Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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Y, por último, el episodio de Polonia —todavía fresco en la memoria del capitán—, que contó con gestos rápidos y rostro encendido. Consistía en lo siguiente: el francés había salvado la vida a un polaco (en general, tales actos de generosidad eran frecuentes en los relatos del capitán Ramballe) y aquél le había confiado a su encantadora esposa ( parisienne de coeur) mientras él se enrolaba en el ejército francés. El capitán era feliz, la bella polaca quería huir con él, pero la generosidad de Ramballe se impuso y entregó al polaco su mujer diciéndole: “Je vous ai sauvé la vie et je sauve votre honneur!”. Al repetir esas palabras el capitán sacudió la cabeza y se restregó los ojos, como si quisiera apartar de sí la debilidad que lo invadía al recordar aquella escena conmovedora.
Pese a esas horas avanzadas de la noche y del vino, Pierre escuchaba todo cuanto decía el capitán, lo comprendía y, al mismo tiempo, revivía diversos recuerdos personales que acudían a su memoria.
Se acordó de improviso de su amor por Natasha, y, buscando en su imaginación los recuerdos de aquel amor, los comparó con las historias de Ramballe. Escuchando el relato de aquella lucha entre el deber y el amor, Pierre rememoró los más pequeños detalles de su último encuentro con la mujer amada, en la torre de Sújarev. Aquel encuentro no le había producido entonces impresión alguna, no había vuelto siquiera a pensar en ello una sola vez, pero ahora le parecía nimbado de importancia y poesía.
“Piotr Kirílovich, venga aquí. Lo he reconocido...", oía las palabras de ella. Veía de nuevo sus ojos, su sonrisa, el sombrero de viaje, el rebelde mechón de cabello... y en todo aquello encontraba algo conmovedor y emotivo.
Cuando el capitán dio fin a su historia de la hermosa polaca, preguntó a Pierre si nunca había experimentado el sentimiento de sacrificio por el amor y de envidia del marido legítimo.
Provocado por la pregunta Pierre levantó la cabeza y sintió la necesidad de expresar las ideas que lo embargaban. Explicó que él entendía de diversa manera el amor por la mujer. Dijo que en su vida no había amado más que a una, pero que ella no podría pertenecerle nunca.
–Tiens!– dijo el capitán. 527
Pierre continuó diciendo que amaba a esa mujer desde su infancia y que no se atrevía a pensar en ese amor porque ella era muy joven y él un bastardo sin nombre; y que después, cuando tuvo nombre y riquezas, tampoco se atrevió, porque la amaba demasiado y la situaba muy por encima de los demás y de sí mismo. Al llegar a ese punto de su relato, Pierre preguntó al capitán si entendía un amor así.
Ramballe hizo un gesto, dando a entender que no lo comprendía, pero le rogaba que siguiese.
–L'amour platonique, les nuages...– murmuró. 528
Fuese por el vino bebido, por la necesidad de sincerarse con alguien o por el pensamiento de que aquel hombre no conocía ni conocería nunca a ninguno de los personajes de su historia, o tal vez por todo junto, la lengua de Pierre se fue soltando. Fijos sus ojos soñadores y amorosos en el vacío, con voz balbuciente, contó toda su historia: el propio matrimonio, el amor de su mejor amigo y Natasha, la traición de Natasha y sus propias relaciones, aún muy simples, con ella. Después, incitado por las preguntas de Ramballe, descubrió todo lo que había ocultado al principio: su posición social y por fin su nombre.
Lo que sorprendió especialmente al capitán fue el hecho de que Pierre fuese muy rico, dueño de dos palacios en Moscú, y que lo hubiera abandonado todo y, sin salir de la capital, permaneciera en ella ocultando su propio nombre.
Ya avanzada la noche salieron juntos a la calle. Era una noche templada y clara. A la izquierda de la casa se advertía ya el resplandor del primer incendio, que se había declarado en la calle Petrovka. A la derecha se levantaba la luna creciente y enfrente se veía el luminoso cometa que Pierre, dentro de su alma, relacionaba con su amor. Guerasim, la cocinera y dos soldados franceses estaban en el patio. Se oían sus risas y conversaciones en idiomas mutuamente incomprensibles. También ellos contemplaban el resplandor del incendio en la ciudad.
