Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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–¿Por qué estás tú aquí?– preguntó, acercándose al muchacho.
–Déjalo– dijo Pierre, tomando a Nikolái por el brazo, y prosiguió: —Les expliqué que eso era poco, que ahora había que hacer algo más que permanecer a la espera de que estalle de un momento a otro la cuerda tensa. Cuando todo el mundo aguarda una convulsión inevitable, es urgente que el mayor número posible de hombres se mantenga firme para oponerse a la catástrofe general. Todo lo que es joven y fuerte es atraído por ellos y cae en la corrupción: unos, seducidos por las mujeres; otros, por los honores y las ambiciones; los de más allá, por el dinero. Y se pasan al otro bando. Apenas quedan ya personas independientes, libres como vosotros y como yo. Les dije: “Ampliad el círculo de la sociedad y que el mot d'ordre 633no sea solamente virtud, sino independencia y actividad”.
Nikolái se separó de su sobrino, apartó de mal humor el sillón, se sentó, carraspeó disgustado frunciendo cada vez más el ceño mientras escuchaba a Pierre.
–Pero ¿cuál será el objeto de esa actividad?– exclamó. —¿Y en qué relaciones estaréis con los gobernantes?
–Ahora verás. Seremos fuerzas auxiliares. Nuestra sociedad puede no ser secreta, si el gobierno la admite. No sólo no será una sociedad hostil al gobierno, sino que la constituirán verdaderos conservadores. Una sociedad de caballeros en toda la extensión de la palabra. Para que otro Pugachov no venga a degollar a mis hijos y a los tuyos; para que un Arakchéiev no me mande a una colonia militar; para eso nos unimos, con objeto de conseguir el bien y la seguridad generales.
–Sí, pero una sociedad secreta, es decir, hostil y nociva, no puede hacer más que mal.
–¿Por qué? ¿Y el Tugenbund, que salvó a Europa– en aquel entonces nadie se atrevía a decir que la había salvado Rusia, —hizo algo nocivo? El Tugenbund es la alianza de los hombres virtuosos: es el amor y la ayuda mutua; lo que Cristo enseñó en la cruz...
Natasha, que había vuelto a mitad de la conversación, miraba alegremente a su marido. No se alegraba por lo que decía, eso no le interesaba, porque le parecía sumamente sencillo, que ella sabía desde hacía mucho tiempo (creía saberlo porque conocía el alma de Pierre, de donde eso procedía), sino que se alegraba de verlo tan animado y lleno de entusiasmo.
Con aún mayor entusiasmo y júbilo lo contemplaba el muchacho del cuello delgado que sobresalía de su camisa y permanecía en la sombra olvidado por todos. Cada palabra de Pierre quemaba su corazón y, con el movimiento nervioso de sus dedos, destrozaba sin darse cuenta el lacre y las plumas que había sobre la mesa de su tío.
–No es nada de eso que piensas; lo que yo propongo es lo mismo que el Tugenbund alemán.
–¡Eh, amigo!, el Tugenbund es bueno para los comedores de salchichas, pero yo no lo entiendo y ni siquiera sé pronunciarlo– intervino Denísov con su voz ruda y enérgica. —Estoy de acuerdo con que las cosas van mal, que son abominables, pero el Tugenbund no lo comprendo y no me gusta, prefiero la rebelión... En ese caso, je suis votre homme. 634
Pierre sonrió, Natasha soltó la risa y Nikolái frunció aún más el ceño e intentó demostrar a Pierre que no se preveía revuelta alguna, que no existía ninguno de aquellos peligros de que hablaba, si no era en su imaginación; Pierre afirmó lo contrario, y como era más inteligente y manejaba mejor sus argumentos, no tardó en colocar a Nikolái en un callejón sin salida. Eso lo irritó aún más, porque en el fondo de su alma tenía la seguridad de estar en lo cierto, no por razonamiento, sino por algo más fuerte.
