Текст книги "Guerra y paz"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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El rostro de Kutúzov parecía cada vez más preocupado y triste. De todas esas conversaciones sacaba la conclusión de que no existía, en el sentido más amplio de la palabra, posibilidad física algunade proteger Moscú; es decir, que si hubiera un general en jefe tan loco que ordenara dar la batalla, se produciría tal confusión que el combate no tendría lugar. Y no lo tendría porque los más altos jefes no sólo hallaban imposible la posición ocupada, sino porque en sus conversaciones se interesaban únicamente de lo que sucedería después del inevitable abandono de la posición. ¿Cómo podían conducir su ejército aquellos generales a un campo de batalla que juzgaban imposible?
Los oficiales, y hasta los soldados (que también razonan), encontraban igualmente imposible la posición; no podían, pues, ir al combate con la seguridad de una derrota. Que Bennigsen insistiese en la defensa de esa posición y los demás en criticarla ya no importaba; no era más que un pretexto para la discusión y la intriga. Así lo entendía Kutúzov.
Bennigsen, que había escogido aquella posición y mostraba con ardor su patriotismo ruso (cosa que Kutúzov no podía oír sin fruncir el ceño), insistía en la defensa de Moscú. Kutúzov veía con meridiana claridad el verdadero objetivo de Bennigsen: en caso de fracasar, echaría la responsabilidad de la derrota sobre Kutúzov, que había llevado el ejército hasta Vorobiovy Gori sin combatir; en caso de éxito podría atribuírselo a su persona; y si su plan no se aceptaba, quedaba libre de responsabilidades por haber abandonado Moscú sin lucha. Pero en aquel momento no importaban al anciano las intrigas. Una sola y terrible cuestión lo preocupaba, pero nadie respondió a ella. Y para él esa cuestión consistía tan sólo en lo siguiente: “¿Es posible que haya sido yo quien ha permitido que Napoleón llegue a Moscú? ¿Cuándo lo hice? ¿Fue ayer cuando di a Plátov la orden de retroceder, o anteanoche cuando me quedé amodorrado y encargué a Bennigsen que diera las órdenes necesarias? ¿O ha sucedido antes?... ¿Pero cuándo, cuándo se decidió cosa tan horrible? Moscú debe ser abandonada, el ejército tiene que retroceder: hay que dar esa orden”. Y darla le parecía lo mismo que renunciar al mando supremo del ejército. No sólo amaba el poder, sino que se había acostumbrado a él (los honores tributados al príncipe Prozorovski, de quien había sido agregado en Turquía, lo irritaban). Estaba además convencido de ser la persona destinada a salvar Rusia y, sólo por ello, contra la voluntad del Zar pero con el beneplácito del pueblo, fue elegido general en jefe. Creía que tan sólo él podía, en aquellas circunstancias difíciles, ser el general en jefe y que ningún otro en todo el mundo estaba en condiciones de enfrentarse, sin sentir miedo, a su adversario: el invencible Napoleón; y lo horrorizaba la idea de la orden que debía dar. Pero había que tomar una decisión. Se debía terminar con las conversaciones demasiado libres que cundían en derredor.
Mandó llamar a los generales superiores en rango.
–Ma tête, fût-elle bonne ou mauvaise, na qu'à s'aider d elle même 449– dijo levantándose del banco.
Y salió para Fili, donde se encontraban sus coches.