Nada terrible había en aquel pequeño y lejano incendio en medio del inmenso Moscú.
Al mirar el alto cielo estrellado, la luna, el cometa y el resplandor del incendio, Pierre experimentó una gozosa emoción. “¡Qué bello es todo! ¿Qué más puede desearse todavía?", pensó. Y en aquel momento, al recordar sus propósitos, la cabeza empezó a darle vueltas; se sintió indispuesto y hubo de apoyarse en la valla para no caer. Sin decir adiós a su nuevo amigo, con paso vacilante, se alejó del patio, volvió a su habitación, se echó en el diván y se durmió al momento.
XXX
Los habitantes que se alejaban de la ciudad y las tropas que retrocedían contemplaban desde distintos lugares y con sentimientos diversos el resplandor del primer incendio, que tuvo lugar el 2 de septiembre.
Aquella noche, el convoy de los Rostov se encontraba en Mitischi, a veinte kilómetros de Moscú. Habían salido tarde el día 1, el camino estaba tan lleno de carros y de tropas, habían olvidado tantas cosas por las que tuvieron que mandar a los criados, que decidieron pernoctar a cinco kilómetros de la capital.
A la mañana siguiente despertaron tarde y de nuevo hubo tantas paradas que sólo llegaron hasta Mitischi. A las diez, los Rostov y los heridos, que habían salido con ellos, se instalaron en los patios y las isbas de la gran aldea. Los criados y cocheros de los Rostov y los asistentes de los heridos salieron fuera, cenaron, una vez atendidos los señores, encerrados y alimentados los caballos.
En la isba vecina yacía un ayudante de Raievski, que tenía la muñeca rota. Los horribles dolores le hacían gemir lastimeramente, sin tregua, y sus gemidos resonaban lúgubres en la oscuridad otoñal. La primera noche, aquel herido pernoctó en el mismo patio que los Rostov. La condesa se lamentaba de no haber podido cerrar los ojos a causa de esos lamentos, y en Mitischi se la instaló en una isba peor para alejarla del herido.
Por encima de la alta carroza, detenida junto al porche, uno de los criados vio en la oscuridad de la noche el débil resplandor de un incendio.
Ya se veía otro hacía tiempo y todos sabían que Málie-Mitischi estaba ardiendo, incendiado por los cosacos de Mámonov.
–Pero, hermanos, aquél es otro incendio– dijo un asistente.
Todos miraron hacia aquel otro resplandor.
–Pero ya se sabía que los cosacos de Mámonov prendieron fuego a Málie-Mitischi.
–Sí, pero eso no es Málie-Mitischi... Está más lejos.
–Mirad, parece que es Moscú.
Dos criados salieron del porche y se sentaron en el estribo del coche.
–Es más a la izquierda. ¡Cómo va a ser Mitischi! El incendio es en otra parte.
Algunos se unieron a ellos.
–¡Mirad qué llamas!– dijo uno. —El incendio, señores, es en Moscú; bien en Suschévskaia o en Rogozhskaia.
Nadie contestó, y durante bastante tiempo contemplaron en silencio las llamas lejanas del nuevo incendio.
El viejo ayuda de cámara del conde, Danilo Teréntich, se acercó al grupo y llamó a Mishka.
–¿Qué haces ahí mirando, bribón?... El conde puede llamar y no hay nadie. Ve a recoger la ropa.
–Sólo había venido a buscar agua– contestó Mishka.
–¿Y qué piensa usted, Danilo Teréntich? Parece que aquel resplandor viene de Moscú– dijo uno de los criados.
Danilo Teréntich no contestó, y todos guardaron un largo silencio. El resplandor crecía y se extendía cada vez más.
–¡Que Dios nos proteja!... Hace viento, todo está seco...– dijo una voz.
–¡Fíjate cómo avanza! ¡Oh, Dios mío! ¡Hasta se ven las chovas! ¡Oh, Señor, ten compasión de estos pecadores!
