómo, enfebrecido y presa de furor, se había lanzado igual que un huracán, repartiendo sablazos a diestro y siniestro, y cómo abría la carne de los enemigos y cómo, al fin extenuado, había caído. Y Rostov les contó todo eso.

En lo mejor del relato, cuando decía: “No puedes imaginarte qué extraño sentimiento de furor se experimenta durante el ataque”, entró en la estancia el príncipe Andréi Bolkonski, a quien Borís esperaba. El príncipe Andréi, a quien gustaba el papel de protector de los jóvenes y se sentía lisonjeado siempre que alguno acudía a él, se mostraba bien dispuesto hacia Borís, que la víspera había sabido serle simpático, y deseaba ayudarlo. Enviado con unos documentos de Kutúzov para el gran duque, llegaba con la esperanza de encontrar solo a Borís.

Cuando, al entrar en la habitación, se encontró con aquel húsar que contaba aventuras militares (era un tipo de personas que no podía soportar), sonrió cariñosamente a Borís, frunció el ceño y entornó los ojos para mirar a Rostov y, después de un breve saludo, tomó asiento en el diván con aire cansado e indolente. Le disgustaba haber caído en medio de tan desagradable compañía. Rostov lo adivinó y enrojeció; poco le importaba aquel extraño, pero mirando a Borís le pareció que también él se avergonzaba de su compañía. A pesar del gesto burlón y desagradable adoptado por el príncipe Andréi, y a pesar del desprecio general que Rostov sentía hacia todos los ayudantillos del Estado Mayor, entre los que evidentemente figuraba el recién llegado, se sintió confuso y guardó silencio. Borís preguntó por las noticias del Estado Mayor y (si no era indiscreción) por los propósitos para el futuro.

–Probablemente seguiremos adelante– respondió Bolkonski, que, al parecer, no deseaba hablar delante de extraños.

Berg aprovechó la ocasión para preguntar con especial cortesía si darían, como se había dicho, doble ración de forraje a los jefes de compañía. El príncipe Andréi, sonriendo, replicó que él no podía opinar sobre tan grave cuestión de Estado, a lo que Berg rió alegremente.

–De su asunto– dijo después Bolkonski a Borís —hablaremos más tarde– y miró a Rostov. —Venga a buscarme después de la revista y haré todo lo posible por complacerlo.

Y recorriendo con una mirada toda la estancia, se volvió a Rostov, sin dignarse reparar en su infantil e invencible embarazo, que se iba transformando en cólera.

–Me parece que hablaba de la batalla de Schoengraben. ¿Estuvo usted allí?

–Sí que estuve– respondió Rostov con voz irritada, como queriendo con ello ofender al ayudante de campo.

Bolkonski se dio cuenta del estado de ánimo del húsar y le pareció divertido. Sonrió con ligero desprecio.

–Sí, ahora se cuentan muchas historias sobre esa batalla.

–¡Sí, historias!– dijo Rostov en voz alta, mirando con ojos llenos de ira ya a Bolkonski, ya a Borís. —Sí, muchas historias, pero la historia de los que estuvimos bajo el fuego enemigo tiene cierta importancia, mayor que la de los jovenzuelos del Estado Mayor, que reciben recompensas sin hacer nada.

–¿A los que supone que yo pertenezco?– dijo el príncipe Andréi con tranquila sonrisa, especialmente amable.

En el alma de Rostov coincidió un sentimiento de ira y de respeto hacia la tranquilidad de aquel hombre.

–No hablo de usted– dijo. —No lo conozco y confieso, además, que tampoco deseo conocerlo. Hablo en general de los del Estado Mayor.

–Pues yo puedo decirle lo siguiente– lo interrumpió con tranquila autoridad en el tono de su voz el príncipe Andréi. —Quiere ofenderme, y estoy dispuesto a concederle que es muy fácil conseguirlo, si no tiene el suficiente respeto hacia usted mismo; pero reconozca que ni el lugar ni el tiempo son muy apropiados. Dentro de unos días nos veremos todos empeñados en un duelo bastante más serio; además, Drubetskói, que dice ser un viejo amigo de usted, no tiene culpa alguna de que mi fisonomía tenga la desgracia de no agradarle. Por lo demás– añadió levantándose, —sabe mi nombre y dónde puede encontrarme; pero no olvide– agregó —que yo no me considero ofendido ni creo que usted lo haya sido tampoco, y mi consejo de hombre de mayor edad que usted es que deje este asunto así, sin más consecuencias. A usted, Drubetskói, lo espero el viernes, después de la revista. Adiós– terminó el príncipe Andréi; y salió saludando a uno y a otro.