IV
A las dos de la tarde se reunió el Consejo en la amplia y cómoda isba del campesino Andréi Savostiánov. Los hombres, mujeres y niños de la numerosa familia se habían agrupado en la parte trasera de la isba, al otro lado del zaguán. Sólo una nieta de Andréi Savostiánov, Malasha, niña de seis años —con la cual el Serenísimo bromeó cariñosamente y a la que dio un terrón de azúcar a la hora del té—, se quedó sobre la estufa de la habitación grande. Malasha, tímida y contenta, contemplaba desde su puesto los rostros, uniformes y condecoraciones de los generales que iban entrando y se sentaban en los anchos bancos colocados en ángulo bajo los iconos. El "abuelo” (así llamaba Malasha en su fuero interno a Kutúzov) se había sentado en un rincón oscuro, detrás de la estufa. Permanecía hundido en su silla plegable y carraspeaba sin cesar, ajustándose el cuello de su guerrera, que, aunque desabrochado, parecía molestarlo. Los que entraban se acercaban a él uno tras otro. Estrechaba las manos a unos; a otros les hacía una inclinación de cabeza. Kaisárov, el ayudante de campo del Serenísimo, quiso descorrer la cortina de la ventana, que estaba enfrente de Kutúzov, pero él agitó con enfado la mano y Kaisárov comprendió que el Serenísimo no deseaba que vieran su rostro.
Alrededor de la rústica mesa de abeto, cubierta de mapas, planos, papeles y lápices, se había reunido tanta gente que los ordenanzas trajeron otro banco y lo colocaron junto a la mesa. En ese banco se sentaron Ermólov, Kaisárov y Tolly. Bajo los iconos, el primer puesto lo ocupaba Barclay de Tolly, que lucía al cuello la cruz de San Jorge y tenía el rostro pálido y enfermizo; su ancha frente se juntaba con el cráneo calvo. Tenía fiebre desde hacía dos días y en aquel mismo momento sentía escalofríos y le dolía todo el cuerpo. Uvárov estaba a su lado y, en voz baja (como hablaban todos), le decía algo con rapidez y gesticulando. El pequeño y redondo Dojtúrov, con las cejas arqueadas y las manos plegadas sobre el vientre, escuchaba con atención. Enfrente, apoyando en la mano su amplia cabeza de rasgos enérgicos y brillantes ojos, se hallaba el conde Ostermann-Tolstói, que parecía abstraído en sus propios pensamientos. Raievski, con gesto habitual, ensortijaba sus negros cabellos en las sienes y miraba tan pronto a Kutúzov como a la puerta de entrada. Iluminaba el rostro enérgico, bello y bonachón de Konovnitsin una sonrisa tierna y maliciosa. Se acababa de encontrar con la mirada de Malasha y le hacía señas con los ojos que provocaban la sonrisa de la niña.
Todos esperaban a Bennigsen, quien, con el pretexto de inspeccionar de nuevo las posiciones, estaba dando fin a una suculenta comida. Aguardaron su llegada desde las cuatro hasta las seis, sin comenzar la sesión, manteniendo, en voz baja, conversaciones particulares.
Cuando Bennigsen entró en la isba, Kutúzov salió de su oscuro rincón y se acercó a la mesa procurando que no le diese en la cara la luz de las velas allí colocadas.
Bennigsen comenzó la sesión con la siguiente pregunta: “¿Debemos abandonar sin combatir la antigua y sagrada capital de Rusia o debemos defenderla?”. A esas palabras siguió un silencio prolongado y general. Todos los rostros se oscurecieron y, en medio del silencio, se oía el irritado carraspeo y la tosecilla de Kutúzov. Todos los ojos se volvieron hacia él. También Malasha miró al abuelo, a quien tenía muy cerca, y vio cómo se contrajo su rostro y se llenó de arrugas; diríase que estaba a punto de llorar. Mas el silencio fue breve.
—¡Antigua y sagrada capital de Rusia!– repitió de pronto con voz irritada las palabras de Bennigsen, haciendo notar así la falsedad con que habían sido dichas. —Permítame que le diga, Excelencia, que esa pregunta no tiene sentido para un ruso– e inclinó hacia delante su grueso cuerpo. —El problema puede plantearse así; carece de sentido. Si los he convocado a esta reunión es para plantear un problema militar, que es éste: “La salvación de Rusia está en su ejército. ¿Conviene arriesgar la pérdida del ejército y de Moscú aceptando el combate o es mejor entregar Moscú sin luchar?”. Sobre este punto querría conocer el parecer de ustedes.