–Lo apagarán, seguramente.
–¿Quién lo va a apagar?– dijo Danilo Teréntich, hasta entonces silencioso. Su voz era lenta y serena. —Es Moscú la que está ardiendo, hermanos. Es nuestra madrecita... la de muros blan...
Su voz se interrumpió en un sollozo senil. Parecía que todos esperaban eso para poder comprender el significado que para ellos tenía aquel resplandor. Se oyeron suspiros, oraciones y sollozos del viejo ayuda de cámara del conde.
XXXI
Danilo Teréntich fue a la casa para informar al conde de que Moscú estaba ardiendo. El conde se puso un batín y salió a ver el incendio. Con él salieron Sonia, que aún no se había desvestido, y Mme Schoss. Natasha y la condesa se quedaron en la habitación (Petia ya no estaba con los suyos; se había adelantado para unirse a su regimiento, destinado a Troitsa).
Al oír la noticia del incendio de Moscú la condesa se echó a llorar. Natasha, pálida y con los ojos fijos, seguía sentada en un banco debajo de los iconos (en el mismo lugar que ocupó al llegar allí). Sin prestar atención a las palabras de su padre, escuchaba los gemidos del ayudante, que se oían tres casas más allá.
–¡Qué espanto!– exclamó Sonia aterida y asustada al volver del patio. —Parece que está ardiendo todo Moscú. ¡El resplandor es horrible! Natasha, mira desde aquí; se ve desde la ventana– dijo a su prima con visible deseo de distraerla.
Pero Natasha la miró como si no entendiera lo que decía y de nuevo volvió a fijar sus ojos en el rincón de la estufa. Natasha estaba en aquel estado de aturdimiento y estupor desde la mañana, cuando Sonia, con gran asombro e indignación de la condesa, creyó necesario (quién sabe por qué) revelar a su prima la presencia del príncipe Andréi herido y decirle que iba con ellos.
La condesa se había enfadado con Sonia de manera poco frecuente en ella; Sonia lloró y pidió perdón. Y ahora, como para enmendar su propia falta, se preocupaba incesantemente de Natasha.
–Mira, Natasha, qué incendio tan violento.
–¿Qué es lo que arde?– preguntó Natasha. —¡Ah, sí, Moscú!
Y para no ofender a Sonia y librarse de ella, levantó la cabeza hacia la ventana, miró de tal modo que nada podía ver y volvió a su actitud de antes.
–¡Pero si no has visto nada!
–Sí, sí que lo he visto– dijo Natasha con una voz que parecía suplicar que la dejaran tranquila.
Sonia y la condesa comprendieron que ni Moscú ni su incendio tenían importancia para ella.
El conde se retiró detrás del biombo y se acostó. La condesa se acercó a Natasha, tocó su frente con el dorso de la mano, como hacía cuando su hija estaba enferma, la besó y dijo:
–¿Tienes frío? Estás temblando. Harías bien en acostarte.
–¿Acostarme? Sí, está bien. Ahora me acuesto– dijo Natasha.
Cuando Natasha supo aquella mañana que el príncipe Andréi, gravemente herido, viajaba con ellos, hizo numerosas preguntas: “¿Dónde está herido? ¿Cómo? ¿Está en peligro? ¿Puedo verlo?”. Y cuando le contestaron que no podía verlo, que estaba gravemente herido, aunque no en peligro de muerte, no les creyó. Convencida de que siempre le responderían lo mismo, dejó de preguntar y de hablar. Durante todo el viaje, con aquella mirada que la condesa conocía tan bien y cuya expresión temía, Natasha permaneció inmóvil en un rincón del coche. Con el mismo semblante estaba sentada ahora en la isba. Algo pensaba, algo había decidido en su interior. La condesa lo sabía, pero no podía adivinarlo, y eso la tenía asustada e inquieta.
–Natasha, hija mía, desvístete y acuéstate en mi cama.
Sólo la condesa disponía de cama; Mme Schoss y las dos jóvenes dormían en un montón de heno extendido sobre el piso.
–No, mamá. Me echaré aquí en el suelo– dijo Natasha.
Se acercó a la ventana y la abrió.