Sólo cuando hubo desaparecido el príncipe Bolkonski, Rostov se dio cuenta de lo que debía haberle contestado; aún le irritó más no haberlo hecho. Inmediatamente ordenó que le trajeran el caballo y, despidiéndose con sequedad de Borís, salió también. “¿Debo ir mañana al Cuartel General y provocar a este presumido ayudante de campo, o, en efecto, es mejor dejar así las cosas?” Esta pregunta lo atormentó durante el camino. A veces pensaba con ira en el placer de ver el miedo de aquel hombre pequeño, débil y orgulloso, puesto al alcance de su pistola; otras veces, con verdadero estupor, sentía que, de todos los hombres que había conocido, no deseaba tener como amigo a nadie más que a aquel ayudantillo de campo que tanto odiaba.

VIII

Al día siguiente de la visita de Rostov a Borís, tuvo lugar la anunciada revista de las tropas austríacas y rusas, algunas recién llegadas de refresco desde Rusia y otras que habían tomado parte en la campaña con Kutúzov. Los dos Emperadores, el de Rusia con el zarévich y el de Austria con el archiduque, pasaban revista al ejército aliado, compuesto por ochenta mil hombres.

Desde el amanecer, las tropas comenzaron a concentrarse, con uniforme de gala, en el campo situado delante de la fortaleza. Miles de pies y de bayonetas, con sus banderas desplegadas, se detenían a las órdenes de los oficiales, giraban, iban formando, guardando las distancias, dejando paso a otros grupos de infantería uniformada con colores diferentes; o bien era el rítmico trote de la caballería, con sus hermosos uniformes azules, rojos y verdes, precedida de músicos de recamada indumentaria, sobre potros negros, alazanes y bayos; o más allá, entre gran estrépito de broncíneos cañones, limpios y brillantes, que retemblaban sobre los afustes, venía la artillería, detrás de la infantería y la caballería, para ocupar los puestos que les habían sido asignados. No eran sólo los generales con sus uniformes de gran gala, apretadas hasta la exageración las cinturas gruesas o delgadas, con el rostro congestionado por el cuello del uniforme, sus bandas y condecoraciones; no eran sólo los oficiales atildados y elegantes, sino cada soldado, con el rostro fresco, limpio y recién afeitado, con el correaje reluciente, los caballos almohazados, con la piel como de raso y las crines peinadas y alisadas pelo a pelo; todos tenían la sensación de que estaba ocurriendo algo muy importante y solemne. Cada general y cada soldado advertían su pequeñez, comprendían que no eran más que un grano de arena en aquel mar humano y, al mismo tiempo, sentían su potencia como parte de aquel enorme conjunto.

Al despuntar el día habían comenzado el movimiento y los preparativos, y a las diez todo estaba dispuesto y en el debido orden. La formación ocupaba un inmenso espacio; el ejército estaba extendido en tres grandes cuerpos: delante, la caballería; después, la artillería, y, por fin, la infantería.

Entre cada arma quedaba a modo de una calle. Se distinguían muy bien las tres partes del ejército: las fogueadas tropas de Kutúzov (cuyo flanco derecho, en primera línea, ocupaba el regimiento de Pavlograd), los regimientos de línea y de la Guardia, procedentes de Rusia, y el ejército austríaco. Pero todos formaban juntos, bajo idéntico mando y en el mismo orden.

“¡Ya llegan! ¡Ya llegan!”, pasó un murmullo inquieto como el viento sobre las hojas entre aquella muchedumbre. Se oyeron voces nerviosas y la agitación de los postreros preparativos sacudió a toda la tropa.

De Olmütz había salido, en efecto, un nutrido grupo que avanzaba hacia la tropa. Y en aquel momento, aunque el día era tranquilo, un leve soplo recorrió todo el ejército, agitando suavemente los gallardetes de las picas y las banderas desplegadas. El ejército parecía expresar con aquel ligero movimiento todo su júbilo ante la llegada de los Emperadores. Sonó la voz de “¡Firmes!”, que fue repetida, como el canto de los gallos a la madrugada, a lo largo de las formaciones. Todo quedó inmóvil.