–Fíjate en lo que voy a decirte– dijo levantándose y dejando la pipa en un rincón al que acabó tirándola con rabia. —Yo no puedo darte pruebas; dices que todo va mal en Rusia y que vamos a llegar a una revuelta; no lo veo así. Pero cuando afirmas que el juramento militar es algo convencional, no tengo más remedio que contestarte. Eres mi mejor amigo, ya lo sabes; pero si vosotros formáis una sociedad secreta y os oponéis a las medidas del gobierno, cualquiera que éste sea, a mi vez yo sé que mi deber es obedecerlo, y si Arakchéiev me manda que vaya con un escuadrón contra vosotros, no vacilaré en hacerlo. Y juzga tú ahora como quieras.
Se hizo un silencio embarazoso. Natasha comenzó a hablar la primera, y atacó a su hermano para defender a su marido. Su defensa era débil y torpe, pero logró su propósito: se reanudó la conversación y desapareció el tono acre con que habían sido pronunciadas las últimas palabras de Nikolái.
Cuando todos se levantaron para ir a cenar, Nikóleñka Bolkonski se acercó a Pierre. Estaba muy pálido y le brillaban los ojos.
–Tío Pierre... usted... no... Si papá viviera, ¿estaría de acuerdo con usted?
Pierre comprendió de pronto el complejo choque de ideas y sentimientos peculiares y profundos que había originado en el muchacho la conversación reciente y, recordando todo lo dicho, lamentó que él lo hubiera escuchado. Pero había que contestar.
–Creo que sí– dijo con desgana, y salió del despacho.
Nikólushka bajó la cabeza y entonces se dio cuenta de lo que había hecho en la mesa. Ruborizado, se acercó a Nikolái, mostrando el lacre y las plumas rotas.
–Tío, perdóneme, lo hice sin querer– dijo.
Nikolái tuvo un gesto de contrariedad.
–Bueno, bueno– dijo, arrojando debajo de la mesa los pedazos de lacre y las plumas; y dominando, al parecer, con esfuerzo, su cólera, se apartó del muchacho. —No debías haberte quedado aquí– le dijo.
XV
Durante la cena no se habló ni de política ni de sociedades; la conversación giró sobre los recuerdos de 1812, tema especialmente agradable para Nikolái, suscitado por Denísov, en el que Pierre se mostró especialmente divertido y simpático. Al separarse eran los mejores amigos del mundo.
Nikolái pasó a su despacho, se puso el batín, dio las últimas instrucciones al administrador, que estaba esperándolo, y entró en la alcoba. Su mujer permanecía sentada ante el escritorio y escribía algo.
–¿Qué escribes, Marie?– preguntó.
La condesa se ruborizó. Temía que lo escrito no fuera comprendido y aprobado por su marido.
Habría querido esconderlo, pero, al mismo tiempo, estaba contenta de haber sido sorprendida y obligada a decírselo.
–Es mi diario, Nicolás– dijo tendiéndole un pequeño cuaderno azul, lleno de su caligrafía grande y firme.
–¿Un diario?– preguntó él con cierto deje irónico.
Tomó en sus manos el cuaderno. En francés había escrito lo siguiente:
4 de diciembre. Hoy Andriusha (el hijo mayor) no quería vestirse por la mañana y mademoiselle Luisa me ha hecho llamar. El niño se había puesto caprichoso y terco. Traté de amenazarlo, pero eso hizo que se enfadara aún más. Entonces decidí dejarlo y, con la niñera, empecé a vestir a los otros. A él le dije que no lo quería. Quedó callado largo rato, como si esto le causase asombro. Después se precipitó hacia mí, en camisón, y rompió a llorar de tal modo que me costó mucho serenarlo. Era evidente, lloraba sobre todo por haberme disgustado. Después, cuando por la tarde le di su nota, se echó a llorar de nuevo al besarme. Con ternura se puede conseguir todo de él.
—¿Qué es eso de la nota?– preguntó Nikolái.
–He comenzado a dar todas las noches una nota a los mayores calificando su conducta.
Nikolái fijó la mirada en los ojos luminosos vueltos hacia él y siguió hojeando y leyendo el cuaderno. El diario registraba los más pequeños detalles de la vida de los niños, todo aquello que a la madre parecía indicio de sus caracteres o ideas generales sobre la manera de educarlos. Eran, en general, detalles mínimos; pero no lo parecían así ni a la madre ni al padre, cuando ahora leyó por primera vez el diario.