Con la ventana abierta se oyeron más claramente los quejidos del ayudante. Natasha asomó la cabeza al aire húmedo de la noche y la condesa pudo ver cómo su delicado cuello, sacudido por los sollozos, golpeaba el marco de la ventana. Natasha sabía que no era el príncipe Andréi quien gemía; sabía que el príncipe Andréi viajaba en el mismo convoy que ellos, que estaba en la isba vecina, separada de ellos solamente por el zaguán. Pero esos constantes quejidos la hicieron llorar.
La condesa y Sonia se miraron.
–Acuéstate, cariño mío. Acuéstate– dijo la condesa, poniéndole la mano en el hombro. —Acuéstate, ya es tarde.
–Ah, sí... Ahora mismo.
Y comenzó a desvestirse con tanta prisa que rompió las cintas de la falda. Se quitó el vestido, se puso una chambra y se sentó con las piernas recogidas en el heno que le servía de lecho. Echó hacia delante su trenza de cabellos finos y no largos, la deshizo y, con sus dedos finos, delicados, empezó a trenzarla de nuevo; sus movimientos eran rápidos, ágiles, volvía la cabeza bien a un lado, bien a otro, pero sus ojos febriles, muy abiertos, miraban inmóviles delante de sí. Cuando hubo terminado su tocado nocturno se echó lentamente sobre la sábana que cubría el heno extendido, en el suelo, cerca de la puerta.
–Natasha, échate en el centro– dijo Sonia.
–No, aquí– contestó. —Pero acostaos ya– añadió con fastidio.
Y hundió la cara en la almohada.
La condesa, Mme Schoss y Sonia se desnudaron rápidamente y se acostaron. En la habitación no había más que un candil, pero el patio estaba iluminado por el incendio de Málie-Mitischi, a dos kilómetros de allí; se oían gritos de borrachos en la taberna de la esquina, saqueada por los cosacos de Mámonov, y los gemidos continuos del ayudante.
Natasha escuchó durante largo rato, sin moverse, los rumores de la casa y los que llegaban desde fuera.
Primero oyó los rezos y suspiros de su madre, el crujido del lecho y los ronquidos silbantes de Mme Schoss, que conocía tan bien; oyó asimismo la tranquila respiración de Sonia. Al cabo de un rato la condesa la llamó, pero ella no contestó nada.
–Parece que se ha dormido, mamá– susurró Sonia.
Tras un breve silencio, la condesa llamó de nuevo a Natasha, sin que tampoco esta vez contestara.
Natasha no tardó en oír la respiración regular de su madre, pero siguió inmóvil, aunque el pequeño pie desnudo que había sacado de la sábana se le enfriaba en el suelo.
Como si festejara su victoria sobre todos, el canto de un grillo llegó desde una rendija. A lo lejos cantó un gallo al que otro respondió más cerca. En la taberna habían cesado los gritos y sólo se oían los gemidos del ayudante. Natasha se incorporó.
–¡Sonia! ¿Duermes? ¡Mamá!– murmuró.
No contestó nadie. Natasha se puso en pie lentamente, con precaución, se persignó y anduvo con los pies descalzos, estrechos y ágiles, sobre el pavimento frío y sucio. Crujieron las tarimas, dio unos pasos rápidos, deslizándose como un gato, y sujetó el picaporte gélido de la puerta.
Le parecía que algo pesado golpeaba rítmicamente todas las paredes de la isba, pero era su propio corazón que latía sobrecogido por el miedo, el espanto y el amor.
Abrió la puerta, cruzó el umbral y puso los pies en la tierra húmeda y fría del zaguán. El frío pareció reanimarla. Su pie desnudo rozó a un hombre dormido, pasó por encima y abrió la puerta de la isba donde se hallaba el príncipe Andréi. La habitación estaba a oscuras. En el rincón del fondo, junto a un lecho donde había alguien acostado, ardía una vela de sebo que se había derretido, formando algo parecido a una seta.
Desde por la mañana, cuando le habían dicho que el príncipe Andréi estaba allí herido, decidió que debía verlo. No sabía para qué, pero sabía que la entrevista iba a ser penosa, y esto la convencía aún más de que era absolutamente necesaria.