Dicho esto, se echó de nuevo hacia atrás, sobre el respaldo del sillón.
La discusión comenzó. Bennigsen no creía que la campaña estuviese perdida. Aun admitiendo la opinión de Barclay y algún otro sobre la imposibilidad de aceptar la batalla a la defensiva en Fili, y llevado por su patriotismo ruso y el amor a Moscú, proponía pasar las tropas de noche, del flanco derecho al izquierdo, para atacar al día siguiente el flanco derecho de los franceses. Las opiniones se dividieron: Ermólov, Dojtúrov y Raievski apoyaron a Bennigsen. Bien porque los guiase la necesidad de inmolarse antes de abandonar Moscú, o por otras consideraciones personales, aquellos generales parecían no comprender que el Consejo no podía cambiar el inevitable curso de los acontecimientos y que Moscú ya estaba abandonada. Así lo entendieron los demás, y dejando a un lado todo lo referente a Moscú hablaron sobre la dirección que debería tomar el ejército en su retirada.
Malasha, que, sin apartar los ojos, observaba todo lo que ocurría ante ella, comprendía de modo muy distinto la importancia de aquel Consejo. Le parecía que todo consistía en una lucha personal entre el “abuelo” y el “hombre de la levita larga”, como llamaba a Bennigsen, veía lo irritados que estaban cuando hablaban el uno con el otro y siempre tomaba partido por el abuelo. Observó cómo, en medio de la conversación, el abuelo lanzó una ojeada rápida y maliciosa al hombre de la levita; comprendió con gran alegría que el abuelo le cortó las alas, que Bennigsen se puso rojo inesperadamente y empezó a caminar de un lado a otro de la sala. Las palabras que habían influido así sobre Bennigsen eran la opinión expresada por Kutúzov, con voz mesurada y tranquila, sobre las desventajas y ventajas de la propuesta de Bennigsen: hacer pasar durante la noche las tropas del ala derecha a la izquierda para atacar el flanco derecho de los franceses.
–Yo, señores– dijo Kutúzov, —no puedo aprobar el proyecto del conde. Siempre es peligrosa la reagrupación de tropas cercanas al enemigo. La historia militar lo confirma. Así, por ejemplo...– Kutúzov se detuvo como buscando un caso que ilustrara sus palabras, fijando en Bennigsen una mirada clara e ingenua. —Sí, por ejemplo, la batalla de Friedland; el conde la recordará bien. Aquella batalla no salió... del todo bien por la sencilla razón de que nuestras tropas se reagruparon demasiado cerca del enemigo...
Un silencio que a todos pareció demasiado largo siguió a esas palabras. Se reanudaron después las discusiones, pero ya con frecuentes pausas; era evidente que nada había que discutir.
Durante una de esas pausas Kutúzov lanzó un penoso suspiro, como si se dispusiera a hablar. Todos lo miraron.
–Eh bien, messieurs!, je vois bien que c'est moi qui paierai les pots cassés 450– dijo. Se levantó y se acercó lentamente a la mesa. —Señores, he escuchado sus opiniones. Algunos no estarán de acuerdo conmigo. Pero yo (y se detuvo), en virtud de los poderes que me han conferido el Zar y la patria, ordeno la retirada.
Inmediatamente después de eso, los generales empezaron a dispersarse solemnes y silenciosos, como si volvieran de un entierro.
Algunos generales, con voz contenida, muy diferente de la que habían empleado en las discusiones, dijeron algo al general en jefe.
Malasha, a quien hacía tiempo esperaban para cenar, bajó de la estufa, apoyándose con los pies desnudos en los salientes; después, escurriéndose entre las piernas de los generales, desapareció por la puerta del zaguán.
Una vez que hubieron salido los generales, Kutúzov se sentó de nuevo y permaneció un buen rato con los codos apoyados en la mesa, pensando siempre en aquella terrible cuestión: "¿Cuándo, cuándo se decidió el abandono de Moscú? ¿Cuándo ocurrió lo que hizo fatal ese abandono? ¿Quién es el culpable?".