Con fecha del 5 de diciembre había escrito:
Mitia se ha portado mal en la mesa. Su padre ordenó que no le diesen postre, y así se hizo; y mientras los demás comían, él los miraba con tanta tristeza y avidez, que, a mi juicio, un castigo semejante, privar a un niño del postre, sólo desarrolla en él la glotonería. Tengo que decírselo a Nicolás.
Nikolái dejó el diario sobre la mesa y contempló a su mujer. Los ojos luminosos interrogaban, le preguntaban si lo aprobaba o no. Nikolái lo aprobaba, desde luego, y admiraba a su mujer.
“Tal vez no debería hacerlo en forma tan pedante, tal vez tampoco sea necesario." Pero ese trabajo espiritual incansable y continuo, que no tenía otra finalidad que el bien moral de los niños, la llenaba de entusiasmo. Si Nikolái hubiera sido capaz de analizar sus propios sentimientos, habría comprendido que la principal razón de su amor firme, profundo y tierno por su mujer se asentaba, principalmente, en la admiración y el asombro ante su espíritu y el mundo moral en que ella vivía y que era casi inaccesible para él.
Estaba orgulloso de su inteligencia y reconocía su inferioridad, en comparación con ella, desde el punto de vista espiritual y se mostraba tanto más feliz de que esa mujer, con semejante espíritu, no sólo le perteneciese sino que formase parte de él mismo.
–Me parece bien, me parece muy bien todo, querida– dijo con aire importante; y tras un breve silencio añadió: —Pues yo, hoy, me he portado muy mal. Tú no estabas en el despacho. Discutí con Pierre y me acaloré. Era imposible reaccionar de otra manera. Es un niño. No sé qué sería de él si Natasha no lo sujetase de las bridas. ¿Te imaginas para qué fue a San Petersburgo? Han organizado allí...
–Lo sé, lo sé por Natasha– dijo la condesa María.
–Entonces sabrás– prosiguió Nikolái, cada vez más enardecido por el recuerdo de la pasada discusión —que Pierre quiso convencerme de que el deber de todo hombre de bien consiste en ir contra el gobierno, y que el juramento y el deber... Siento que no hayas estado allí. Todos se volvieron contra mí; Denísov y Natasha... lo de Natasha es de risa. Lo tiene bien sujeto, pero cuando se trata de razonar, no tiene personalidad alguna, no hace más que repetir lo que dice su marido– concluyó, sin resistir a ese íntimo deseo de censurar a las personas cercanas más queridas. Olvidaba que de sus relaciones con su esposa se hubiera podido decir lo mismo que estaba afirmando de Natasha y Pierre.
–Sí, ya lo he notado– dijo la condesa María.
–Cuando le dije que el deber y el juramento de lealtad están por encima de todo, trató de demostrar Dios sabe qué; siento que no estuvieras allí. ¿Qué habrías dicho?
–Creo que tienes toda la razón. Así se lo dije a Natasha. Pierre asegura que todos sufren, padecen y se corrompen, y que nuestra obligación consiste en ayudar al prójimo. Tiene razón, sin duda, pero olvida que existen otros deberes, más inmediatos, indicados por el mismo Dios, y que nosotros podemos arriesgar nuestra vida, pero no la de nuestros hijos.
–Eso es precisamente lo que yo le decía– afirmó Nikolái, que creía sinceramente haberlo dicho. —Pero ellos siguieron insistiendo: el amor al prójimo y el cristianismo, todo en presencia de Nikóleñka, que se había metido en el despacho y ha roto todo en mi mesa.
–¡Ah, Nicolás! ¿Sabes?, Nikólushka me hace sufrir a menudo. Es un muchacho extraordinario y tengo miedo de que pensando en los nuestros no lo atiendo bastante. Todos tenemos hijos; cada uno tiene a sus padres, pero él no tiene a nadie. Siempre está solo con sus pensamientos.