Todo el día había vivido con la esperanza de verlo aquella noche; y ahora que había llegado el instante, la idea de lo que iba a ver la horrorizaba. ¿Cómo estaría de mutilado? ¿Qué quedaba de él? ¿Estaría como ese ayudante que no cesaba de gemir? Sí, él era también así. En su imaginación él era la encarnación de aquellos terribles gemidos. Cuando divisó en el rincón una forma indefinida y supuso que las rodillas del herido, levantadas bajo la manta, eran sus hombros, se imaginó que estaba ante un cuerpo horriblemente mutilado y se detuvo aterrada. Pero una fuerza invencible la empujaba hacia delante. Dio cautelosamente un paso, después otro, y se encontró en medio de una pequeña habitación completamente abarrotada. En un banco, bajo los iconos, yacía otro hombre (era Timojin), y en el suelo se veían otros dos (el médico y el ayuda de cámara).
El ayuda de cámara se incorporó y murmuró algo. Timojin, que estaba desvelado por el dolor de su pierna herida, miraba con ojos muy abiertos la extraña aparición de la joven en camisa blanca, chambra y gorro de dormir. Las palabras asustadas del ayuda de cámara: “¿Qué quiere usted? ¿A qué viene?”, hicieron que Natasha se acercara más de prisa a lo que yacía en el rincón. Aunque aquel cuerpo no se pareciera en nada a un hombre y fuera horrible, ella debía verlo. Dejó atrás al ayuda de cámara y como la cera fundida de la vela, en forma de seta, había caído, pudo ver claramente al príncipe Andréi, extendidos los brazos sobre la manta, tal como lo recordaba.
Estaba igual que siempre, aunque el color febril del rostro, los ojos brillantes fijos admirativamente en ella y, sobre todo, su cuello delgado, como el de un niño, que salía de la camisa, le conferían un aspecto distinto, juvenil e inocente que nunca había visto en él. Natasha se acercó al príncipe Andréi y con un movimiento rápido, ligero y ágil se puso de rodillas.
Él sonrió y le tendió la mano.
XXXII
Habían transcurrido siete días desde que el príncipe Andréi volviera en sí en el puesto de socorro del campo de batalla de Borodinó. Durante casi todo aquel tiempo había estado sin conocimiento. La fiebre y la inflamación de los intestinos —que habían sufrido lesiones, en opinión del médico que acompañaba al herido– debían acabar con él. Pero al séptimo día tomó con gusto un poco de pan y una taza de té; el médico observó que la temperatura descendía. Aquella mañana recobró el conocimiento.
La primera noche después de la salida de Moscú fue bastante templada y lo dejaron en el coche; pero en Mitischi el mismo herido quiso que lo sacaran de allí y pidió té. El dolor experimentado durante el traslado a la isba le arrancó fuertes lamentos y volvió a perder el sentido. Cuando lo colocaron en el lecho de campaña permaneció largo rato inmóvil, con los ojos cerrados. Después los abrió y dijo suavemente: “Bueno, ¿y ese té?”. Esta memoria para los pequeños detalles de la vida sorprendió al médico. Le tomó el pulso y notó, con estupor, que había mejorado. Comprobarlo lo disgustó, porque su experiencia de profesional le decía que no podía vivir mucho y que si no moría ahora, moriría poco después y con sufrimientos mucho mayores. Con el príncipe Andréi llevaban también al comandante de batallón de su regimiento, Timojin, el de la nariz colorada, herido en la pierna en la misma batalla de Borodinó. Los acompañaban el médico, el ayuda de cámara, el cochero del príncipe y dos asistentes.
Trajeron el té y el príncipe Andréi lo bebió ávidamente, con los ojos febriles puestos en la puerta, como si tratara de comprender y recordar.
–No quiero más– dijo. —¿Está aquí Timojin?
Timojin se acercó arrastrándose sobre el banco en que estaba echado.
–Estoy aquí, Excelencia.
–¿Cómo va tu herida?
–¿La mía? Bien... Y usted, ¿cómo está?