–Eso, eso no lo esperaba– dijo a su ayudante de campo, Schneider, que entró en la habitación ya avanzada la noche. —¡No me lo esperaba! ¡Jamás pensé en ello!
–Tiene que descansar, Alteza– dijo Schneider.
–¡Pues no! ¡Zamparán carne de caballo, como los turcos!– exclamó Kutúzov sin contestar a su ayudante, golpeando la mesa con su grueso puño. —¡La zamparán también ellos, con tal de que...!
V
Rastopchin, el hombre que figura como responsable del abandono e incendio de Moscú —acontecimiento mucho más grave que la retirada del ejército sin presentar batalla—, actuaba de manera muy distinta y en contradicción con Kutúzov.
El abandono de la ciudad y su incendio eran tan inevitables como la retirada sin lucha de las tropas más allá de la capital, después de Borodinó.
Cada ruso, no por deducciones lógicas sino guiándose solamente por el sentimiento que en ellos existe como existía ya en sus antecesores, habría podido predecir lo sucedido.
Empezando por Smolensk, en todas las ciudades y aldeas de Rusia, sin la intervención del conde Rastopchin ni de sus pasquines, sucedió lo mismo que en Moscú: el pueblo esperaba tranquilamente al enemigo, sin revueltas, sin disturbios: no despedazaba a nadie sino que esperaba sin alterarse, seguro de tener fuerzas, llegado el momento oportuno y más difícil, para decidir lo que debía hacer.
Y tan pronto como se acercaba el enemigo, los más ricos huían de la población, abandonando sus bienes; los más pobres se quedaban y destruían e incendiaban todo cuanto había en la ciudad.
La conciencia de que siempre ha sido y siempre será así yacía y yace en el corazón de todo ruso. Y esa conciencia, unida al presentimiento de que Moscú caería en poder del enemigo, se había difundido por toda la sociedad moscovita del año 1812.
Quienes comenzaron a salir de la ciudad en los últimos días de julio y primeros de agosto daban muestras de esperar lo que después sucedió. Los que abandonaron sus casas y la mitad de sus bienes, llevándose lo que podían trasladar consigo, obraban de esa manera por un patriotismo latente que no se expresaba con frases, ni con el sacrificio de los propios hijos para salvar la patria, o con otros actos semejantes contrarios a la naturaleza, sino, de manera sencilla, natural, que daba, por eso mismo, los mejores resultados.
“Es vergonzoso huir del peligro; sólo los cobardes huyen de Moscú”, se les decía. Hasta en sus pasquines Rastopchin trataba de convencerlos de que huían sólo los cobardes. Se avergonzaban de ser llamados cobardes, les remordía la conciencia huir, pero se iban de todas maneras, porque sabían que era necesario. ¿Por qué se iban? No puede suponerse que Rastopchin los asustara con los horrores que Napoleón cometía en las tierras conquistadas. Eran personas instruidas y ricas las que primero salieron de Moscú, aquellas que sabían muy bien que Viena y Berlín habían quedado intactas, que allí, durante la ocupación napoleónica, se había vivido alegremente con los encantadores franceses que tanto agradaban a los rusos y especialmente a las damas.
Abandonaban la ciudad porque los rusos no se preguntaban siquiera si lo pasarían bien o mal bajo la dominación francesa. Bajo los franceses no se podía vivir; peor que eso no había nada. Habían empezado a salir antes de Borodinó y más de prisa después de ella, a pesar de las declaraciones del general gobernador de la ciudad, que proponía salir con la Virgen de Iverisk y combatir al enemigo, a pesar de los globos aéreos que habían de exterminar a los franceses y demás tonterías que Rastopchin escribía en sus pasquines. Sabían que era el ejército quien debía batirse, y si el ejército no podía hacerlo no serían las señoritas y los criados quienes fueran a Tri Gori para enfrentarse con Napoleón, y que era necesario huir sin pensar en la pena que sentían al abandonar sus bienes.