–Me parece que no hay motivo para que te reproches nada. Has hecho y haces por él lo que la madre más cariñosa haría por su hijo, y a mí, naturalmente, me alegra que seas así. Es un excelente muchacho. Hoy escuchaba a Pierre como en una especie de éxtasis. Cuando nos disponíamos a cenar me di cuenta de que había hecho trizas todo cuanto tenía sobre mi mesa, y él mismo me lo dijo en seguida. Nunca lo he oído mentir. ¡Sí, es un chico excelente!– repitió Nikolái, a quien, en el fondo, no le gustaba Nikóleñka, pero siempre se empeñaba en reconocer que era un excelente muchacho.
–Sin embargo, una madre es otra cosa– dijo la condesa María. —Me doy cuenta de que no es lo mismo, y eso me hace sufrir. Es un chiquillo maravilloso pero temo mucho por él. Le vendría bien tener amigos.
–Pues no habrá que esperar mucho. Lo llevaré este mismo verano a San Petersburgo– dijo Nikolái. —Sí, Pierre fue siempre un soñador y lo sigue siendo– volvió a la conversación del despacho, que evidentemente le había producido inquietud. —¿Qué puede importarme a mí que Arakchéiev no sea bueno? ¿Qué podía importarme todo esto cuando me casé, agobiado por las deudas y a punto de ser metido en la cárcel y con una madre que no lo veía ni comprendía? Y además, estás tú, y los niños, y la dirección de las fincas. ¿Acaso es para mí un placer estar ocupado desde la mañana hasta la noche en el campo y en la oficina? Nada de eso; pero sé que debo trabajar para que mi madre esté tranquila, para estar contigo y para que mis hijos no pasen las miserias que he pasado yo.
La condesa María quería objetar que el hombre no vive sólo de pan, y que él daba demasiada importancia a esos asuntos, pero sabía que eso no era necesario y decirlo habría sido inútil. Tomó la mano de su marido y la besó. El interpretó ese gesto como un apoyo y confirmación de sus ideas. Después de una breve reflexión, continuó pensando en voz alta:
–¿Sabes, Mary? Iliá Mitrofánich (era el administrador general) ha llegado hoy de la hacienda de Tambov y dice que ofrecen ya ochenta mil rublos por el bosque.
Y, con rostro animado, comenzó a hablar de la posibilidad de recuperar Otrádnoie en breve plazo.
–Otros diez años más de vida y dejaré a nuestros hijos en una posición excelente.
La condesa María escuchaba y comprendía todas sus palabras. Sabía que cuando pensaba así en voz alta, a veces le pedía que repitiera lo dicho por él y se irritaba cuando se daba cuenta que ella pensaba en otra cosa. Pero le costaba un gran esfuerzo atender, porque lo que él decía no le interesaba en absoluto. Contemplaba a su marido y, aun sin pensar en otra cosa, sus sentimientos eran distintos. Sentía un tierno y sumiso amor hacia aquel hombre que nunca comprendería todo lo que comprendía ella y, precisamente por eso, lo amaba todavía más, con un cariño matizado de ternura apasionada. Además de ese sentimiento, que la absorbía por entero y le impedía entrar en detalles de los proyectos de su marido, a su mente acudían pensamientos que nada de común tenían con lo que él iba diciendo; pensaba en su sobrino (lo que le contó Nikolái acerca de la emoción del muchacho durante la conversación de Pierre la había impresionado mucho) y en los diversos rasgos de su carácter tierno y sensible. Y al pensar en el sobrino, pensaba también en sus hijos.
No los comparaba entre sí, pero comparaba sus propios sentimientos hacia ellos, y veía con tristeza que en su afecto por Nikóleñka faltaba algo.
A veces le parecía que tal diferencia provenía de la edad, pero se sentía culpable ante su sobrino y se prometió a sí misma ser mejor y hacer lo imposible, es decir, amar en este mundo al marido, a sus hijos, a Nikóleñka, al prójimo, como Cristo amó a la humanidad. El espíritu de la condesa María aspiraba siempre a la perfección, a lo infinito y eterno, y por ello nunca podía estar tranquila. El sufrimiento interno, oculto, de un espíritu a quien pesaba el cuerpo se reflejó en su rostro.