El príncipe Andréi quedó pensativo como tratando de recordar algo.
–¿Podrían traerme un libro?– preguntó.
–¿Cuál?
–El Evangelio. No lo tengo.
El médico prometió buscárselo y pidió detalles al príncipe de cómo se sentía. El príncipe contestó con desgana, pero razonablemente, a todas las preguntas. Después pidió que pusieran debajo de él un soporte, con el que estaría más cómodo y sufriría menos. El médico y el ayuda de cámara levantaron el capote que lo cubría y, contraído el rostro a causa del sofocante hedor de carne putrefacta que despedía la herida, se pusieron a examinarla. El médico quedó muy disgustado por algo. Vendó al herido de otra manera y lo cambió de postura, lo que arrancó nuevos gemidos al príncipe y le hizo perder de nuevo el conocimiento. Comenzó a delirar. Sin cesar repetía que le llevaran el libro y se lo pusieran debajo.
–¿Qué les cuesta? No lo tengo. Tráiganlo, por favor... Me lo ponen debajo un minuto– decía con voz lastimera.
El médico salió al zaguán para lavarse las manos.
–No tenéis perdón– dijo al ayuda de cámara, que le echaba el agua. —Un momento que me he descuidado... Es un dolor terrible y me asombra que pueda soportarlo.
–Ahora parece que lo hemos colocado bien... ¡Jesucristo bendito!
Por primera vez el príncipe Andréi se dio cuenta del sitio en que se hallaba y qué le había ocurrido. Recordó que estaba herido y que cuando el coche se detuvo en Mitischi pidió que lo llevaran a la isba, que de nuevo se había sentido mal y había recobrado el conocimiento en la isba, antes de beber el té. Y ahora pasaba de nuevo revista a todo lo ocurrido. Volvía a representarse con especial lucidez el puesto de socorro, cuando, viendo los sufrimientos de un hombre que era su enemigo, acudieron a su mente nuevas ideas, que le prometían felicidad. Y esas ideas, vagas aún y confusas, se adueñaron otra vez de su alma. Recordaba que ahora poseía una felicidad nueva; y que ésta tenía algo en común con el Evangelio. Por eso había pedido el libro. Pero la mala postura en que lo habían colocado y los dolores originados por el cambio de posición ofuscaron sus pensamientos. La tercera vez que despertó a la vida reinaba ya el silencio absoluto de la noche. Todos dormían en derredor. Un grillo cantaba al otro lado del zaguán. Oyó una voz que gritaba y cantaba en la calle, las cucarachas corrían por el suelo, las paredes y los iconos, una mosca enorme se debatía en la cabecera de su cama y de la vela de cebo, colocada a su lado, se había desprendido un trozo en forma de gruesa seta.
Su alma no estaba en estado normal. De ordinario, el hombre sano piensa, siente y recuerda simultáneamente un número incalculable de objetos, pero tiene el poder y la fuerza de escoger una serie de ideas o fenómenos y concentrar en ellos toda su atención. El hombre sano, aun en el momento de la más profunda reflexión, puede apartarla de su mente para saludar a un recién llegado y volver de nuevo a lo que pensaba. En este sentido, la mente del príncipe Andréi no estaba en situación normal. Todas las potencias de su espíritu eran más activas, más claras que nunca, pero actuaban al margen de su voluntad. Las más diversas ideas e imágenes se adueñaban de él simultáneamente. A veces, su mente comenzaba a funcionar con un vigor, una precisión y profundidad de los que era incapaz estando sano; mas de pronto, en plena actividad, todo se desvanecía sustituido por cualquier imagen inesperada y le resultaba imposible volver a la idea anterior.