Se iban y no comprendían la inmensa importancia de aquella enorme y rica capital abandonada por sus habitantes y condenada al fuego (una ciudad grande, de casas de madera, no puede por menos de arder cuando todos la abandonan). Se marchaban pensando cada uno en sí mismo; y a consecuencia de su marcha, aconteció el memorable hecho que quedará para siempre como el mejor timbre de gloria del pueblo ruso. Aquella señora que ya en el mes de junio salía de Moscú con sus criados negros y sus bufones para refugiarse en su casa de campo de Sarátov, con la vaga convicción de que no era una criada de Bonaparte, y temerosa de que la hicieran regresar por orden de Rastopchin, contribuía sencillamente a la gran empresa que salvó a toda Rusia. Y el conde Rastopchin, que bien avergonzaba a los fugitivos, bien evacuaba de la ciudad todas las oficinas públicas, bien repartía entre la chusma de borrachos armas inservibles, bien hacía salir en procesión las imágenes sagradas, bien prohibía al metropolitano Agustín que sacara las reliquias e iconos, bien requisaba todos los carros particulares existentes en Moscú, para llevar sobre ciento treinta y seis carros el globo fabricado por Leppich, tan pronto insinuaba que incendiaría la ciudad, contando cómo prendió fuego a su propia casa, como escribía una proclama a los franceses para reprocharles solemnemente el saqueo de un hospicio, como se atribuía toda la gloria del incendio de Moscú, o lo negaba, ordenando al pueblo que apresara a todos los espías y los llevaran a su presencia, bien reprochaba al pueblo por hacerlo; tan pronto expulsaba de Moscú a todos los franceses y dejaba en la ciudad a la señora Aubert-Chalmet, que era el centro de toda la colonia francesa de la capital, y sin razón alguna ordenaba detener y deportar al viejo y venerable jefe de Correos Kliuchárov; bien reunía al pueblo para ir a Tri Gori a luchar contra los franceses y, para desembarazarse de ese mismo pueblo, lo arrojaba como presa a un hombre, mientras él huía por la puerta de servicio; aseguraba además que él no sobreviviría a la desgracia de Moscú y escribía en los álbumes versos francesessobre su propia participación en la empresa. Ese hombre no comprendía la trascendencia del acontecimiento que se estaba gestando. Deseaba hacer algo, asombrar, representar un papel cualquiera, patriótico y heroico, y, como un niño, se divertía con el hecho grandioso e inevitable del abandono e incendio de Moscú, mientras con su débil mano trataba unas veces de animar y otras de frenar la impetuosa corriente popular que lo arrastraba consigo.
VI
A su regreso con la Corte de Vilna a San Petersburgo, Elena se encontró en una situación embarazosa.
Gozaba en San Petersburgo de la protección especial de un personaje situado en uno de los puestos más importantes del Estado. Pero en Vilna había intimado con un joven príncipe extranjero. Cuando regresó a San Petersburgo, el príncipe y el alto personaje (ambos estaban allí) quisieron hacer valer sus derechos y a Elena se le planteó un problema, nuevo para ella, de conservar sus íntimas relaciones con ambos sin ofender a ninguno de los dos.
Pero lo que a otra mujer habría parecido difícil y, quizá, imposible no hizo vacilar un instante a la condesa Bezújov, que no en vano era considerada mujer inteligentísima. Disimular y procurar salir de apuros mediante la astucia era estropearlo todo y declararse culpable. Por el contrario, como persona verdaderamente fuerte que puede cuanto quiere, Elena se situó en el terreno de alguien a quien asiste la razón, cosa en la cual creía sinceramente, colocando a todos los demás en situación de culpables.