En aquel silencio de muerte sólo se oía el trote de los caballos. Era el séquito de los emperadores que se acercaban al flanco; y las trompetas del primer regimiento de caballería tocaron generala. No parecían trompetas, sino el propio ejército el que emitía esos sones, jubiloso por la presencia del Soberano. Se pudo distinguir claramente la voz juvenil y afable del emperador Alejandro. Dirigió un saludo a las tropas y le contestó en pleno el primer regimiento con un “¡Hurra!” tan atronador, prolongado y gozoso que los mismos hombres se asustaron de la fuerza y del número de la muchedumbre que ellos constituían.

Rostov se encontraba en las primeras filas de las tropas de Kutúzov, a las que primero se acercó el Emperador. Sentía lo mismo que los demás: olvido de su persona, la orgullosa conciencia de poder y un entusiasmo apasionado por aquel que era la causa de aquella solemnidad.

Sentía que una sola palabra de ese hombre bastaría para que toda la masa (y él con ella, como una brizna) se arrojara al fuego o al agua, al crimen o a la muerte, o al más grande de los heroísmos; por eso no podía contener el estremecimiento y la emoción ante esa palabra ya próxima.

“¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!”, tronaba por doquier; un regimiento tras otro recibía al Emperador al toque de generala y después se repetía el “¡hurra!”, siempre en aumento, hasta confundirse en un griterío ensordecedor.

Antes de acercarse el Emperador, cada regimiento, inmóvil y silencioso, parecía un cuerpo sin vida; pero en cuanto aquél llegaba a su altura, la tropa revivía y sumaba sus clamores a los rugidos del resto de la formación ante cuyas líneas ya había pasado. Rodeados por el ensordecedor estruendo de aquellas voces, entre las masas de la tropa inmóvil y como petrificada en sus cuadros, avanzaban tranquilos, pero con orden y, sobre todo, libremente, un centenar de jinetes del séquito, y, por delante de ellos, dos hombres: los Emperadores. En ellos se concentraba la apasionada y contenida atención de toda aquella masa humana.

El bello y joven emperador Alejandro, con uniforme de la Guardia montada y el tricornio algo ladeado, atraía con su rostro simpático y su voz afable y bien timbrada las miradas de todos.

Rostov se hallaba próximo a las trompetas, y ya, de lejos, sus ojos penetrantes reconocieron al Emperador y lo siguieron mientras se acercaba. Y cuando el Soberano estuvo a veinte pasos y Nikolái pudo distinguir hasta los menores detalles de su hermoso, juvenil y feliz rostro, experimentó un sentimiento de ternura y entusiasmo como jamás conociera. Cada rasgo, cada movimiento del Emperador, todo, le parecía admirable.

Deteniéndose ante el regimiento de Pavlograd, Alejandro dijo algo en francés al emperador de Austria y sonrió.

Ante esa sonrisa, Nikolái sonrió involuntariamente y sintió una nueva oleada de amor hacia su Soberano. Habría deseado demostrar su amor de alguna manera, pero sabía que era imposible hacerlo y estuvo a punto de llorar. Alejandro llamó al comandante del regimiento y le dijo algunas palabras.

“Dios mío, ¿qué me pasaría si el Emperador se dirigiera a mí? —pensó Rostov—. Moriría de felicidad."

El Emperador se volvió a los oficiales.

–Señores– dijo, y cada palabra sonó para Rostov como música celestial, —les doy las gracias de todo corazón.

–¡Qué feliz se habría sentido Rostov de morir en aquellos momentos por su Zar!

–¡Habéis merecido las banderas de San Jorge y seréis dignos de ellas!

“¡Morir por él, sólo morir por él!", pensaba Rostov.

El Emperador añadió algo que Rostov no llegó a percibir y los soldados gritaron "¡Hurra!” con todas las fuerzas de sus pulmones.

También Rostov gritó con brío, inclinándose sobre su silla de montar.

Deseaba que ese grito le produjera dolor, para mostrar así todo su entusiasmo por el monarca.

El Emperador permaneció unos segundos frente al regimiento de Pavlograd, como indeciso.

“¿Cómo puede mostrarse indeciso el Emperador?”, se preguntó Rostov. Y después aquella misma vacilación le pareció majestuosa y encantadora, como todo lo que el Soberano hacía.