Nikolái la miró.
“¡Dios mío! —pensó—, ¿qué sería de nosotros si ella muriese? Lo pienso siempre que veo esa expresión en su cara”, e inclinándose ante el icono se puso a rezar las oraciones de la noche.
XVI
Natasha, al quedar a solas con su marido, comenzó a hablar como suelen hablar los matrimonios, es decir, comprendiendo rápida y claramente lo que pensaba cada uno y comunicándose de un modo especial, contrario a todas las leyes de la lógica: sin razonamientos, deducciones y conclusiones. Tan habituada estaba Natasha a conversar así con su marido, que la mejor prueba de que algo no iba bien entre ellos era cuando Pierre comenzaba a conversar ateniéndose a la lógica. Cuando trataba de explicarle algo hablando de manera coherente, y ella, arrastrada por el ejemplo, hacía lo mismo, sabía que terminarían riñendo.
Esta conversación, contraria a todas las reglas de la lógica, aunque sólo fuera por el hecho de que hablaban a la vez de cuestiones totalmente diferentes, había comenzado no bien se encontraron solos, cuando Natasha, muy abiertos los ojos resplandecientes de felicidad, se le acercó despacio, agarró de pronto su cabeza y la apretó contra su pecho diciendo:
–¡Ahora eres mío, todo mío y no volverás a escaparte!
Este modo de hablar simultáneamente de muchas cosas no sólo no impedía que la pareja se entendiera, sino que era el indicio más seguro de que se comprendían a la perfección.
Igual que lo visto en sueños es inverosímil, absurdo y contradictorio, salvo los sentimientos que los rigen, así en aquellas conversaciones, contrarias a todas las leyes del razonamiento, lo claro no eran las palabras, sino el sentimiento que lo gobierna.
Natasha contaba a Pierre la vida que había llevado su hermano, lo que ella había sufrido en su ausencia, cuánto quería a Mary, a la que encontraba superior a sí misma en todos los aspectos. Natasha era sincera al confesar la superioridad de Mary, pero al mismo tiempo que lo reconocía exigía que Pierre la prefiriera a todas las demás mujeres, y sobre todo que se lo repitiese ahora, después de haber visto a tantas en San Petersburgo.
Pierre, respondiendo a las palabras de Natasha, contaba lo insoportable que le había resultado en San Petersburgo asistir a veladas y comidas con señoras.
–He perdido la costumbre de conversar con las damas; es algo que, sencillamente, me aburre. Sobre todo, estaba tan ocupado.
Natasha lo miró con fijeza y prosiguió:
–Mary es un encanto. ¡Cómo sabe entender a los niños! Parece que ve sus almas. Ayer, por ejemplo, Míteñka se puso caprichoso...
–¡Cuánto se parece a su padre!– la interrumpió Pierre.
Natasha comprendió el porqué de aquella observación. El recuerdo de la reciente polémica con su cuñado le resultaba ingrato y quería conocer la opinión de Natasha.
–Nikolái tiene la debilidad de no aceptar una cosa que no haya sido admitida por todos. Y yo entiendo que lo principal para ti es ouvrir une carrière 635– dijo, repitiendo una frase oída en cierta ocasión al mismo Pierre.
–No, lo principal es que, para Nikolái, las ideas y los razonamientos no son más que una diversión, un pasatiempo. Ya lo ves: reúne una biblioteca y se impone como norma no comprar un libro más hasta haber leído los que tiene. Sismondi, Rousseau, Montesquieu...– añadió Pierre con una sonrisa. —Tú sabes cómo lo...
Quería suavizar sus propias palabras, pero Natasha lo interrumpió, dándole a entender que no era preciso.
–Entonces dices que para él las ideas son una diversión...
–Sí; en cambio yo opino que el pasatiempo está en las demás cosas. En San Petersburgo, durante ese tiempo, veía a todos como si estuviera soñando. Cuando una idea me preocupa, lo restante no tiene sentido para mí.