La primera vez que el joven extranjero se permitió hacerle un reproche, Elena, levantando orgullosamente su bella cabeza y volviéndose a medias hacia él, le dijo con firmeza:
–Voilà l'égoïsme et la cruauté des hommes! Je ne m'at-tendais pas à autre chose. 451La mujer se sacrifica y sufre por vosotros, y he ahí la recompensa. ¿Qué derecho tiene usted, señor mío, de pedirme cuentas de mis amistades y de mis afectos? Ese hombre ha sido para mí más que un padre.
El joven quiso decir algo, pero Elena lo interrumpió:
–Eh bien, oui, peut-être 452que tenga hacia mí sentimientos distintos de los de un padre, pero ésa no es razón para que le cierre la puerta. No soy un hombre para ser ingrata. Sepa usted que en cuanto se refiere a mis sentimientos íntimos, no doy cuenta más que a Dios y a mi conciencia– terminó, llevándose la mano al alto y hermoso pecho y levantando los ojos al cielo.
–Mais écoutez-moi, au nom de Dieu.
–Épousez-moi, et je serai votre esclave.
–Mais c'est imposible.
–Vous ne daignez pas descendre jusqu'à moi, vous... 453– dijo Elena rompiendo a llorar.
El personaje trató de consolarla, y ella, a través de las lágrimas, dijo (como si no supiese lo que decía) que nada podía impedir esa boda, que ya había otros ejemplos (entonces no abundaban, pero Elena recordó a Napoleón y a algún otro alto personaje), que ella no había sido nunca mujer de su marido, que había sido sacrificada.
–Pero las leyes, la religión...– dijo el personaje, comenzando ya a ceder.
–Las leyes, la religión...– repitió Elena. —¿Para qué han sido inventadas si no pueden hacer esto?
El importante personaje pareció asombrado de que un razonamiento tan sencillo no se le hubiera ocurrido nunca y pidió consejo a los santos padres de la Compañía de Jesús, con los que tenía estrecha amistad.
Unos días después, en una de las espléndidas fiestas que daba Elena en su villa de Kámmeni Ostrov, le presentaron a M. de Jobert, un jésuite à robe courte 454encantador; ya no joven, con el pelo blanco como la nieve, ojos negros y brillantes. En el jardín, a la luz de los faroles y bajo el ritmo de la música, habló con Elena acerca del amor a Dios, a Cristo y al Corazón de la Santísima Madre y de los consuelos que en este mundo y en el otro ofrece la única religión verdadera, la religión católica.
Elena llegó a sentirse conmovida y varias veces sus ojos y los de M. Jobert se llenaron de lágrimas y les tembló la voz. Un caballero la invitó a bailar y esto interrumpió la conversación de Elena con su futuro directeur de conscience. Pero al día siguiente, por la tarde, M. Jobert acudió solo a la casa de Elena y desde entonces se convirtió en un asiduo visitante de la condesa.
Un día la llevó a la iglesia católica y Elena cayó de rodillas ante un altar. Un francés, algo maduro, realmente encantador, posó su mano sobre la cabeza de Elena y ella —como contaba después– sintió un aire fresco que entraba en su pecho. Le explicaron que aquello era la grâce.
En seguida la condujeron ante un abate à robe longue, 455quien oyó su confesión y la absolvió. Al día siguiente le llevaron una cajita para que pudiera comulgar en su casa. Pocos días después Elena supo con alegría que había entrado en el seno de la Iglesia católica, la única verdadera, y que el mismo Papa tendría conocimiento de ello y le enviaría cierta carta.
Todo cuanto sucedía durante ese tiempo en torno a ella, la atención que le dedicaban personas tan inteligentes, expresada en forma tan refinada y agradable, el estado de pureza en que ahora se hallaba, semejante al de una paloma (vestía siempre trajes blancos con cintas blancas), le causaba gran placer. Mas ese placer no le hacía olvidar ni por un instante sus objetivos. Y como suele ocurrir cada vez que entra en juego la astucia, un tonto siempre puede vencer al más inteligente; Elena, comprendiendo que su conversión al catolicismo iba dirigida, principalmente, a sacarle dinero para las fundaciones de los jesuitas (acerca de lo cual ya le habían hecho alusiones) insistió, antes de darlo, en que se llevaran a cabo las operaciones que la desligaran de su marido. Para ella la importancia de toda religión se reducía a la posibilidad de satisfacer los deseos humanos, observando desde luego ciertas conveniencias. Y a este fin, en una conversación con su director espiritual, exigió una inmediata respuesta a la pregunta de hasta qué punto estaba ligada por el matrimonio.