La indecisión de Alejandro no duró más que un instante. Su pie, calzado con bota puntiaguda, según entonces se llevaban, rozó el flanco de la yegua baya inglesa que montaba; su mano, enguantada de blanco, tiró de las bridas y avanzó, acompañado por el revuelto mar de sus ayudantes. Ahora se alejaba cada vez más, para detenerse ante otros regimientos, y bien pronto Rostov no distinguió más que su penacho blanco, por encima del séquito que rodeaba a los emperadores.

Entre las personas del séquito Rostov distinguió a Bolkonski, que montaba con negligencia y desenvoltura. Rostov recordó el incidente de la víspera y se preguntó si debería provocarlo. “Claro está que no —pensó—; ¿merece la pena pensar o hablar de eso en semejante momento? ¿Qué pueden significar nuestras disputas y ofensas al lado de estos sentimientos de amor, de entusiasmo y de sacrificio? Ahora amo y perdono a todos.”

Cuando el Emperador hubo pasado revista a casi todos los regimientos, las fuerzas desfilaron ante los Soberanos en columna de honor. Rostov, montado en su Beduinorecién comprado a Denísov, pasó cerrando la marcha de su escuadrón, solo y muy a la vista del Soberano.

Antes de acercarse al Emperador, Rostov, como buen jinete, espoleó al caballo y le hizo tomar aquel trote furioso que alcanzaba Beduinocuando estaba excitado: con la boca espumante inclinada hacia el pecho, la cola arqueada y tocando apenas el suelo, como si fuera a volar, Beduinopasó magníficamente, levantando muy alto, con gracia y alternativamente los pies como si también él se diera cuenta de la presencia del Emperador.

Rostov, por su parte, con las piernas echadas hacia atrás, encogido el vientre sintiéndose fundido con el caballo, desfiló ante el Emperador con rostro grave, pero beatífico, a lo diablo, según Denísov.

–¡Bien por los húsares de Pavlograd!– exclamó el Soberano.

“¡Dios mío, qué feliz sería si me ordenara arrojarme ahora mismo al fuego!”, pensó Rostov.

Terminada la revista, los oficiales recién llegados de Rusia y los de Kutúzov se reunieron en grupos y comenzaron a departir sobre las condecoraciones, los austríacos y sus uniformes, el frente de batalla, Bonaparte y lo mal que lo iba a pasar ahora, sobre todo cuando llegase el cuerpo de Essen y si Prusia se ponía de parte de los rusos.

Pero en los grupos se hablaba sobre todo del emperador Alejandro, se repetían sus gestos y palabras y todos mostraban el mismo entusiasmo por el Soberano.

No deseaban más que una cosa: marchar lo antes posible contra el enemigo. A las órdenes del Emperador era imposible no vencer, fuera cual fuere el contrario; así pensaban después de la revista Rostov y la mayoría de los oficiales.

Todos, terminada la revista, estaban más seguros de vencer de lo que habrían podido estarlo después de dos batallas victoriosas.

IX

Al día siguiente de la revista, Borís, vestido con su mejor uniforme y acompañado de los buenos deseos de su compañero Berg, se acercó a Olmütz para ver a Bolkonski con el fin de sacar partido de sus buenas disposiciones y colocarse lo mejor posible; le apetecía sobre todo verse ayudante de campo de algún gran personaje. Tal cosa le parecía lo más digno de ambición en el ejército. “Para Rostov, a quien su padre envía miles de rublos, está muy bien eso de que no quiera humillarse delante de nadie y de que no le guste ser lacayo; pero yo, que no tengo nada más que mi cabeza, debo hacer carrera y no dejar que la ocasión se me escape de las manos sin aprovecharme de ella.”

No encontró aquel día al príncipe Andréi en Olmütz. Pero el aspecto de la ciudad, donde estaba el Cuartel General y el cuerpo diplomático y donde se hallaban los dos Emperadores con sus séquitos respectivos —cortesanos y familiares—, aumentó todavía más en el joven el deseo de penetrar en aquellas esferas superiores.