–¡Qué lástima no haber visto cómo fue tu encuentro con los niños! ¿Quién se ha alegrado más? ¿Lisa, verdad?
–Sí– dijo Pierre; y volvió a su idea. —Nikolái sostiene que no debemos pensar; pero yo no puedo dejar de hacerlo. Y eso sin contar que en San Petersburgo he comprobado (a ti te lo puedo decir) que sin mí se desmoronaría todo: cada uno tiraba por su lado. Pero he logrado unirlos a todos. ¡Además, mi idea es tan clara y sencilla! No digo que debamos oponernos a esto o a lo otro. Podemos engañarnos. Digo que quienes aman el bien deben darse la mano y que no debe haber más que una bandera: la de la virtud activa. El príncipe Sergio es un hombre magnífico y muy inteligente.
Natasha no dudaba de que la idea de su marido fuera una gran idea, pero sólo una cosa la tenía inquieta: el hecho de que fuese su marido. “¿Es posible que un hombre tan importante, tan necesario para la sociedad, sea al mismo tiempo mi marido? ¿Cómo ha podido ocurrir?” Quería exponer esa duda. “¿Quiénes son las personas capaces de decidir que él es el más inteligente de todos?”, se preguntaba; y procuraba recordar todas las personas a quienes más respetaba Pierre. Y de todas ellas, a juzgar por sus relatos, nadie estaba por encima de Platón Karatáiev.
–¿Sabes en qué pienso? En Platón Karatáiev. ¿Qué le parecería? ¿Aprobaría ahora tus planes?– preguntó.
Pierre no mostró asombro alguno por esa pregunta: comprendió el curso de sus pensamientos.
–¿Platón Karatáiev?– dijo, y caviló, tratando de imaginarse exactamente la opinión de Karatáiev sobre aquel asunto. —No lo comprendería, o quién sabe, tal vez sí.
–¡Cuánto te quiero!– exclamó de pronto Natasha. —Mucho, muchísimo.
–No, no lo aprobaría– continuó Pierre, después de haberlo pensado. —Lo que sí le gustaría es nuestra vida familiar. Deseaba ver en todo felicidad, calma, dignidad, y yo me sentiría orgulloso de que nos viera. Tú hablas de nuestras separaciones, y no creerías lo que siento hacia ti después de una separación...
–Y además...– comenzó Natasha.
–No, no es eso, jamás dejo de amarte. No se puede amar más. Pero se trata de otra cosa... Bueno, si...
Y no terminó, porque la mirada que cambiaron lo decía todo.
–Es una tontería eso de que la luna de miel y el período más feliz es al principio– dijo de pronto Natasha. —Al contrario, ahora es la época mejor. ¡Si al menos no tuvieras que irte! ¿Te acuerdas cómo reñíamos? Siempre era yo la culpable. Siempre yo. ¿Por qué eran las disputas? Ni lo recuerdo siquiera.
–Siempre por lo mismo– sonrió Pierre. —Los celos...
–No lo digas. ¡No lo puedo soportar!– exclamó Natasha, y en sus ojos brilló una mirada fría y rencorosa. —¿La has visto?– añadió después de un breve silencio.
–No; y aunque la hubiera visto, no la habría reconocido.
Callaron.
–¡Ah!, ¿sabes? Mientras hablabas en el despacho, estuve observándole– comenzó rápidamente Natasha, para apartar, seguramente, aquella nube. —El chiquillo– así llamaba a su hijo —se parece a ti como una gota de agua a otra. ¡Ah, ya es hora de darle el pecho! ¡Me da pena irme!
Callaron unos segundos; después, de pronto y simultáneamente, se volvieron el uno al otro y empezaron a hablar: Pierre, satisfecho y animado; Natasha, con una sonrisa apacible y feliz. Al advertirlo, los dos se detuvieron cediéndose la palabra mutuamente.
–No, habla tú... ¿qué ibas a decir?
–Nada, nada..., habla tú– dijo Natasha.
Pierre comenzó. Era la continuación de su relato sobre el éxito de San Petersburgo, que tan satisfecho lo tenía. En aquel instante le parecía ser llamado a dar una nueva orientación a toda la sociedad rusa y a todo el universo.