“Sí, se me ha revelado una nueva dicha inalienable del ser humano —pensaba en medio de aquella penumbra apacible de la isba con los ojos dilatados, enfebrecidos y fijos—, una felicidad que está más allá de las fuerzas materiales, fuera de toda influencia exterior: la felicidad pura del alma, la dicha del amor. Todo hombre puede comprenderla, pero únicamente Dios tiene conciencia de ella y puede concederla. Mas ¿cómo revela Dios esta ley? ¿Por qué el hijo...?” Y de pronto se quebró el curso de aquellas ideas y el príncipe Andréi oyó (no sabía si deliraba o lo oía en la realidad) una suave voz que susurraba rítmicamente y sin cesar: “Y piti-piti-piti”, y después de “y-ti-ti”, volvía de nuevo “y piti-piti-piti”, y otra vez “y-ti-ti”. Al mismo tiempo, y en medio de aquella música susurrante, el príncipe Andréi sentía que sobre su rostro, en el centro, se alzaba un extraño edificio aéreo de finas agujas o astillas. Sentía (aunque le resultaba penoso) que debía mantener el equilibrio, a costa de lo que fuera, para que el edificio que se erguía no se desmoronase. Sin embargo, se desmoronó, pero volvió a erguirse lentamente acompañado por los sones de aquella música rítmica y susurrante: “Se eleva... se eleva... se alarga y se eleva”, repetía el príncipe Andréi. Al propio tiempo, junto al rumor y a la sensación de aquel edificio de agujas que se iba levantando y alargando, el príncipe Andréi veía, a la luz rojiza de la llama, el rumor de las cucarachas y el zumbido de la mosca que se posaba en la almohada y en su rostro. Cada vez que la mosca le rozaba la cara sentía como una quemadura, y, al mismo tiempo, se asombraba de que, al entrar donde el edificio se erguía, no lo destruyera. Además, había allí algo importante: un objeto blanco junto a la puerta, como la estatua de una esfinge que también lo oprimía.
“Tal vez sea mi camisa encima de la mesa —pensó—, éstas son mis piernas, y aquello es la puerta... Pero ¿por qué todo se eleva y se alarga? ¡Y piti-piti-piti y ti-ti y piti-piti-piti!... ¡Basta ya! ¡Por favor! ¡Déjalo ya!”, suplicaba penosamente a alguien el príncipe Andréi. Y de nuevo surgieron sus ideas y sentimientos con claridad y pujanza extraordinarias.
“Sí, el amor —volvió a pensar con total nitidez—, pero no el amor que ama por algo, para algo o cualquier otro motivo, sino ese amor que experimenté la primera vez, cuando me sentía morir, vi a mi enemigo y lo amé. He sentido ese amor que es la esencia misma del alma y no necesita objeto alguno. También ahora experimento ese bendito sentimiento. Amar al prójimo, amar a los enemigos. Amarlo todo, amar a Dios en todas las manifestaciones. Se puede amar como ser humano a una persona querida; pero sólo al enemigo se lo puede amar con amor divino. Ésta fue la causa de mi alegría cuando me di cuenta de que sentía amor por aquel hombre. ¿Qué habrá sido de él? ¿Vivirá todavía?... El amor humano puede convertirse en odio, pero el amor divino no puede cambiar: nada, ni siquiera la muerte lo destruye. Es la esencia del alma. ¡A cuántas personas he odiado en mi vida! Y de todas, a ninguna odié ni amé tanto como a ella...” Y recordó a Natasha, no como otras veces, con su encanto y su alegría, que tanto le gustaban. Por primera vez pensó en su alma. Comprendía sus sentimientos, el dolor, la vergüenza, el arrepentimiento.
Por primera vez comprendía toda la crueldad de su comportamiento, de su ruptura con ella. "¡Si pudiera verla aunque no fuera más que una vez! Mirar de nuevo sus ojos, decirle...”
Y de nuevo piti-piti-piti-piti y piti-piti-bum: la mosca chocó con algo... Su atención, de pronto, se trasladó a otro mundo de la realidad y del delirio donde sucedía algo excepcional. En aquel mundo se alzaba, sin desmoronarse, un edificio que se estiraba igual que antes, la vela seguía ardiendo, circundada de un halo rojizo, la misma camisa-esfinge yacía junto a la puerta; pero, además de ello, algo crujió, penetró un soplo de aire fresco y una nueva esfinge blanca de rostro muy pálido y con los ojos brillantes de aquella Natasha en quien acababa de pensar.