Sentados en la sala, junto a una ventana abierta por la cual les llegaba el perfume de las flores, permanecían callados. Anochecía. Elena llevaba un vestido blanco transparente que dejaba al descubierto sus hombros y el pecho.
El abate, bien nutrido, perfectamente rasuradas las gruesas mejillas, de boca atractiva, bien dibujada, tenía modestamente posadas sus manos blancas en las rodillas. Sentado muy cerca de Elena, miraba de vez en cuando su rostro con serena admiración y sonrisa sutil y exponía su opinión acerca del problema que los ocupaba. Elena, con sonrisa inquieta, contemplaba sus cabellos rizados, sus mejillas regordetas, morenas y bien afeitadas, atenta a cualquier nuevo giro que pudiera tomar la conversación. Pero el abate, que evidentemente se complacía en admirar la belleza de su interlocutora, no olvidaba su objetivo.
El director espiritual razonaba así:
–Ignorando la importancia del hecho, hizo promesa de fidelidad a un hombre que, por su parte, al aceptar el matrimonio sin creer en su importancia religiosa, cometía un sacrilegio. Semejante matrimonio no posee el doble carácter que debe tener. Sin embargo, a usted la ata una promesa. Usted no la ha cumplido. ¿Qué pecado cometió con ese acto? Péché véniel, péché mortel? Péché véniel, puesto que lo hizo sin mala intención. Ahora bien, si usted contrae nuevo matrimonio con el fin de tener hijos, ese pecado puede serle perdonado. Pero la cuestión se divide otra vez en dos: primero...
Pero Elena, cansada ya de aquellos razonamientos, dijo de pronto con fascinante sonrisa:
–Yo creo que al entrar en la verdadera religión no puedo seguir ligada por lo que hice obligada por la falsa.
El directeur de consciencequedó asombrado de la simplicidad con que expuso el problema del huevo de Colón. Estaba maravillado de los rápidos progresos de su nueva discípula, pero no podía renunciar a los propios razonamientos construidos con tanto esfuerzo.
–Entendons-nous, comtesse– dijo.
Y comenzó a rebatir las razones de su hija espiritual.
VII
Comprendía Elena que el asunto era muy sencillo y fácil desde el punto de vista espiritual pero que sus guías creaban dificultades porque temían el juicio de la sociedad.
Entendiéndolo así, Elena decidió que había que preparar a la sociedad. Provocó los celos del viejo gran dignatario y le dijo lo mismo al primer pretendiente, es decir, presentó las cosas como si el único medio de adquirir derechos sobre ella fuera el matrimonio.
El viejo dignatario quedó en un principio atónito con la proposición matrimonial, lo mismo que el joven príncipe, dado que el marido de Elena seguía vivo. Pero Elena, con su inconmovible seguridad de que para ella era tan fácil casarse de nuevo como para una muchacha soltera, acabó por hacer mella en él. Si hubiese dejado traslucir el menor gesto de vacilación, de vergüenza o misterio, su causa habría quedado irremediablemente perdida. Pero en ella no había ni el menor asomo de misterio o vergüenza; por el contrario, con simplicidad y candor contaba a sus íntimos (es decir, a todo San Petersburgo) que el príncipe y el gran señor habían pedido su mano, que ella los amaba a los dos y temía disgustar a uno o a otro.