–Quería decir solamente que todas las ideas que tienen grandes consecuencias suelen ser muy sencillas. Mi idea es que si todos los hombres corruptos se han aliado y eso les da fuerza, los honestos deben hacer lo mismo. ¿Ves qué sencillo?
–Sí.
–Y tú, ¿qué ibas a decir?
–¡Bah! Tonterías.
–Dilo.
–Nada– dijo Natasha, sonriendo de nuevo. —Quería hablar de Petia. Hoy, cuando la niñera ha venido a llevarlo, se ha reído, ha cerrado los ojos y se ha apretado más a mí; pensaría, seguramente, que se había escondido. ¡Es una delicia! Mira; ya está gritando. Bueno, adiós.
Y salió de la habitación.
Entretanto, en el dormitorio de Nikóleñka Bolkonski, situado en la planta baja, ardía la lamparilla de noche (el muchacho tenía miedo a la oscuridad y no había manera de subsanar ese defecto). Dessalles dormía con la cabeza alta sobre cuatro almohadas y su nariz romana resoplaba regularmente. Nikóleñka acababa de despertar envuelto en sudor frío, estaba sentado en su cama, con los ojos muy abiertos y fijos. Lo había despertado una pesadilla espantosa. Había soñado que Pierre y él, con unos cascos en la cabeza, como podían verse en las ilustraciones de Plutarco, estaban al frente de un enorme ejército, compuesto de líneas blancas y oblicuas que llenaban el espacio, como los hilos de las telarañas que durante el otoño vuelan en el aire, a las que Dessalles llamaba le fil de la Vierge. Delante iba la gloria, representada por hilos de la misma clase, pero algo más compactos. Pierre y él avanzaban ligeros y alegres, cada vez más próximos a la meta. De pronto, los hilos que los movían comenzaron a debilitarse, a enmarañarse, la situación empeoraba. El tío Nikolái Ilich se detuvo frente a ellos con gesto severo y amenazador.
“¿Lo habéis hecho vosotros? —decía señalando el lacre y las plumas rotas—. Os tenía cariño, pero Arakchéiev me lo ha ordenado, y estoy dispuesto a matar al primero que dé un paso.” Nikóleñka se volvió a Pierre, pero él había desaparecido. Pierre era su padre, el príncipe Andréi. Y su padre no tenía ni rostro ni figura; pero era él, y al verlo Nikólushka se sintió desfallecer de amor: se iba haciendo cada vez más débil, más etéreo, como diluido. Su padre lo acariciaba y lo compadecía, pero el tío Nikolái Ilich estaba cada vez más cerca de ellos. El espanto se adueñó de Nikólushka y se despertó.
“Era mi padre —pensó—. Mi padre.”
Aunque en la casa había dos retratos muy parecidos a como había sido su padre, Nikóleñka nunca pudo representarse al príncipe Andréi en figura humana. “Mi padre —siguió pensando– estaba conmigo; me acariciaba; le parece bien como yo pienso, también estaba de acuerdo con el tío Pierre. Diga lo que diga, yo lo haré. Mucio Scévola quemó su mano. ¿Por qué no voy a hacer yo lo mismo? Ya lo sé: quieren que estudie y estudiaré. Pero algún día dejaré de estudiar y entonces lo haré. Sólo pido a Dios una cosa, que me suceda lo que les sucedió a los héroes de Plutarco; haré como ellos y aún mejor; todos lo sabrán, me querrán y admirarán.” Y de pronto, Nikóleñka sintió que el pecho le estallaba en sollozos y comenzó a llorar.
–Êtes-vous indisposé?– preguntó Dessalles. 636
–Non– contestó Nikóleñka; y se recostó sobre la almohada.
“Es bueno y lo quiero —se dijo pensando en Dessalles—. ¡Y el tío Pierre! ¡Qué hombre tan extraordinario! ¡Y mi padre! ¡Mi padre! ¡Mi padre! Sí, haré de tal manera que hasta élestará contento de mí...”