"¡Oh! ¡Qué penoso este incesante delirio!”, pensó el príncipe Andréi, tratando de borrar aquel rostro de su imaginación. Pero el rostro estaba delante de él con toda la fuerza de la realidad y se acercaba. El príncipe Andréi quería volver al mundo de antes, al pensamiento puro, pero no podía hacerlo: el delirio lo arrastraba a sus dominios. La dulce voz susurrante seguía balbuceando pausada, algo lo ahogaba, se prolongaba, y el extraño rostro estaba delante de él. El príncipe Andréi reunió todas sus energías para volver a la realidad. Se movió, zumbaron sus oídos, se enturbió su vista y, como un hombre que se hunde en el agua, perdió el conocimiento.
Cuando volvió en sí, Natasha, aquella Natasha viva a la que él quería amar con todo el amor puro, divino, que se le había revelado, estaba de rodillas junto a su lecho. Comprendió que era en realidad la verdadera Natasha, pero no se asombró de ello, únicamente sintió una dulce alegría. Natasha, de rodillas (no podía moverse), lo miraba asustada, conteniendo los sollozos. Su cara estaba pálida, inmóvil. Sólo en su parte inferior algo temblaba.
El príncipe Andréi suspiró aliviado. Sonrió y le tendió la mano.
–¿Usted?– dijo. —¡Qué felicidad!
Natasha, con gesto rápido y prudente, se acercó a él de rodillas, tomó con cautela su mano, inclinó sobre ella la cara y empezó a besarla, rozándola apenas con sus labios.
–¡Perdón!– susurró, levantando la cabeza y mirándolo. —¡Perdóneme!
–¡La amo!– dijo el príncipe Andréi.
–¡Perdóneme!...
–¿Perdonarla de qué?– preguntó él.
–Por lo que... hice...– dijo Natasha en un susurro, apenas perceptible y entrecortado.
Y rozándola apenas, volvió a besar repetidas veces su mano.
–Te amo más y mejor que antes– dijo el príncipe Andréi, levantando con la mano el rostro de la joven para ver sus ojos.
Aquellos ojos llenos de lágrimas felices lo miraban con timidez, compasión, alegría y amor. La cara pálida y delgada de Natasha, con los labios hinchados, más que fea era terrible; pero el príncipe Andréi no veía aquel rostro: sólo contemplaba los hermosos ojos resplandecientes.
Detrás se oyeron algunas voces.
Piotr, el ayuda de cámara, ya despierto, llamó al médico. Timojin, que no dormía a causa del dolor de la pierna, había sido testigo de toda la escena y, encogido en el banco, procuraba cubrir con la sábana su cuerpo desnudo.
–¿Qué hace aquí?– preguntó el médico, incorporándose. —Haga el favor de salir, señorita.
Al mismo tiempo, una doncella enviada por la condesa, que había advertido la ausencia de su hija, llamó a la puerta.
Natasha salió de la isba como una sonámbula a la que hubieran despertado en pleno sueño; al volver a su habitación cayó sollozando en su lecho.
Desde aquel día, durante todo el viaje de los Rostov, en todos los altos y escalas, Natasha no se separó de Bolkonski; y el médico hubo de confesar que no esperaba de una señorita tanta firmeza y habilidad para cuidar a un herido.
Por terrible que pudiera parecer a la condesa pensar que el príncipe Andréi muriese durante el viaje (el médico lo consideraba muy probable) en los brazos de su hija, la condesa no se opuso a Natasha. Aunque el acercamiento del príncipe herido y la joven permitía suponer que, en caso de curación, se reanudaría el proyecto de matrimonio, nadie hablaba del asunto; y Natasha y el príncipe Andréi menos que los demás. La alternativa de vida o muerte que pendía no sólo sobre Bolkonski, sino sobre toda Rusia, descartaba cualquier otro pensamiento.
XXXIII
El día 3 de septiembre Pierre se despertó tarde. Le dolía la cabeza, el traje con el que había dormido sin desnudarse le pesaba sobre el cuerpo y sentía la vaga conciencia de que algo vergonzoso había hecho el día anterior. Ese acto vergonzoso era su conversación con el capitán Ramballe.