No tardó en esparcirse el rumor por toda la ciudad. No se decía que Elena estaba a punto de divorciarse (en ese caso muchos se habrían manifestado contra tales propósitos); se aseguraba, por el contrario, que la bella y desgraciada Elena estaba indecisa y no sabía con cuál de los dos casarse. Nadie se preguntaba cómo era posible semejante cosa, sino solamente qué partido sería el más ventajoso y cómo recibiría la Corte aquel matrimonio. Había, es cierto, algunos retrógrados que no sabían colocarse a la altura precisa y veían en el proyecto una profanación del sacramento del matrimonio; pero eran pocos y procuraban callarse. La mayoría estaba interesada en la felicidad que la suerte había deparado a Elena y se preguntaba qué elección sería mejor; nadie se preguntaba si estaba bien o mal casarse teniendo marido vivo, puesto que eso estaba ya evidentemente resuelto por personas más inteligentes "que usted y yo” (como se decía), y dudar si la solución era o no justa entrañaba el peligro de mostrar la propia insensatez y falta de experiencia mundana.
Únicamente María Dmítrievna Ajrosímova, llegada aquel verano a San Petersburgo para ver a uno de sus hijos, se permitió expresar a las claras su propia opinión, contraria en absoluto a la adoptada por la sociedad elegante. Al encontrar en un baile a Elena, la detuvo en medio de la sala y, en tono alto, con ruda voz, dijo entre el silencio general:
–Ya veo que aquí os casáis en vida del marido. ¿Creerás que has descubierto una novedad, verdad? Pues se te han adelantado, querida. Eso lo inventaron hace tiempo. Se hace en todos los...
Y dicho lo que tenía que decir, María Dmítrievna, arreglándose con su gesto habitual las mangas del vestido, atravesó la sala mirando en derredor con aire severo.
Aunque temían a María Dmítrievna, en San Petersburgo la consideraban una excéntrica, y por eso, de todas sus palabras, la gente sólo retuvo la más vulgar. La repetían a media voz y en ella encontraban toda la sal de cuanto había dicho.
El príncipe Vasili, que en aquellos tiempos olvidaba con mucha frecuencia lo que había dicho, y repetía cien veces lo mismo, cada vez que veía a su hija, le decía: —Hélène, j'ai un mot à vous dire– y se la llevaba aparte, tirando de su mano hacia abajo. —J'ai eu vent de certains projets relatifs à... Vous savez. Eh bien, ma chère, enfant, vous savez que mon coeur de père se réjouit de vous savoir... Vous avez tant souffert... Mais, chère enfant... ne consultez que votre coeur. C'est tout ce que je vous dis. 456
Y ocultando su emoción, que era siempre la misma, tocaba con su mejilla la de Elena y se alejaba.
Bilibin, que no había perdido su reputación de hombre ingenioso y era amigo desinteresado de Elena, uno de esos amigos que nunca dejan de ser amigos de las mujeres brillantes sin poder pasar jamás a la categoría de enamorados, un día en una tertulia de petit comitédio a Elena su opinión sobre el asunto.
–Écoutez, Bilibine– Elena llamaba por el apellido a los amigos de esa clase. —Dites-moi comme vous diriez à une soeur, que dois-je faire? Lequel des deux? 457
Y posó en él su mano blanca y ensortijada. Bilibin arrugó la frente y quedó pensativo. Después dijo:
–Vous ne me prenez pas desprevenido, vous savez. Comme véritable ami, j'ai pensé et repensé à votre affaire. 458Fíjese: si se casa con el príncipe– era el joven, —pierde para siempre la posibilidad de casarse con el otro y disgusta a la Corte: ya sabe usted que hay cierto parentesco. En cambio, si se casa con el viejo conde, hace la felicidad de sus últimos días y después, como viuda del gran... El joven príncipe no haría un matrimonio desigual casándose con usted.
Y desarrugó la frente.
–Voilà un véritable ami– dijo Elena radiante, poniendo de nuevo su mano en el brazo de Bilibin, —mais c'est que j'aime l'un et l'autre, je ne voudrais pas leur faire de chagrin. Je donnerais ma vie pour leur bonheur à tous deux. 459