Segunda parte
I
El objeto de la historia es la vida de los pueblos y de la humanidad. Pero es imposible abarcar y describir con palabras la vida, no ya de la humanidad entera, sino de un solo pueblo.
Para descubrir y captar la vida de un pueblo —que parece inasequible– los historiadores de antes utilizaban frecuentemente un recurso sencillo: la actividad de los individuos que dirigían el pueblo representaba para ellos la actividad de todo el pueblo.
Los historiadores debían responder a dos preguntas: la primera trataba de saber cómo conseguían algunos individuos que los pueblos obedeciesen su voluntad. Lo explicaban atribuyendo a la voluntad divina la elección de un guía que sometía a los pueblos a su voluntad; respondían a la segunda pregunta recurriendo a la misma divinidad que orientaba la voluntad del elegido hacia el objetivo predestinado.
Es decir, la fe en la participación directa de la divinidad en las obras humanas explicaba esos problemas.
Pero la historia moderna rechaza, en teoría, ambas afirmaciones.
Parecería lógico que, al rechazar la creencia de los pueblos antiguos en la subordinación del hombre a la divinidad y en objetivos determinados hacia los cuales son conducidos, la nueva ciencia debería estudiar no las manifestaciones del poder, sino las causas que lo originan. Pero no lo hizo. Aun rechazando, en teoría, las viejas concepciones de los historiadores, las sigue en la práctica.
En lugar de hombres dotados de un poder divino y guiados directamente por la voluntad divina, la historia moderna ha introducido bien a héroes provistos de cualidades extraordinarias y sobrehumanas o sencillamente a hombres dotados de las más diversas propiedades, desde monarcas hasta periodistas, puestos al frente de las masas. En lugar de los fines señalados por la divinidad a ciertos pueblos —hebreo, griego, romano– que los antiguos equiparaban a los fines de la humanidad, la historia moderna sitúa sus propios fines: el bien del pueblo francés, inglés o alemán; y en su máxima abstracción, el bien de la civilización humana, concepto con el cual habitualmente entienden a los pueblos que ocupan el pequeño rincón noroccidental de un gran continente.
La historia moderna ha rechazado las creencias de antes sin hallar una nueva concepción; y la lógica ha obligado a ciertos historiadores que niegan, en apariencia, el poder divino de los reyes y el fatumde los antiguos a llegar por otros caminos a la misma conclusión: al reconocimiento de que 1) los hombres están dirigidos por individuos singulares, y 2) que existe una determinada meta, a la cual tienden los pueblos y la humanidad.
Todas las obras de los más recientes historiadores, desde Gibbon hasta Buckle, a pesar de sus aparentes contradicciones y la aparente novedad de sus opiniones, descansan sobre estos dos principios viejos e inevitables:
1) El historiador describe la actividad de algunos individuos que, en su opinión, guían a la humanidad. Unos consideran tales a ciertos monarcas, jefes militares y ministros; otros incluyen también, además de los monarcas, a oradores, sabios, reformadores, filósofos y poetas.
2) El historiador conoce la meta hacia la cual avanza la humanidad. Para unos esa meta es la grandeza de los Estados: el romano, el español o el francés; para otros es la libertad, la igualdad y cierto grado de civilización en un pequeño rincón del mundo que se llama Europa.
En 1789 se produce en París un movimiento insurreccional. Ese movimiento crece, se extiende y se manifiesta en la marcha de los pueblos de Occidente hacia Oriente. Varias veces ese movimiento de pueblos hacia Oriente choca con el movimiento contrario, de Oriente a Occidente. En 1812 el movimiento llega a su límite máximo, Moscú, y con asombrosa simetría se produce la marcha en sentido contrario, de Oriente a Occidente, que arrastra, como el movimiento anterior, a todos los pueblos intermedios. La marcha inversa alcanza el punto inicial, París, y allí se detiene.
Durante ese período de veinte años, inmensas extensiones de tierra quedan sin cultivar; las casas son incendiadas, el comercio cambia su orientación; millones de personas se arruinan, otros se enriquecen, otros emigran; y millones de cristianos, que profesaban la ley del amor al prójimo, se matan unos a otros.