No conocía a nadie y, a pesar de su elegante uniforme de oficial de la Guardia, todas aquellas personas que desfilaban por las calles con sus magníficos coches, plumajes, bandas y condecoraciones, cortesanos y militares, parecían tan por encima de él, simple oficial de la Guardia, que no sólo no querían, sino que tampoco podían darse cuenta de su existencia. En el cuartel general de Kutúzov, adonde fue en busca de Bolkonski, todos esos ayudantes de campo, y hasta los asistentes, lo miraron como queriendo darle a entender que eran muchos los oficiales como él que iban por allí y que todos resultaban igualmente inoportunos. A pesar de ello, o tal vez a consecuencia de ello, al día siguiente, el 15, por la tarde, volvió a Olmütz y, entrando en la casa ocupada por Kutúzov, preguntó por Bolkonski. El príncipe Andréi estaba allí y Borís fue llevado a una espaciosa sala donde seguramente se había bailado en otros tiempos; ahora había cinco camas y algunos muebles desparejados: una mesa, varias sillas y un clavicordio. Cerca de la puerta, sentado ante la mesa, escribía un ayudante de campo, vestido con un batín persa. Otro, colorado y grueso, Nesvitski, estaba tendido en una de las camas, con las manos bajo la cabeza, y reía con el oficial sentado junto a él. El tercero tocaba un vals vienés en el clavicordio. Un cuarto, acodado sobre el instrumento, canturreaba a media voz. Ninguno de ellos cambió de postura al darse cuenta de la presencia de Borís. El que estaba escribiendo, y a quien Borís se dirigió, se volvió con gesto malhumorado y le dijo que Bolkonski estaba de servicio y que entrase, si necesitaba verlo, por la puerta de la izquierda, a la sala de recepción. Borís le dio las gracias y se dirigió a la sala. Había allí una docena de oficiales y generales.

En el momento de entrar Borís, el príncipe Andréi, entornados despectivamente los ojos —con esa especial expresión de cansada cortesía que dice abiertamente: “No hablaría con usted si no tuviese la obligación de hacerlo"—, escuchaba a un viejo general ruso con muchas condecoraciones que, casi de puntillas, estirado, con el rostro enrojecido y una casi humilde expresión obsequiosa, informaba de algo al príncipe Andréi.

–Muy bien... Tenga la bondad de esperar– dijo al general en ruso, pero con pronunciación francesa que empleaba cuando quería expresar desdén; al darse cuenta de la presencia de Borís, dejó de atender al general (que seguía suplicándole que lo escuchara) y lo saludó alegremente.

En ese instante Borís comprendió con toda claridad lo que presentía desde el principio: que en el ejército, además de la subordinación y la disciplina escrita en los reglamentos, enseñada en el regimiento y tan conocida por él, existía otra subordinación más esencial: la que obligaba al general, de rostro cárdeno y abotagado, a esperar respetuosamente, mientras que un capitán, el príncipe Andréi, encontraba más oportuno, para satisfacción propia, charlar con el subteniente Drubetskói. Ahora más que nunca Borís hizo firme propósito de obedecer esa subordinación no escrita, y no la fijada en los reglamentos. Intuyó en ese momento que el hecho de ser recomendado al príncipe Andréi lo hacía superior a ese general que, en otras circunstancias, en el frente, habría podido aniquilar a un subteniente de la Guardia.

El príncipe Bolkonski se acercó a Borís y le estrechó la mano.

–Lástima que no me encontrara ayer. Tuve que pasar todo el día con los alemanes; fui con Weyrother a revisar el cumplimiento de la orden de operaciones, y cuando los alemanes se ponen en plan meticuloso, no acaban nunca.

Borís sonrió como si comprendiera las alusiones del príncipe, pero hasta aquel entonces no había oído hablar de Weyrother ni de la orden de operaciones.

–¿Así pues, amigo mío, quiere ser ayudante de campo? He pensado en usted durante este tiempo.

–Sí, yo había pensado– dijo Borís, ruborizándose de pronto —solicitar que me admitieran de ayudante del general en jefe; él ha recibido una carta del príncipe Kuraguin hablándole de mí; lo querría– añadió como excusándose, —porque temo que la Guardia no entre en combate.

–Bien, bien, hablaremos de todo– dijo el príncipe Andréi. —Permítame únicamente que anuncie a este señor y estoy con usted.

Y mientras el príncipe Andréi fue a cumplir su cometido: anunciar al general de rostro colorado, éste, que indudablemente no compartía las ideas de Borís sobre ventajas de la subordinación no escrita, miró de tal manera al atrevido subteniente que había osado interrumpir su conversación con el príncipe Andréi que Borís se sintió embarazado. Se alejó un tanto y esperó con impaciencia a que el príncipe Andréi saliera del despacho del general en jefe.


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